Hace ya dos años, cuando empecé a escribir Después de lo trans, decía en el prólogo que yo creía escribir libros porque nunca podría ser madre biológica. Recogía una cita de Camila Sosa Villada en la cual la autora, también trans, afirmaba que el deseo de escribir la encontraba fértil, una hembra viable para incubarlo; ese mismo deseo ponía sus huevos, que ella cargaba dentro de sí como una madre. Afirmaba yo escribir libros como las tumbas de otros árboles menores.
Hoy no diría exactamente lo mismo, ni me plantaría en dicotomías parecidas; desde luego que con la tecnología disponible nunca podría gestar, pero saber si podría tener descendencia biológica se parece más a una tirada de dados y a un intento que a un imposible. La metáfora entre los libros y los hijos sigue aplicándose, pero una metáfora no exime de conocer muy bien sus contenidos: cualquiera sabe que no es lo mismo un libro que un hijo. También se distingue fácilmente que, con los hijos, no hay ningún tipo de derecho a la compra de los cuerpos; no son, como son los libros, bienes que se vendan o se alquilen, aunque algunos los propongan como tal. Todo deseo alberga sus limitaciones.
La cartelera de películas de este año, tras el confinamiento, parece concentrarse con particular empeño en cuestiones sobre maternidades (o paternidades): es el caso de Titane, sorprendentemente; también es el caso de Petite Maman (en su estudio de la relación entre una madre y una hija) o de Madres paralelas, la última de Almodóvar.
El tema es recurrente y nunca se va del todo, porque la familia nos atraviesa de forma constante, irrenunciable, con el profundo efecto y sedimentación que tienen siempre en nosotros las figuras de nuestra familia. La novela burguesa decimonónica convertía en grandes narraciones los dramas sentimentales internos de sus familias, la crítica psicoanalítica convertía toda tribulación de los personajes en carencias y traumas ligados a la ausencia de la ley del padre o a un afecto ausente y destructor de la madre. Si algo queda claro de esa prevalencia es que no se puede renunciar a la fuerza que tienen los relatos de la familia para afectarnos: todo el mundo tiene una y por lo que esa familia le ha hecho (o a hecho de él) vive y muere.
Madres, familia, izquierda
No alcanzo a comprender la imagen mediática que algunos propondrían de las personas de izquierda, presuntamente incapaces de entender el deseo de formar una familia o de tenerlo ellos mismos; más bien, en conversaciones recientes que he tenido, ha aparecido o bien se ha materializado, sobre todo en parejas después del confinamiento, el deseo de hacerlo, de tener hijos, siempre y cuando lo permitieran las condiciones materiales. Y libros bien situados en el ámbito progresista, como El vientre vacío de Noemí López Trujillo, tratan precisamente de la angustia que llega cuando, por una situación social, económica y personal, ese deseo o sueño de ser madre se ve truncado o torcido, imposible o indefinidamente retrasado.
El deseo de una familia no es el deseo tradicionalista de la abnegación y la renuncia voluntaria
Hay un sector de los conservadores que se ha resignado a la derrota del tiempo, renunciando a ser una fuerza, aceptando tener una voluntad meramente estática, inmóvil, pasiva: es así porque prefiere conservar la esencia de lo que el concepto ‘familia’ ha podido significar en tiempos pasados a adaptarse para asegurar la supervivencia de la familia en un futuro. Prefiere quedarse abrazado a las esencias pasadas que aceptar las formas que puedan con el paso del tiempo encarnar sus propios ideales. Así, por coartar la familia para que sea propiedad de unos pocos, corre el riesgo de convertirla en propiedad de nadie, haciendo de ella un pasillo cada vez más estrecho.
La izquierda gana esa batalla firmando órdenes ministeriales para garantizar la reproducción asistida a mujeres lesbianas, bisexuales y personas trans, porque expande el alcance de los instrumentos que permiten la realización de ese deseo de formar una familia, de ser padre o madre, de crear una comunidad por pequeña que esta sea. Habría de ganarla al no considerar a las familias que se desvían de un único modelo presuntamente válido como disfunciones degeneradas.
El deseo de una familia no es el deseo tradicionalista de la abnegación y la renuncia voluntaria, la réplica de modelos idílicos pintados en cuadros que esconden sus sombras; tampoco ha de confundirse el deseo tradicionalista de la abnegación y de los modelos estancos, a la inversa, con el deseo de una familia. Como la pareja, la institución familiar, con sus mutaciones y receptiva a las críticas, nunca podrá reducirse a una cárcel o una jaula constrictiva para sus sujetos; la familia y la pareja pueden, bien entendidas, ser espacios de liberación y de resistencia en mundos en los que los vínculos se deshacen. Espacios que no escondan las violencias que en otros tiempos los sostuvieron, sino que aprendan de ellas; espacios que no lo oculten todo debajo de la alfombra, sino que decidan reconstruirse nuevos conservando aquello que valga la pena conservar.
¿Quién defenderá mi derecho a la familia, el de una mujer trans lesbiana con una pareja mujer cis? ¿Y se dará cuenta quien lo ataque, desde una presunta defensa de las esencias, de cuánto perjudica su ataque al concepto mismo que pretende defender? Por suerte para unos y para otros, el derecho a este deseo se defiende solo.
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