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Después de la distopía: los días del futuro pasado que imaginó Octavia E. Butler

Por El Salto  ·  14.11.2021

La imaginación de un futuro terrible ha volado libre en esta década, especialmente después de la pandemia. Los nuevos imaginarios de la distopía se presentan como la consecuencia de las negligencias y los crímenes del pasado, también de las perversiones personales de los nuevos líderes o caciques, aupados al poder por su capacidad para dar respuestas simples a poblaciones aborregadas y por su dinero para contratar ejércitos y desarrollar tecnologías de control social. Los totalitarismos, el fanatismo y la violencia han arrancado y sembrado de sal los cimientos de la vida en común, y el sadismo aparece como una de las principales características de la existencia humana. Las grandes proveedoras de productos culturales han visto en el género un filón. Las distopías enganchan y parece que nunca se agotan. El último ejemplo es El juego del calamar, pero tal vez cuando este artículo sea publicado en internet habrá otra serie, otro producto audiovisual en el que se ponga a prueba el pesimismo humano: la posibilidad de pensar en cómo nos vamos al hoyo y la capacidad de detallar con delectación morbosa cómo es ese infierno que nos espera a la vuelta de comprar el pan.

Hoy, bajo el signo del cambio climático, del desarrollo de nuevas pandemias y con el auge de los fascismos, los movimientos transformadores achican agua y contribuyen a su pesar al desánimo. El fin del periodo de la energía “barata”, las guerras del agua, las sequías y otros fenómenos asociados al cambio climático acarrearán sufrimiento a las clases trabajadoras de todo el mundo y una previsible lucha —dirigida por el odio— con las clases medias desposeídas. La distopía se hace bola y el pensamiento utópico está agazapado. No le ayuda su propia dialéctica, la conciencia por parte de quienes escriben o piensan hoy las utopías de que estas no crearán sociedades perfectas ni harán mejores a los seres humanos. Como dijo una vez Octavia E. Butler, las utopías tienen algo de ridículo o de increíblemente aburridas.

La publicación en España de la segunda y última parte de las Parábolas de Octavia E. Butler por parte de Capitán Swing es una oportunidad de entrar en el pensamiento de la primera autora negra de ciencia ficción y para afrontar el pasado y el presente como modo de presentar una propuesta de futuro. Publicada poco antes del cambio de siglo, en La parábola de los talentos (1998) cristalizan los fragmentos de distopía que aparecían en La parábola del sembrador (1993). También pugna por abrirse paso una especie de utopía, que se explicita en forma de pensamiento pero sobre todo de prácticas, aprendizajes, afectos y responsabilidad compartida. En cualquier caso, el componente utópico de las Parábolas de Butler ha sido objeto de examen académico, y la propia autora se mostró ambivalente: rechazó que su pensamiento estuviera guiado por la búsqueda de la perfección, pero sí proyectó un mundo en el que han surgido nuevas nociones de identidad y de comunidad, en el que se han desarrollado derechos sociales, culturales y económicos de fácil acceso y comprensión. Algo que nos podría valer.

No obstante, es en la proyección de la distopía, tan de moda hoy, donde se encontraba Butler cuando imaginó sus parábolas. La militarización de las ciudades, la precariedad de los empleos, la expansión de la extrema derecha y la crisis climática son los elementos que la autora introduce en sus Parábolas como modo de traducir los problemas de su tiempo al lenguaje de la ciencia ficción. “Vemos en la ficción lo que rechazamos ver en la vida real”, escribe Jim Miller, autor de un estudio sobre la obra de Butler. 

En la promoción del libro se ha subrayado la clarividencia de Butler al prefigurar la llegada de un fanático creyente del capitalismo —el hombre que todas las noches cenaba de McDonald’s— a la presidencia de Estados Unidos. El hecho de que, en las novelas, ese país se haya convertido, a causa del cambio climático, en una especie de Tercer Mundo hipertecnologizado y con un creciente culto a la destrucción, ha contribuido a la idea de que la parábola de Butler es aterradora “porque ha empezado a hacerse realidad”, como escribe Gloria Steinem en el prólogo de la primera entrega. Butler parece incluso discernir cuál será el lenguaje de la nueva época, cómo se legitimará un nuevo Estado que arruina la anterior legalidad, cómo se justificará la esclavitud o el rapto administrativo, y el papel que la religión —y el capitalismo pensado como religión— ejercerá en esa devastación. Parece que Octavia E. Butler ya ha estado ahí. Y eso es porque ya estuvo.

Vivir en el cuerpo de una niña negra

En 1946, un año antes de que Octavia Estelle Butler naciera en Pasadena (California), Ann Petry (1908-1997) publicaba La calle, que fue un éxito instantáneo entre la crítica y el público y la primera novela escrita por una afroamericana de la que se vendieron un millón de copias. Con una intención realista y moralizante pero un fondo que asume la tradición gótica y la narrativa de la esclavitud de los primeros años del siglo XX, La calle es la historia de Lutie Johnson, una mujer trabajadora separada del padre de su hijo. Empleada principalmente en el trabajo doméstico, Johnson tratará de escapar a su destino pero intentará, con todavía más ahínco, que su pequeño hijo, Bub, escape al suyo. En esa época, el destino para un chico negro nacido en los barrios pobres de la ciudad era ser limpiabotas o un gamberro que iba a terminar, más temprano que tarde, en el reformatorio o la cárcel. La calle fue un fenómeno cultural para la comunidad negra, especialmente para las mujeres afroamericanas. 

Butler reconoce en uno de sus ensayos biográficos que a sus 13 años “no había leído una sola palabra impresa que, por lo que yo supiera, hubiera sido escrita por una persona negra”. Esa voz, sin embargo, se estaba escuchando cada vez más nítida. Bessie Smith o Ma Rainey en el blues, Zora Neale Hurston o la propia Petry en la literatura, habían dejado semillas que Butler, a su manera y entre otras muchas mujeres de su generación, iba a recoger. Sin embargo, en el caso de Butler, el punto de partida de La calle era también un bosquejo de su propia infancia: su padre trabajaba como limpiabotas, murió joven; y su madre, empleada doméstica para blancos de clase media, quiso que Butler tuviera una educación y acceso a los libros. Sus límites estaban definidos por la legalidad —seguían vigentes las leyes de segregación Jim Crow— y por la propia atmósfera social; su tía le dijo aquello de “Nena… los negros no pueden ser escritores”. Su limitación principal era estar a años luz del poder, más lejano para ella que las estrellas. Pero esa vida en los márgenes iba a ser también la semilla de una literatura áspera y tierna a un tiempo. 

De momento, lo que le interesaba a la joven Octavia E. Butler era aquello que le transportaba lejos del mundo en el que vivía, del barrio y las aulas en las que sufría acoso, por su aspecto andrógino, por su altura o simplemente porque era una rara. “Ser tímida es una mierda. No es ni mono, ni femenino ni atractivo. Es un tormento y una mierda”, escribe Butler rememorando su infancia. Los libros, que incrementaban su fama de rara, también eran la vía de salida de aquel peñazo de infancia, pero sobre todo, la forma de no estar sola. 

El aburrimiento puede ser el factor definitivo para que algo pase. Y es que la película La mujer diabólica de Marte (1954) debe de ser un tostón de tomo y lomo, pero es importante en cuanto fue la chispa que determinó a Butler, a la edad de 12 años, a escribir sus propias historias. Y la voz de Butler fue creciendo. Crecieron también su cuerpo y su fuerza. Se dio cuenta de que podía hacer daño a quienes la acosaban y eso le generó un conflicto interno: defenderse podía ser también abusar. Desarrolló una empatía que forma parte de su legado como escritora y se conforma como una de las obsesiones de su narrativa.

Butler ya había desarrollado la mayor parte de su carrera cuando, en 1989, surgió una idea que iba a clarificar y, por tanto, transformar, el mundo en el que había crecido, había trabajado, había sufrido y había gozado. Kimberlé Williams Crenshaw (1962), abogada y profesora afroamericana, utilizó por primera vez el concepto de interseccionalidad para expresar la idea de que la opresión no se produce aisladamente, sino que hay distintas capas en tanto hay distintas categorías sociales, basadas en la raza, el género, la clase y el deseo sexoafectivo. 

Tanto ese concepto como el de afrofuturismo o futurismo africano, un subgénero de la ciencia ficción en el que se englobó la obra de Butler, parecían estar esperando para acoplarse como una lanzadera a la nave nodriza en las novelas y relatos —así como en los pocos ensayos— que Butler no había parado de escribir desde los 12 años. Los castigos especializados, las distintas opresiones y la quiebra de las familias y los hogares negros o latinos que sufren las personas atrapadas en los Estados Unidos de las dos parábolas son el eco de ese pasado en el futuro que Butler proyectó. Desde el rapto y la esclavitud hasta la segregación. Desde la violación como arma de guerra hasta la religión como un factor de división o los ensayos farmacológicos con pobres.

Hay un eterno retorno a la historia en las últimas novelas de Butler, más explícito en Parentesco (Capitán Swing, 2018), seguramente su obra más conocida en España, pero igual de demoledor en las parábolas, donde se reabre la historia de la Inquisición, de los guetos, de la gran depresión y los campos de concentración de la primera mitad del siglo XX… y también de los abusos y los horrores de la mitad próspera del pasado siglo. 


En una entrevista con la escritora Conseula Francis, citada por la investigadora Kelly N. Staples en su tesis, la autora de Parentesco relacionaba directamente la esclavitud por deudas, que es una de las características fundamentales de la economía en las Parábolas, con el presente de la frontera con México y con las maquilas que habían prosperado al calor del acuerdo comercial NAFTA, firmado en 1988. Las Parábolas, además, exploran las contradicciones y el potencial infierno que hay en la construcción de muros amenazantes, en la proliferación de armas, la corrupción policial, el potencial adictivo de las tecnologías para la evasión y la desconexión del mundo o de las drogas para mejorar el rendimiento y la productividad.

Este futuro es nuestro

La escritora de ciencia ficción Lola Robles, coeditora del libro Hijas del futuro (consonni, 2021), en el que se recogen diez ensayos sobre la ciencia ficción con mirada feminista, se declara “admirada” entre otras cosas por la clarividencia y la capacidad de estar informada de Butler, a quien equipara con Ursula K. Le Guin, referente absoluta del género. “Butler es mucho más dura, más seca. No es una lectura fácil”, destaca Robles de la comparación con la autora de la saga Terramar. Robles valora que las protagonistas de Butler —sin ir más lejos, la Lauren Oya Olamina de las Parábolas— son normales “incluso feas”, distan mucho de ser seres de luz y no cumplen bajo ningún concepto con preceptos literarios como la búsqueda y la entrega en el amor romántico o el respeto ciego a la autoridad paterna. De hecho, en la segunda parte de las novelas —sáltate todo este apartado si no quieres saber absolutamente n-a-d-a de la trama— se pone a prueba incluso el amor maternal de la creadora de Semilla Terrestre hacia su hija biológica.

Porque, básicamente, y sin entrar en mucho detalle, las dos obras publicadas este año por primera vez en español narran el nacimiento de una nueva religión, Semilla Terrestre. El nuevo culto surge a través de la mediación o inventada por Lauren Oya Olamina, una hija de la clase media empobrecida de Robledo, un pequeño pueblo amurallado tras el advenimiento de la Calamidad, nombre para definir lo que hoy llamaríamos “el colapso”. Olamina, Lauren, padece la enfermedad de la hiperempatía, que conlleva sufrir el dolor de quien se duele delante de ella y gozar del placer que experimenta quien goza cerca. Como es natural, en los Estados Unidos de las décadas de los años 20 y 30 hay más oportunidad para el dolor que para el goce.

La quiebra de todas las normas sociales producidas por el calentamiento global, la rupturas de las cadenas agrícolas y de distribución, la falta de recursos y el imperio de la violencia llevan a la protagonista a abandonar definitivamente la fe de su padre, el pastor de Robledo, y escribir su propio texto sagrado. Olamina interpreta que el suyo es un Dios al que no le importas tú, ni tu prójimo, ni tu cosecha, ni si te va bien la feria, y mucho menos le importa tu alma, ya que no sabe ni que existe. No puedes esperar nada de Dios más que la transformación constante de las condiciones en las que vives. “Dios es cambio” es el mantra repetido por los fieles a Semilla Terrestre que se unirán a Olamina y con los que levantará Bellota, un pueblo en el que sobrevivir a la Calamidad en base a ese criterio básico: “A cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades”.

Así, el camino de Olamina y de Semilla Terrestre es un éxodo hacia el cambio y, muy concretamente, hacia las estrellas. Su biografía, su calvario y su éxito, la reunión de sus discípulos —esclavos, prostitutas, homosexuales, huérfanos, u otros afectados por la enfermedad de la hiperempatía— recuerdan a los de Job y Jesucristo. La búsqueda de un espacio de salvación rememora la literatura utópica femenina de comienzos del siglo XX y el empleo de la religión como forma de mantener la esperanza y la cohesión social entre los esclavos. Pero, a pesar de ello, no se trata de un libro sobre la religión y sus daños, ni siquiera sobre la espiritualidad y sus virtudes. Las dos parábolas tratan sobre la transformación. 

Se trata del cambio, primero, de unos Estados Unidos con las cicatrices palpitantes de un pasado de esclavitud, crimen y cierta prosperidad, hacia una nación arrasada por el fuego. Un país en el que el capitalismo se ha convertido en religión y la religión en una forma de dictadura. Una nación que entra en guerra con Canadá para retener la propiedad de Alaska, primer estado en escindirse de la unión desde la guerra de Secesión. En segundo lugar, las Parábolas tratan sobre el cambio de la propia nación colapsada. El cambio sobre la distopía. Y aquí mejor lo dejamos.

Cientocincuenta veces

Publicada en 2005, Fledgling (en español “pichón”) es la única obra que Butler escribió tras La parábola del Sembrador. Junto a Parentesco constituye un cuarteto en el que la autora sitúa a mujeres negras como protagonistas de la historia. En los siete años que transcurrieron hasta la publicación de Fledgling y hasta el 24 de febrero de 2006, cuando murió a los 58 años, Butler intentó —en sus palabras, hasta 150 veces— escribir la introducción de la tercera parábola, la que se supone que iba a cerrar el ciclo. Se iba a llamar “La parábola del embaucador”, aunque en su cuaderno de trabajo había otros desarrollos posibles, quizá otras novelas: la parábola del profesor, la del caos, la del barro.

No pudo ser. No es algo de lo que nos tengamos que lamentar. En las dos parábolas se abre una ventana a nuestro mundo, que era el mundo de los años 90 y el mundo que se reproduce, una y otra vez, donde hay explotación, desposesión y opresión, en el que el método científico es la posibilidad del desastre y es necesario también para la proyección de un mundo mejor. 

“Los políticos sacudían la cabeza y afirmaban con tristeza que la enseñanza universal era un experimento fallido”, escribe Butler en la página 384 de La parábola de los talentos. La distopía empieza hoy, por eso es importante que busquemos hoy también un horizonte compartido. Las Parábolas de Butler son modelos para armar y desarmar, novelas cargadas de sentido y de resonancia. Quizá sean utopías, quizá sean otra cosa, pero nos permiten desmadejar los errores que nos acompañan como seres humanos y elegir los caminos que queremos andar.

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