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Lincoln según Marx, una joya periodística

Entre los muchos textos sobre Lincoln que han llegado durante las últimas semanas a las librerías, este llama poderosamente la atención. Reúne algunos de los escritos más conocidos del presidente americano. Hasta aquí no hay demasiada novedad. Pero además  incluye otra serie de artículos periodísticos en los que Karl Marx, autor del Manifiesto Comunista y El Capital, analiza y opina sobre la Guerra Civil Americana y la causa de la emancipación. Marx se nos muestra como un periodista con los pies en la tierra y no como un teórico desvinculado de la realidad. De hecho, el pensador alemán estuvo tentado de hacer las maletas y emigrar a Filadelfia a emprender una vida más próspera, económicamente hablando.

Lo que muchos ignorábamos es que Marx y Lincoln se cartearon. Este libro también contiene dicha correspondencia. Pero en fin, no es exactamente entre ambos, sino entre la I Internacional Socialista y el embajador americano, y encima a través del Times.

En suma, lo mejor del  libro, aparte de la excelente introducción del profesor Robin Blackburn en la que analiza las convergencias programáticas entre ambos, son los análisis en tiempo real de Marx.

Constituyen un documento periodístico algo más que curioso, altamente aprovechable. Marx reniega de la causa confederal, que considera oligárquica y represora. Y paradójicamente se pone del  lado del federalismo, que luego derivaría, con matices, en el republicanismo actual. Lo hace porque no ve una guerra de aranceles, como la prensa británica –a la que puede seducir la idea de la secesión-, ve una guerra de emancipación de trabajadores. El libro apunta otra noción clave: Lincoln supo que había que convencer al mundo de que la esclavitud era la causa fundamental de la guerra para tenerlo de su parte.

Javier REDONDO

 

Cartas de amor y política entre Marx y Lincoln

Miren un retrato de Karl Marx. Ahora uno de Abraham Lincoln. En principio, un huevo y una gallina tienen tanto en común como estos dos pilares de la historia del siglo XX. Uno, el revolucionario del 48, crítico radical con el liberalismo y hasta con los derechos humanos como derechos burgueses. El otro, liberal, capitalista y tutor de la revolución mercantil.

La aventura política les distanció lo suficiente como para hermanarles en su aventura moral. Lincoln era un paladín del trabajo asalariado libre y Marx creía de esta que era una forma de esclavitud asalariada en la que el trabajador se veía forzado por la necesidad económica a vender su fuerza de trabajo para escapar del hambre y el desahucio. Ambos se fundieron durante la guerra de secesión norteamericana en contra de la condición del esclavo y de la opresión del ser humano, a favor del proyecto emancipatorio.

“Desde el principio de la lucha titánica que libra América, los obreros de Europa sienten instintivamente que la suerte de su clase depende de la bandera estrellada”, escribe el 28 de enero de 1865 el responsable de la Asociación Internacional de Trabajadores al presidente de los Estados Unidos. En una épica desmedida se alegran de que sea Lincoln, “el enérgico y valeroso hijo de la clase trabajadora”, el encargado de hacer triunfar la emancipación de una raza encadenada y la “reconstrucción de un mundo social”, que hoy ha quebrado.

Unidos contra la esclavitud

Precisamente la AIT justifica su adhesión a la causa unionista en la defensa de las conquistas del pasado y en las esperanzas en el futuro: “Las clases obreras de Europa comprendieron enseguida que la rebelión de los esclavistas era el toque a rebato para una cruzada general de la propiedad contra el trabajo”. La prosa se hincha y eleva los ánimos cuando el escrito denuncia la oligarquía que pretenden levantar 300.000 propietarios de esclavos para “inscribir la palabra esclavitud en la bandera de la rebelión armada”.

Lincoln responde a través del embajador norteamericano a la carta, el 6 de febrero de 1865. Les asegura que el presidente acepta los halagos y le inquieta ser capaz de estar a la altura de la confianza que han depositado en él “sus conciudadanos y tantos amigos de la humanidad y el progreso en todo el mundo”. Charles Francis Adams explica que el proyecto de Lincoln es “promover el bienestar y la felicidad de la humanidad mediante la interposición benevolente y el ejemplo”. Así que define la causa del conflicto con los insurgentes defensores de la esclavitud como “la causa de la naturaleza humana”.

Tres meses más tarde Marx vuelve a escribir a los Estados Unidos. En este caso su retórica se afina para homenajear la figura de Lincoln, asesinado el 14 de abril de 1865, en el Teatro Ford de Washington D.C. El destinatario es el nuevo presidente, Andrew Johnson, a quien le ofrece el pésame un tanto peculiar: “No nos corresponde a nosotros pronunciar palabras de dolor y horror, cuando el corazón de dos mundos suspira de emoción”. Alaba su templanza: “Ahora han descubierto por fin que era un hombre que ni se dejaba intimidar por la adversidad ni intoxicar por el éxito”. Honra su carácter sencillo: “Hacía su obra titánica humildemente y con sencillez mientras los gobernantes de origen divino hacen pequeñas cosas con la grandilocuencia de la pompa y el Estado”. Y siempre camina por el límite de lo cursi: “Atemperaba actos duros con el brillo de un corazón amable”.

Virtud y vigilancia

Cierto es que Lincoln se merecía la poesía de Marx por anteponer los derechos del hombre a los derechos de la propiedad desde el primer momento. “En su primer gran discurso, pronunciado en 1838 en el Liceo de la Juventud de Springfield, denunció los linchamientos de negros y el asesinato de un editor abolicionista”, recuerda Robin Blackburn en la introducción del libro Guerra y emancipación, publicado por Capitán Swing, en el que Andrés de Francisco hace una selección de textos de ambos líderes e incluye la breve correspondencia.

Los de la década de los sesenta fueron los años de mayor actividad política de Marx y el trasfondo del conflicto norteamericano parece haberle ayudado a pulir y organizar algunos de sus mejores trabajos, como la elaboración de sus análisis de la duración de la jornada de trabajo en El Capital, publicado en 1867. Había precedentes republicanos que pudieron modelar algunas pautas comunistas, como el lema de 1862: “Suelo libre, trabajo libre, hombres libres”. Todavía retumban ingredientes del discurso inaugural de Lincoln, pronunciado el cuatro de marzo de 1861 en Washington, en el que condicionaba la honestidad del político a la madurez del ciudadano: “Mientras el pueblo mantenga su virtud y vigilancia, ninguna administración, en un extremo de maldad o locura, podrá perjudicar seriamente al gobierno en el breve espacio de cuatro años”. Parecía tan sencillo.

 

Tarantino vota a Marx y Spielberg a Lincoln

Atención, pregunta. ¿Qué cara pondría usted si se cruzara por la calle con un marciano? Quizás la misma que ponen los tejanos de la última película de Tarantino cuando ven a un negro entrando en su pueblo montando a caballo. Estupefacción total. En Django desencadenado, que lleva dos semanas encabezando la taquilla española, Tarantino no se limita a dar los papeles con su libertad a un esclavo (Django, interpretado por Jamie Foxx), sino que le empodera a lo bestia: le da un caballo, le viste de cowboy y le arma hasta los dientes. Pero lo más subversivo de todo es que…  ¡también le da un trabajo! Un empleo de cazarecompensas que, para colmo, no sólo está excelentemente bien pagado, sino que le permite liarse a tiros con los negreros blancos que le explotan.  ¡Marx estaría orgulloso de Tarantino! También Lincoln, en parte.

La publicación de Guerra y emancipación (Capitán Swing, 2012), ensayo sobre la correspondencia mantenida entre Lincoln y Marx durante la Guerra de Secesión, permite hacer una relectura sobre cómo tratan Tarantino y Spielberg (Lincoln) el fin de la esclavitud en sus nuevas cintas.

Lincoln y Marx coincidían en que abolicionismo y autonomía laboral debían ir de la mano. Si uno no era dueño de su trabajo, no había emancipación posible: “Vosotros habéis entendido mejor que nadie que la lucha para terminar con la esclavitud es la lucha para liberar al mundo del trabajo, es decir, a liberar a todos los trabajadores. La liberación de los esclavos en el Sur es parte de la misma lucha por la liberación de los trabajadores en el Norte”, escribió Lincoln en una misiva a los sindicatos neoyorquinos. O la esclavitud como un sistema extremo de explotación de los trabajadores que había que derribar. ¡Lincoln agitador proletario! Lo que no quita, claro, para que hubiera profundas diferencias políticas en los métodos de Marx y Lincoln. Igual que hay profundas diferencias políticas en los enfoques de Tarantino y Spielberg. Dinamita versus leyes.

Tarantino, por ejemplo, ni siquiera se molesta en esperar a que el presidente Lincoln acabe con la esclavitud para liberar a su esclavo. Django desencadenado transcurre en 1858, tren años antes del inicio de la Guerra de Secesión y siete antes del asesinato de Lincoln. Como ya hiciera en Malditos bastardos (2009), el director modela la historia a su gusto para hacer justicia poética: convierte al esclavo Django en un pionero del Black Power que se venga del KuKluxKlan y de los negreros de las plantaciones con ráfagas de tiros y hip hop. Un subversivo más cercano a Marx que a Lincoln.

Spielberg, por su parte, se centra en las luchas de poder que llevaron al abolicionismo. Lincoln es una película sobre el fin de la esclavitud… sin presencia de negros. En efecto, al contrario que en El color púrpura (1985) y Amistad (1997), Spielberg da ahora la palabra a los políticos blancos que sacaron adelante la ley que abolió la esclavitud y zanjó la guerra civil. Explica cómo se cocinó la Decimotercera Enmienda. Una trifulca política entre bambalinas que el congresista interpretado por Tommy Lee Jones resume así: “La ley más decisiva de la historia de EEUU se ha aprobado gracias a un proceso corrupto manejado por el hombre más honrado [Lincoln] que ha dado nunca este país”.

Si Spielberg nos entrega la ley que convirtió a los esclavos en hombres libres, Tarantino anticipa (consciente o no) que el documento puede ser papel mojado si las nuevas libertades no se practican a las bravas. Django desencadenado es una fantasía histórica que contiene más de una verdad política: el abolicionismo no podía acabar con la discriminación y la desigualdad sino iba acompañado de emancipación laboral y autonomía personal. Lincoln y Django desencadenado, dos caras del mismo proceso cuyo penúltimo coletazo es que un negro carismático se puede pasear ahora a caballo por los jardines de la Casa Blanca si le da la real gana.

 

Serge, Victor

Anarquista y protagonista destacado de la Revolución rusa desde 1918, Victor Napoleón Lvovich Kibalchich

El caso Tuláyev

En la gran tradición de la novela europea, El caso Tuláyev es la comedia humana de un estado policial, con la sensación de urgencia y amenaza que se cierne sobre la capital moscovita sitiada por el invierno, donde el inocente confiesa su culpa y el castigo cae sobre él, y en la que la explicación de los hechos se da no como una fórmula histórica,

«Guerra y Emancipación. Lincoln & Marx» recoge la relación epistolar entre ambos personajes

El alemán y el estadounidense intercambiaron una serie de cartas con los temas del fin de la esclavitud y la situación de los trabajadores como ideas comunes

Si el nombre de Abraham Lincoln es esencial en la historia y en la constitución de los Estados Unidos de América, ahora, a raíz de la película dirigida por Steven Spielberg, su figura adquiere una mayor notoriedad. Como en todo gran personaje, hay pasajes de su vida que no son tan conocidos, ya sea por desconocimiento o por interés en esconderlos.

Capitán Swing publica en castellano, gracias a la traducción de Antonio Lastra, Andrés de Francisco y Javier Alcoriza, la correspondencia que tuvo al final de la Guerra Civil estadounidense con Karl Marx, a priori alguien con el que resulta extraño imaginarse una relación de admiración y comprensión, pero que como descubre el libro, coincidían en algo tan esencial como la causa de los trabajadores libres y en la urgente necesidad de acabar con la esclavitud.

Los escritos que recopila la obra indican el importante papel de los comunistas internacionales en oposición al reconocimiento europeo de la Confederación. Frente a la presuntuosa opinión del Londres liberal de su tiempo, que afirmaba que el verdadero motivo del conflicto eran los aranceles, Marx sabía que la crisis tenía que ver con la esclavitud. Era consciente de que el capitalismo podía fácilmente apoyar e incluso prosperar a costa de ésta y otras formas de servidumbre humana. Sus numerosos escritos sobre la Guerra Civil, lejos de propugnar un socialismo de raza blanca, demuestran una intención universalista: «sólo el rescate de una raza encadenada llevaría a la reconstrucción de un mundo social».

Poco después, los ideales del comunismo atrajeron a miles de adeptos por todo EE.UU., y la Asociación Internacional de Trabajadores trató de radicalizar la revolución inacabada de Lincoln promoviendo los derechos de los trabajadores blancos y negros, nativos y extranjeros, contribuyendo a una crítica profunda de los magnates que se enriquecieron con la Guerra, e inspirando una extraordinaria serie de huelgas y luchas de clase en las décadas siguientes.

 

EE.UU., ese país ¿comunista?

 

“El mundo no descubrió a Lincoln como héroe hasta que hubo caído como mártir”, dejó escrito Karl Marx. Esta admiración abre una de las grandes novedades de la semana literaria, Guerra y emancipación, la correspondencia entre Marx y Lincoln que publica Capitán Swing. En estas cartas, intercambiadas en los años de la Guerra Civil estadounidense, descubrimos la amistad y sentimientos parejos de ambos por acabar con el conflicto de la esclavitud. El director Steven Spielberg, que acaba de estrenar su vasto biopic sobre el presidente norteamericano y padre de la nación y gran líder, parece haber soslayado este espíritu “comunista”, pero ahí están las palabras para recordárnoslo.

De hecho, si bien Lincoln fue asesinado (uno de los homicidios más teatrales de la historia, que además, sucedió en un teatro), eso no fue obstáculo para que, después de que iniciara su revolución, la Asociación Internacional de Trabajadores comenzara a promover huelgas por todo el país estadounidense abogando por los derechos de los trabajadores blancos y negros, nativos y extranjeros.

Bien sabemos que EE.UU. siempre ha recelado del comunismo. No hace tanto de esa caza de brujas del senador McCarthy. Mucho menos de Reagan y del apostolismo neocon, pero esta correspondencia nos demuestra que en aquel nacimiento de la nación ya había un tipo merodeando por allí que puso las bases del sistema político y social marxista, y al que quizá los estadounidenses deban mucho más que a las barras y estrellas de la bandera. Para sacar más conclusiones, ahí están las cartas.

 

Salir de la anestesia local con Günter Grass

Tanto da el 68 que el 13. El matri­mo­nio entre el acti­vismo polí­tico y el artista es tan espi­noso como cual­quiera de los civi­les o eclesiales.

Un alumno idea­lista e incons­ciente que con­trasta con un pro­fe­sor cons­ciente y deca­dente. La eterna vieja escuela de la acción directa con­tra el cam­bio polí­tico tran­quilo, sose­gado, cua­trie­nal, progresivo.

Así se cons­truye la trama de Anes­te­sia local, un libro de 1969 res­ca­tado al cas­te­llano por Capi­tan Swing del pre­mio Nobel Gün­ter Grass, donde este se moja sin palia­ti­vos sobre el mari­daje arte­po­lí­tico. Aun­que sin tomar par­tido. La bio­gra­fía de Grass se parece más a la de Sta­rusch, el maes­tro con un pasado tor­men­toso mar­cado por el aban­dono de su pro­me­tida, que a la del alumno, que pre­tende que­mar a su perro vivo en pleno Ber­lín para pro­tes­tar por la Gue­rra de Viet­nam y el uso del napalm.

Nin­guno de los per­so­na­jes sale espe­cial­mente bien parado, sin embargo: esta es una novela sobre la debi­li­dad humana y sobre como el pasado nos devora en detri­mento del futuro esperanzado.

En medio de este eje mas­cu­lino los per­so­na­jes feme­ni­nos tie­nen el aspecto de fan­tas­mas, de musas y val­quí­rias, de guías y ten­ta­cio­nes aje­nas a la iner­cia del estan­ca­miento abur­gue­sado. Sumi­dero de los pla­nes y la ima­gi­na­ción, la socie­dad de la pos­gue­rra se pre­senta como un obs­táculo al pla­cer. Cual­quier dis­frute es pos­trero, la muerte, el fin del libro, el abismo, parece el último res­qui­cio de ali­vio para unos per­so­na­jes que deam­bu­lan con­ven­cién­dose unos a otros de temas sobre los que no están dema­siado segu­ros: mien­tras las ideas se mue­van, mien­tras la inac­ción se man­tenga, habrá una segu­ri­dad en un futuro que nin­guno se atreve a abor­dar por cobar­día. Per­so­na­li­da­des sub­si­dia­rias y pará­si­tas de los demás, todas rodando hacia la nada.

Divi­dido en tres par­tes, Grass cons­truye per­so­naje, trama y desen­lace casi en com­par­ti­men­tos estan­cos, sal­pi­men­tán­do­los con bas­tante Séneca –su dis­cí­pulo fue Nerón, que exten­dió la “cale­fac­ción” en Roma– y haciendo de la enso­ña­ción y la estruc­tura enma­ra­ñada un com­ple­mento satis­fac­to­rio para el afor­tu­nado lec­tor que ter­mine o empiece el año con este volumen.

 

Desternillante retrato de la generation beat

Fresco e irreverente. Dos adjetivos que suenan a piropo para una obra con más de 40 años a sus espaldas. La recopilación de escritos, artículos y entrevistas que componen A la rica marihuana y otras especias (publicada en 1967) ha sido reeditada esta pasada primavera por la editorial Capitán Swing. Extravagante, a la par que brillante, supone una delicia literaria para los amantes de la generación beat.

Su lenguaje, a veces demasiado hip, es una valiosa fotografía de las expresiones y comportamientos de la contracultura americana de finales de los 50 y principios de los 60. Por eso, pese a su avanzada edad, el libro se conserva joven, manteniendo ese toque insolente que cautivó a sus coetáneos. Sus 275 páginas aseguran al lector un carrusel de carcajadas y buenos momentos.

Las veinte historias en las que se divide el libro, diferentes en forma y contenido, recorren un sinfín de paisajes de la cultura yanqui; eso sí, casi todos con la droga como telón de fondo. Southern lo mismo habla de música sureña, de política exterior, de homosexualidad, racismo, de la falsa moral, de la CIA, de Hollywood o de la carrera espacial; llegando a recrear un encuentro ficticio entre Kafka y Freud. Todo ellos, relatos recopilados de sus publicaciones en la revista Squire.

Para Tom Wolfe, Southern es el padre del llamado Nuevo Periodismo, que supuso una renovación de ese estilo acartonado en la forma de contar de historias. Es en los hilarantes diálogos donde el autor destapa todo su talento. Da igual que la conversión sea entre dos fumetas, en el que hasta las vacas se colocan, o una discusión entre dos editores de una revista de Madison Avenue. El humor, al igual que las drogas, es el barniz que impregna cada conversación. Un talento, que los amantes del cine pudieron disfrutar en la fabulosa cinta de Stanley Kubrick, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, de cuyo guión es corresponsable.

 

Odio contra la chusma

 

Suelen merodear el extrarradio británico atados a un pitbull y vestidos de riguroso Burberry –Nike o Adidas en su defecto–. La navaja no es descartable, tampoco algo de bisutería vistosa y barata. Capucha o gorra y andares gallináceos completan la estampa. Se les conoce vulgarmente como chavs y de un tiempo a esta parte se han convertido en el punto de mira de la peor bilis clasista británica. “Detritus de la Revolución Industrial”, “parásitos sociales”, “subclase palurda” son algunas de las lindezas que día a día les dedican los más avispados tribunos conservadores. La caricatura chav va camino de convertirse en el pasatiempo favorito y en el comodín ideal de políticos, periodistas y humoristas.

El vapuleo a los chavs se inspira en una larga e innoble tradición de odio de clase, pero no puede entenderse sin atender a acontecimientos más recientes. El joven historiador Owen Jones indaga en Chavs. La demonización de la clase obrera (Capitán Swing) cómo Gran Bretaña ha pasado de una rica cultura de clase, conformada entorno a poblaciones de mineros y estibadores, a la lenta decadencia actual perpetrada por los sucesivos gobiernos tories y neolaboristas.

Los ataques de Thatcher a los sindicatos y a la industria asestaron un duro golpe a la vieja clase obrera industrial. Los trabajos bien pagados, seguros y cualificados de los que la gente estaba orgullosa, y que habían significado el eje identitario de la clase obrera, fueron erradicados en la década de los 70. Apelando a la engañosa idea de la responsabilidad individual para ascender en la escala social, la Dama de Hierro sentó las bases del “sálvese quien pueda” actual. “El objetivo era acabar con la clase obrera como fuerza política y económica en la sociedad, reemplazándola por un conjunto de individuos o emprendedores que compiten entre sí por su propio interés”, explica Jones en su ensayo. Una política fiscal que desplazaba la carga impositiva de los más ricos a los menos pudientes y la glorificación de una nueva cultura del éxito medida por lo que uno poseía hicieron el resto. La cultura de clase tenía los días contados.

Así las cosas, llegó el turno de la mediática tercera vía del nuevo laborismo. El mantra blairista de que “ahora somos todos clase media, mientras las barreras sociales van cayendo” terminó por desquiciar al lumpen británico y ahondaba en la herida de que si quedabas excluído era bajo tu responsabilidad. La degradación se fue haciendo cada vez más patente, el ascensor social –si es que alguna vez existió– se averió y los barrios de vivienda protegida se convirtieron en vertederos de prole atomizada y profundamente consumista. “El sistema de clases británico es como una cárcel invisible”, apunta el autor, “un trabajador varón con mono azul y un carné sindical en el bolsillo podría haber sido un símbolo apropiado de la clase trabajadora de los años cincuenta. Una reponedora mal pagada y a tiempo parcial sin duda sería representativa de esa misma clase hoy en día. Pero esta clase trabajadora contemporánea está ausente de las pantallas de televisión, de los discursos de nuestros políticos y de las páginas de comentarios de nuestros diarios”.

Fue el actual primer ministro David Cameron, quien, ante el cada vez más evidente problema de desigualdad social, despachó con brío que “la cuestión no es de dónde vienes, sino adónde vas”. De nuevo salía a la palestra el concepto de la “aspiración” como salvoconducto para la salvación individual, de nuevo un miembro de la privilegiada clase alta británica hacía hincapié en la idea de que las perspectivas vitales de una persona quedaban determinadas por aspectos comportamentales y no por su entorno socioeconómico.

Entretanto el show no para y el estereotipo chav, con su estilo ramplón e irreverente, sirve para desviar la mirada de lo que realmente importa y refuerza la idea de que la clase es una patraña anticuada y que eres dueño de tu porvenir, sobre todo si estudiaste en Cambridge.

J. Losa

 

Un ensayo lúcido y necesario más allá de Inglaterra

Ya no nos sorprende pasear por la calle y topar cada dos por tres con personas que husmean en los contenedores o que piden limosna con carteles que muestran su desgracia. El proceso ha sido rápido, velocísimo, tanto que ya queda muy lejos el tiempo en que los españolitos pensábamos que el proletariado era algo del pasado. A fuerza de recortes y privaciones vamos dándonos cuenta que ha vuelto y que la utopía de una clase media universal se ha desvanecido entre burbujas, deudas y cinismo político de gran magnitud.

En Inglaterra siempre nos han llevado ventaja, su camino hacia el neoliberalismo ha forjado nuevas coordenadas sociales que sirven de aviso para todos aquellos países que observan con desazón el progresivo y letal desmantelamiento del Estado del Bienestar forjado, precisamente, en el Reino Unido tras la Segunda Guerra Mundial. Para entenderlo mejor conviene leer Chavs, la demonización de la clase obrera, otro estupendo ensayo publicado en España por Capitán Swing.

Su autor es el joven Owen Jones, quien disecciona a la perfección causas y consecuencias del fenómeno, y lo hace con clarividencia pedagógica. Muchos piensan que los ensayos son aburridos, quizá porque su enciclopedia mental los asocia con volúmenes insufribles que no empatizan con el lector. El autor de Chavs habla claro, contrasta datos y expone su propia opinión justificada desde la ciencia que observa el comportamiento humano en un territorio concreto donde intervienen política, medios de comunicación, alteraciones del paradigma y un contexto feroz y despiadado.

El parto de la desgracia surgió del vientre de una madre que no tuvo reparos en destruir el ABC del sistema británico. Hasta finales de los años setenta la estabilidad de obreros y trabajadores se basaba en el poder sindical que permitió un continuo aumento de sueldos y la seguridad del pleno empleo, paraíso en la tierra que finiquitó la llegada de Margaret Thatcher al diez de Downing Street.

Se abría la era contemporánea, ocultada por los últimos coletazos de la Guerra Fría, idónea tapadera para enmascarar deslocalizaciones industriales y la despedida y cierre del universo fabril, concentrado en enclaves para los que esta pérdida de un modus vivendi que aglutinaba la comunidad significó la irrupción de la pobreza y una total imposibilidad de recomponer los pedazos rotos por el programa de la dama de hierro.

El sector terciario subió con fuerza, Inglaterra jugó a la guerra, cayó el muro de Berlín y la ogra que todo lo lograba desde su supuesta humildad desapareció del mapa. Después de Major llegó el turno del nuevo laborismo de Tony Blair. ¿Nuevo? Sí, pero sin laborismo. La famosa tercera vía, pregonada a los cuatro vientos como una panacea que refundaba la izquierda, no era sino la aceptación de los principios neoliberales ante la frustración de no saber proponer recetas socialdemócratas. Y así seguimos, tres lustros más tarde.

Este conjunto de medidas y evoluciones culmina, por el momento, con el gobierno de David Cameron, el no tan joven líder que al ganar las elecciones fue anunciado a los cuatro vientos como un soplo de aire fresco. ¿Seguro? Obviamente no, pues sus medidas se enmarcan en la corriente actual desde una óptica, si quieren, aún más dañina. Es el enviado que cumple unos designios ya escritos que mucho tienen que ver con la transmisión de un mensaje que conlleva odio y genera estereotipos destinados a marcar tendencia para apuntalar una serie de postulados que de otro modo no podrían plasmarse en la realidad: demonizaciones, antesala de exclusiones y marginación.

Los Chavs son un colectivo social que ha visto como poco a poco sus derechos desaparecían en medio de una campaña de ataques y rabia contra ellos. Los tópicos brotan y la gente los acepta, entre ellos el más detestable es el de situar a millones de personas en el grupo de los que no pegan sello porque viven de las prestaciones estatales. Curiosamente la mayor parte de estos individuos viven en las otrora prósperas zonas que Thatcher desmanteló en su afán desindustrializador. El trabajo creaba comunidad, ahora su ausencia produce monstruos en forma de depresión, alcoholismo, adicción a las drogas y desesperación de quien no puede aspirar a ganarse el pan.

El gobierno, en la mejor tradición neoliberal, acusa a los ciudadanos de su ruina, lo que es más falso que un duro de cuatro pesetas. Owen Jones demuestra que no hay suficiente oferta de trabajo, por lo que el desempleo es lo más normal del mundo. Aún llenando los huecos del paro Gran Bretaña siempre tendría un número fijo de personas sin posibilidad de optar a un mínimo estipendio.

Por lo demás, las causas de esta decadencia tienen raíces que en nada dependen de los que las sufren, que año tras año observan desde la pantalla de sus hogares cómo los medios, aliados con los que ostentan el cetro, se dedican a esputar mierda contra su miseria. Ellos, que han visto cómo la vivienda social, ese mito de la Pérfida Albión, se derrumbaba, que han comprobado cómo los gerifaltes del partido conservador soltaban sus perlas de quien no trabaja no come. Ellos, que han observado cómo el secuestro de una niña de clase media daba la vuelta al mundo y la desaparición de una chavalita del suburbio servía para condenar de antemano a todo un colectivo.

Ellos son los que aparecen en series televisivas como bebedores con hijas que son madres antes de los veinte años. Ellos quedan relegados y son pasto del racismo posmoderno, que privilegia, tapándose la nariz, la multiculturalidad y se regodea, en un apestoso engaño, de volver a la época victoriana, pero ahora el metáforico Whitechapel del siglo XXI no está en el Este de Londres, se extiende por toda la isla y sirve como alivio para todos aquellos que viven en la ilusión de ser clase media pese a que las encuestas muestren que muchos aún se consideran de la working class, denostada hasta el punto de asemejarse, en el imaginario colectivo, a detritus, víctimas de la desigualdad y la imposición de los de arriba, siempre más seguros de su mandato de victoria contra los pobres..

El desmantelamiento del poder y carisma de los sindicatos desde 1989 ha servido para controlar mejor a la población y usarla como un titiritero usa a sus muñecos. El autor de Chavs dice mucho más, y hasta analiza los turbulentos sucesos del verano de 2011, cuando miles de jóvenes salieron a la calle tras la muerte de Mark Duggan. Sin embargo, el potencial de Owen Jones va más allá de su patria, pues los datos expuestos y analizados en su ensayo sirven para reflexionar sobre lo que quizá acaezca en España y en Europa en un futuro bastante próximo, Chavs es, sin duda, uno de los volúmenes más lucidos para comprender los efectos de la crisis, y es así porque, a diferencia de muchos otros textos que se han vendido como la panacea, su disección es seria y no busca fuegos artificiales, sólo ofrece lo que hay en un desierto que por suerte, y se agradece que una voz clame y albergue esperanza, entre todos podemos solucionar.

Jordi Corominas i Julián

 

El pueblo contra el proletariado

Aunque la palabra chav resulta intraducible a otras lenguas, cualquier recién llegado a Reino Unido intuirá de inmediato que ese concepto tan recurrente en los medios de comunicación locales no significa nada bueno. El chav es una persona de clase baja y a menudo joven, adepta a la ropa deportiva de marca (real o de imitación). Un ser vulgar y rayano en el comportamiento antisocial, según los diccionarios ingleses que han incorporado el nuevo e informal vocablo. Los seguidores españoles de la serie humorística de la BBC Little Britainpueden identificarlo en el personaje de Vicky Pollard, madre soltera adolescente que viste un horrendo chándal rosa, roba chucherías en el supermercado y busca nuevos embarazos para seguir cobrando el cheque de ayuda social. El periodista y escritor Owen Jones (Sheffield, 1984) es probablemente uno de los pocos televidentes que no le ríen las gracias, porque ve en esa Vicky el estereotipo al que ha sido reducida la clase trabajadora por parte de una élite política y periodística: una especie irresponsable, indeseable y parásita en la que nadie se reconoce.

“La pobreza y el paro ya no son percibidos como problemas sociales, sino en relación con los defectos individuales: si la gente es pobre, es porque es vaga. ¿Para qué tener entonces un Estado del Bienestar?”, plantea Jones en el libro Chavs: La Demonización de la Clase Obrera (Capitán Swing Libros) que ha provocado muchos oleajes en el Reino Unido y lo ha convertido en un referente de la nueva izquierda británica. El autor de ese diagnóstico no es ningún veterano nostálgico de otros y mejores tiempos, sino el portador de un rostro angelical y aniñado que no hace justicia a sus 28 años. Un joven que transita por Londres en bicicleta y que fácilmente podría confundirse entre el grupo de estudiantes que visita la British Library, lugar que ha propuesto para la cita. Y, sin embargo, una primera obra lo ha convertido en una estrella mediática, indispensable en los debates de calado, y ha traspasado los confines nacionales hasta merecer la atención de medios tan influyentes como The New York Times y su traducción a varias lenguas, entre ellas la española. En la versión que llega a las librerías se añade un epílogo con un brillante análisis de las razones de los disturbios que asolaron Gran Bretaña en verano de 2011 y sobre los que los medios informaron estableciendo vínculos entre la devastación callejera y los tópicos chav, como la capucha o la influencia de los videojuegos.

Él mismo reconoce que, “de haberse publicado tres o cuatro años antes, cuando los estragos de la crisis económica no eran tan palpables, el libro quizá no habría suscitado el mismo interés”. “Los chavs son un fenómeno muy británico, pero por ejemplo España también es un país de clases, una sociedad desigual donde los brutales programas de austeridad se están cebando en la gente corriente”.

Lejos de un farragoso tratado, el libro de Jones es fácil de leer e ilustra con ejemplos actuales y bien conocidos del público su tesis sobre la demonización de la clase obrera: “Pretendo desmontar los mitos (asentados en más de tres lustros de bonanza económica) de que ‘ahora todos somos de clase media’, que la división de clases es anticuada y que la creciente desigualdad es producto de los fallos del individuo”.

La obra da saltos en el tiempo para reflexionar sobre el antiguo concepto de una clase obrera respetada como uno de los puntales de la economía hasta su conversión en esa “escoria que pretende el establishment neoliberal”. También es una diatriba contra los medios, transformados “en una élite encerrada en una burbuja de privilegios y desconectada de los problemas de la gente corriente”. Ellos han contribuido a forjar en el imaginario colectivo la perniciosa noción del chav. Jones describe en el libro el tratamiento desigual y sesgado que tuvieron en la prensa sendos secuestros de dos niñas inglesas, Madeleine McCann y Shannon Matthews. De la primera, la hija de una pareja de médicos cuyo caso mereció enorme cobertura también en España, llegó a escribirse: “Esto no suele sucederle a gente como nosotros” (léase clase media).

La madre de la segunda, una mujer que vive de los beneficios sociales, fue desde el primer momento estigmatizada como una chav incapaz de cuidar de su prole. Y, por extensión, lo fue toda la clase que encarna, mientras se obviaba la movilización de su comunidad para localizar a Shannon.

“Vivimos en una era de reacción y derrota”, se lamenta este activista cuyo objetivo esencial es “recuperar una voz para la clase obrera, aquella que hace tres décadas trabajaba en la mina, las fábricas y los muelles y que hoy lo hace en supermercados, call centers o cafés” por sueldos de risa. La mayoría pertenecen a su generación y ya no son un colectivo organizado como antaño. Si bien el movimiento de los indignados que ocupó la City, Wall Street y las calles españolas “llenó un vacío y ayudó a expresar la ira de la gente”, Jones considera que “no es una alternativa”. Ahí se manifiesta el hijo de un matrimonio de sindicalistas, con carné del Labour desde los 15 años, a pesar de la “traición” que ha supuesto el viraje de este partido hacia la derecha. ¿No cree que muchos jóvenes consideran a los sindicatos una antigualla de la era pretecnológica? Responde con otra pregunta: “¿Por qué es anticuado querer que los trabajadores se unan y se apoyen?”

 

Lumpen del siglo XXI

A mediados del siglo XIX, Marx definió la categoría de lumpemproletariado.Con la vibrante literatura que practica cuando ejerce de periodista, escribe en El 18 Brumario de Luis Bonaparte: “Se organizó el lumpemproletariado de París en secciones secretas (…) junto a roués arruinados con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra toda la masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème”.

Desde aquí se acuñó el concepto de lumpen, que ha evolucionado con la sociedad de cada tiempo pero que ha aglutinado siempre, como elementos constantes de sus componentes, los de ser la clase social más baja, sin conciencia de clase (la clase en sí frente a la clase para sí) y sin organización política ni sindical. Así, la estratificación social estaba formada por los andrajosos, la clase obrera y la clase alta. Un siglo y pico después, cuando la revolución conservadora que inició Margaret Thatcher en Gran Bretaña y Ronald Reagan en EE UU se hizo hegemónica, irrumpieron con fuerza las hasta entonces incipientes clases medias, las sociedades de propietarios, a las que trataron de sumarse en el ejercicio del progreso social los proletarios y parte de los más abajo. El icono principal de esas clases medias era la vivienda en propiedad, para lo cual debían endeudarse para toda la vida y depender del crédito de los bancos.

Los efectos de la Gran Recesión inaugurada en el verano del año 2007, que se trata de la crisis más larga y profunda del capitalismo desde la Gran Depresión de los años treinta, suprimen la movilidad de las clases sociales y quiebran esa idea del progreso lineal. El empobrecimiento de las clases medias las está arrastrando, de nuevo, a la parte más baja de la escala social. Como el mito de Sísifo. Y ello en un contexto de desigualdad (de ingresos, de patrimonios, de oportunidades) brutal. Muchos analistas comienzan a hablar de una nueva estratificación social en esta segunda década del siglo XXI, cuyos extremos son los desafiliados (Robert Castel), aquellos que van quedándose al margen del progreso, y las elites que se rebelan (Christopher Lasch), abandonan al resto de las clases sociales a su albur y traicionan la idea de una democracia concebida por todos los ciudadanos. Estas élites, financieras, políticas o mediáticas, redistribuyen los estereotipos de la clase trabajadora a la que culpabilizan por haber vivido por encima de sus posibilidades, y los de las subespecies como la de los chavs de Owen Jones, parte del nuevo lumpemproletariado del siglo XXI: jóvenes que ni estudian ni trabajan, parados o con sueldos tan bajos que ser mileuristas es su utopía factible, poco reivindicativos pero con sensación de pertenencia a una tribu, y siempre con un teléfono móvil en su mano y ataviados con alguna prenda (original o copia) de marca. Con mucho acierto, Jones ha pretendido con su libro sobre la demonización de la clase obrera deconstruir los mitos de la revolución conservadora (todos somos clase media) y los efectos de la desigualdad extrema (como desigualdad natural) en la calidad de la democracia y en la cohesión social.

Joaquín Estefanía

 

Guerra y emancipación

Marx y Lincoln mantuvieron correspondencia al final de la Guerra Civil estadounidense. Aunque los separaban más cosas aparte del Atlántico, coincidían en la causa de los trabajadores libres y en la urgente necesidad de acabar con la esclavitud. Estos escritos señalan el importante papel de los comunistas internacionales

Marx, Karl

Pensador socialista y activista revolucionario alemán. Influido por las teorías hegelianas, entró en contacto

Lincoln, Abraham

Fuerte oponente de la expansión de la esclavitud en los Estados Unidos, fue elegido presidente a finales de 1860

Ehrenburg, Ilya

Escritor y periodista soviético, tras participar en el movimiento estudiantil de la Universidad de Moscú

Julio Jurenito

Publicada en 1922, Julio Jurenito es una sátira filosófica y mordaz de la civilización europea. Escrita en menos de un mes, «como si alguien me llevara la mano mientras escribía», su protagonista es un mexicano nacido de las charlas con el fabuloso pintor Rivera. Jurenito recorre la Europa de 1910 a 1920 en compañía de una troupe de discípulos

«Absolutamente necesario e imprescindible»

No exagero si digo que la primera obra de Owen Jones está llamada a convertirse en un texto tan necesario como ‘La doctrina del shock’ para entender los tiempos que corren. Aunque Jones nos habla de cómo se demoniza en el Reino Unido a la clase obrera con el fin de debilitarla y desacreditarla, esa demonización se está produciendo en muchos otros países, aquí mismo, sin ir más lejos, cada vez que Rajoy nos acusa de haber vivido por encima de nuestras posibilidades o cuando el politicastro de turno justifica los recortes sociales alegando que las pensiones se gastan en televisiones con pantalla de plasma. En Inglaterra los llaman ‘chavs’, aquí se les llama ‘canis’ o ‘ninis’, pero el resultado es el mismo: parodiar a ese sector de la sociedad que no puede aspirar a un trabajo digno, cuyas vidas transcurren en el presenta más inmediato porque el futuro es tan negro que ni existe. Una parodia que no sólo busca callar y desligitimar cualquier pretensión de quien menos tiene, sino que a su vez tiene el valor de reconfortar a una clase media cada vez más empobrecida que no quiere empatizar con esa clase de la que inevitablemente terminará formando parte si las cosas siguen así. Es discurso clasista y simplista tiene un fin más que sirve a la clase dirigente y a esa clase patronal que guarda lingotes de oro en casa: justificar los recortes. ¿Para qué dar prestaciones por desempleo o alquileres sociales a un hatajo de perdedores que se han buscado su propia ruina? He ahí otra de las claves de ‘Chavs’, sí: no son las circunstancias macroeconómicas las que llevan a que millones de personas estén desempleadas, sino la propia voluntad. Sin duda un darwinismo perverso, pero que está en la base del discurso de muchos políticos, basta con recordar ese “si hace falta uno se va a trabajar a Laponia”, pero que quien no trabaja es porque no quiere.

Owen Jones, y éste es su gran acierto, no sólo expone la realidad contada desde diversos puntos de vista (desde ‘tories’ privilegiados a parados de larga duración), sino que analiza el cómo y por qué se ha llegado aquí… y sí, efectivamente, todos los caminos llevan a Margaret Thatcher, a la desindustralización y a esas grandes empresas que se han ido a buscar mano de obra barata en el Tercer Mundo. Puede que aquí no hayamos tenido una Dama de Hierro, pero esa fuga de industria y esas políticas neoliberales han hecho el mismo daño que en el Reino Unido o en cualquier otro país europeo, así que no resulta difícil reconocer los síntomas, los discursos del poder ni las reacciones de una ciudadanía desencantada con los sindicatos y que prefiere quedarse en casa a salir a votar.

‘Chavs’ es demoledor por lo reconocible, certero y vigente. Es, sin duda, una lectura imprescindible para hacer una correcta composición de lugar si se quiere entender mínimamente la sociedad en que vivimos.

 

El ensayo del momento

He aquí el ensayo del momento. El brillante y jovencísimo Owen Jones analiza por qué la clase trabajadora de Gran Bretaña (los llamados chavs) se ha convertido en objeto de miedo y escarnio. Partiendo de la desaparición de Madeleine McCann y comparándola con la de Shannon Matthews, una niña de barrio obrero que desapareció al mismo tiempo y de la que nadie sabe nada, deteniéndose en la Vicky Pollard de Little Britain y en la demonización de Jade Goody (una concursante del Gran Hermano británico especialmente polémica), entre otros muchos casos, Owens analiza por qué y cómo los medios de comunicación y los políticos desechan por irresponsable, delincuente e ignorante a un vasto y desfavorecido sector de la sociedad: los chavs. O la clase trabajadora, que ha pasado de ser “la sal de la tierra” a “la escoria de la tierra”. Que se ha, en cierto sentido, ficcionado, hasta el punto de convertirse en un estereotipo que los gobiernos utilizan como pantalla para evitar comprometerse de verdad con los problemas sociales. Un ensayo más que necesario, interesantísimo. Laura Fernández.

 

 

La demonización de la clase obrera

En neolengua no existen palabras para hablar de clases sociales, patronos y obreros,  lucha de clases puesto que se considera desfasado, de otro tiempo. Con el advenimiento del neoliberalismo de la mano de sus grandes profetas Tatcher y Reagan, junto a sus discípulos: el nuevo laborismo, la  tercera vía, los González y compañía se (supone que se) han superado todos los viejos conflictos sociales.

Ahora sí, por fin, vivimos en una sociedad meritocrática, la sociedad de las clases medias, donde cada uno está dónde se merece. Aquí, lo único que existe son individuos libres, nada de grupos sociales, ni movimientos con intereses opuestos. En palabras de la Dama Hierro:  “No hay sociedad, […] sólo hombres y mujeres individuales con sus familias». Estos individuos, buscan maximizar su beneficio, y gracias a la magia de la mano invisible, redunda en riquezas para todos los que se lo merecen, así como, en pobreza para los vagos y pendencieros

Peeero, parece que el encantamiento neoliberal comienza a quebrar. Una buena muestra son las consecuencias de la última gran crisis económica, o estafa planetaria, la denominada crisis de las subprime. Analizando sus efectos, el observador menos avispado  podría atestiguar que persiste la estratificación social, que, supuestamente, había desaparecido. Puesto que, mientras por arriba, donde moran los causantes de la crisis, se disparan los beneficios y el lujo. Por abajo, nos quedamos sin moradas y engrosamos las listas del INEM.

Owen Jones pretende con este ensayo recuperar para el debate la cuestión de clase. Para este empeño utiliza la denostada figura del chav (lo que vienen a ser nuestros canis, chonis, pelaos, merdellones) El motivo, es la intuición que, «El odio a los chavs es una manera de justificar una sociedad desigual».

Para ponernos en situación, los chavs/canis son el único grupo social objeto de burla descarnada que no produce ningún tipo de sonrojo mofarse de ellos. Hagamos un experimento: probemos a hacer un chiste en compañía de un grupo de progres gafapastas (ahora autodenominados hipsters), de temática racista, machista u homófoba, el resultado es el lógico lapidamiento. Ahora en cambio, probemos a soltar la mayor burrada sobre las chonis peluqueras de tu barrio, o el cani del camarero de turno, o el pokero de callejeros. El resultado será bastante dispar. No te lloverán piedras, sino risas y aplausos.

Este odio hacia la figura del choni para Owen Jones es sintomático de una sociedad clasista.  En sus propias palabras: «Pero lo cierto es que el odio a los chavs es mucho más que esnobismo. Es lucha de clases. Es una expresión de la creencia que todo el mundo debería volverse de clase media y abrazar los valores y estilos de la clase media, dejando a quienes no lo hacen como objeto de odio y escarnio.»

Como vemos el calado del mensaje neoliberal tras tres décadas de hegemonía, es bastante profundo. La dura derrota del sindicalismo infringida por la Tatcher, sumado a la caída del Muro, tuvo como una consecuencia la desarticulación del movimiento obrero, así como, la omnipotencia de los vencedores para imponer su visión del mundo.

Esta visión, que a priori podríamos denominar la dictadura de la clase media (aunque hablar de clase media, no es más que un eufemismo, puesto que los valores de la sociedad son los valores de la clase dominante), en su discurso único no deja espacio para la clase obrera. En el reino de la meritocracia no existen horizontes colectivos, no hay causas materiales, ni grupos sociales con intereses antagónicos… todo se reduce al esfuerzo de cada uno. Es decir, aquí todos los buenos son de la gran clase media, los pringaos que no acceden a ella es porque son unos lumpens.

El lenguaje no es inocuo, y una muestra de poder es la capacidad de imponer el lenguaje a nuestros enemigos, es decir, quién nombra, manda. Pongamos un ejemplo extraído del libro: «Ha habido una visión general consistente- y está pasando del concepto de clase al de exclusión – en que la exclusión en cierto modo sugiere me estoy excluyendo a mí mismo, que hay un proceso, que mi comportamiento tiene una réplica exacta en mi estatus social. La clase social es algo que viene dado. La exclusión es algo que me sucede y en lo que de alguna manera soy agente.»

Así se va construyendo la realidad, a la medida de la sociedad neoliberal, porque hablar es enunciar el mundo.  Para la construcción del marco neoliberal-meritocrático fue fundamental la omisión de la clase obrera de los discursos dominantes, tanto en los medios de comunicación, como de los políticos. Y cuando se muestre en la primera plana a los excluídos de la clase media, deben ser mostrados de forma perniciosa, como casos de fraude en el cobro de las prestaciones sociales, violencia en los barrios, hooligans… mostrando lo viles que son los de abajo. Así es como poco a poco se va construyendo en el imaginario colectivo la ilusión de la sociedad de clase media, a su vez, la del chav, que corresponde precisamente a estos excluidos del selecto club de la clase media.

Aunque parezca que  la clase obrera ha desaparecido, que la clase obrera no tiene sentido,  nada más lejos de la realidad, es cierto que la clase obrera industrial fordista, con todas sus señas de identidad,  se haya visto muy mermada por la desindustrialización que se implementó con el neoliberalismo, desplazando el eje de la economía productiva a la financiera. Pero, todavía siguen existiendo una clase de personas que vende su tiempo por un salario con el que a duras penas llega a fin de mes, y que no poseen ningún control sobre dicho trabajo. Lo que viene a ser una definición sencilla y rápida de la clase obrera.

Aunque por su retórica lo pueda parecer, el objetivo del neoliberalismo no fue borrar del mapa a la clase obrera, ya que la sociedad clasista sigue intacta, sino que buscaba eliminar al movimiento obrero como sujeto político/cultural capaz de contraponer una cosmovisión diferente a la burguesa. Lo que les preocupa en palabras de un diputado conservador:

«No es la existencia de clases lo que amenaza la unidad de la nación, sino la existencia del sentimiento de clase»

Las consecuencias de esta embestida contra el movimiento obrero se traduce en la ausencia de la cuestión de clase en el debate, además de la desaparición de la primera plana de los representantes políticos de origen obrero, al igual, que la práctica inexistencia de medios de comunicación obreros con capacidad para competir con los grandes medios comunicación burgueses. O en el plano cultural, frente a la preponderancia de las bandas obreras en los ochenta (The Smiths, Joy Division, Cock Sparrer…) en el 2000 lo que está pegando es el indie, música complaciente, que elude el conflicto social, aséptica,  propia de las clases medias.

Solo tenemos que recordar las palabras del multimillonario Warren Buffett: «Claro que hay lucha de clases. Pero es mi clase, la de los ricos, la que ha empezado esta lucha. Y vamos ganando” Para comprender la importancia de la cuestión de clase. Y mientras sigamos aceptando la visión del mundo que nos imponen los de arriba, difícil que podamos salir de este sistema que nos está chupando la vida.

Concluyendo estamos ante un libro realmente necesario, con una narración amena y sencilla, que evita el rigorismo académico. Está más cerca del reportaje que del libro clásico de teoría social, pero que aun así, consigue de calle el objetivo: recuperar el debate de las clases sociales.

Por último, agradecer a la gente de Capitán Swing por apoyar este ensayo a contracorriente. Sin duda se trata de uno de los libros del año.

Propinas, ascensor social y lucha de clases

¿Puede un camarero llegar a viceprimer ministro? John Prescott lo hizo en el Reino Unido, convirtiéndose en el número dos de Tony Blair; pero arrastró toda su carrera política el peso de aquella bandeja en la que tantos cafés sirvió durante años. En la Cámara de los Comunes, cuando Prescott se levantaba para intervenir, un diputado de la bancada tory solía hacer la broma de pedir en voz alta algo para beber. Las burlas clasistas se multiplicaron cuando Prescott ingresó en la Cámara de los Lores. Los columnistas graciosillos de la prensa conservadora que especulaban sobre cómo le sentaría la noble capa de armiño a un camarero eran aplaudidos por los lectores en las ediciones digitales, que en los comentarios ofrecían una propina al nuevo Barón Prescott.

Todo lo anterior lo cuenta Owen Jones en un libro recientemente traducido en España, y que todos deben leer en estos tiempos en que la mayoría regresamos a empujones a la clase trabajadora de la que creíamos haber salido: Chavs, la demonización de la clase obrera. Y viene a cuenta a la hora de abrir una reflexión sobre la propina, como me piden los amigos de Diario Kafka. La propina, esa parte del dinero insertada en la costumbre y que algunos nunca hemos sabido bien cómo considerar. ¿Es la propina una cortesía que reconoce el trabajo y beneficia al que la recibe? ¿O por el contrario es un residuo clasista que denigra a quien merecería un sueldo digno en vez de calderilla caritativa?

Antes de que me gane un escupitajo en la próxima cerveza, debo aclarar que yo sí doy propina. No tengo muy clara la respuesta a la pregunta anterior, pero aplico lo de in dubio pro operario, así que acabo dejando ese pellizco que en algunos países está institucionalizado y fijado en porcentaje, incluso exigido o hasta cobrado en la factura sin elección posible, y que entre nosotros queda a voluntad del consumidor.

He discutido varias veces con amigos —incluso con amigos que en su trabajo reciben propinas— sobre la conveniencia o no de dar propina, y siempre hay dos palabras que aparecen en toda discusión: clasismo y dignidad. Veamos.

Que la propina es una costumbre clasista parece obvio. Solo la reciben los trabajadores, y entre ellos aquellos de profesiones que más claramente implican una relación de poder no solo entre patrón y trabajador, sino también entre trabajador y cliente: camareros, peluqueros, taxistas, botones o repartidores. La propina en esos casos parece una forma vertical de subrayar la condición servicial de una parte y la posición exigente de la otra. De hecho, puede servir para reforzar un mal muy de nuestro tiempo, devastador para la solidaridad entre trabajadores: la tiranía del cliente, el sometimiento de todos a la ley suprema de “el cliente siempre tiene la razón”, que suele ser la forma en que la empresa desliza su propia responsabilidad: “Ah, lo siento, no soy yo quien te exige llevar una pizza en moto bajo un aguacero a las doce de la noche; es el cliente, que siempre tiene razón, y para eso paga”. Y deja propina.

Siguiendo el argumento clasista, vemos cómo por arriba los directivos, los altos ejecutivos, los oficiales no reciben propinas. También para ellos hay recompensas, pero el suyo es territorio de bonus, stock options, beneficios, aportaciones al plan de pensiones. Y bajo la mesa, las comisiones, el corrupto que se lleva ese famoso 3% (fijado en porcentaje como en algunos países la propina). En cambio la propina del trabajador parece una forma de transparentar, aunque sea muy levemente, algo que nunca vemos pero que está en la base del sistema capitalista: la plusvalía, esa parte del trabajo de la que se apropia el capital y que está en el origen de su acumulación.

 

En cuanto al otro argumento, la dignidad, es verdad que no conozco ningún camarero o peluquera que considere indigno recibir una propina. Ninguno la rechaza. Pero sí sé de trabajadores que en momentos revolucionarios tomaron la propina como una afrenta. En la Revolución Rusa, por ejemplo, cuenta John Reed en su Diez días que estremecieron el mundo cómo en 1917, en los meses previos a la toma del poder por los bolcheviques, «los criados y camareros se organizaron y renunciaron a las propinas. En todos los restaurantes pendían carteles que decían: “Aquí no se admiten propinas” o “Si un trabajador tiene que servir la mesa para ganarse el pan, eso no es motivo para que se le ofenda con la limosna de una propina”».

Más próximos a nosotros, en los primeros meses de la Segunda República hubo varias huelgas de camareros, algunas muy prolongadas en el tiempo. En todos los casos exigían una jornada laboral de ocho horas, un jornal de cinco pesetas… y la prohibición de las propinas.

El rechazo a las propinas ha sido siempre el reverso de la exigencia de un sueldo suficiente. Y ahí está el problema con la propina: que permite al empresario mantener un nivel salarial inferior, amortiguando el descontento del trabajador con la compensación de la propina. En algunos países, de hecho, la propina es todo el ingreso que recibe el empleado, carente de nómina. Entre nosotros el bote es el complemento sin el que muchos camareros o peluqueras no podrían sobrevivir con un sueldo tan magro, y cada vez lo será más.

Y ahí es donde estamos pillados los dadores de propina, en un endiablado razonamiento que iguala la propina a la limosna: no des limosna, que fomentas la mendicidad; no des propina, que mantienes los sueldos bajos. Pero sabemos que tanto el mendicante como el sirviente la necesitan.

La propina se equipara también a la limosna en otro aspecto: cuando la damos, en realidad nos la damos a nosotros. En el caso de la limosna, se la damos a nuestra mala conciencia. En el caso de la propina, nos la damos a nosotros mismos, bien sea porque también la necesitamos en nuestro trabajo y esperamos seguir recibiéndola; bien como una forma de subrayar que no la necesitamos, que estamos un escalón por encima, que somos de los que dan y no de los que reciben.

Vuelvo al principio, a Owen Jones y su Chavs. Ataca Jones la apuesta de los laboristas por la “movilidad social”, que en el fondo no supone la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora, sino permitir que sus miembros más afortunados o más capacitados escapen de ella y asciendan a la clase media (convirtiéndose en propietarios, cambiando de profesión, mejorando su cualificación, marchando de su barrio), lo que “refuerza la idea de que ser de clase trabajadora es algo de lo que hay que escapar”.

Entre nosotros, los sucesivos gobiernos, tanto del PP como del PSOE, compraron ese mismo discurso de la movilidad social: escapad de la desgraciada clase trabajadora, venid con nosotros a la clase media. Durante muchos años creímos ver el ascensor social abierto en el descansillo de nuestra planta, y llegamos a creer que ya no éramos clase trabajadora, que habíamos subido un par de pisos y repetíamos orgullosos eso de“todos somos clase media”. En aquella época las propinas eran generosas, porque eran también parte del combustible del ascensor social, eran otra forma de sentirnos clase media. Soltar esas monedas en el platillo de la cuenta era como aligerar lastre para subir más fácilmente.

Pero ay, el espejismo se acabó, y hoy “el ascensor social está averiado”, frase muy repetida desde el comienzo de la crisis. No sabemos si nos hemos caído por el hueco del elevador, o es que nunca llegó a funcionar de verdad, pero hoy muchos nos redescubrimos como lo que nunca dejamos de ser: clase trabajadora, gente que para vivir no tiene más que su fuerza de trabajo.

Entonces cambia el sentido de la propina. No porque se reduzca, que por supuesto mengua en la misma medida que lo hacen nuestros sueldos, propinas devaluadas para un país brutalmente devaluado. Sino porque la propina se convierte en una forma de solidaridad espontánea, natural, una forma de ayudar a trabajadores que necesitan esas monedas de más tanto como nosotros vamos precisando cada vez más de ingresos extraordinarios porque los ordinarios se contraen, en un tiempo en que la vieja nómina parece condenada a la extinción y cada vez más trabajadores dependen del variable, la comisión por ventas, la parte de salario vinculada a la productividad, o el bote.

Entonces, ¿qué hacemos? ¿Seguimos dando propina, o la rechazamos para exigir un salario suficiente? ¿Damos propina en solidaridad como una forma de regresar a la clase trabajadora, del mismo modo que antes la dábamos para huir de ella? Que cada cual decida.

Por cierto: la frase “Todos somos clase media” tiene autor, al menos en el Reino Unido: la dijo en 1997 John Prescott, hablando de clases sociales, ascensor y movilidad, sentenciando el fin de la lucha de clases y marcando para toda una década la política desclasadora del laborismo de Tony Blair. Prescott, el camarero que recibía propinas y que llegó a Lord con capa de armiño y que, imaginamos, hoy da generosas propinas. Pues eso.

 

 

«Desgraciadamente, España ya es una nueva Grecia»

El Minotauro cretense era una figura mitológica con cuerpo de hombre y cabeza de toro encerrada en un laberinto construido por el Rey Minos. La bestia debía alimentarse con carne humana, y el rey se encargó de que fuera Atenas, cuyo rey Egeo había matado a su hijo, quien se encargara de complacer al monstruo y así pagar el tributo por el asesinato. Se estableció una especie de Pax Cretense mediante la cual Creta se convirtió en el máximo poder económico y político de la zona. Atenas pagaba con carnes jóvenes, el Minotauro engullía y la isla mediterránea satisfacía sus ansias hegemónicas. Hasta que el monstruo fue aniquilado por Teseo y Atenas recuperó su poder. Esta metáfora es la que ha utilizado el economista greco-australiano y profesor de Política Económica en la Universidad de Atenas Yanis Varoufakis para explicar el crash de 2008 y la actual crisis sistémica en su reciente ensayo El Minotauro Global (Capitán Swing). Según explica, fue EE.UU. a partir de 1971 quien comenzó a crear esta bestia a partir del aumento de su déficit mediante las importaciones a países como Alemania y Japón, los cuales devolvían sus beneficios a Wall Street a través de los impuestos. Este círculo se rompió cuando las pirámides de dinero privado que Wall Street había creado sin ningún tipo de regulación con estos ingresos se vinieron abajo. El Minotauro estalló y sus tripas salpicaron a todos los que habían vivido de él y con él. En esta entrevista, realizada mediante correo electrónico, Varoufakis aborda su teoría, señala a los causantes del desastre, habla de los casos de Grecia y España, de la muerte de la socialdemocracia y ofrece una solución para estos países: “Tener un gobierno que diga NO a los vacuos acuerdos que Europa le está obligando a firmar”.

Paula Corroto: ¿Cuáles son los orígenes de la teoría de El Minotauro Global?

Yanis Varoufakis: Durante muchos años trabajé en un intento de explicar la manera en la que EE.UU. consiguió hacer algo verdaderamente extraordinario: ser el primer “imperio” que extiende su autoridad e incrementa su hegemonía basándose en el aumento de sus déficits. Mi amigo y colega Joseph Halevi intentó dilucidar ese mecanismo de reciclaje de excedentes que se había asumido desde el sistema de Bretton Wood  sin ningún tipo de acuerdo internacional. Este mecanismo estaba basado en un incesante flujo de impuestos por parte del resto del mundo al hegemónico EE.UU., y a mí se me ocurrió que eso era una especie de Minotauro Global: los  déficits de EE.UU. jugaban el papel de la bestia y el resto del mundo el de los atenienses que tenían que dar de comer a la bestia para obtener crecimiento y estabilidad.

PC: Efectivamente, como usted expone en el libro, todo comenzó en 1971 cuando EE.UU. decidió incrementar sus déficits y convertirse en una especie de “aspiradora” de los excedentes de Europa. La cuestión es ¿por qué nadie paró esta acción? ¿Por qué nadie se dio cuenta de que con esta fórmula el sistema podría resquebrajarse?

YV: No hubo nadie con poder para pararlo ni tampoco hubo nadie que tuviera interés en pararlo. El capital industrial alemán y japonés estaba demasiado contento en ver cómo florecía la demanda de sus productos manufacturados. Los gobiernos de los países excedentarios de Europa y Asia se beneficiaban del crecimiento de sus multinacionales. Los bancos y los estados de las áreas deficitarias de Europa, como Grecia, España e Irlanda, veían cómo recibían una mayor afluencia de capital procedente de Wall Street y la ‘City’ de Londres, un dinero que además estaba procurando unos altos rendimientos en aquellas regiones que hasta entonces estaban menos financiadas. Por tanto, lo que parecía es que no existía la posibilidad de inestabilidad, sobre todo en aquellas regiones que se estaban beneficiando inmensamente de la financiación [de Wall Street]. Era una época de “cero riesgo permanente”. Esto es lo más interesante y destructivo del Reinado del Minotauro Global: se estaba cultivando una enorme crisis, y sin embargo, las élites estaban absolutamente convencidas de que una gran crisis era algo imposible.

PC: Su teoría se acerca a otras como Cleptopía, de Matt Taibbi, que habla de “las burbujas y los vampiros financieros en la era de la estafa”. Suena como si todos nosotros nos hubiéramos despertado de repente y comprobáramos que nos han robado, que nos han asesinado. Es decir, no parece un fallo del sistema, sino un crimen organizado.

YV: El sello de esta gran tragedia, como ocurre en las obras de Sófocles y Shakespeare, es que los protagonistas no son necesariamente malas personas. Cada uno hace lo que piensa que es correcto o lo que en ese momento tiene que hacer. Solamente cuando la catástrofe les golpea es cuando se dan cuenta de que están envueltos en una dinámica que sólo les puede conducir al desastre. E incluso cuando ellos lo reconocen, cada intento de escapar de la tragedia solo provoca que se vean aún más inmersos en ella.

 

PC: En su libro podemos observar la incompetencia de los economistas (“¿Por qué nadie se dio cuenta de la Crisis?”, llegó a preguntar la reina de Inglaterra, según usted recuerda), la perversidad y la codicia. ¿Es el dinero una máquina del Mal por sí mismo?

YV: No fue solo mera incompetencia. Fue mucho, mucho peor que eso. En la época en la que el Minotauro Global estaba absorbiendo todo el mundo capitalista, en los inicios de los años setenta, los economistas comenzaron a lobotomizarse a sí mismos, dejando de hacerse las preguntas pertinentes y rechazando aquellos modelos matemáticos que analizaban fenómenos de la vida real como el desempleo involuntario, las implosiones del sector financiero y la recesión causada por una demanda inefectiva. La carrera de los economistas se hizo dependiente de “aquellos modelos matemáticos” que les iban bien.  Modelos que no poseían ningún tipo de probabilidad acerca de que se produjera una crisis y que estaban perfectamente adaptados a las necesidades de aquellos financieros que se beneficiaban inmensamente de ellos. Es decir, si no había posibilidad de crisis, tampoco habría una contracción del crédito. En resumen, para contestar a su pregunta más directamente, los economistas fueron captados por el Minotauro Global, la mayoría inconscientemente. Ellos se convirtieron sin darse cuenta en las leales doncellas de la Bestia.

PC: Usted explica una interesante teoría del círculo vicioso que ha provocado las consecuencias actuales: primero, el autocontrol, después llega el éxito, en tercer lugar, la codicia, y por último, la pérdida del autocontrol. ¿Cómo podemos escapar de este círculo?

YV: La única forma para que el “casi poder infinito” pueda ser forzado a un ejercicio de restricción es forzarlo a un escrutinio democrático. Durante la era de Bretton Woods, que yo defino como la era del Plan Global, los poderes de Washington sentían que ellos podrían dirigir el mundo sin tener que dar cuenta a nadie de ello. Después, durante la era del Minotauro Global fue el sector financiero el que tuvo la misma sensación. Y ahora es cuando estamos sufriendo los resultados. Por tanto, para escapar del círculo, el control democrático es una condición sine qua non.

PC: En su libro defiende las teorías de Keynes. Explica que fue un economista imaginativo y creativo. Ahora parece que se ha perdido toda imaginación en la economía. Quizá deberíamos recuperarla.

YV: Y también a Marx, Robinson, Kalecki, Sweezy, Galbraith, incluso Hayek. Como expliqué antes, la profesión económica tiró por la borda a sus mejores pensadores. Los estudiantes de Economía y los políticos fueron entrenados por libros de texto que les enseñaron fórmulas matemáticas idiotas, creando así una generación económicamente iletrada y socialmente desastrosa.

PC: Usted escribe que la crisis no es sólo económica, sino también política y social. ¿Y no deberíamos llamarla también “moral”?

YV: Lo que yo digo es que esto no es una crisis de la deuda. La deuda es meramente un síntoma de una crisis mucho más profunda y sistémica, y por tanto, como todas las crisis serias, tiene diferentes facetas que se manifiestan en la política, por ejemplo, con los nazis en el parlamento griego, las finanzas, por ejemplo, la debacle bancaria, y en términos de conducta moral, por ejemplo, cómo los gobiernos socialdemócratas atacan a los miembros más débiles de la sociedad en beneficio de los banqueros.

PC: El Minotauro Global pensaba que el mercado podría sobrevivir solo, sin ningún tipo de regulación. Ahora nos hemos dado cuenta de que no funciona así. ¿Sería necesaria una economía planificada? ¿Sería la solución?

YV: Una de las grandes falacias de nuestra era es que ninguna economía puede existir sin el Estado, sin un grado de planificación. Mire a los Estados Unidos. Supuestamente es la mayor economía de libre mercado del planeta, y aún así, es una economía muy planificada. Sin la estructura militar-industrial por un lado, y sin la gran escala de administraciones reguladas en la otra, la economía de EE.UU. colapsaría mañana. En términos generales, la era dorada del capitalismo se produjo después de la II Guerra Mundial porque Washington planificó meticulosamente la economía del mundo capitalista. Por tanto, la cuestión no es si la solución es una economía planificada. La cuestión es qué tipo de plan es el que hay que implementar, por quién debe ser implementado, para qué tipo de beneficios y con qué efectos. Actualmente, el sector bancario está ampliamente planificado y está completamente a expensas de las transferencias y las operaciones del banco central. La planificación es, por tanto, una fórmula para apoyar a los bancos y que los banqueros mantengan sus beneficios. Y en vez de eso, lo que hay que hacer es una replanificación del mercado laboral para que el trabajo sea revalorizado y el poder se desplace de lo que yo llamo hoy la Bancarrotacracia hacia la sociedad.

PC: Usted trabajó como asesor económico del expresidente Yorgos Papandreu, del PASOK, entre 2004 y 2006. ¿Nadie se dio cuenta en el gobierno griego de esa época que la crisis podría llegar? ¿Nadie hizo ningún comentario en ningún momento?

YV: No, ellos no lo vieron y más aún, no querían siquiera oír hablar de ello. Los socialdemócratas de toda Europa, es más, de todo el mundo, habían llegado a la catastrófica conclusión de que el capitalismo había sido dominado, controlado, que la crisis era cosa del pasado, y que los intereses de la sociedad se cubrían mejor si la magia del capitalismo no se cuestionaba nunca. Esta es, si quieres, la razón principal por la cual esta crisis ha acabado con la socialdemocracia europea.

PC: ¿Por qué cree usted que ha aumentado el número de votos para la extrema derecha griega (Amanecer Dorado)? Recuerda a la Alemania de los años treinta…

YV: Es una de las repercusiones inevitables de la cadena de reacciones que comienza cuando Wall Street colapsa, se produce una recesión económica masiva, hay un sistema político que intenta desplazar los costes de la crisis de los hombros de aquellos que la causaron hacia los hombros de los trabajadores, los débiles y los defenestrados, una sociedad que pierde su fe en el sistema democrático y finalmente el huevo de la serpiente que comienza a romper su cascarón y del cual comienzan a expandirse pequeñas serpientes nazis por todas partes.

PC: ¿Cuál es la solución para Grecia? Hay noticias que informan de que este invierno habrá problemas con la calefacción para muchos ciudadanos.

YV: Sí, ahora abundan la depresión, la pobreza y las carencias de todo tipo. La única solución para Grecia es tener un gobierno que diga NO  a los vacuos acuerdos que Europa le está obligando a firmar. Simplemente decir NO y aguantar mientras el resto de nuestros líderes europeos caen en cada intento de encontrar una alternativa, una solución real en lugar de esta estrategia actual de hundir a toda una nación.

PC: En Atenas ha habido numerosas protestas y manifestaciones, pero parece que no se produce ningún cambio. ¿La acción civil no funciona? ¿Es necesario un mayor uso de la violencia por parte de la ciudadanía?

YV: No. La violencia solo engendra violencia y eso únicamente beneficia a la extrema derecha y a esos segmentos de la política que sólo quieren aterrorizar a la sociedad. Lo que necesitamos son enormes protestas europeas, en España, Italia, pero también en Alemania y Holanda, que digan que todos ahora somos griegos. Incluso si esto no parece que sea así ahora, es sólo una cuestión de tiempo antes de que europeos del norte, del sur, del oeste y del este se den cuenta de que todos ellos se han convertido en griegos.

PC: Por otra parte, hay personas que dicen que los ciudadanos son los responsables de endeudarse. ¿Esto no es una perversión?

YV: Eso es solo una media verdad que se convierte en algo perverso cuando es repetido hasta la náusea. Cada préstamo, como el tango, requiere de dos sujetos. Existe la responsabilidad del deudor, pero también del prestamista de asegurarse que ese préstamo es viable. Y cuando deja de ser viable, es absurdo, cruel y estúpido imaginar que la responsabilidad recae en el deudor. Especialmente cuando la gran mayoría de los préstamos se originaron durante la era de un prestamismo depredador.

PC: ¿Cuáles son las soluciones que usted propone para la crisis y por qué no se llevan a cabo?

YV: Junto a Stuart Holland hemos elaborado lo que llamamos “Una Modesta Propuesta para la Resolución de la Crisis del Euro”. Su gran mérito es que atacaría a la crisis desde tres facetas de forma simultánea: la deuda, las pérdidas bancarias y la recesión. Y además sin la necesidad de modificaciones en los tratados. ¿Por qué estas soluciones racionales no están siendo adoptadas? Creo que hay una combinación de dos razones: por un lado, los países con excedentes necesitan cambiar su comportamiento, un cambio de mentalidad que les permitiera ver que la crisis no se debe a que a los griegos y a los españoles se les ha prestado demasiado (estas deudas son un síntoma, no la causa de un problema). Y, por otro lado, los países con excedentes reniegan de adoptar cambios políticos que les hiciera a ellos imposible escapar (si quisieran) de la Eurozona. Así, mientras que ellos no quieren escapar, al mismo tiempo no dan la opción de hacerlo, ya que eso significaría disminuir su enorme poder dentro de Europa. Y así es como la crisis sigue y sigue y sigue.

PC: Por cierto, acaba de ponerse en marcha una Unión Bancaria dentro de la Unión Europea. ¿Qué le parece esta medida?

YV: ¡Sería grandioso! Sin embargo, desgraciadamente, Europa está adoptando un lenguaje de “unión bancaría” que en realidad rechaza su verdadera sustancia. El objetivo de la unión bancaria debería ser recapitalizar directamente aquellos bancos que tienen una oportunidad de ser rescatados (por ejemplo, otorgar fondos desde el Mecanismo Europeo de Estabilidad, MEDE, sin que estos lleguen a formar parte de la deuda nacional). No obstante, Alemania ha insistido en que esto no será así. Por tanto, esto de la “unión bancaria” se ha convertido en una especie de ejercicio académico que permite a Europa hablar en términos de “unión” y “bancaria”, pero sin ningún tipo de efecto de “unión bancaria” genuina. Es otra cortina de humo para tapar la imbecilidad  de la Unión Europea.

PC: Usted critica mucho a Alemania en su libro. En España también hay voces bastante críticas con la política económica alemana. ¿Podría esto llevar a una especie de sentimiento xenófobo hacia los alemanes?

YV: Este sentimiento ya existe. Y es una tragedia porque la mayoría de los ciudadanos alemanes también está sufriendo la política enfermiza de su gobierno.

 

PC: ¿Cree que Alemania cambiará su política económica?

YV: No, me temo que no.

PC: En el caso de España, nosotros no teníamos un déficit muy alto en 2008 como Grecia, pero entonces todo explotó. ¿Qué ocurrió?

YV: Toda la periferia ha padecido la misma experiencia: primero un gran flujo de capital llegó a estos países creando burbujas gigantescas. En Grecia se infló la deuda pública cuando el gobierno empezó a prestar a los constructores, quienes comenzaron construir carísimas autopistas, puentes, extensiones del metro… En España e Irlanda, el capital fluyó directamente a los bancos, quienes se lo prestaron  al mismo tipo de constructores para construir casas caras. Cuando el sector financiero colapsó en 2008, el capital que había inundado nuestros países o se convirtió en cenizas, o se escapó a Fráncfort, Londres o Nueva York. Y así, la burbuja explotó. En Grecia, el Estado, (que es el que había prestado el dinero directamente) se fue a la bancarrota. En Irlanda y España fueron los constructores los que explotaron primero, después los bancos que habían prestado el dinero y por último, el gobierno, que tenía que rescatar a los bancos. Por tanto, al final, no hay tanta diferencia entre países como Grecia y España, incluso a pesar de que el nivel de deuda pública que tenía España antes de la crisis fuera muy bajo. Lo que ocurre es una deuda total. Cuando es a largo plazo y fundada por afluencia de capital de los centros financieros, entonces una crisis en los centros financieros producirá un rápido crash y un rápido aumento de la deuda pública en la periferia.

PC: ¿Cree que España será una nueva Grecia?

YV: Ya lo es. Desgraciadamente.

PC: En España gobierna la derecha con el Partido Popular, que está poniendo en marcha medidas de austeridad. También se observa otro problema y es que los ciudadanos tampoco ven a los socialdemócratas como solución.

YV: Como he indicado antes, la socialdemocracia está muerta. La crisis acabó con ella, porque, antes de la crisis, los socialdemócratas (como el PSOE, el PASOK o el Partido Laborista Británico) abandonaron su tradicional agenda de cobrar impuestos al capital industrial para cubrir con fondos el Estado del Bienestar, y por el contrario, adoptaron una nueva estrategia de revestirlo todo con capital financiero, permitiéndole a este hacer todo lo que le complaciera, con la esperanza de que este tipo de capital continuara produciendo trillones, de los cuales los socialdemócratas conseguirían una pequeña suma para cubrir el Estado del Bienestar. En este sentido, los partidos socialdemócratas se convirtieron en los perritos falderos de los banqueros. Cuando en 2008 los bancos estallaron, los socialdemócratas fueron acorralados por los banqueros para conseguir que el coste del rescate de los bancos fuera sufragado por los trabajadores y los miembros más débiles de la sociedad. Por tanto, fue inevitable que poco después la sociedad diera la espalda a la socialdemocracia. Y esta negativa es que la ha determinado la muerte de la socialdemocracia.

PC: Por cierto, ¿qué está consiguiendo Syriza en Grecia?

YV: Syriza está teniendo dificultades para madurar. Para pasar de ser un partido de oposición y protesta, con el 4% de votos, a un partido de gobierno. Es más, Syrizia está particularmente preocupada de que si el Gobierno cae en su regazo en un tiempo en el que el Estado habrá perdido todos sus grados de libertad, el partido obtenga ese gobierno, pero no pueda hacer nada.

PC: Su teoría parte de una metáfora de la mitología griega. ¿En qué tragedia clásica nos hallamos ahora?

YV: Mi preocupación es que no estamos ante una tragedia clásica. Las tragedias terminan con una catarsis, pero las desgracias no. Europa está actualmente inmersa en una desgracia cuya catarsis no se ve por ningún lado.

PC: Para terminar, a pesar de la desgracia, ¿tenemos razones para ser optimistas con el futuro?

YV: Como un amigo mío solía decir, tenemos un deber moral para albergar una esperanza infinita y abundantes opiniones (sobre todas las cosas).

 

 

 

“¿La vida que nos espera? Brutal, desagradable y corta”

“El Minotauro es una trágica figura mitológica. Su historia está repleta de codicia, castigo divino, venganza y mucho sufrimiento. Es también símbolo de una manera particular de equilibrio entre lo político y lo económico y su muerte supuso el nacimiento de una nueva era”. Con estas palabras, el economista greco-australiano Yanis Varoufakis (profesor en las universidades de Texas y Atenas y asesor de Syriza) traza una correspondencia entre el animal mitológico que exigía periódicos sacrificios humanos para garantizar la paz, y la situación económica de nuestro siglo, tejida a partir del sacrificio de sumas increíbles de capital a las exigencias de Wall Street. Para Varoufakis, el papel de la bestia lo ha desempeñado el doble déficit de América y el tributo asumió la forma de la afluencia de productos y capitales.

Esta tesis es recogida en El Minotauro global (Capitán Swing), un texto que le ha granjeado grandes elogios de diarios como The Guardian y semanales como The Economist, que lo ha encumbrado a su lista de lo mejor del año. En él, se ofrece una relectura de las causas de la crisis y de los escenarios en que nos sumergimos en la postcrisis. Sobre ambos aspectos conversa Varoufakis con El Confidencial.

En su libro afirma que antes de la crisis, Wall Street creció mucho, a menudo en detrimento del sector productivo.  ¿Vamos a ver crecer la industria a partir de ahora, o más al contrario, se seguirá apostando por el sector financiero como vía principal de generación de beneficios?

 

El crecimiento rápido y no regulado se construyó sobre las espaldas de la burbuja del sector financiero. El crédito se expandió rápidamente, cada vez se realizaron apuestas más arriesgadas y una parte de éstas se canalizaron hacia inversiones productivas en la industria (en la economía real, como suele decirse). Entonces estalló la burbuja, la liquidez desapareció y la economía real entró en el círculo vicioso de tener que pagar las deudas insostenibles a través de una austeridad que hace que la inversión vuelva a caer en picado, que la ratio deuda/ingresos permanezca prohibitivamente alta y que, por desgracia, el crecimiento se vuelva negativo. En este sentido, la respuesta a su pregunta es desoladora. No, no hay ninguna garantía de que la industria vaya a crecer ahora más rápido que el sector financiero. De hecho, todo lo contrario. Dado que los gobiernos y los bancos centrales están financiando a los bancos para reflotar el sector financiero, éste se encuentra en proceso de recuperación y vuelve a crecer, mientras que la economía real no deja de reducirse. Especialmente en la periferia de la zona euro, donde la imposibilidad de la devaluación, junto con la carga desproporcionada del ajuste que cae sobre los países deficitarios, garantiza una depresión. Esto es precisamente lo que se quiere decirse con la trampa de crecimiento negativo y el elevado endeudamiento. Es un fenómeno que se dio por primera vez en la década de 1930, y del que Europa no parece haber aprendido casi nada.

 

¿Cuál ha sido el papel desempeñado por los economistas en esta crisis? ¿Son una especie de nuevos sacerdotes?

 

La economía, como disciplina, es una paradoja envuelta en una contradicción. Cuanto más irrelevantes son sus modelos, mayor es el éxito discursivo de la profesión y mayor poder social consigue. Desde la década de 1970, los departamentos de economía fueron tomados por gente de mirada muy estrecha que abogaba por fórmulas perfectas de resolución de los modelos matemáticos de la economía, finanzas incluidas. Sin embargo, para perfeccionar los modelos matemáticos, los economistas tuvieron que imponer (a menudo sin especificar) suposiciones ocultas que alejaban radicalmente sus modelos del capitalismo realmente existente. A pesar de ello, estos modelos matemáticos fueron muy utilizados por los financieros y políticos para proporcionar un barniz de respetabilidad a sus políticas y a sus operaciones de derivados (en tanto los modelos efectivamente asumidos afirmaban que el capitalismo financiero era inmune a la crisis). Así, los economistas se hicieron muy populares (y consiguieron buenas recompensas del sector financiero y de los gobiernos neoliberales) por haber producido modelos que eran, por su diseño, irrelevantes. Por eso me refiero a la economía como una gran contradicción y como un fracaso muy peculiar: es la única disciplina cuyo poder es proporcional a su fracaso teórico para iluminar el capitalismo. Y sí, es una especie de sacerdocio, en el sentido de que a los jóvenes graduados les va bien en la profesión en la medida en que aprenden a configurar y solucionar estos modelos matemáticos de forma ritual, aceptando en ese proceso que nunca tendrán nada útil que decir sobre el mundo real.

 

Los políticos están avisando, y el otro día lo hacía la directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, de que un problema económico de EE.UU. afectaría seriamente a todo el mundo. ¿El flujo de dinero hacia Wall Street debe seguir llegando y las instituciones internacionales van a hacer todo lo posible para que así sea?

 

Las élites políticas ya han conseguido eso. Wall Street, la City de Londres y Frankfurt, una vez más, se han inundado de dinero. La tragedia es que, a diferencia de lo que ocurría en la era pre-2008, este capital está fallando a la hora de impulsar la inversión y la demanda de los consumidores. Así, la crisis de la economía real perseverará.

 

¿Hay un margen de maniobra posible para los gobiernos nacionales? ¿Se pueden hacer políticas que no gusten a los bancos y a los fondos de inversión?

 

No nuestros gobiernos, y no dentro de la zona euro. Una vez que nuestros estados se declararon en quiebra, después de que la crisis extendiera sus alas sobre la zona euro, las políticas nacionales de inversión están severamente restringidas. Lo que ahora hay que hacer es centrarse en dar forma a una estrategia de inversiones progresiva y racional en el ámbito europeo. El Banco Europeo de Inversiones y el Fondo Europeo de Inversiones deben desempeñar un papel importante en este sentido y España debería convertirse en uno de los pilares en el crecimiento y en el desarrollo europeos.

 

¿Por qué hubo tanto consenso a la hora de aplicar las políticas económicas que nos llevaron a la crisis? ¿Y por qué nadie se opuso firmemente a ellas?

 

Mientras que con este proceso de financiarización se iban acumulando pirámides increíbles de dinero tóxico, era casi imposible que nuestras voces se oyesen por encima del estruendo que hacía toda esa fabricación de dinero privado. Los que se opusieron fueron silenciados. Hizo falta la catástrofe de 2008 para que se diera una oportunidad a la voz de la razón.

 

¿Por qué, después de la crisis, los gobiernos siguen haciendo políticas económicas similares a las que hacían antes de 2008?

 

Porque han sido cooptados por lo que yo llamo Bancarruptocracia, un nuevo régimen que emergió después de 2008, cuando el poder para explotar los excedentes de la sociedad se puso en manos de los banqueros en quiebra, y además, en una proporción directa al agujero negro que tienen en sus bancos.

 

 

 

¿Cuál será el futuro a medio plazo de Grecia en el contexto de la crisis de la deuda soberana? ¿Y el futuro de España? ¿Qué clase de vida espera a los ciudadanos del sur de Europa?

 

Me siento tentado a responder con la expresión de Thomas Hobbes, según la cual nuestra vida será «brutal, desagradable y corta». Aunque la verdad es que no será corta; será simplemente brutal y desagradable, como el círculo vicioso de recesión-austeridad-deuda-más austeridad-más depresión en el que se desarrolla. A menos que nuestros gobiernos hagan lo único que pueden hacer: levantarse en alguna cumbre de la UE y simplemente decir «¡No!» a nuestros socios del norte.

 

Sin crecimiento en China, no se habría producido crecimiento en América del Sur o África. ¿Cuál va a ser el papel de China a partir de ahora?

 

El crecimiento chino no es sostenible sin una recuperación en los Estados Unidos que, a su vez, dependen en gran medida de la recuperación europea. Al mismo tiempo, América Latina, África del Sur y el crecimiento de la India se basan enteramente en el crecimiento chino. Esta es la razón por la que la tontería de Europa, que ha creado una recesión innecesaria y evitable por completo en la zona euro, es tan perjudicial para el bienestar del planeta.

 

Afirma que la crisis es el laboratorio de la historia, pero que la conformidad es su principal fuerza motriz. A pesar de todo lo que ha ocurrido, no parecen verse muchos signos de cambio, todos parecemos muy conformes…

 

Veo un (bienvenido) cambio de corazón y de mente en el Fondo Monetario Internacional y una nueva orientación en el Tesoro de EE.UU. Pero no ha surgido nada, hasta ahora, que pueda señalar un giro decisivo.

 

 

 

Lo mejor de 2012, por Koult

Getting Up. Hacerse ver. ¿Arte o van­da­lismo? El debate sigue abierto cua­renta años des­pués de que los pri­me­ros gra­fi­tis apa­re­cie­ran en Nueva York. Para acla­rar todas nues­tras dudas sobre esta forma de expre­sión urbana, Castle­man nos ofrece un com­pleto estu­dio en el que todas las par­tes impli­ca­das en la misma (desde los escri­to­res a los emplea­dos de la com­pa­ñía ferro­via­ria o los polí­ti­cos, pasando por los agen­tes de poli­cía encar­ga­dos de dete­ner a los pri­me­ros) tie­nen algo que decir. IZAS­KUN GRACIA

Libros para pensar

Capitán Swing es una editorial dedicada al pensamiento crítico, algo necesario siempre, pero más en los tiempos que corren.  Como ellos mismos dicen, editan libros que ayudan a comprender la realidad. Cuatro colecciones que han ido conformando un catálogo primoroso. Daniel Moreno es el culpable.

 

¿Por qué nace Capitán Swing?

Creo que sería mejor para qué… Pensábamos que un proyecto así, podía tener espacio en el sector y cubrir una serie de huecos que asomaban en el panorama editorial… Libros y textos con temáticas muy concretas, que intentaran arrojar cierta luz o crear al menos una reflexión sobre problemáticas sociales, tanto si venían desde lo puramente literario como si era desde el ensayo… Proyectos arriesgados que nadie, no sé por que razones, se atrevía a rescatar o editar por primera vez. Por esa creencia en la labor de la edición, como palanca o medio que puede ayudar a la reflexión sobre temas que nos afectan realmente, es desde donde nace ese POR QUÉ.

 

¿Teníais algún tipo de experiencia previa en el negocio editorial?

¡Alguna! Mi hermano es editor, también, y ya me había advertido de muchas cosas… Aunque uno debe tropezarse con sus propias piedras… Había sido librero y aprendí mucho, no de las editoriales, pero sí sobre la demanda de libros… Luego lo típico, master de edición (en este caso del INEM), cursos varios y para adelante…

 

Con la gran cantidad de editoriales que hay, ¿por qué creéis que es necesaria Capitán Swing?

Más o menos, sería como en la primera pregunta… Es el contenido del catálogo, su coherencia dentro del totum revolutum de todo lo que sacamos, ya que a veces parece dispar pero no lo es tanto… y sobre todo una intención de compromiso que reflejan los textos. Esa mezcla de compromiso y rigor en quien lo enuncia (a través de autores de prestigio reconocido) es algo que no abunda y lo que nos diferencia creo yo.

 

A la hora de decidir editar un libro, ¿qué pesa más: sus posibilidades comerciales o su calidad?

Sin duda editamos lo que nos parece y nos gusta. Uno puede tener ciertas intuiciones comerciales, pero la experiencia te dice que nunca se sabe por que un libro funciona y otro no. Depende de muchos factores, muchos de ellos externos que uno no se puede plantear por falta de información.

 

¿Ha habido algún volumen que se haya convertido en un suicidio por su escaso nivel de ventas?

Sin duda, hay ejemplos de esos en todas las editoriales y en esta también… pero sólo hay que hablar de lo bueno. Je, je, je.

 

Vuestra nómina de autores quita el hipo (Norman Mailer, Terry Southern, William Faulkner, Robert Capa, William Burroughs, Scott Fitzgerald, John Steinbeck, Virginia Woolf, Pablo Neruda, Albert Camus, …). ¿Cómo se consigue reunirlos?

Pues con mucho curro de dar el coñazo a agencias e editoriales gringas. Hay que ser bastante pesados y resulta de lo más agotador de este trabajo.

 

¿Cómo es el proceso previo a la edición de un libro? ¿Investigáis mucho sobre nuevos autores?

Normalment,e en una editorial tan pequeña como esta, que seguramente edita por encima de lo que su estructura le permite, en un año laboral no hay mucho tiempo para leer e investigar. Eso se deja para meses de vacío, como julio, agosto y diciembre. El resto del año se pueden hacer catas, incursiones y demás, pero no planificar de manera seria. Parte fundamental es el bagaje cultural de quien/quienes seleccionan los textos… haber leído mucho en el pasado ayuda mucho para saber por donde uno quiere ir, que le puede interesar, saber descartar cosas etc.

 

Cuidáis mucho vuestras portadas, ¿Qué importancia tienen para vosotros?

Es la parte que más nos relaja de todo el proceso de producción del libro. Lleva mucho tiempo, ya que normalmente no tiramos de fondo de imágenes para ahorrar pasta, con lo cual hacemos bastantes virguerías para hacer algo vistoso. Además, aunque se ha mejorado mucho en ese campo, cada vez se hacen mejores portadas y mejores libros en general, creo que es uno de nuestros fuerte. No hay una imagen de marca cohesionada, ya que a veces cada portada es un mundo, y no parecen todas de la misma editorial. Algo que es un pecado para los libreros y la gente de marketing, pero la calidad gráfica ejerce ese vacío y hace que sea un buen vínculo.

 

“Chavs, la demonización de la clase obrera” de Owen Jones, es uno de vuestros libros más recientes. ¿Cómo surgió vuestro interés? ¿Fue fácil conseguir los derechos para poder publicarlo?

Yo descubrí el libro al poco tiempo de salir en Inglaterra, por una reseña en The Guardian, que hacía el gran Eric Hobsbawm poniéndolo como de lo mejor del 2011. Investigué, pedí el libro, me gustó mucho el planteamiento (que un chico tan joven realice una investigación con el calado politico e ideologico de la suya, no era normal la verdad) y fue fácil en su momento conseguir los derechos. Luego me di más cuenta que el chico que por entonces tenía 27 años ya era una celebrity en su país, con una presencia mediática allí que quita el hipo.

 

Una de vuestras referencias que más difusión está teniendo en los medios de comunicación es “Prodigiosos mirmidones. Antología y apología del dandismo”. ¿Fue un encargo? ¿Participásteis en la selección de los textos?

Este proyecto tiene más historia. Conocí a Carlos, Marina y Leticia por otro proyecto previo (el libro de Mad Men, en el que participaron Leticia y Marina). A raíz de ese proyecto nos hicimos amigos y un día surgió la idea de publicar un texto de Baudelaire sobre moda, con dibujos de Marina. Al día siguiente, Leticia y Carlos tenían una magnífica lista de textos, sobre el dandismo difíciles de conseguir, y Marina con el lápiz afilado. Sin duda ellos, pese a su juventud, son la gente con más formación sobre el tema. Suerte la mía de poder contar con ellos para el libro. Colorín colorado.

 

La reedición de “Los topos”, de Jesús Torbado y Manuel Leguineche es uno de los highlight de la editorial. Cuando alguien vuelve a poner en las librerías un libro como éste debe invadirle cierta satisfacción personal, ¿no? ¿Fue fácil llevarla a cabo?

Sin duda es uno de los libros que más ganas tenía de publicar. Un libro absolutamente necesario para conocer uno de los episodios más terribles de nuestra historia reciente. Es de esas veces donde tienes la sensación de estar contribuyendo a algo importante. Fue bastante fácil hacerme con él, sobre todo por la parte de Jesús Torbado que me puso todas las facilidades del mundo.

 

Si publicarais ficción pura y dura, ¿qué autores, actuales, os gustaría tener en vuestro catálogo?

Uf, la lista sería interminable. Ahora estoy con uno que me gusta mucho, de novela policiaca: Jean Patrick Manchette.

 

Capitán Swing nunca editará…

Libros de autoayuda!

 

¿Es rentable una editorial que sólo edita ensayo?

Es muy difícil que una editorial sin más, saque lo que saque, sea rentable. Con mucho esfuerzo se puede convertir en una experiencia duradera de autoempleo. De ahí a ganar pasta un mundo!

 

¿Qué importancia tiene internet para Capitán Swing?

Internet es básico a la hora del trabajo diario, mails, recopilar información y, sobre todo, es el medio definitivo para dar visibilidad a nuestro trabajo. Cada vez hay menos hueco en las estanterías de las librerías y hay que hacer ver el libro de alguna manera. Las redes sociales se han convertido en un escaparate fundamental y un lugar de interacción con la gente que lee, o no, los libros del sello.

 

¿Qué opináis del libro electrónico?

Me parece un recurso más que está todavía en proceso embrionario. El papel tardará mucho en irse si es que se va. Si él se va, me temo que nos vamos todos con él!

 

¿Planes de futuro para Capitán Swing?

Seguir sacando buenos libros en el 2013 sería una buena cosa. Con eso me conformo con la que tenemos encima.

 

 

Una nube de estupidez

Una nube de estupidez similar cubre los debates oficiales posteriores al crash [de 2008] en Europa. Si un visitante extraterrestre leyese la prensa europea seria llegaría a la conclusión de que la crisis europea se produjo porque unos cuantos Estados periféricos pidieron prestado y se gastaron demasiado dinero. Porque la pequeña Grecia, la engreída Irlanda y los lánguidos ibéricos intentaron vivir por encima de sus posibilidades haciendo que sus gobiernos se endeudasen para financiar unos noveles de vida muy por encima de lo que sus esfuerzos productivos podían soportar. Dejando a un lado la ironía de esta acusación, especialmente cuando viene de los financieros estadounidenses (cuya dependencia del Minotauro durante el período anterior a 2008 pondría en ridículo los intentos de cualquier otra persona por vivir del capital ajeno), el problema con este tipo de narración es que sencillamente no es cierta. Mientras que Grecia, efectivamente, tenía un gran déficit, Irlanda era todo un dechado de virtudes fiscales, España tenía incluso superavit cuando llegó el crash de 2008, y Portugal no tenía resultados peores que Alemania en cuanto a su déficit y su deuda. ¿Pero a quién le importa la verdad cuando las mentiras son mucho más entretenidas, por no decir útiles para quienes están desesperados por desviar la atención del centro real de la Crisis, el sector bancario?

(…)

Si acaso, el proceso darviniano ha dado un giro de 180º. Cuanto mayor es el fracaso de una organización privada, y cuanto más catastróficas son sus pérdidas, mayor es su consiguiente poder, por cortesía de la financiación del contribuyente.

El Minotauro global, de Yanis Varoufakis; traducción de Carlos Valdés y Celia Recarey para Capitán Swing Libros.

Este es un buen libro donde se explican, sin detenerse demasiado en los aspectos técnicos o teóricos, los motivos por los que la economía del siglo XX ha devenido en el crash económico (y social) de 2008.

En cierta manera es como estar leyendo cómo se producen los incendios sentado entre las llamas.

Porque lo que nos viene a decir Varoufakis es que no hay solución: El sistema dejará que todo arda y se consuma mientras los contribuyentes siguen pagando sus delirios económicos.

Es decir, SÍ hay solución. Pero esa solución supone imponer una serie de restricciones y prohibiciones financieras, a los bancos, a las entidades financieras y especuladoras, que no están dispuestos ni a aceptar ni a aplicar.

Y esta es una pregunta para economistas (que seguramente estarán más ocupados en idear nuevos métodos de ganar dinero inexistente que en leer un blog perdido en el ciberespacio en el que se habla de libros) porque en el fondo NO LOGRO ENTENDER como es posible que se mantenga un sistema financiero y económico sustentado en falacias, posibilidades, futuribles y apuestas.

No lo entiendo, en serio. Y lo poco que logro entender me parece que está impregnado de una perversidad  inhumana.

 

El leviatán de la Gran Novela Americana

Un leviatán. Blanco, rojiblanco, blanquiazul. Barriestrellado. Como sucede con la malencarada Moby Dick, aún es posible encontrar a lugareños –mascadores de tabaco y rednecks que empuñan grandes jarras de cerveza de raíces, sobre todo–, que aseguran haber visto, incluso leído, la Gran Novela Americana. Algunos, como Norman Mailer, consumieron su vida hablando de ella y, como el capitán Ahab, se fueron al infierno en su persecución. No hay juicio más eficaz para ponerse a salvo de leyendas que el de acotar el mito, moldearlo de acuerdo a una definición. El concepto “Great American Novel”, acuñado por John William de Forest en 1868, no es sino una manifestación literaria de la excepcionalidad de los Estados Unidos, un título de exclusividad por escrito asentado en la no existencia de la Gran Novela Europea, Francesa, Rusa o Española –esta última apenas sería un epónimo del Quijote–. La exaltación patriótica por las letras, asimismo, venía a cortar con la influencia de la literatura inglesa, de la forma como William Hogarth y los sátiros británicos se habían rebelado contra la pintura francesa cien años antes. El nacionalismo como reacción, la afirmación de un arte propio frente al padre. Según establece Eduardo Lago: “La Gran Novela Americana asume la función que desempeña en otras literaturas la épica nacional, elemento del que Estados Unidos, como nación joven, carecía”.

No nos encontramos, por tanto, ante una jerarquía asentada sobre el pilar exclusivo de la calidad. Tampoco sobre el de la prosa, pues, ¿qué sería de lo estadounidense en la literatura sin el Canto a mí mismo de Walt Whitman? ¿Acaso sea un disparate apreciar la influencia de TS Eliot en Robert Penn Warren, de Wallace Stevens en Hemingway o de Emily Dickinson en Faulkner? ¿Quién prescindiría de Hojas de hierba, del propio Whitman, de El cuervo, de Poe, o de Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, como integrantes del canon de las letras del imperio? Ni siquiera, y es difícil admitirlo, podemos ceñir nuestra definición al universo de las ficciones, ya que los Ensayos de Emerson y el Walden de Thoreau son las más estrictas aproximaciones por escrito al espíritu americano. De acuerdo con los valores e ideales imperantes en la cuna de la democracia moderna, que de eso se trata, la Gran Novela Americana habría de ser un canto a la libertad y al optimismo, a la primacía de la naturaleza y a la confianza en uno mismo, al esfuerzo y la superación y a los designios divinos que los guían. Se impone, asimismo, la narración dilatada, casi maratoniana, de enfoque realista no exento de fe y simbolismo, y la persecución de la felicidad. Lo explica mejor que ningún otro todo un enfant terrible como Norman Mailer:

Las novelas que revigorizan nuestra visión de la sutileza del juicio moral son esenciales para una democracia. Los norteamericanos fueron afectados durante décadas por ‘Las uvas de la ira’. Algunos buenos sureños incluso desarrollaron un sentido de lo trágico leyendo a Faulkner.

No me gusta decirme: “Quiero hacer entender esta idea”. Más bien trato de suscitar un estado de conciencia en el lector que acomodará el material que estoy presentando. Mi esperanza es que mi obra cambie sus mentes. ¡Que se entienda bien! No deseo cambiar la mente de todos en una dirección: eso equivale a propaganda.

Esta visión mormónica de América como Tierra Prometida excluiría, sin ir más lejos, a Faulkner, acaso el mayor talento estadounidense del siglo XX. Éste, como Updike, Philip Roth, Henry Miller y el resto de deconstructores del American Dream, se halla más cerca de los postulados intelectuales de Europa, fronterizos del nihilismo y definitivamente cínicos, y que culminan en la filosofía de la sospecha y en La Náusea de Sartre. Una tercera vía, la de Nathaniel West y Charles Bukowski, desaparece en la búsqueda del morboso placer supremo de la desesperanza manifestado por Dostoievski en sus Memorias del Subsuelo. Y el Nuevo Mundo, como deja claro la fundacional La letra escarlata, no es Europa.

La novela señera de Nathaniel Hawthorne, publicada en 1850, es el auténtico Génesis de la identidad cultural norteamericana; no en vano Harold Bloom considera a Hester Prynne, “por sus resonancias estéticas y culturales”, la Eva estadounidense. Cuando América estaba “desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”, el alma de Hester sobrevivió a su destino para establecer un matriarcado basado en la confianza de la persona en sí misma, un rasgo exaltado por los dos pensadores más importantes de la historia de los Estados Unidos: Emerson y Thoreau. Frente al puritanismo heredado como pecado original del Viejo Continente, la heroína de Hawthorne opone la dignidad del yo y convierte las leyes en una mera convención social. Esta idea se encuentra íntimamente relacionada con el concepto de rebelión cívica en Thoreau. Así las cosas, todos los personajes femeninos de la literatura barriestrellada acusarán la impronta de Prynne hasta el advenimiento de Mamá Joad, la Virgen María de Las uvas de la ira. Entre medias, obviamente, hubo arúspices bienintencionadas, como la Isabel Archer de Retrato de una dama. En lo referente a la genealogía de la ficción, Herman Melville y Henry James se destacan como los principales deudores de la obra de Hawthorne. Especialmente reseñable se demuestra la admiración del primero, pues su Moby-Dick (1851, se recomienda efusivamente la edición de Akal) conforma, junto con Las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn (1876 y 1884, respectivamente, Galaxia Gutenberg y Cátedra), de Mark Twain, y la mencionada La letra escarlata (DeBolsillo), la trinidad genesíaca de las letras americanas.

Los Lazarillos de Twain representan el ethos del Nuevo Mundo, la necesidad de mantener la pureza personal al margen de la civilización. Rómulo y Remo de América transitan un Edén fluvial, ajenos a la sangrienta historia que les precedió en otro continente. La exaltación cuasi anárquica de la libertad florece tras la represión de la monarquía y los clérigos ingleses, encarnados en el violento padre de Huck, del que el protagonista, el personaje más importante de la literatura americana, huye para mantener sus pies descalzos, o lo que es lo mismo, al Gobierno fuera de sus asuntos, o al Ejército de los Estados Unidos lejos de desiertos remotos y colinas lejanas. Hemingway, quien trató de mantener vivo a Huckleberry Finn a través de sus propias vida y obra, aseguraba que “toda la literatura moderna estadounidense procede de Huckleberry Finn. Todos los textos estadounidenses proceden de este libro. Nada hubo antes. Nada tan bueno ha habido después”. En la plasmación escrita de los patrones de la identidad nacional, Huck descubrirá un concepto, el de frontera, que articulará todas las obras genuinamente americanas, ya sean de cine o literatura: “Tengo que escapar al Territorio (el Oeste) antes que el resto”. Hablamos de la tradición del colono Daniel Boone, quien abrió el paso al Far West por el simple motivo de que le irritaba la compañía humana. La emigración al Pacífico, el paraíso prometido a los okies de Las uvas de la ira, tendrá su continuación en la frontera lunar fijada por Kennedy, en el on the road que mantiene vivo el Sueño Americano y evita el adocenamiento de las élites de El Gran Gatsby, trasuntos de la decadente y sedentaria burguesía europea que Fitzgerald describió más expresamente en Suave es la noche.

En lo referente a Moby-Dick, acaso sea la obra de Herman Melville la que más se acerque al concepto de Great American Novel como ente abstracto y absoluto, desde su órbita de epopeya descomunal y su excelente manejo del tiempo narrativo, ora enciclopédico con la calma chicha, ora zozobrante de acción con viento de popa. El texto se iza como una alegoría permanente, en la que el capitán Ahab atiza, aunque desde la grandeza de las obsesiones del honor y del orgullo, nunca del dinero, la hoguera de las vanidades en que se convertirá la manzana de Wall Street. Como en el Antiguo Testamento, el pueblo elegido se acerca irremisiblemente a la expiación de sus pecados a través de un naufragio, el del Pequod, en el que sólo sobrevivirá Ismael. Hombres de todos los continentes que conformaban una tripulación con reminiscencias de la Torre de Babel mueren ahogados en una clara alusión al diluvio universal. De acuerdo con las Escrituras, Ismael fue el primogénito de Abraham, y diversos expertos en el Corán no descartan que fuera éste, y no Isaac, el hijo que el patriarca entregó en sacrificio a Yahvé. En todo caso, Ismael representa el nacimiento del nuevo hombre americano a partir de la muerte de los pecadores del mundo. En efecto, Melville podría haber bautizado a su protagonista como Isaac, renacido del amor de Dios, pero este gesto habría supuesto un exceso de ortodoxia para una nación que se gobernaba ya con una orgullosa iconoclastia. Pese a la hecatombe de su final, el libro mantiene el imprescindible poso de optimismo encarnado en la figura de Ismael, si bien desprende una profecía inquietante: ¿Representa el Pequod el crepúsculo de los Estados Unidos dirigiéndose hacia el final inevitable, pero recurrente, de los imperios? ¿Tiene algo que ver George W. Bush con el cojitranco Ahab como señala el prólogo a la excelsa edición de Akal? En este caso, no habría duda de que nos encontramos ante la Gran Novela Americana, por su apreciación global, como una nueva Biblia, del nacimiento, abotargamiento y apocalipsis del imperio.

El encumbramiento de un triunvirato como la gran narración, unido al caminar de los años y el afloramiento de los vicios, obligó a reconsiderar el concepto de Great American Novel. El rubro, fíjense, emerge siempre en singular, una cualidad que alude de forma explícita a su carácter absoluto, cimentado sobre un consenso abstracto, “de formulación elusiva”, en palabras de Eduardo Lago. Se admitió, en esta ocasión de forma implícita, que distintas obras pudieran ostentar el cetro de Gran Novela Americana en cada vértice del tiempo, al modo como el distintivo de Campeón de los Pesos Pesados pasa de la cintura de un púgil a la de otro, pero nunca es compartido –éste sin duda era uno de los grandes sueños de Hemingway, quien se definía como “un hombre sin ambiciones, salvo la de ser campeón del mundo”, consciente de que “no libraría un combate a veinte asaltos con el doctor Tólstoi porque sé que me dejaría KO. Aunque, si llego a los 60, quizá pueda ganarle”–. Cada época, por tanto, enarbolará el tratado de ficción que refleje con aspiración de totalidad su zeitgeist particular. Piensen en el On the road de Jack Kerouac y en la Generación Beat, o en París era una fiesta, de Hemingway, y la Lost Generation. Para alegría de los mejores paladares, esta revisión de la categoría abriría de nuevo las puertas a Faulkner y a sus angostas psicologías sureñas, al racismo y las claustrofóbicas relaciones familiares del gótico meridional.

Apreciando el criterio de la temporalidad, un escritor hace las veces de puente para el salto del siglo XIX al XX, generando un efecto de cuello de botella por la poderosa atracción de su talento. Se trata de Henry James, el escritor fundamental de la literatura americana –su impacto en la tradición británica es sin duda menor–, un hombre que fue para la novela lo que Eugene O’Neill para el teatro, un gigante de la psicología y la erudición a cuya sombra crecieron sometidos otros brillantes autores como Jack London (La llamada de lo salvaje, 1903, y Colmillo Blanco, 1906, ambos en Alianza); Upton Sinclair (La jungla, Capitán Swing); Sinclair Lewis (Doctor Arrowsmith y Babbitt; ambos de Nórdica); Sherwood Anderson (Winesburg, Ohio, El Acantilado); Kate Chopin (El despertar, Cátedra) o Stephen Crane (La roja insignia del valor, DeBolsillo). Como recuerda Bloom en su Canon de la novela (Páginas de Espuma), James “representa lo que Emerson profetizó como el ‘hombre central’ que vendría a cambiar las cosas de una vez por todas y a celebrar lo Nuevo en Estados Unidos”. En la dialéctica emersonianos (Thoreau, Whitman, Robert Frost)-antiemersonianos (Hawthorne, Melville, TS Eliot), James, al igual que Dickinson y Wallace Stevens, opta por una elegante elusión del filósofo, aunque el pensamiento de éste coloniza por completo la obra del primero. Conviene recordar que Emerson es un filósofo que estima tan poco la moral como las costumbres; sus temas son el poder, la libertad, el destino y la prudencia. Así las cosas, resulta complicado seleccionar un título del prolijo corpus de James para presentarlo como candidato a Gran Novela Americana, ya que en su repertorio, pléyade más bien, lucen verdaderas joyas como Las alas de la paloma (1902, El cuenco de plata), Daisy Miller (1878, Espasa) o Los papeles de Aspern (1888, Alba y Tusquets).

Si hubiera definitivamente que destacar una obra de James para presentarla al concurso, este cronista se decantaría por Retrato de una dama (1881, Cátedra), pese a que el autor consideraba Los embajadores (1903, Literatura y Ciencia) su mejor novela. La protagonista de esta ficción, Isabel Archer, se erige en el personaje de mujer estadounidense más importante desde Hester Prynne, un arquetipo de inteligencia, audacia, hermosura y con una profunda consideración de la dignidad femenina, aunque carente del erotismo con que Hawthorne dota a su heroína. Las similitudes entre el retorno final de Prynne a la comunidad de Boston y la determinación de Archer de volver a casa con su esposo son evidentes. Obsérvese que las grandes mujeres americanas, a diferencia de Emma Bovary o Anna Karenina, no mueren; se reinventan. Este relato, asimismo, es paradigmático de la confrontación entre las realidades estadounidense y británica, un pulso creativo que se mantiene a lo largo de toda la trayectoria del autor que nació americano y murió inglés.

 

El acuerdo maya

Los sacerdotes mayas realizaron estas expediciones al pasado porque habían reducido a cenizas el presente. Los estudiosos de la cultura maya se han preguntado por qué no efectuaron cálculos sobre el futuro; tenían un descubierto. Los cheques eran devueltos. No había nada ni nadie ahí.

Extracto de Ah Puch está aquí, uno de los textos del libro.

Si el acuerdo maya sigue en pie, dentro de tres semanas el mundo se va a tomar por culo. Por muy escéptico/a que seas, habrás imaginado cómo es el fin del mundo, vislumbrado en algún sueño o pesadilla su posibilidad o habrás visto alguna de las decenas de películas que se han hecho en el último año sobre el apocalipsis o re-visitado alguno de los ejercicios precedentes. No hace falta demasiado. En su día, hace ya cuarenta años, William Burroughs, en plena adicción a la heroína y otras alternativas tóxicas, pasaba de tener el mono y decidía que era mejor vivir en ese estado de neurosis narcótica tan enfermiza como creativa en la que permaneció sumido el más maldito y destroyer (y ya es decir) de la generación beat. En uno de esos cauces e idas de olla momentáneos, se alió con el ilustrador de tiras cómicas Malcolm McNeill para dejar brotar un proyecto de apocalipsis corruptible que se vio plasmado en cuatro números de la revista Cyclops (la primera de cómics para adultos del Reino Unido) y que, una vez llevado más allá, acabó encajonándose y reduciéndose al típico ensayo a voces que no encajaba en la corrección política de muchos sellos editoriales de la época pero que hoy, a poco más de veinte días para que todo se vaya al carajo, cobra mayor sentido, se entiende como una obra de punk antes del punk y como un reclamo que, gracias a Capitán Swing Libros, abandona la marginalidad y encuentra sitio en las librerías y en el armario que arderá el próximo 21 de diciembre.

Ah Puch está aquí y otros textos no sólo es la llamada que Burroughs realiza por cauces lírico-ilustrados en tono experimental tras el proyecto junto a McNeill al Dios maya de la muerte, sino un tinglado en el que la liberación creativa acaba entrelazándose con la crítica a la corrupción social, política y moral, los automatismos orales aplicados a entramados literarios, la sexualidad expuesta, la meditación zen-punk de aquellos días (y aquellos estados físico-mentales en los que estaba el bardo americano) y la exploración desordenada de métodos de producción y recreación editoriales que resuenan tan satánicos como conceptualmente caóticos y que acaban transformándose como auténticos productos-experiencia en el terreno editorial. Por un lado, el texto original (sin ilustraciones) Ah Puch está aquí, en el cual la conceptualización yonqui muta en un alarde lisérgico de monos en la nuca y ordenaciones narrativas en torno a un personaje, Mr. Hart, que acaba virando en novela febril breve y confesiones expuestas del oscurantismo militante. Por otro lado, dos textos más breves: El libro de las respiraciooones, o una semi novela gráfica (ilustrada por Robert F. Gale) que autoexpone el formato de dibujo del Paint o el CorelDraw y el 8bit en una estructuración matemática de conceptos lírico-visuales de lectura experimental; y La revolución electrónica, uno de los textos breves más reflexivos y anti-consumistas que Burroughs realizó nunca y que hoy se pueden entender como auténticas profecías de un visionario marginal que de sus propios preceptos caóticos acababa exponiendo los defectos del mundo. Agonía y éxtasis del mono de caballo antes del apocalipsis. No veas Melancolía, lee este libro y muere nervioso.

Alan Queipo

 

El Minotauro global

El momento 2008

Nada nos humaniza tanto como la aporía, ese estado de intensa perplejidad en el que nos encontramos cuando nuestras certezas se hacen añicos; cuando, de repente, quedamos atrapadas en un punto muerto, sin poder explicar lo que ven nuestros ojos, lo que tocan nuestros dedos, lo que oyen nuestros oídos. En esos raros momentos, mientras nuestra razón se esfuerza con valentía para comprender lo que registran nuestros sentidos, nuestra aporía nos humilla y prepara a la mente bien dispuesta para verdades antes insoportables. Y cuando la aporía despliega su red para prender a toda la humanidad, sabemos que estamos en un momento muy especial de la historia. Septiembre de 2008 fue uno de esos momentos.

El mundo acababa de quedarse pasmado de una manera no vista desde 1929. Las certezas que nos había costado décadas de condicionamiento reconocer desaparecieron, todas de golpe, junto con 40 billones de dólares de activos en todo el globo, 14 billones de dólares de riqueza doméstica sólo en Estados Unidos, 700.000 puestos de trabajo mensuales en Estados Unidos, incontables viviendas embargadas en todas partes… La lista es casi tan larga como inimaginables las cifras que hay en ella.

 

La aporía colectiva se vio intensificada por la respuesta de los gobiernos que, hasta aquel instante, se habían aferrado tenazmente al conservadurismo fiscal como quizá la última ideología de masas superviviente del siglo XX: empezaron a inyectar billones de dólares, euros, yenes, etc., en un sistema financiero que, hasta pocos meses antes, había vivido una racha magnífica, acumulando fabulosos beneficios y manifestando, provocador, que había encontrado la olla de oro al final de un arco iris globalizado. Y cuando esa respuesta resultó demasiado floja, nuestros jefes de estado y primeros ministros, hombres y mujeres con impecables credenciales antiestatales y neoliberales, se embarcaron en una juerga de nacionalizaciones de bancos, compañías de seguros y fabricantes de automóviles que haría palidecer hasta las hazañas del Lenin posterior a 1917.

 

A diferencia de crisis previas, como la del pinchazo de la burbuja puntocom en 2001, la recesión de 1991, el Lunes Negro (3), la debacle latinoamericana de los ochenta, el deslizamiento del Tercer Mundo en la atroz trampa de la deuda o incluso la devastadora depresión de principios de los ochenta en Gran Bretaña y partes de Estados Unidos, esta crisis no estaba limitada a una geografía específica, una determinada clase social o a sectores particulares. Todas las crisis anteriores a 2008 eran, en cierto modo, localizadas.

 

Sus víctimas a largo plazo apenas habían tenido importancia alguna para los poderes fácticos y cuando (como en el caso del Lunes Negro, el fiasco del fondo de inversiones Long-Term Capital Management [LTCM] de 1998 o la burbuja de las puntocom dos años después) fueron los poderosos quienes sintieron la sacudida, las autoridades se las habían arreglado para acudir al rescate rápida y eficazmente.

 

En contraste, el crash de 2008 tuvo efectos devastadores tanto globalmente como en el corazón del neoliberalismo. Es más, sus efectos estarán con nosotras por un largo, largo tiempo. En Gran Bretaña, fue probablemente la primera crisis de la que se tenga memoria que ha golpeado realmente las regiones más ricas del sur. En Estados Unidos, aunque la crisis de las hipotecas subprime empezara en los rincones menos prósperos de aquella gran tierra, se extendió a cada recoveco y esquina de las privilegiadas clases medias, sus comunidades cercadas, sus frondosos barrios residenciales, las universidades de la Ivy League (4) donde se congregan los pudientes, haciendo cola por mejores papeles socioeconómicos.

 

En Europa, el continente entero retumba con una crisis que se niega a marcharse y que amenaza ilusiones europeas que habían conseguido mantenerse intactas durante seis décadas. Los flujos de migración se invirtieron, a medida que trabajadores polacos e irlandeses abandonaban Dublín y Londres por igual para irse a Varsovia y Melbourne. Hasta China, que se libró estupendamente de la recesión con una saludable tasa de crecimiento en tiempos de contracción global, está en apuros por la caída de su cuota de consumo en los ingresos totales y su fuerte dependencia de los proyectos de inversión estatal que están alimentando una preocupante burbuja, dos presagios que no auguran nada bueno en una época en que se cuestiona la capacidad del resto del mundo a largo plazo para absorber los excedentes comerciales del país.

 

Para mayor aporía general, las altas esferas dieron a conocer que también ellas habían dejado de comprender los nuevos giros de la realidad. En octubre de 2008, Alan Greenspan, antiguo presidente de la Reserva Federal (la Fed) y considerado el Merlín de nuestros tiempos, confesó haber descubierto «un defecto en el modelo que yo consideraba la estructura funcional crítica que define el funcionamiento del mundo». (5)

 

Dos meses después, Larry Summers, anteriormente secretario del Tesoro del presidente Clinton y, en aquel momento, asesor jefe en economía (director del Consejo Económico Nacional) del presidente electo Obama, dijo que «[e]n esta crisis, hacer demasiado poco supone una mayor amenaza que hacer demasiado…». Cuando el Gran Mago confiesa haber basado toda su magia en un modelo defectuoso de cómo funciona el mundo y el decano de los asesores económicos presidenciales propone abandonar toda precaución, el público «lo pilla»: nuestro barco está surcando aguas traicioneras e inexploradas, su tripulación no tiene ni idea, su patrón está aterrado.

 

De esta manera entramos en un estado de tangible aporía compartida. Una ansiosa incredulidad reemplazó a la indolencia intelectual. Las autoridades parecían privadas de autoridad. Las políticas, era evidente, se estaban improvisando sobre la marcha. Casi inmediatamente una desconcertada opinión pública sintonizó sus antenas en toda dirección posible, buscando desesperadamente explicaciones para las causas y naturaleza de lo que acababa de alcanzarle. Como para demostrar que la oferta no necesita asistencia cuando la demanda es abundante, las imprentas empezaron a rodar. Uno tras otro, artículos, extensos ensayos, hasta películas comenzaron a salir a borbotones por las tuberías, creando un desbordamiento de posibles explicaciones sobre lo que había fallado. Pero si bien un mundo perplejo siempre está preñado de teorías sobre sus apuros, la sobreproducción de explicaciones no garantiza la disolución de la aporía.

 

 

Seis explicaciones de por qué sucedió

 

1. «Principalmente es un fracaso de la imaginación colectiva de gente muy brillante… a la hora de entender los riesgos que corre el sistema en su conjunto»

 

Ésa era la esencia de una carta enviada a la Reina de Inglaterra por la Academia Británica el 22 de julio de 2009, en respuesta a una consulta que ella había presentado a una reunión de ruborizados profesores de la London School of Economics: «¿Por qué no lo vieron venir?» En su carta, treinta y cinco de los más destacados economistas británicos prácticamente responden: «¡Huy! Confundimos una Burbuja grandota con un Feliz Mundo Nuevo.» El meollo de su respuesta era que, aunque estaban al tanto y con los datos a la vista, habían cometido dos errores de diagnóstico relacionados: el error de la extrapolación y el (bastante más siniestro) error de caer en la trampa de su propia retórica.

 

Todo el mundo podía ver que los números se estaban desmadrando. En Estados Unidos, la deuda del sector financiero se había disparado desde un ya considerable 22% del producto nacional (Producto Interior Bruto o PIB) en 1981 a un 117% en el verano de 2008. Mientras tanto, los hogares americanos vieron su participación en la deuda del producto nacional elevarse del 66% en 1997 al 100% diez años después. Reunida, la deuda agregada de EEUU en 2008 superaba el 350% del PIB, cuando en 1980 se había mantenido en un ya abultado 160%. En cuanto a Gran Bretaña, la City de Londres (el sector financiero en el que la sociedad británica se había jugado la mayoría de sus cartas, después de la rápida desindustrialización de principios de los ochenta) lucía una deuda colectiva de casi dos veces y media el PIB de Gran Bretaña, mientras que, sumado a eso, las familias británicas debían una suma mayor que el PIB anual.

 

Entonces, si una acumulación de deuda exorbitante introducía más riesgo del que el mundo podía soportar, ¿cómo es que nadie vio venir el desastre? Ésa era, al fin y al cabo, la razonable pregunta de la Reina. La respuesta de la Academia Británica confesaba a regañadientes los pecados combinados de una retórica petulante y una extrapolación lineal. Juntos, esos pecados se alimentaban de la jactanciosa convicción de que se había producido un cambio de paradigma que permitía al mundo de las finanzas crear una deuda ilimitada, benigna, sin riesgos.

 

El primer pecado, que adoptó la forma de una retórica de formalización matemática, indujo en autoridades y académicos la falsa creencia de que la innovación financiera había extirpado el riesgo del sistema; que los nuevos instrumentos permitían una nueva forma de deuda con las propiedades del mercurio. Una vez generados los préstamos, se troceaban después en diminutos pedazos, se agrupaban en paquetes que contenían diferentes grados de riesgo (6) y se vendían por todo el globo. Al extender de esta manera el riesgo financiero, sostenía tal retórica, ni un solo agente se enfrentaba a un peligro tan significativo como para hacerles daño si algunos deudores caían en bancarrota. Era una fe de la Nueva Era en los poderes del sector financiero para crear un «riesgo sin riesgo», que culminaba en la creencia de que ahora el planeta podría soportar deudas (y las apuestas que se hacían sobre esas deudas) que eran mucho mayores que los ingresos globales reales.

 

El vulgar empirismo apuntalaba dichas creencias místicas: allá en 2001, cuando la llamada «nueva economía» se vino abajo, destruyendo mucha de la riqueza de papel sacada de la burbuja puntocom y de estafas como la de Enron, el sistema resistió. La burbuja de la nueva economía de 2001 fue, de hecho, peor que su equivalente de las hipotecas subprime que estalló seis años después. Y aun así los efectos adversos fueron eficazmente contenidos por las autoridades (si bien el empleo no se recuperó hasta 2004-05). Si una sacudida tan inmensa pudo ser absorbida con tanta facilidad, seguramente el sistema podría soportar impactos más pequeños, como las pérdidas de 500.000 millones de dólares en subprimes de 2007-08.

De acuerdo con la explicación de la Academia Británica (la cual, todo hay que decirlo, es ampliamente compartida), el crash de 2008 sucedió porque, para entonces –y sin que lo supiesen los ejércitos de hiperinteligentes hombres y mujeres cuyo trabajo era haberse enterado mejor–, los riesgos que se habían presumido no arriesgados eran cualquier cosa menos eso. Bancos como el Royal Bank of Scotland, que empleaba a 4.000 «gestores de riesgos», acabaron consumidos por un agujero negro de «riesgo deteriorado». El mundo, según esta lectura, pagaba el precio por creerse su propia retórica y por presumir que el futuro no sería diferente del pasado más reciente. Al creer que había diluido el riesgo con éxito, nuestro mundo financiarizado creaba tanto que fue consumido por él.

 

 

2. Captura regulatoria

 

Los mercados determinan el precio de los limones. Y lo hacen con un mínimo aporte institucional, puesto que las compradoras reconocen un buen limón cuando se lo venden. No se puede decir lo mismo de los bonos o, lo que es aún peor, de instrumentos financieros sintéticos. Quien compra no puede saborear el «producto», estrujarlo para ver si está maduro ni oler su aroma. Depende de información institucional externa y de reglas bien definidas que son diseñadas y supervisadas por autoridades desapasionadas e incorruptibles. Se supone que éste era el papel de las agencias de calificación de riesgos y de los organismos reguladores del estado. No cabe duda de que ambos tipos de institución resultaron no sólo deficientes, sino culpables.

 

Cuando, por ejemplo, una obligación de deuda garantizada (CDO) –un activo de papel que agrupa multitud de porciones de tipos de deuda muy diferentes– (7) obtenía una calificación triple A y ofrecía un rendimiento de un 1% por encima de las Letras del Tesoro de EEUU (8), el significado era doble: quien la compraba podía confiar en que su compra no era una porquería y, si el comprador era un banco, podía tratar aquel pedazo de papel exactamente de la misma forma (y sin una pizca de riesgo más) que el dinero real con el que había sido comprado. Esta pretensión ayudó a los bancos a conseguir impresionantes beneficios por dos razones:

 

 

1. Si se aferraban a su recién adquirida CDO –y, recordemos, las autoridades aceptaban que una CDO calificada con triple A era tan buena como los billetes de dólar del mismo valor nominal–, los bancos ni siquiera tenían que incluirla en sus cálculos de capitalización. (9) Esto significaba que podían usar con impunidad los depósitos de sus clientes para comprar las CDO calificadas como triple A sin comprometer su capacidad de conceder nuevos préstamos a otros clientes y otros bancos. Mientras pudiesen cargar tasas de interés más altas que las que habían pagado, comprar las CDO calificadas con triple A aumentaba la rentabilidad de los bancos sin limitar su capacidad de conceder préstamos. Las CDO eran, en efecto, instrumentos para saltarse las normas diseñadas para salvar al sistema bancario de sí mismo.

 

 

2. Una alternativa a guardar las CDO en las cámaras del banco era endosárselas a un banco central (por ejemplo, la Reserva Federal) como garantías de préstamos, que los bancos podían usar entonces como desearan: para prestar a clientes, a otros bancos o para comprarse aún más CDO. Aquí el detalle crucial es que los préstamos obtenidos del banco central con el aval de las CDO calificada con triple A tenían las ínfimas tasas de interés que cobraba el banco central. Entonces, cuando las CDO maduraba, a una tasa de interés de un 1% por encima de lo que el banco central estaba cobrando, los bancos se quedaban con la diferencia.

 

La combinación de estos dos factores significaba que los emisores de CDO tenían buenas razones para:

 

a) emitir tantas como les fuese físicamente posible;

 

b) pedir prestado tanto dinero como fuera posible para comprar las CDO de otros emisores; y

 

c) mantener enormes cantidades de este tipo de activos de papel en sus libros. (10)

 

¡Ay, era una invitación para que imprimieran su propio dinero! No es de extrañar que Warren Buffet echara un vistazo a las legendarias CDO y las describiera como armas de destrucción masiva. Los incentivos eran incendiarios: cuanto más se endeudaban las instituciones financieras para comprar las CDO calificadas como triple A, más dinero hacían. El sueño de tener un cajero automático en el salón de casa se había hecho realidad, al menos para las instituciones financieras privadas y la gente que las dirigía.

 

Con estos datos ante nuestros ojos, no es difícil llegar a la conclusión de que el crash de 2008 fue el inevitable resultado de otorgar a los cazadores furtivos el papel de guardabosques. Su poder era impúdico y su imagen de brujos posmodernos que sacaban de la nada nueva riqueza y nuevos paradigmas resultaba incontestable. Los banqueros pagaban a las agencias de calificación de riesgos para que extendieran el estatus de triple A a las CDO que ellos emitían; las autoridades reguladoras (incluido el banco central) aceptaban esas calificaciones como legítimas; y las jóvenes promesas que se habían hecho con un empleo mal pagado en una de las autoridades reguladoras enseguida comenzaron a plantearse avanzar en sus carreras pasándose a Lehman Brothers o Moody’s. Supervisándolos a todos ellos había una hueste de secretarios del tesoro y ministros de Finanzas que, o bien ya habían prestado años de servicio en Goldman Sachs, Bear Stearns, etc., o bien esperaban unirse a aquel círculo mágico tras dejar la política.

 

En un ambiente en el que reverberaban los corchos de las botellas de champán y los motores revolucionados de brillantes Porsches y Ferraris; en un paisaje en el que torrentes de primas bancarias inundaban áreas ya adineradas (estimulando aún más el boom inmobiliario y creando nuevas burbujas desde Long Island y el East End de Londres a las afueras de Sydney y los bloques de apartamentos de Shanghai); en ese entorno en el que en apariencia la riqueza de papel se autopropagaba, se habría necesitado una disposición heroica, temeraria, para dar la alarma, hacer las preguntas incómodas, poner en duda la pretensión de que las CDO calificadas con triple A suponían un riesgo cero. Incluso si alguna reguladora, corredora de bolsa o ejecutiva bancaria incurablemente romántica pretendiese dar la voz de alarma, sería barrida del mapa y acabaría como una trágica figura arrojada al arroyo de la historia.

 

Los hermanos Grimm tienen un relato con una olla mágica que encarna los sueños tempranos de la industrialización, con cornucopias automáticas que cumplen todos nuestros deseos, sin freno. Era también un relato crudo y moralizante que demostraba cómo aquellos sueños industriales podían convertirse en pesadilla. Pues, hacia el final del relato, la maravillosa olla enloquece y termina inundando el pueblo de gachas. La tecnología se rebeló, de la misma manera que la propia creación del ingenioso doctor Frankenstein de Mary Shelley se volvió encarnizadamente contra él. De una manera similar, los cajeros automáticos virtuales materializados por Wall Street, las agencias de calificación de riesgos y los organismos reguladores en connivencia con ellos inundaron el sistema financiero con unas gachas de nuestro tiempo que ter- minaron ahogando a todo el planeta. Y cuando, en otoño de 2008, los cajeros automáticos dejaron de funcionar, un mundo adicto a las gachas sintéticas se detuvo en seco con un chirrido.

 

 

3. Codicia irreprimible

 

«Es la naturaleza de la bestia», dice la tercera explicación. Los humanos son criaturas codiciosas que sólo simulan civismo. A la más mínima oportunidad, robarán, saquearán y abusarán de los demás. Esta lóbrega visión de la humanidad deja poco espacio para una pizca de esperanza de que los inteligentes abusones acepten reglas que prohíban los abusos. Porque, aunque acepten, ¿quién va a hacer que se cumplan? Para mantener a los abusones a raya sería necesario un Leviatán dotado de un poder extraordinario. Pero, entonces, ¿quién le pondrá el cascabel al Leviatán?

 

Así es como funciona la mente neoliberal, llegando a la conclusión de que quizá las crisis sean males necesarios; de que ningún modelo humano puede impedir las debacles económicas. Durante unas décadas, comenzando con los intentos posteriores a 1932 del presidente Roosevelt para regular los bancos, la solución del Leviatán fue ampliamente aceptada: el Estado podía y debía jugar su papel hobbesiano regulando la codicia y equilibrándola con la decencia. La Ley Glass-Steagall de 1933 es posiblemente el ejemplo más citado de ese esfuerzo regulador. (11)

 

Sin embargo, los años setenta vieron un firme alejamiento de este marco regulatorio y un avance en dirección al reestablecimiento de la perspectiva fatalista de que la naturaleza humana siempre encontrará caminos para frustrar sus mejores intenciones.

 

Esta «retirada hacia el fatalismo» coincidió con el período en que el neoliberalismo y la financiarización comenzaban a asomar sus feas caras. Esto significó una nueva versión del viejo fatalismo: el abrumador poder del Leviatán, si bien era necesario para mantener a los abusones en su sitio, estaba ahogando el crecimiento, constriñendo la innovación, poniendo freno a las finanzas creativas y, en consecuencia, manteniendo el mundo al ralentí justo cuando las innovaciones tecnológicas ofrecían el potencial de empujarnos hacia planos más elevados de desarrollo y prosperidad.

 

En 1987, el presidente Reagan decidió sustituir a Paul Volcker (nombrado por la Administración Carter) como presidente de la Reserva Federal. Su elección fue Alan Greenspan. Meses más tarde, los mercados monetarios experimentaban el peor día de su existencia, el infame episodio del «Lunes Negro». El hábil manejo de sus consecuencias por parte de Greenspan le valió la reputación de haber arreglado las cosas eficientemente después de un colapso del mercado monetario. (12) Haría el mismo «milagro» una y otra vez hasta su jubilación en 2006. (13)

 

Greenspan había sido escogido por los acérrimos neoliberales de Reagan no a pesar de, sino a causa de su creencia profundamente arraigada de que los méritos y capacidades de la regulación estaban sobrevalorados. Greenspan dudaba verdaderamente de que cualquier institución estatal, incluida la Reserva Federal, pudiese poner freno a la naturaleza humana y contener la codicia de manera efectiva sin, al mismo tiempo, matar la creatividad, la innovación y, en última instancia, el crecimiento. Su creencia le llevó a adoptar una receta simple, que dio forma al mundo durante sus buenos diecinueve años: puesto que nada disciplina la codicia humana como los implacables amos de la oferta y la demanda, dejemos que los mercados funcionen como quieran, pero que el Estado se mantenga alerta y dispuesto a intervenir para arreglar los destrozos cuando llegue el inevitable desastre. Como un padre liberal que permite a sus hijos meterse en todo tipo de líos, esperaba los problemas pero pensaba que era mejor hacerse a un lado, preparado siempre para entrar, limpiar después de la escandalosa fiesta o curar las heridas y los huesos rotos.

 

Greenspan se ciñó a su receta, y a ese modelo subyacente del mundo, en todas y cada una de las épocas difíciles que se produjeron durante su presidencia. Durante las épocas buenas, se quedaba sentado, sin hacer casi nada, aparte de soltar alguna que otra arenga sibilina. Después, cuando estallaba alguna burbuja, se intervenía agresivamente, bajaba los tipos de interés en picado, inundaba los mercados con dinero y por lo general hacía cual- quier cosa necesaria para reflotar el barco que se hundía. La receta parecía funcionar bien, por lo menos hasta 2008, año y medio después de su retiro dorado. Después dejó de funcionar.

 

En su favor, Greenspan confesó haber malinterpretado el capitalismo. Aunque sólo sea por este mea culpa, la historia debería tratarlo con benevolencia, pues hay muy pocos ejemplos de hombres poderosos dispuestos a y capaces de sincerarse, en especial cuando quienes solían ser sus amigotes siguen negarse a admitir sus errores. De hecho, el modelo del mundo de Greenspan, al que él mismo renunció, aún sigue vivo, sano y volviendo a imponerse.

 

Apoyado e incitado por un renaciente Wall Street empeñado en hacer descarrilar cualquier intento serio, posterior a 2008, de regular su comportamiento, la perspectiva de que la naturaleza humana no puede ser contenida sin comprometer simultáneamente nuestra libertad y nuestra prosperidad a largo plazo ha vuelto. Como un doctor que hubiese cometido una negligencia criminal y cuyo paciente hubiese sobrevivido por suerte, el establishment anterior a 2008 sigue insistiendo en ser absuelto amparándose en que el capi- talismo, después de todo, sobrevive. Y si algunas de nosotras seguimos insistiendo en asignar las culpas del crash de 2008, ¿por qué no censurar la naturaleza humana? Seguramente una introspección honesta nos revelaría a todas y cada una de nosotras un lado oscuro culpable. El único pecado que confesó Wall Street es haber proyectado ese lado oscuro sobre una pantalla más grande.

4. Orígenes culturales

En septiembre de 2008, los europeos miraban con condescendencia hacia el otro lado del charco, sacudiendo la cabeza con la interesada convicción de que los anglo-celtas, finalmente, estaban recibiendo su merecido. Tras años y años de sermones sobre la superioridad del modelo anglo-céltico, sobre las ventajas de los mercados laborales flexibles, sobre lo idiota que era pensar que Europa podría mantener una generosa red de bienestar social en la era de la globalización, sobre las maravillas de una cultura emprendedora agresivamente atomizada, sobre la brujería de Wall Street y sobre la brillantez de la City de Londres posterior al Big-Bang, las noticias del crash, sus señales y avisos mientras se transmitían por todo el mundo, llenaron el corazón europeo de una mezcla de Schadenfreude (14) y temor.

Desde luego, no pasó mucho tiempo antes de que la crisis migrara a Europa, metamorfoseándose en el proceso en algo mucho peor y más amenazante de lo que los europeos podían haber llegado a anticipar. No obstante, la mayoría de los europeos siguen convencidos de las raíces culturales anglo-célticas del crash. Culpan a la fascinación que sienten los pueblos angloparlantes por la noción de la propiedad de la vivienda a toda cosa. Tienen dificultades para introducir en sus mentes un modelo económico que genera ridículos precios inmobiliarios al estigmatizar a quienes alquilan vivienda en lugar de comprar (por estar subyugados a sus caseros) mientras enaltecen a los falsos propietarios (que están aún más endeudados con los banqueros).

Europa y Asia por igual vieron el obsceno tamaño relativo del sector financiero anglo-céltico, que había estado creciendo durante décadas a expensas de la industria, y se convencieron de que el capitalismo global estaba en poder de lunáticos. Así que cuando la debacle empezó precisamente en esos lugares (EEUU, Gran Bretaña, Irlanda, el mercado inmobiliario y Wall Street), no pudieron evitar sentirse reafirmadas. Mientras el sentido europeo de reafirmación recibió el salvaje golpe de la consiguiente crisis del euro, Asia aún puede permitirse una gran dosis de condescendencia. De hecho, en gran parte de Asia se alude al crash de 2008 y sus secuelas como «la Crisis del Atlántico Norte».

5. La teoría tóxica

En 1997, Robert Merton y Myron Scholes recibieron el premio Nobel de Economía por desarrollar «una fórmula pionera para la tasación de opciones financieras». «Su metodología», pregonaba la nota de prensa del comité del premio, «ha abierto el camino para las tasaciones económicas en muchas áreas. También ha generado nuevos tipos de instrumentos financieros y ha facilitado una gestión de riesgos más eficiente en la sociedad.» Ay, si el desafortunado comité del Nobel hubiese sabido que, en un par de breves meses, la muy alabada «fórmula pionera» causaría una espectacular debacle de cientos de miles de millones de dólares, el colapso de un importante fondo de inversión libre (el infame LTCM, en el que Merton y Scholes habían invertido todo su prestigio) y, naturalmente, un rescate por parte de las siempre serviciales contribuyentes estadounidenses.

La auténtica causa de la quiebra de LTCM, que fue un mero ensayo de la debacle mayor que supondría el crash de 2008, fue bastante simple: inmensas inversiones se apoyaban en la indemostrable premisa de que se puede calcular la probabilidad de las acontecimientos que el propio modelo desestima no sólo como improbables, sino, de hecho, como inteorizables. Adoptar una premisa lógicamente incoherente en las teorías propias ya es bastante malo. Pero jugarse la fortuna del capitalismo mundial basándose en semejante premisa bordea lo criminal. En- tonces, ¿cómo lograron los economistas que colase? ¿Cómo convencieron al mundo y al comité del Nobel de que podían calcular la probabilidad de acontecimientos (tales como una sucesión de impagos) que su propio modelo presumía que eran incalculables?

La respuesta reside más en el campo de la psicología de masas que en la propia economía: los economistas pusieron una nueva etiqueta a la ignorancia y la comercializaron como una forma de conocimiento provisional. Después los financieros construyeron nuevas formas de deuda sobre esa ignorancia reetiquetada y levantaron pirámides sobre la premisa de que el riesgo se había eliminado. Cuantos más inversores eran convencidos, más dinero hacían todos los implicados y mejor era la posición de los economistas para acallar a cualquiera que se atreviese a poner en duda sus premisas subyacentes. De esta manera, las finanzas tóxicas y la teorización económica tóxica se convirtieron en procesos que se reforzaban mutuamente.

Mientras los Mertons del mundo financiero se dedicaban a recoger premios Nobel y acumular fabulosos beneficios al mismo tiempo, aquellos de sus colegas que permanecían en los grandes departamentos de economía estaban cambiando el «paradigma» de la teoría económica. Si un tiempo atrás, los economistas destacados se dedicaban al asunto de dar explicaciones, la nueva tendencia era reetiquetar. Copiando la estrategia de los financieros de disfrazar la ignorancia como conocimiento provisional y la incertidumbre como riesgo sin riesgo, los economistas renombraron el desempleo inexplicado (por ejemplo, una tasa observada del 5% que se resistía a cambiar) como la tasa natural de desempleo. Lo bueno de la nueva etiqueta era que, de repente, el desempleo parecía natural y, por tanto, ya no necesitaba explicación.

En este punto, merece la pena ahondar un poco más en el elaborado timo de los economistas: cada vez que eran incapaces de explicar las desviaciones observadas en la conducta humana a partir de sus predicciones, a) etiquetaban tal comportamiento como «desequilibrio» y después, b) presuponían que éste era aleatorio y lo incluían en su modelo como tal. En tanto las «desviaciones» fuesen acalladas, los modelos funcionaban y los financieros conseguían beneficios. Pero cuando cundió la desazón y comenzó el pánico en el sistema financiero, quedó demostrado que las «desviaciones» eran de todo menos aleatorias. Naturalmente, los modelos se vinieron abajo, junto con los mercados que habían ayudado a crear.

Cualquiera que investigue sin prejuicios estos episodios debe, dicen, concluir que las teorías económicas que dominaron el pensamiento de personas influyentes (en el sector bancario, los fondos de cobertura, la Reserva Federal, el Banco Central Europeo… en todas partes) no eran más que formas levemente veladas de fraude intelectual, que proporcionaban las hojas de parra «científicas» tras las cuales Wall Street intentaba esconder la verdad acerca de sus «innovaciones financieras». Se presentaban con nombres impresionantes, como Hipótesis del Mercado Eficiente (HME), Teoría de las Expectativas Racionales (TER) y Teoría del Ciclo Económico Real (TCER). En realidad, no eran más que teorías muy bien empaquetadas cuya complejidad matemática logró ocultar su debilidad durante demasiado tiempo.

Tres teorías tóxicas que apuntalaron el pensamiento del establishment hasta 2008

HME: Nadie puede hacer dinero sistemáticamente dudando del mercado. ¿Por qué? Porque los mercados financieros se las ingenian para asegurarse de que los precios actuales revelen toda la información privada que hay. Algunos agentes de los mercados reaccionan exageradamente ante la nueva información, otros reaccionan con pasividad. Por lo tanto, incluso cuando todos se equivocan, el mercado acierta. ¡Pura teoría panglossiana! (15)

TER: Nadie debería esperar que ninguna teoría sobre las acciones humanas haga predicciones acertadas a largo plazo si la teoría presupone que los humanos la malinterpretan por sistema o la ignoran totalmente. Por ejemplo, imaginemos que una brillante matemática desarrollase una teoría para farolear en el póquer y nos instruyera en su uso. La única forma de que funcionase para nosotras sería si nuestras oponentes no tuviesen acceso a la teoría o la malinterpretaran. Porque si nuestras oponentes también conociesen la teoría, todas podrían usarla para averiguar cuándo vamos de farol, frustrando así el propósito del farol. Al final, la abandonaríamos y ellas harían lo mismo. La TER da por sentado que tales teorías no pueden predecir bien el comportamiento porque la gente se dará cuenta y, con el tiempo, infringirá sus mandatos y predicciones.

No cabe duda de que esto suena radicalmente antipaternalista. Presupone que la sociedad no puede recibir muchas aclaraciones de teóricos que creen conocer sus comportamientos mejor que Fulano y Mengano. Pero la puntilla viene al final: para que la TER se sostenga, tiene que ser cierto que los errores de la gente (cuando predice alguna variable económica, como la inflación, los precios del trigo, el precio de un derivado financiero o de una acción) siempre tienen que ser aleatorios, es decir, sin un patrón, sin correlación, sin teorización posible. Sólo se necesita reflexionar un momento para ver que la adhesión a la TER, especialmente cuando se asocia con la HME, es equivalente a no esperar nunca recesiones, por no mencionar las crisis. Así que, ¿cómo responde un creyente de la HME y la TER cuando sus ojos y oídos le gritan a su cerebro: «¡recesión, quiebra, colapso!»? La respuesta es dirigiéndose a la TCER en busca de una explicación reconfortante.

TCRN: Tomando la HEM y la TER como punto de partida, esta teoría describe el capitalismo como una Gaia perfectamente ajustada. Sin interferencias, permanecerá en equilibrio y nunca sufrirá una contracción (como la de 2008). Sin embargo, bien podría ser «atacada» por algún shock «exógeno» (proveniente de algún Estado entrometido, una caprichosa Reserva Federal, los abyectos sindicatos, productores de petróleo árabes, extranjeros, etc.), a la que debe responder y adaptarse. Como una benevolente Gaia que reaccionase al impacto de un inmenso meteorito, el capitalismo responde con eficiencia a las sacudidas exógenas. Quizá le lleve un tiempo absorber el golpe, y puede que haya muchas víctimas en el proceso, pero, con todo, la mejor manera de gestionar las crisis es dejar que el capitalismo lidie con ellas sin ser sometido a más choques administrados por las egoístas autoridades estatales y sus compañeras de viaje (que fingen defender el bien común para promover sus propios intereses).

En resumen, los derivados financieros tóxicos fueron apuntalados por la teoría economía tóxica, que, a su vez, no eran más que delirios interesados en busca de una justificación teórica; tratados fundamentalistas que sólo reconocían los hechos cuando éstos acomodaban las demandas de la fe lucrativa. A pesar de sus altisonantes etiquetas y su apariencia técnica, los modelos económicos eran simples versiones matemáticas de la enternecedora superstición de que los mercados saben qué es mejor, tanto en tiempos de tranquilidad, como en períodos tumultuosos.

6. Fallo sistémico

¿Y si no se pudiese culpar del crash ni a la naturaleza humana ni a la teoría económica? ¿Y si resulta que se debió a que los banqueros fuesen codiciosos (aunque la mayoría lo sean) o a que hicieran uso de teorías tóxicas (aunque sin duda lo hicieron), sino a que el capitalismo fue presa de una trampa creada por él mismo? ¿Y si el capitalismo no es un sistema «natural» sino, más bien, un sistema particular propenso al fallo sistémico?

La izquierda, con Marx como su profeta original, siempre ha advertido que, como sistema, el capitalismo se esfuerza por convertirnos en autómatas y por convertir nuestra sociedad de mercado en una distopía al estilo de Matrix. Pero cuanto más se acerca a alcanzar su objetivo, más se aproxima al momento de su propia ruina, de forma muy parecida al mítico Ícaro. Después, tras el crash (y a diferencia de Ícaro), se levanta del suelo, se sacude el polvo y vuelve a embarcarse en la misma ruta una y otra vez.

En esta explicación final de mi lista, parece como si nuestras sociedades capitalistas hubiesen sido diseñadas para generar crisis periódicas, que empeoran cada vez más cuanto más alejan el trabajo humano del proceso de producción y el pensamiento crítico del debate público. A quienes culpan a la avaricia, la codicia y el egoísmo humanos, Marx les replicaba que están siguiendo un buen instinto, pero están mirando en el lugar equivocado; que el secreto del capitalismo es su tendencia a la contradicción, su capacidad para producir al tiempo riqueza masiva y pobreza insoportable, magníficas nuevas libertades y las peores formas de esclavitud, resplandecientes esclavos mecánicos y trabajo humano depravado.

La voluntad humana, en esta lectura, puede resultar oscura y misteriosa; pero, en la Edad del Capital, se ha convertido más en un derivado que en una fuerza motriz. Pues es el capital el que ha usurpado el papel de la fuerza primaria que da forma a nuestro mundo, incluida nuestra voluntad. El impulso autorreferencial del capital se burla de la voluntad humana, del empresariado y de la clase trabajadora por igual. Pese a ser inanimado e inconsciente, el capital –abreviatura de máquinas, dinero, derivados titularizados y toda forma de riqueza cristalizada– evoluciona rápidamente como si funcionase por sí mismo, usando agentes humanos (banqueros, jefes y mano de obra en igual medida) como peones de su propio juego.

De manera similar a nuestro subconsciente, el capital también implanta ilusiones en nuestras mentes, por encima de todas, la ilusión de que, al servirle, nos hacemos valiosas, excepcionales, potentes. Nos enorgullecemos de nuestra relación con él (ya sea como financieros que «crean» millones en un solo día, ya como empresarias de las que dependen multitud de familias trabajadoras, o como trabajadoras que disfrutan de un acceso privilegiado a una brillante maquinaria o a ridículos servicios fuera del alcance de emigrantes ilegales), cerrando los ojos al trágico hecho de que es el capital el que, en efecto, es dueño de todas nosotras, y que somos nosotras quienes lo servimos a él.

El filósofo alemán Schopenhauer nos reprendió a nosotras, las humanas modernas, por engañarnos creyendo que nuestras creencias y acciones están sometidas a nuestra conciencia. Nietzsche coincidió con él al sugerir que todas las cosas en las que creemos, en cualquier momento dado, no reflejan más verdad que la del poder de otro sobre nosotras. Marx metió a la economía en la estampa, reprendiéndonos por ignorar la realidad de que nuestros pensamientos han sido secuestrados por el capital y su ansia acumuladora. Por supuesto, aunque sigue su propia y férrea lógica, el capital evoluciona inconscientemente. Nadie diseñó el capitalismo y nadie puede civilizarlo ahora que va a toda máquina.

Tras evolucionar sencillamente, sin consentimiento de nadie, nos liberó rápidamente de formas más primitivas de organización social y económica. Generó máquinas e instrumentos (materiales y financieros) que nos permitieron apoderarnos del planeta. Nos permitió imaginar un futuro sin pobreza, donde nuestras vidas ya no están a merced de una naturaleza hostil. Pero, al mismo tiempo, al igual que la naturaleza produjo a Mozart y al sida usando el mismo mecanismo indiscriminado, también el capital produjo fuerzas catastróficas con tendencia a provocar discordia, desigualdad, guerra a escala industrial, degradación ambiental y, por supuesto, crisis financieras. De un tirón, generaba –sin ton ni son– riqueza y crisis, desarrollo y privación, progreso y atraso.

¿Podría ser entonces que el crash de 2008 no fuese más que nuestra oportunidad periódica para darnos cuenta de hasta dónde hemos permitido que nuestra voluntad esté subyugada al capital? ¿Acaso fue una sacudida que debía despertarnos a la realidad de que el capital se ha convertido en una «fuerza a la que debemos someternos», en un poder que desarrolla «una energía cosmopolita, universal que quiebra cualquier límite y cualquier vínculo y se presenta como la única política, la única universalidad, el único límite y el único vínculo»? (16)