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La formación de la clase obrera en Inglaterra

Publicado en 1963, La formación de la clase obrera en Inglaterra es probablemente la obra de historia social inglesa mas imaginativa de posguerra. Sin duda se trata de uno de los libros de historia más influyentes del siglo XX, y está dotado de una extraordinaria calidad histórica y literaria

Thompson, E.P.

El historiador e intelectual británico influyó decisivamente en el pensamiento marxista británico,

Prodigiosos mirmidones

¿A qué llamamos “dandismo”? Durante casi dos siglos, este concepto ha sido aplicado a una heterogénea estirpe de individuos excéntricos, refinados y, en cierto modo, raros. Por supuesto, la estoica sobriedad de George Brummell es muy distinta del refinamiento

Una historia rusa

“No es la historia rusa, es simplemente una historia rusa”. Así describe John Steinbeck el libro del viaje que hiciera a la antigua Unión Soviética con el fotógrafo Robert Capa en 1948. Steinbeck ya tenía el Pulitzer –aunque le faltaban doce años para ganar el Nobel– y era uno de los más emblemáticos escritores de Estados Unidos (hablamos del autor que concibió piezas como “De ratones y hombres”, “Las viñas de la ira” o “Al este del paraíso”). Capa, por su parte, era un fotógrafo ilustre que ya había retratado la Guerra Civil española (donde tomó algunas de las fotografías más conocidas del siglo XX) y acababa de fundar la agencia Magnum junto a Cartier-Bresson.

Sin embargo, en 1948 tanto el escritor como el fotógrafo estaban en un momento creativo algo bajo. Así que un día, “en el bar del Hotel Bedford en la calle 40 Este”, y bajo los efectos de una Suissesse (o dos, o tres) decidieron unirse en la aventura soviética y compartir reportaje –escrito y visual– para el New York Herald Tribune. El “Diario de Rusia”, que así se llama el libro que acaba de publicar Capitán Swing en español, reúne al completo los textos de Steinbeck (y algunas fotos de Capa).

Hay que decir que tanto el novelista como el fotógrafo se encontraban algo deprimidos con el periodismo: “no tanto por las noticias como por su manejo”. Cansados ambos de los expertos en teletipos y acostumbrados ambos a pisar el campo minado de los acontecimientos. Así que, a esas alturas, les importaba poco lo que todos manejaban: la maldad o la grandeza de Stalin o las decisiones del Soviet Supremo. Querían reportar, de primera mano, cómo eran los individuos soviéticos. “¿Cómo se viste la gente allí? ¿Qué sirven para cenar? ¿Hacen fiestas? ¿Qué comida hay? ¿Cómo hacen el amor y cómo mueren? ¿De qué hablan?¿Bailan, cantan y juegan? ¿Van los niños al colegio?

Y así se lanzaron a aquella aventura, persuadidos de “que debe de haber una vida privada de la gente rusa, sobre la cual no podemos leer porque nadie ha escrito sobre ella y nadie la ha fotografiado”.

No puede decirse que fueran ellos los primeros occidentales intrigados por desentrañar la verdad de Moscú –John Reed o George Orwell ya habían dado a conocer sus experiencias- pero tanto Steinbeck como Capa, en su “Diario de Rusia”, pueden considerarse pioneros de ese género que alguna vez he llamado “Eastern”, y que han compartido varios artistas, escritores e intelectuales occidentales intrigados por lo que pasaba en aquellos países “enemigos”, ocultos tras el Telón de Acero. En el caso de la URSS, su aventura se asemeja a la del dibujante Saul Steinberg, y anuncia la de personajes tan disímiles como los Beatles o Mohamed Ali.

Steinbeck y Capa se lanzan, pues, sobre la vida cotidiana de la Unión Soviética. Una tarea poco promisoria, si recordamos que en 1948 estamos en pleno estalinismo, el Gulag vive su apogeo y el control burocrático es tan absurdo como asfixiante. Así que el retrato humano que se proponen escribir y fotografiar no va a tocar –aunque se lo hubieran propuesto no lo hubieran conseguido- los puntos más críticos de la represión estalinista. Lo curioso es que, pese al celoso control de las autoridades, “Diario de Rusia” consigue entregarnos (unas veces explícitamente, otras por alusión) un reportaje de los usos y costumbres de los soviéticos y una buena traducción de esa vida a los occidentales.

Así las cosas, nos encontramos con georgianos, ucranianos y rusos, con fiestas y discusiones, con las inquietudes de esos hombres y mujeres sobre la vida en Occidente o la pregunta de los escritores acerca del futuro de la literatura norteamericana después de Hemingway o Faulkner. Por mediación de este libro, sabemos de las penurias de la postguerra en Moscú o de los ardides de las muchachas para vestirse medianamente bien. De cómo los hombres iban de uniforme porque no tenían otra ropa mejor o de lo que bebían y comían. De una manera secundaria, el libro funciona asimismo como una pieza para emprender el puzle completo de la personalidad de Robert Capa.

Al final, fotógrafo y novelista saben que su relato “no satisfará ni a la izquierda eclesial ni a la derecha reaccionaria. La primera, dirá que es anti-ruso, y la segunda dirá que es pro-ruso”.

En cualquier caso, la búsqueda de los seres humanos bajo los regímenes que sufren y apoyan, encarnan y temen a partes iguales, no deja de ser siempre el intento de conquistar ese territorio que no pertenece a los bandos consabidos, carne de los “teletipos” y de la vida en blanco y negro para los que siempre, como buenos sartreanos a fin de cuentas, el infierno son los otros.

“Diario de Rusia” recoge la textura de un mundo en el que, por debajo de un georgiano con un mostacho, la gente tenía familia, amaba y construía un futuro incomprensible en Occidente que se vino abajo en Berlín, exactamente el 9 de noviembre de 1989.

Iván de la Nuez

 

El mundo en un spray

Yo soy. Yo existo. Yo estuve aquí. Ésos son los tres sentidos que reúne todo grafiti. Al menos los que se escribieron durante la década de 1970 en Nueva York: taqueos, potas, piezas tan enormes como un vagón entero o apuestas arriesgadas que llegaron a hacerse realidad, como por ejemplo la pintada de todo un tren. Lo importante, en cualquier caso, ha sido siempre lo mismo: hacerse ver, establecer una marca que condense el acto de ser, de estar, de existir en cada trazo.

Así lo explica Craig Castleman en «Getting Up», un libro de culto que se publicó en Estados Unidos en 1982, cuando el fenómeno del grafiti llevaba más de una década revoloteando por el metro de Nueva York. Ahora el libro acaba de ser reeditado por Capitán Swing, con una introducción del especialista Fernando Figueroa.

Fuera de la ley

«Quien busque una guía para introducirse en los misterios del grafiti, sin duda habrá acertado. Pero habrá de ser consciente de que se encuentra frente a un documento histórico, el relato de una época a cargo de un cronista de su tiempo», señala con acierto Figueroa sobre «Getting Up», cuya traducción de 1987 se llamó «Los grafiti». En ese entonces, hacía tiempo que en Madrid un joven del barrio de Campamento, que firmaba como Muelle, se había dado a conocer y había puesto en marcha, junto a muchos otros, una expresión de cultura popular que enseguida se hizo sui generis. Pero la edición española, explica Figueroa, coincidió también con otro hecho: en el ámbito académico habían empezado a cobrar fuerza algunas posiciones rupturistas, como la de Roman Gubern, que se aproximaron con estusiasmo y sin prejuicios a la cultura de masas.

Los protagonistas de «Getting Up» son los escritores (así se hacen llamar) que en esa época llenaron de color y de letras casi todo el Bronx, Brooklyn y Manhattan, perseguidos por la Policía porque pintar los trenes, en casi todas las ciudades del mundo, es un delito. Son estos «artistas fuera de la ley», entonces, los que cuentan la historia de ellos mismos, una sociedad secreta que se maneja según sus propios códigos, sus propias leyes y estilos.

Los escritores también explican que al principio querían que el grafiti fuera entendido por cualquiera. Pero inmediatamente se hicieron una comunidad que se reconocía con una simple mirada, que se intercambian sus dibujos en libretas si se cruzan en el metro y que tienen como fecha de su gran gesta el 4 de julio. Ese día, pero del año 1976, pintaron un tren entero. Se tituló, en homenaje al bicentenario de la independencia, nada menos que el «El tren de la Libertad».

La conclusión de Castleman sobre el arte del grafiti no admite dudas. Es un fenómeno generado por la misma sociedad que lo condena y conforme a una pauta que no deja de repetirse: a más ciudad, más grafiti; si la ciudad cambia, el grafiti se transforma; en una sociedad compleja, el grafiti se complica; allí donde esté la civilización.  Más allá de que a lo largo de las últimas décadas se generó una discusión sobre la existencia de un grafiti europeo y otro americano, lo cierto es que el grafiti admite solamente siete formatos básicos, repartidos entre taqueos (escritura rápida, a menudo hecha con un trazo único y ágil), potas (letras gruesas, pintadas en un solo color), piezas (de arriba abajo o de punta a punta) y la pintada de vagones o trenes enteros.  Pero no se trata solamente de eso. También hay que hacerse ver, explican los escritores, como si en la década de 1970 ya presagiaran el futuro del comercio moderno: la importancia de tener un nombre, una marca, un estilo y decir: «Yo soy, yo existo, yo estoy aquí».

Diego Gándara

 

Getting Up

En la década de 1970, el grafiti invadió el metro de Nueva York. Fue tal la presencia que adquirió que numerosos funcionarios públicos declararon la guerra a los grafiteros (o, como se llaman a sí mismos, escritores), logrando que este fenómeno se convirtiera en un asunto político y que los medios de comunicación le dedicaran cada vez más atención. Se convirtió, de hecho, en un tema tan importante, que en 1982 Craig Castleman decidió publicar Getting Up, una obra en la que analizaba esta nueva forma de arte callejero, para unos, y otra manera de vandalismo, para otros.

Una de las virtudes de Getting Up es que nos lleva al origen de este movimiento, algo desconocido para la mayoría de nosotros. Nos explica cómo, dónde y cuándo surgió, quiénes fueron los primeros escritores (en general, adolescentes no mayores de dieciséis años pertenecientes a todo tipo de clase social) y nos introduce en la jerga (así, nos enteramos de qué es una pompa, una pieza, un taqueo, un vagón (o un tren) entero, qué significa “pisar” y “mangar” o quiénes son los toyacos) y las normas del mundo del grafiti.

Así mismo, mediante las entrevistas realizadas a los escritores más conocidos de la época, descubrimos cómo se las arreglaban para pintar en los trenes, burlar a los vigilantes o moverse por toda la ciudad sin ser molestados por las bandas juveniles que reinaban en ella.

Pero Castleman no sólo muestra el mundo de los escritores, sino que (y esto, en mi opinión, es un gran acierto) también nos enseña qué opinan las autoridades y la compañía ferroviaria sobre estas pintadas, qué medidas toman para evitar que los escritores “dañen” los trenes y cuánto dinero se gastan tanto en limpiar los mismos como en prevenir que los chavales hagan de las suyas. Así, también conocemos la patrulla antigrafiti y, en especial, el caso de Hickey y Ski, los dos agentes más conocidos de la misma y a los que todo escritor llegó a admirar, llegando a considerar un honor ser detenido por ellos.

Castleman nos ofrece en esta obra no sólo un excelente y bien documentado estudio sobre uno de los fenómenos artísticos contemporáneos más famosos (que, no lo olvidemos, sigue vivo cuarenta años después de su nacimiento), sino también un certero análisis de la ciudad de Nueva York, de lo que significa vivir en ella y de cómo sus habitantes vivieron –y todavía viven– día a día con esta forma de expresión artística.

Getting Up es, sin duda, un libro imprescindible para todos aquellos que deseen saber algo más sobre el mundo del grafiti, pero también es perfecto para conocer qué ocurre en una gran ciudad y reflexionar acerca de lo que consideramos “arte” hoy en día.

Izaskun Gracia

 

Se acaba el tiempo

La literatura de Burroughs parece tocada de algo que no es literatura y que no sabemos exactamente lo que es: vida, drogas, el contacto con realidades que no son humanas, la sombra de una conspiración que pervierte toda nuestra experiencia y que es necesario sacar a la luz. Burroughs ha leído algo, ha experimentado algo, sabe algo, y lo quiere contar. En sus libros hay autobiografía, fantasía surrealista, ciencia ficción de vanguardia. Al mismo tiempo, sus obras parecen flotar un poco más allá de los géneros, en una región salvaje de la psique que es previa a la forma y al lenguaje articulado. Hijo de los surrealistas, no quiere hacer literatura, sino crear sensaciones y experiencia en el límite, o quizá más allá del límite.

Quiere desmontar y comprender la forma en que la psique aprehende la realidad y también la forma en que los códigos de que disponemos para representar esa realidad han sido pervertidos y deformados maliciosamente a fin de dejarnos en un estado de ceguera y esclavitud. Literatura paranoica compuesta de destellos de genialidad en medio de mares de caos tras cuyas olas de imágenes frenéticas y violentamente sexuales percibimos el aire civil, frío y distante de ese Burroughs de las fotos, un hombre con chaqueta y corbata venido para anunciarnos el apocalipsis.

«Paseos de color»

De los tres textos que se reúnen en este volumen, el tercero, La revolución electrónica (1971), parece la fuente del último, Ah Puch está aquí. Se trata de un ensayo sobre el tema de la manipulación psicológica por medio de sistemas electrónicos, especialmente mediante el uso de grabaciones de voz. «Cuando el sistema nervioso humano descodifica un mensaje codificado, el sujeto tiene la sensación de que son ni más ni menos que sus propias ideas que se le acaban de ocurrir, que es lo que de verdad ha sucedido.» Encontramos en estas páginas muchas de las obsesiones de Burroughs; también la fuente de muchos de los ejercicios de percepción que les ponía a sus alumnos de escritura creativa, tales como los «paseos de color», que nos muestran la forma en que la percepción y la memoria seleccionan y reconstruyen los datos de los sentidos. La manipulación, la conspiración mundial, comienzan para Burroughs en nuestra psique.

El libro de las respiraciones es una especie de ensayo profusamente ilustrado por Robert F. Gale. Su tema: las conspiraciones políticas, desde la legendaria secta de los asesinos del Viejo de la Montaña hasta la CIA poniendo en el poder a Pinochet. Curioso el papel que Burroughs asigna al sexo en todo este fregado, siempre un sexo frenético, destructivo, violento. ¿Acaso no sabe que los grandes dictadores jamás han sentido el menor interés por el sexo?

El señor Hart

Ah Puch está aquí, la parte de texto de un cómic basado en los antiguos grabados mayas que nunca llegó a publicarse completo, es el pasaje más interesante de los tres. A caballo entre los géneros, a veces se lee como ensayo, a veces como guión, como diario, como apuntes, y casi todo el rato como novela. Una extraña novela contorsionada y apasionante cuyo título hace referencia al dios maya de la muerte (Ah Puch) y que describe cómo algo llamado CONTROL domina a la raza humana de forma implacable y desde los principios del tiempo.

CONTROL necesita tiempo, tiempo humano compuesto de sensaciones, tiempo que se acaba («tiempo es lo que se acaba») y por eso necesita un stock de humanos dispuestos a consumir tiempo. Todo el tiempo que consumimos y que nos consume es utilizado por CONTROL, pero el tiempo no es infinito y llegará un momento en que se terminará.

Hay un hombre, John Stanley Hart, obsesionado con la inmortalidad, que se dedica a buscar los libros mayas para aprender el control sobre la vida y la muerte. Comienza a estudiar todo tipo de sistemas para la manipulación y la invasión psíquica: el impuesto sobre la renta, los sistemas electrónicos, las falsas medicinas, hasta que encuentra el sistema perfecto, la creación de virus invasivos. Hay además un ser llamado Sin Dolor, un dios con cabeza de buitre, escalofriantes secuencias de imágenes, sexo y una droga denominada Muerte.

Para algunos lectores, como para quien esto escribe, todo esto resultará irresistible: para ellos, y solo para ellos, cinco estrellas.

Andres Ibáñez

Viaje a la URSS de Capa y Steinbeck

Robert Capa era un tipo que robaba sin piedad los libros que se cruzaban en su camino, capaz de pasarse horas en el cuarto de baño, incluso cuando compartía habitación, y que se ponía muy nervioso, a pesar de su experiencia, con todo lo relacionado con su material de trabajo. Además, era un políglota autodidacta y experimental. “Capa habla todos los idiomas menos el ruso. Habla cada idioma con acento que corresponde a otro. Habla español con acento húngaro, francés con acento español, alemán con acento francés e inglés con un acento que nunca ha sido identificado. Después de un mes aprendió algunas palabras de ruso con un acento que, en general, se podía considerar uzbeko”. Así describe John Steinbeck a su compañero de viajes, con el que formó una de las parejas más extraordinarias de la literatura y la fotografía, capaz de saquear toda la bebida del cuerpo de prensa extranjero en el Moscú de la posguerra pero también de resumir el siglo XX en una niña que se mueve entre escombros en las piedras de Stalingrado.

En 1948, cuando el Telón de Acero ya había caído sobre Europa —Churchill pronunció su famoso discurso que marca el comienzo de la Guerra Fría el 5 de marzo de 1946 en Misuri—, Steinbeck y Capa decidieron visitar la URSS todavía devastada por las consecuencias de la Gran Guerra Patria y en plena dictadura estalinista.

Capa era ya un mito de la fotografía bélica. Sus imágenes de la Guerra Civil española y del conflicto mundial le habían convertido en uno de los reporteros más famosos de su tiempo. Apátrida, herido profundamente desde la muerte de Gerda Taro en Brunete en 1937, Capa siempre buscaba el movimiento, un nuevo viaje. John Steinbeck era ya uno de los escritores más importantes de EE UU, aunque no ganaría el Nobel hasta 1962. Obras como De ratones y hombres y Las uvas de la ira —con la que recibió el Pulitzer en 1940— le habían convertido en el narrador fundamental de la Gran Depresión que arrancó en 1929, aunque también le habían granjeado acusaciones de izquierdismo de la derecha estadounidense.

Durante la Segunda Guerra Mundial, escribió filmes de propaganda y fue enviado especial del New York Herald Tribune, al que convenció para que le mandasen a retratar la URSS. El resultado, que Capitán Swing acaba de publicar en castellano en una cuidada traducción de María Pérez Martín, es un libro magnífico, como relato de viajes, como disquisición sobre el periodismo, por su humor y la inteligencia de las descripciones, que combinan la prosa de Steinbeck con la mirada única de Capa —aunque es una pena que la impresión de las fotos deje mucho que desear—. En sus tiempos fue acusado de tener una visión demasiado clemente de la Unión Soviética y es cierto que el libro ofrece un vacío fundamental: la ausencia en sus páginas de la represión estalinista, del terror, aunque en un viaje tan controlado por las autoridades era casi imposible que viesen o intuyesen lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, la vida cotidiana de los ciudadanos corrientes emerge de sus páginas magistralmente.

En solo unos párrafos y apenas una imagen, Steinbeck y Capa resumen la Segunda Guerra Mundial, cuando describen a una niña descalza y sucia que se movía en busca de basuras entre las ruinas de Stalingrado —la batalla decisiva del conflicto, el punto de inflexión para la derrota de los nazis, que arrasó la ciudad tras meses de combates—. “Cuando levantó su cara, vi uno de los rostros más bellos que he visto en mi vida. En alguna parte del terror del combate, algo se había quebrado y ella se había retirado al confort del olvido. (…) Nos preguntamos cuántos podría haber como ella, mentes que ya no podían tolerar seguir viviendo en el siglo XX, que se habían retirado a las antiguas colinas del pasado humano, a la vieja selva del placer y del dolor y de la supervivencia. Era un rostro con el que soñar durante mucho tiempo”, escribe el novelista.

Stalingrado es una de las paradas de un periplo que empieza en Moscú y que también les lleva a Ucrania y a Georgia, a aeropuertos en los que pasan horas, a granjas colectivas, a celebraciones de campesinos, todo ello relatado con un humor delicioso: “Pero apareció un griego. En tiempos de tensión siempre aparece un griego, en cualquier parte del mundo”; “Habíamos comprado una navaja en Francia que tenía una hoja para todas las situaciones físicas del mundo y para algunas de las espirituales. Con ella se podía reparar el reloj o el canal de Panamá”. Sin embargo, al igual que su principal defecto es su ignorancia de la represión, la principal virtud del libro es lo que convierte a Capa y Steinbeck en dos de los creadores más humanos del siglo XX: su capacidad para describir a las personas, para contar cómo la historia se construye con seres humanos corrientes, como la niña de los escombros en Stalingrado.

Guillermo Altares

 

Cuando los túneles de la memoria rebosan color

En 1972 el grafiti en los trenes subterráneos de Nueva York se volvió un asunto político. Un año antes, la aparición del misterioso mensaje «Taki 183» había hecho aumentar tanto la curiosidad de los neoyorquinos que el New York Times envió uno de sus reporteros a determinar su significado. Gran variedad de funcionarios públicos, entre ellos el alcalde de la ciudad John V. Lindsay, desarrollaron políticas públicas orientadas al fenómeno. Los periódicos y revistas locales aparentemente ayudaron a moldear estas medidas.

«Getting up» es el término utilizado por los grafiteros para lograr dejar su sello personal en la red de metro. A través de entrevistas espontáneas, Castleman documenta las vidas y actividades de estos jóvenes artistas de la calle, a través de su jerga y mitología. Con un enfoque más descriptivo que analítico, deja que los «escritores» hablen por sí mismos, dando como resultado una historia concisa y descriptiva de la cultura suburbana, pero también de la elástica sociedad que la creó. Al margen del debate que suscita esta controvertida forma de expresión, cuando uno termina de leer Getting Up siente admiración por el ingenio de los jóvenes escritores.

INTRODUCCIÓN

Getting Up: Cuando los túneles de la memoria rebosan color

Fernando Figueroa Saavedra

(Doctor en Historia del Arte)

En 1987 la editorial Hermann Blume publicaba en España el libro Getting Up. Subway Graffiti in New York,1 bajo el título en castellano de Los graffiti.2 En aquel entonces, el grafiti de firma se mostraba por nuestras tierras y, en concreto en Madrid, como un fenómeno novedoso y de gran vitalidad; se podría incluso decir que con una gran virulencia en la capital, afectando desde los barrios periféricos hasta el centro urbano y el espacio suburbano. En 1982, Muelle (Juan Carlos Argüello), un joven del barrio de Campamento, había dado el pistoletazo de salida. Dejaba ver su firma en una escalada creciente que motivó que, en unos años, otros se sumasen a firmar por las calles o el metro y que, en definitiva, Madrid viviese un fenómeno paralelo y con una dinámica similar al del Writing de Filadelfia o al de Nueva York que retrataba aquel libro.

Los periodistas y los estudiosos del arte y lo social españoles, no muchos en verdad, empezaron a preguntarse seriamente acerca de su naturaleza, sus causas y sus directrices entre 1987 y 1988. En su búsqueda de respuestas, pusieron sus ojos en el referente neoyorquino, más popular y conocido por aquel entonces que cualquier otro. Hacía unos cinco años que el libro de Craig Castleman se había publicado en Nueva York, y fue el historiador, crítico de arte y escritor Juan Antonio Ramírez quien impulsó su traducción y publicación en España a través de la mencionada editorial, consciente de lo oportuno y esclarecedor que resultaba el que dicho texto fuese accesible. También era sensible respecto a lo que representaba culturalmente este tipo de manifestaciones y de la potencia que tenía Nueva York como foco irradiador de toda clase de influencias o antesala de precoces o anticipadoras experiencias culturales para el primer mundo.

[primeras páginas]

 

El capitalismo es un gran matadero y los animales somos nosotros

Abrí La jungla pensando que era un libro sobre la industria de la carne. Una novela sobre las grandes granjas y mataderos industriales que día a día alimentan a millones de personas a base de cadáveres, dolor, hormonas y antibióticos. Y sí, en La Jungla hay todo eso, hay animales enfermos que son sacrificados  y envasados en forma de fiambre, carne en mal estado mezclada con toda la demás, cerdos sacrificados a golpes en habitaciones donde la sangre llega a los tobillos. Prácticas que fueron denunciadas entonces pero que no han cambiado mucho:

No hace falta decir que hacinar aves deformes, drogadas y sometidas a un alto nivel de estrés en una sala asquerosa y llena de heces no resulta muy saludable. A parte de las deformidades, los pollos de granjas industriales sufren problemas de visión, infecciones bacterianas en los huesos, parálisis, hemorragias internas, anemia, tendones rotos, las patas y los cuellos torcidos, enfermedades respiratorias y sistemas inmunitarios debilitados. Los estudios científicos y los estudios gubernamentales indican que prácticamente todos los pollos (alrededor del 95%) presentan una infección de E.coli (un indicador de contaminación fecal) y que entre el 39 y el 75% de los que llegan a las tiendas siguen infectados. De un 70 a un 90% presenta infecciones de otro patógeno potencialmente letal: la campylobacteria. Suele recurrirse a baños de cloro para eliminar la suciedad, el hedor y las bacterias.

Pero La Jungla es mucho más. La novela de Upton Sinclair es la historia de cómo los de arriba torturan y asesinan a los de abajo, de cómo el capitalismo es otro gran matadero donde los animales somos nosotros. [Ostrinki le demostró que los conserveros habían sacado de él exactamente el mismo beneficio que obtenían de uno de sus puercos. En eso, obreros y animales se encontraban igualados, y de unos y otros obtenían los patronos idénticos beneficios] Durante treinta y seis capítulos asistimos a la explotación laboral, a la humillación, a la impotencia, a la destrucción de la masa de trabajadores que nutre la industria cárnica de Chicago. A un dolor que te hace un nudo en el estómago mientras estás leyendo.

Y, sin embargo, en el libro hay también esperanza. No la esperanza individual de encontrar la salida del laberinto, sino la esperanza colectiva de derribar sus paredes. La esperanza de acabar con un sistema que se alimenta del dolor de los que estamos abajo. Dicen que cuando un cerdo consigue escapar de la granja, levanta los pestillos de las cercas de sus compañeros. Quizá podamos aprender algo.

[La primera cita es de Comer animales, de Jonathan Safran Foer (Seix Barral). La segunda de La jungla, De Upton Sinclair (Capitán Swing)]

 

La URSS que Steinbeck no vio

Steinbeck y Capa viajaron a la URSS en 1947. «Diario de Rusia» refleja sus impresiones. También su falta de espíritu crítico hacia Stalin y su régimen de terror

Por César Antonio Molina

Cuando después de casi cuarenta días por la Unión Soviética, Steinbeck y Capa la abandonaron, en el mes de septiembre de 1947, las autoridades estalinistas le confiscaron al fotógrafo gran parte de los carretes, tras ser revelados e inspeccionados. La Oficina de Extranjería exigía esta investigación como paso previo al visado de salida del país. Capa, según lo describe Steinbeck, era un tipo maniático, nervioso y compulsivo, y ese día agónico lo sobrellevó paseando de un lado a otro de su habitación, pensando que destruirían todo el material e incluso temiendo ser detenido. Gritaba que no abandonaría el país sin sus negativos. Daba patadas a lodo lo que encontraba a su paso. «Ni siquiera solicitaron mis notas. No habría habido mucha diferencia si lo hubieran hecho, nadie habría podido leerlas. Incluso yo tengo problemas para hacerlo», escribe el autor de Las uvas de la ira.

Capa no cumplió sus bravuconadas y salieron del hotel camino del aeropuerto de Kiev. Era todavía de noche y ambos desconocían el destino que le habían dado al trabajo fotográfico. Sentados en el aeropuerto bajo un retrato de Stalin, el escritor a duras penas contenía la ira de su compañero de viaje. Pasado algún tiempo, llegó un mensajero y puso una caja de cartón en las manas de Robert. Estaba atada y lacrada con pequeños sellos de plomo que no podían ser arrancados hasta que hubieran abandonado el aeropuerto, Capa la agitó y le dijo a John que solo pesaba la mitad de lo que debería. Muchas de las fotos que hizo le fueron confiscadas, aunque el reportaje fotográfico se salvó.

Steinbeck y Capa eran dos personas de izquierdas que visitan el paraíso comunista soviético con la intención de hablar con sus gentes no de política. Sino de su vida cotidiana. Pronto comprobarían, sobre todo el escritor -el narrador de esta historia-, las dificultades que encontrarían para llevar a cabo su labor. Steínbeck no critica, sino que únicamente describe todo cuanto les va aconteciendo, y el lector deduce las carencias de libertad con las que viven los ciudadanos. campesinos, granjeros o proletarios.

La gente rusa era agradable pero silenciosa; cómo no iba a serlo, estando Steinbeck y Capa acompañados de un intérprete, comisario puesto a disposición de los visitantes por el propio Estado soviético. El Premio Pulitzer y Nobel de Literatura acaba su relato de la siguiente manera: «No satisfará ni a la izquierda eclesial ni a la derecha reaccionaria. La primera dirá que es anti-ruso, y la segunda dirá que es pro-ruso. Seguramente será superficial, pero ¿de qué otra forma podría ser? No tenemos conclusiones que sacar salvo que los rusos son como cualquier otro pueblo del mundo. Seguramente los haya malos. Pero con mucho la mayoría son muy buenos».

Cuarenta millones de muertos

Viaje fallido desde un principio. Steinbeck era un gran escritor, pero en absoluto un intelectual. Lo desconocía todo de Rusia y estas páginas abundan en su ignorancia. Se nota a las claras que no había leído nada de la literatura rusa (ni siquiera a los grandes), y sabía aún menos de arte o cine. Por otra parte, ¿cómo evitar la política? ¿Cómo se puede ir a un país donde han muerto más de veinte millones de personas en la guerra y otros tantos en los campos de concentración o gulags, y no enterarse ni hacer la más mínima referencia a ello? ¿Cómo se puede escribir un libro sobre la Unión Soviética sin decir casi ni una sola palabra realmente crítica sobre un asesino como Stalin?

Si comparamos este libro con el de Berlín nos entra ira y vergüenza, Capa y Steinbeck en los grandes hoteles fumando y emborrachándose las más de las veces, asistiendo a fiestas, bailes y peleas, gastándose entre ellos bromas que a un lector honorable le harán poca gracia.

Moscú, Kiev, Stalingrado; Rusia, Ucrania, Georgia: son las ciudades y las repúblicas que visitaron. ¿En realidad de qué se habla en este libro? De pocas cosas interesantes: de la reconstrucción de la posguerra; del orgullo por haber derrotado al fascismo: de las cosechas, de las obras escolares, de los trabajos en las empresas; de los prisioneros alemanes, de la burocracia imposible con la que se van topando. Y de los encuentros con los escritores serviles al régimen,

«No pudimos contestan»

Evita Steinbeck hablar de política e insiste en el entendimiento mutuo entre ciudadanos soviéticos y norteamericanos. Cree percibir en la población rusa una profunda preocupación ante la posibilidad de un gran conflicto bélico entre su país y EE.UU. La propaganda soviética hacía creer a sus ciudadanos que el Estado totalitario era el mejor y que había que apoyarlo, mientras los gobiernos democráticos estaban vigilados constantemente para evitar las corrupciones y los abusos del poder,

Steinbeck es tolerante con el régimen soviético, pero nadie puede dudar de su defensa de la democracia: «Explicamos nuestra teoría sobre el Gobierno, en el que todas las partes tienen otra parte que las controla. Intentamos explicar nuestro miedo a las dictaduras, nuestro miedo a los líderes con demasiado poder, de modo que nuestro Gobierno está diseñado para impedir que al¬guien tenga demasiado poder o, si lo tiene, que lo conserve. Aceptamos que esto hace que nuestro país funcione más lentamente, pero desde luego logra que funcione de manera más segura».

El novelista y periodista defiende también la libertad de prensa frente al control estatal. Quizá una de las preguntas más complejas que le hacen es la relativa a por qué el Gobierno norteamericano tiene como amigos a otros gobiernos reaccionarios, como los de Franco, Trujillo, Turquía o la monarquía corrupta de Grecia. «No pudimos contestar a estas preguntas», admite Steinbeck.

Viviendo en un cruel Estado totalitario que, además, usurpó la libertad a toda la Europa Central, el novelista se siente interesado en: ¿cómo viste la gente? ¿cómo hace el amor y cómo muere? ¿de qué habla? Cuestiones realmente poco trascendentes. ¿Estos asuntos eran los que les interesaban a los lectores del New York Herald Tribune?

En todas partes

Los comentarios sobre Stalin, a pesar de la asepsia que procura mantener, son de este calibre: «Nada en la URSS escapa a la mirada de escayola, bronce, óleo o bordado del ojo de Stalin. Su estatua se levanta al frente de todos los edificios públicos. Su busto está delante de todos los aeropuertos, estaciones de ferrocarril, de autobús, en todas las aulas, y a menudo su retrato está detrás de su busto. En los parques está sentado en un banco de yeso discutiendo problemas con Lenin. Los estudiantes, en los colegios bordan su retrato con aguja e hilo. Las tiendas venden millones y millones de caras suyas, y todas las casas tienen al menos un retrato. Seguramente el pintado, el modelado, el fundido, el forjado y el bordado de Stalin es una de las grandes industrias de la URSS. Está en todas partes, lo ve todo».

Steinbeck reconoce que la presencia del dictador (palabra que nunca pronuncia) molestaría al sentimiento de los americanos, «con su miedo y su odio al poder investido en un hombre y a la perpetuación del poder, esto es algo terrorífico y de mal gusto». ¿Qué motivos ve el Premio Nobel para el culto a la personalidad? Que Stalin era un sucedáneo de los zares; que los rusos estaban acostumbrados a los iconos: o que, simplemente, era amado por su pueblo, que necesitaba tenerlo siempre presente. Curiosas justificaciones. Además, el narrador cree la ingenuidad de que todo este montaje se lleva a cabo a espaldas del didictador, a quien no le gusta nada verse tan omnipresente.

La segunda cita de Stalin se hace cuando se encuentran en Georgia. En Tiflis está probablemente la imagen de Stalin más grande y espectacular de la URSS: «Es una cosa gigantesca que parece medir cientos de metros de altura, y está contorneada de neón, que, aunque ahora está roto, se dice que cuando funciona se ve desde cuarenta y dos kilómetros».

Santuario nacional

La tercera referencia a Josef Stalin se produce cuando visitan la ciudad natal del politico, Gori, a unos setenta kilómetros de Tiflis Steinbeck comenta que el lugar se ha convertido en un santuario nacional. La casa donde nació Stalin es un museo. Una residencia diminuta de una sola planta, construida de revoco y escombros; dos habitaciones con un pequeño porche que recorre la fachada; y, aun así, la familia de Stalin era tan pobre que solo habitaba la mitad del domicilio, un cuarto. Steinbeck enumera el mobiliario y los pobres utensilios de la vida cotidiana, así como otros objetos: fotografías, cuadros, el retrato policial de cuando fue arrestado. un mapa de sus viajes y de las prisiones en las que estuvo encarcelado y de las ciudades de Siberia donde permaneció detenido; libros, papeles, documentos manuscritos.

Al referirse a un retrato de juventu, el narrador, que parece emocionado, afirma que Stalin tenía una mirada fiera y salvaje. Steinbeck ve natural que reciba tantos honores en vida, que nadie lo contradiga, que las únicas citas que se hagan en los discursos sean suyas, que nadie reconozca sus equivocaciones. La cuarta y última mención al dictador se refiere de nuevo, únicamente, a la gigantesca iconografía, sin más.

También visitan Capa y Steinbeck el museo de Lenin. El escritor. abrumado por la cantidad de objetos del lider que allí se conservan, comenta irónicamente que no debe de haber vida más documentada en la Historia: «Lenin no debió de tirar nada». Resalta la desaparición de cualquier referencia a Trotsky y se da cuenta de que la iconografía de Stalin es superior a la de Lenin. Steinbeck no hace el más mínimo comentario crítico del revolucionario, aunque sí echa en falta en la museografía un toque de humor: «No hay pruebas de que en toda su vida tuviera un pensamiento ligero o humorístico, un momento de risa entregada o una tarde de diversión. No puede haber duda alguna de que esas cosas existieron, pero históricamente quizá no se permite que las tenga». De nuevo Steinbeck desconoce el tiempo, el lugar. la geografía y la Historia. Comentarios como este son casi insultantes.

Arquitecto del alma Este viaje por la URSS carece de crítica, de agudeza, de conocimientos: es permanentemente autoindulgente y tiene la desfachatez de criticar a los expertos cronistas y corresponsales. Para Steinbeck. el pueblo ruso admira a Stalin y lo necesita. Lo salvó de los nazis, reconstruyó el país, lo puso en marcha: lo demás se puede justificar.

De su compañero Capa destaca el conocimiento de idiomas que tiene, excepto del ruso: «Habla español con acento húngaro, francés con acento español, alemán con acento francés e inglés con un acento que nunca ha sido identificado». Las fotos de Capa son totalmente didácticas y puramente documentales.

Es curioso que el mundo cultural ruso conozca mejor la literatura estadounidense que Steinbeck la rusa. El norteamericano es crítico con el papel que el escritor tiene asignado en los países comunistas. Ironiza un poco con la idea de Stalin de que el creador es el arquitecto del alma: «En América el escritor no es considerado el arquitecto de nada y solo Se le empieza a tolerar un poco después de Que ha muerto y ha sido cuidadosamente ignorado durante unos veinticinco años». No lo diría por él, autor de éxito, Pulitzer en 1940 y Nobel en 1962.

No hace la más mínima referencia a las persecuciones y los asesinatos de autores por el régimen de Lenin y Stalin. Yo no voy a sacar la lista aquí. pero muchos de los nombres están en la mente de todos.

Vodka o cerveza

El paseo por la destruida Stalingrado es de los momentos más emotivos del libro y el mejor escrito, mientras que el paseo por el Kremlin le lleva a decir, con razón, que es el lugar más lúgubre del mundo.

Capa no solo hace su fotorreportaje, sino que también escribe «Una Queja legitima». Justifica su interés por llevar a cabo el viaje: quería conocer el lugar de donde procedían los aviones de morro chato que bombardeaban a los sublevados durante la Guerra Civil española. E ironiza sobre su compañero de viaje, un hombre muy tímido que, tras cierta cantidad de vodka o cerveza, sabe expresar sus ideas con fluidez y tiene muchas opiniones firmes sobre todo.

Diario de Rusia solo nos vale como pincelada antropológica. Steinbeck realmente no se enteró de nada y solo contó aquel lío que las autoridades querían que contase. A veces recobraba la cordura y de ahí algunos pasajes menos vergonzosos.

 

Diario de Rusia

¿Qué debe tener un buen libro de viajes para atraer nuestra atención? Existen tantas respuestas como tipos de lectores, pero me atrevo a asegurar que, descripciones de museos y ciudades monumentales aparte, lo que nos incita a una gran mayoría no son sin duda las aburridas chácharas sobre lugares que nos será fácil localizar a través de cualquier biblioteca. La anécdota cotidiana, la aventura de aquella noche en la que alguien se quedó encerrado en un lugar remoto o aquellos acontecimientos cotidianos que no buscan lo fantástico sino que nos da una idea de nuestras reacciones ante esas vivencias sea probablemente lo que nos motiva a escuchar, leer con fruición un libro de viajes, en el caso que nos ocupa.

Cuando el narrador es conciente de rebajar su nivel literario en pos de la historia y así no mancillar la esencia natural del medio tanto como evitar el tono subjetivo de la vivencia, y además se deja acompañar por un cámara con una personalidad tan dispar como profesional, aumenta el ritmo y la intensidad del relato. El interés por el país al que se refiere este documento de viajes se incrementa en gran parte porque no tropezamos con asuntos políticos ni discrepancias históricas o alusiones a fechas que nos pudieran hacen perder ese fantástico baile de personajes de carne y hueso descritos por este par de observadores natos.

Viajar es un lujo mientras el protagonista no asume enterrar el ego nacionalista y la impresión de que allende las fronteras integrarse es cuestión de abandonar la comparación o con volver corriendo a la falsa seguridad del hogar. La certeza y el valor de Steinbeck se traducen en un relato de viajeros de raza, cercano y ligero en su narrativa, sobre una época de posguerra en la que las leyendas urbanas sobre el equipo contrario se sucedían una detrás de otra.  El autor, no obstante, nos abre los ojos ante su actitud templada y falta de prejuicios. Es significativo que sea Rusia el lugar elegido, pero podría haberse tratado de cualquier otro paraje elegido a dedo en un mapamundi. Cuando finalizamos la lectura de «Diario de Rusia, 1948» nos plantearemos -a pesar de la diferencia de época, parajes y costumbres-, la humanidad innata que nos dejan tanto sus imágenes como la palabra escrita que eleva el estilo periodístico a cierto tono costumbrista.

No negaré que narradores de viajes los hay, y en cantidades en las que la calidad es patente; pero difícilmente nos toparemos con dos personajes que ya de por sí crean un clima que suma un doble interés al relato.

«Diario de Rusia, 1948» transmite las vivencias, manías, anécdotas en un lapso de tiempo de un mes de John Steinbeck y Robert Capa, y nos envuelve el tono informal que el autor deja surgir con deliberada intención, y de ahí la frescura de este maremágnum de imágenes -visuales y mentales- narradas y descritas por Steinbeck y apenas una pequeñísima aportación de Capa en el género escrito, casi al final de la obra; es evidente que el fuerte de éste corresponsal de guerra húngaro conocido bajo el seudónimo de Robert Capa era la fotografía.

Es ahora, tras leer los comentarios de Steinbeck sobre el desasosiego de su compañero de viaje (no deja de ser curioso que Capa sufriera ante la imposibilidad de lograr la foto tanto como un escritor ante el peor de los males, que es la hoja en blanco) cuando a través de la imaginación conseguimos disfrutar con agrado de los parajes y del alegre carácter de la mayor parte de estas buenas gentes que a pesar de haber sufrido el drama de una complicada guerra les recibieron con los brazos abiertos, sin excepción.

Muy recomendable.

Saray Schaetzler

 

Las edades del jazz

“Fue una era de milagros, una era de arte, una era de excesos y una era de sátira”. Es Francis Scott Fitzgerald quien habla y se refiere, claro, a la Jazz Age de la que fue a la vez heraldo y protagonista, máximo relator y espectacular víctima. En el último año se han reeditado sus Cuentos completos y se han publicado nuevas traducciones de El gran Gatsby o A este lado del paraíso, pero son sus ensayos autobiográficos, buena parte de los cuales podemos leer por primera vez en castellano gracias a la impecable versión de Yolanda Morató, los que merecen una atención más detenida. La compleja historia editorial del libro –Mi ciudad perdida, publicado por Zut– no ha ayudado a su difusión. Como cuenta la traductora en un prólogo ingeniosamente titulado Entre el boom (la prosperidad) y el gloom (el pesimismo), Fitzgerald intentó convencer a su editor en Charles Scribner’s Sons, Max Perkins, de que publicara esta recopilación de artículos aparecidos entre 1920 y 1936 en revistas como New Yorker, Saturday Evening Post, Cosmopolitan o Esquire. No lo consiguió y el conjunto quedó en gran medida olvidado salvo por la recuperación parcial que llevó a cabo Edmund Wilson, publicada en 1945 con el título de El Crack-Up, en la que el crítico que ejercía como “conciencia intelectual” de Fitzgerald reunió una heterogénea selección de diarios, notas, ensayos y cartas.

La recopilación póstuma de Wilson ha conocido varias ediciones en castellano, pero la versión más difundida en España –hay otras, nos informa Morató, del chileno Poli Delano y del argentino Marcelo Cohen– es la de Mariano Antolín Rato, publicada por Bruguera, luego por Anagrama y hace sólo unos meses por Capitán Swing, que la ha reeditado con un prólogo de Jesús Alonso López. Entre los textos recogidos por Wilson figuran ensayos ya clásicos como Ecos de la Era del Jazz, Mi ciudad perdida, Ring –dedicado por Fitzgerald a su amigo el escritor y cronista deportivo Ring Lardner, de quien la misma editorial Zut acaba de publicar el espléndido Cómo escribir relatos, traducido por Juan Bonilla– o el que da título a la colección –que suele figurar en inglés y Morató ha traducido como La quiebra–, caracterizados por la melancolía y la sensación de final de época. La publicación de Mi ciudad perdida, sin embargo, permite acceder a piezas deliciosas y hasta ahora inéditas como Princeton, ¡Espere a tener sus propios hijos! o Las chicas creen en las chicas, donde Fitzgerald se muestra ligero e irónico, pero también como un escritor meticuloso y autoconsciente, familiarizado con la literatura de su tiempo y lúcidamente crítico –pesimista, en efecto, pero consciente de las responsabilidades de su generación– respecto de la sociedad que lo rodea, lejos por tanto de la imagen estereotipada que lo retrata como a un borrachuzo exquisito y frívolo al que se le secó el genio. Una imagen no inexacta pero claramente incompleta.

Hubo otras edades del jazz, contemporáneas o no, al otro lado del océano. En particular, el París de la segunda posguerra, lugar de peregrinación para los devotos de la filosofía o la moda existencialista, está íntimamente vinculado a la música negra que sonaba en las cavas, y entre sus más rendidos admiradores –y practicantes– encontramos a Boris Vian, escritor, ingeniero, trompetista y presidente de la Subcomisión de Soluciones Imaginarias del Colegio de Patafísica. Hace menos de un año, BackList publicó sus Escritos de jazz en traducción de Palmira Feixas, un libro verdaderamente sorprendente –por lo mordaz y heterodoxo de sus opiniones– donde se reúnen sus artículos y reseñas para la revista Jazz News, acompañados de los textos de presentación que realizó para la colección Philips. Ahora Gallo Nero da a conocer su no menos irreverente y libérrimo Manual de Saint-German-des-Prés, traducido por Julia Osuna, un libro imprescindible para conocer la geografía y la intrahistoria del barrio parisino por los años en que se elevó a la categoría de mito. Juliette Gréco, Jacques Prévert, Simone Signoret, Albert Camus, Raymond Queneau o “la familia” de Sartre son algunos de los nombres esenciales de la aventura germanopratina o germanopratense, pero incluso si no hubieran existido nunca merecería la pena leer la guía de Vian, que se acompaña de un mapa desplegable, dibujado por David Cauquil, donde aparecen ubicados algunos de los escenarios –el Tabou o el Club Saint-Germain, el Café de Fiore o Les Deux Magots, Gallimard o Editions du Scorpion– donde se desarrolló una historia contada con frescura, desparpajo y buen humor, lejos de la enojosa solemnidad con que los franceses se aplican a cantar sus glorias.

“Fuerza, libertad y belleza” (Juan Ramón Jiménez). “Arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia” (Federico García Lorca). “Selva de metal y luz y escalofrío” (José Hierro). Algunas de las citas iniciales de Historia poética de Nueva York en la España contemporánea, el ensayo de Julio Neira que ha publicado Cátedra, podrían perfectamente aplicarse a los sonidos del jazz que se convirtieron, gracias al nuevo arte del cinematógrafo, en una de las señas de identidad de la nueva Babilonia. En la década de los veinte, escribe Neira, el poderoso influjo de los Estados Unidos en Europa viene no tanto de un conocimiento directo del país como “de la expansión de su cultura, sobre todo de la mano de un nuevo ritmo que con origen en los barrios negros de Nueva Orleans se irradia a todo el mundo, también a España”. Moreno Villa, por ejemplo, era un gran aficionado, como se aprecia en Jacinta la pelirroja, y consta que los poetas de la Residencia de Estudiantes –del mismo modo que sus antecesores los ultraístas– asistían a veladas de jazz, fascinados por una propuesta rompedora que se asociaba a la vida moderna y vertiginosa de las grandes ciudades. Pruebas de este interés son el poema Jazz-band de Concha Méndez o Temblor único de Lorca, a quien el ritmo entrecortado de los músicos le traía ecos del flamenco. El propio Neira prepara una antología que complementará el asunto abordado en su Historia poética de Nueva York y, en relación directa con el jazz, pronto dispondremos de otra específicamente dedicada a su presencia en la poesía española. Su autor, el profesor de la Hispalense Juan Ignacio Guijarro, ha estudiado, entre otros temas, la prosa de Zelda Fitzgerald, encarnación eterna de la flapper, hermosa, trágica y tanto o más desventurada que el escritor que le dio el apellido.

Ignacio F. Garmendia

 

Sin héroes no hay paraíso

No les recordaremos por ninguno de estos reportajes. Tanto Manuel Chaves Nogales (1897-1944) como John Steinbeck (1902-1968) viajaron a Rusia para borrar los prejuicios, que desdibujaban a miles de kilómetros la mayor revolución social de la Historia, y regresaron con miles de anotaciones en sus libretas que revelaban su incapacidad para superar los suyos propios. El primero,por la gravedad con la que defiende un régimen insostenible; el otro, por el agudo cinismo con el que embadurna el viaje. Pero de los prejuicios de los genios se aprovecha todo.

El redactor jefe del Heraldo de Madrid descubre en sus primeros paseos por Moscú “un pueblo mal vestido”, que cubre su cuerpo con lo que buenamente puede. Adivina la miseria del hacinamiento y el cansancio de las familias, aunque su impresión le dice que “no hay nadie que se quede sin comer en Moscú”. Le cuesta verlo, pero reconoce el aire dramático en la vida en el régimen comunista. Aun así apunta a la supresión del lujo como causa de la tristeza del moscovita. El desarraigo de la gente arrastrada por la necesidad

es, a sus ojos, más una cuestión de moda.

El Junkers que lleva a Manuel Chaves Nogales hasta Moscú sobrevuela 10.000 kilómetros sobre territorio ruso desde Berlín. Antes ha hecho escala en París, Zurich y Berlín, donde da rienda suelta a los instintos más zafios e imprudentes de uno de los mitos intocables de la historia del periodismo de este país.

 

Catálogo de prejuicios

Bárbaro ante el Louvre, Chaves Nogales cree que lo mejor que se podría hacer con él sería prenderle fuego y destruir de una vez por todas el arte, “una de las grandes supersticiones”; racista ante chinos (“Estos amarillos, donde quiera que estén, dan siempre un triste espectáculo de senectud, son demasiado viejos”), negros (“Hay tal cantidad de negros en París, que cualquiera otra ciudad que no fuese ésta, no los soportaría”) y judíos (“Los que arremeten contra el viejo imperialismo no son nunca alemanes: judíos, negros, esclavos… Me falta ver al alemán”); y necio homófobo (“La mujer, por su parte, al mismo tiempo que el hombre, se entrega a idéntica aberración”).

Moverá su tan cacareado adn “celtíbero” y “latino” por Europa en 26 crónicas, aparecidas en su periódico entre el 6 de agosto y el 5 de noviembre, de 1928. En Rusia estuvo un mes y estos reportajes son el germen del libro La vueltana Europa en avión, publicado en 1929, que ahora recupera Libros del Asteroide.

El ojo que todo lo veía con nitidez tardaría unos años en mejorar, cuando escribe Bajo el signo de la esvástica (recientemente publicado por Almuzara) y el maravilloso El maestro Juan Martínez que estaba allí (Libros del Asteroide también).En su primer viaje al extranjero repite que no ve hambre, pero relata cómo un golfillo espera agazapado en una plaza a que las palomas se posen a por migajas para agarrar una y comérsela.

El trabajo es un privilegio en Rusia. Por eso el trabajador, por el hecho de serlo, es parte de una casta aristocrática con “todos los derechos de la ciudadanía”. A pesar de la dictadura del proletariado, “el obrero de la fábrica vive peor en Moscú que en Berlín, Londres o Nueva York”. Y tras hacer un crudo retrato de una sociedad varada, justifica que de la obra revolucionaria el viajero no ve más que las “fallas”, “el tren que no llega”, “el taxi caro”, “la ausencia de confort”… Son molestias personales del turista, no un país exhausto.

 

Un Capa “desconsolado”

El relato de John Steinbeck no es tan contenido. Llega a un país en el que 30 años de revolución han “acabado con la risa de todos”, así que decide darle burbuja a las páginas de Diario de Rusia (rescatado por la editorial Capitán Swing). El escritor viaja a Moscú, Kiev y Stalingrado a finales de julio de 1947 y regresa a EEUU a mediados de septiembre. No va solo, se lleva, bajo los auspicios del New York Herald Tribune, al mejor fotógrafo de todos los tiempos: Robert Capa (1913-1954), que en ese momento, “desconsolado”, se encontraba sin nada que hacer, meses antes de fundar con Seymour, Cartier-Bresson y Rodger la agencia Magnum.

Ha pasado una Guerra Mundial, el país está preparándose para celebrar 30 años de revolución obrera y el premio Nobel de Literatura de 1962 advierte que lo más destacable de su reportaje es que los rusos son como cualquier otro pueblo del mundo: “Descubrimos, como habíamos sospechado, que la gente rusa es gente, y, como sucede con otra gente, es muy agradable”.

El autor de Las uvas de la ira, que ya había practicado el género periodístico con fotógrafo en un publirreportaje a favor de la carrera armamentística estadounidense en Bombas fuera (Capitán Swing), monta en este caso un libro de anécdotas en el que practica una acertada combinación de estilo llano con astutos dardos humorísticos. Chaves Nogales no se caracterizó por este tipo

de banderillas, prefiere un sobrio dinamismo en los adjetivos para reconstruir “el mecanismo ideológico” de los ciudadanos.

Steinbeck visita pueblos y ciudades, evita el ensayo político, baña en picardía la carne del relato y atiza la incapacidad administrativa rusa, la rumorología con la que visten dos pueblos irreconciliables al otro y la condición de Capa,que lo utiliza para desengrasar tanta tristura: “Con dos cuartos de baño, Capa es un compañero encantador, inteligente y bienhumorado. Con un único baño, es un…”.

 

Una bañera vieja

En otro momento describe el estado de una sociedad congelada en la decrepitud del lujo y las inversiones del pasado, gracias a Capa: “Era una bañera vieja, probablemente prerrevolucionaria, y su esmalte se había desgastado en el fondo, dejando una superficie parecida a una lija. Capa, que es una criatura delicada, descubrió que empezaba a sangrar después de bañarse, y decidió hacerlo en adelante con los calzones puestos”.

Entre un reportaje y otro han pasado 20 años, los acontecimientos han puesto patas arriba a la Historia, pero Rusia sigue en el mismo punto en el que Chaves se la encontró cuando la visita Steinbeck. ¿O peor? El periodista sevillano, en un ataque de ingenuidad total, señala que los soviets tienen la mejor policía del mundo: “Es tan buena, está tan maravillosamente organizada, que ni siquiera se advierte su existencia”. Explica que nadie le ha molestado para pedirle la documentación ni le han puesto en dificultades.

Steinbeck y Capa no tuvieron tantas facilidades, llegaron en un momento en el que el sistema estaba completamente pervertido por los burós gubernamentales.“Y otra vez un policía muy educado se acercó y leyó nuestro permiso, y también se fue a una cabina mientras nosotros esperábamos”.Nadie estaba dispuesto a jugarse el cuello por no consultar a un superior.

El primer reportaje inaugura el periodismo moderno subido a un avión de una España que quiere escapar sin motor de la censura de la dictadura de Primo de Rivera. El segundo se preocupa por cuidar el talento y el estilo, la expresión breve, precisa y eficaz. Los dos trataron de resolver lo más difícil del mundo, la simple observación y aceptación de lo que ocurre. Aunque fallaran,Steinbeck dejó una frase para la lápida del periodismo:“Siempre deformamos nuestras percepciones según lo que esperábamos, queríamos o temíamos”.

Peio H. Riaño

 

“La lucha antigrafiti es un pretexto para aumentar el control del espacio público”

El ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, recientemente definía el grafiti como una forma de “violencia”. Mientras, la editorial Capitán Swing publica Getting Up (“Hacerse ver”), auténtica biblia de este tipo de arte urbano que Craig Castleman, junto a las imágenes de Henry Chalfant, sacó del ostracismo académico en 1982.

Más allá de las generalizaciones, de los prejuicios y de las cortinas de humo, hablamos con Fernando Figueroa, doctor en Historia del Arte y experto en el tema, que se ha encargado de la introducción de la reedición con un título bello y clarificador: “Cuando los túneles de la memoria rebosan color”.

¿Qué supuso la publicación de Getting Up, en 1982, tanto para los practicaban el grafiti como para la Academia?

Fue la oportunidad, para los que eran ajenos, de conocer y comprender de primera mano y de boca de sus protagonistas qué era ese fenómeno llamado Writing. Poder observar especialmente su lado humano, la fraternidad y la cultura que se iba forjando alrededor de ello y todas las implicaciones sociales y políticas que afloraban en torno suyo. Al tiempo se convirtió en una especie de “evangelio”, de libro de referencia fundamental, para aquellos más inquietos que se sumaban a practicarlo fuera de Nueva York con la idea de entroncarse lo más fielmente a su filosofía, admirados por ese extraordinario fenómeno y deseando emular a sus protagonistas y construir una tradición.

Solemos hablar de grafiti para generalizar, pero el libro pone especial atención en el Writing. ¿Qué es exactamente?

Writing era uno de los términos con que los writers llamaban a lo que hacían, como también era Getting-up, el título original del libro de Castleman. La etiqueta de Graffiti se puso después e hizo fortuna cuando se presentó dentro del paquete cultural del Hip Hop. En sí, con Writing nos referimos al tagging (las firmas) y el conjunto de tipologías derivadas y a su desarrollo estilístico. En general lo que entendemos hoy por Graffiti es el desarrollo del Writing tras el nacimiento del Subway Graffiti. La palabra graffiti venía a asociarse, por tanto, con la vertiente más claramente artística del Writing, lo que algunos writers preferían llamar Aerosol Art por considerar que graffiti era simplemente una etiqueta impropia, impuesta y, finalmente, un mero reclamo comercial. En todo caso, se puede entender en concreto como Writing a esa primera fase del Graffiti en Nueva York y Filadelfia.

Capitán Swing reedita ahora el libro en castellano, con una nueva traducción de Nacho Villar, justo cuando el ministro de Interior ha calificado al grafiti como “violencia”. ¿Qué le parecen estas declaraciones como experto en la materia?

El ministro se acoge a la consideración de violencia simbólica que conlleva el grafiti para integrarlo dentro de un conjunto de manifestaciones incívicas. Algún estudioso entendía que el grafiti era la expresión más mínima de la violencia, incluso podría verse como una manera ingeniosa y civilizada de eludir el enfrentamiento físico, tan bárbaro. En todo caso, su visión se comparte en ciertos sectores políticos y sociales, ajenos a la calle y al conocimiento integral de nuestra sociedad y nuestra cultura. Incluso, esa visión parece incidir en ampliar el monopolio de la violencia atribuido al Estado o de legitimar el control por la Administración pública.

Pónganos más ejemplos.

Ya el señor Luis María Linde, actual gobernador del Banco de España, llegó por lo poco a coquetear en 2009 con la insinuación de que era un “terrorismo de baja intensidad” o “terrorismo simbólico”, para que ante tal exageración nos diese por aceptar su tesis de que detrás de un grafiti hay un deseo implícito de destrucción y que era necesario intervenir a saco contra el grafiti por el bien país. Sencillamente, absurdo. No todo el grafiti puede considerarse vandálico. Vandalismo es una palabra excesiva cuando vemos un poema o un corazón pintado sobre una pared, una pieza mural compuesta con esmero en un muro común, una pintada denunciando a un camello o un corrupto, o reclamando la atención o asistencia del poderoso. Es un despropósito establecer de partida su criminalización, apelando a que su naturaleza es incívica per se, cuando el grafiti en su pluralidad de funciones, desde la irreverencia hasta la poesía, tiene una vocación social y abierta en su enunciado en el espacio público.

Usted apela a la libertad.

Se da a entender que todo aquel que se sirva del grafiti es sospechoso de ser un enemigo social. Esa es una visión reduccionista contraria a los principios democráticos y a la defensa de la libertad y de la justicia, y una auténtica falta de memoria histórica, pero no de un siglo atrás, sino a milenios vista. Ciertamente, hay sociópatas que se mueven como peces en el agua por los cauces legales, dentro del orden con una actitud aparentemente impecable como hay sociófilos que se agitan fuera de ellos, edificando sociedad y contribuyendo al feliz futuro de todos; y entre ambos extremos un amplio abanico de personalidades sociales. En verdad, es la bondad de la intención, la nobleza en su exposición y la generosidad del objetivo final lo que hace en último término que algo sea cívico o incívico. El medio como llegar a ello también, pero no encuentro en el Graffiti como “arte vandálico” nada que pueda suponer considerar a su autor alguien carente de ética, un ser peligroso o un potencial criminal, como tampoco podría prejuzgar que alguien que tome la senda religiosa vaya a convertirse necesariamente en un santo.

Pero ciertamente hay “vándalos”.

Ciertamente, hay algunos que incluso alardean de su radicalidad por medio del uso de técnicas corrosivas o indelebles, pero surgieron como reacción al desarrollo tecnológico de la limpieza y en ello encontraron su justificación particular. Ellos sí serían unos vándalos en el Graffiti, pero su daño es más insignificante y superfluo para el destino de una sociedad que el que puede hacer un político pronunciando una mentira por televisión. En definitiva, la percepción de la violencia del grafiti no puede generalizarse a todas sus producciones o tipologías, ni sus autores son todos iguales, ni en el modo de pensar ni en el modo de hacer. No podemos guiarnos por las apariencias, por el aspecto formal o los tópicos o estereotipos recurrentes. Hay que desarrollar el sentido crítico y el sentido común, y en eso el ministro es bastante razonable, aunque adolezca de ese vicio de afirmar que vivimos siempre en el mejor momento de la historia o a punto de alcanzarlo si se deja hacer. Falta conocimiento y precisión en el análisis, además de un equilibrio en los baremos.

Jorge Fernández Díaz justifica su afirmación diciendo que se “intenta imponer mensajes en el espacio público”. Pero la publicidad, a través de vallas, lonas y todo tipo de soportes, también lo hace. ¿Cree que hay un intento de criminalizar a un colectivo?

Hay un intento de criminalizar un medio y de justificar ante los ciudadanos la ineludible e imperiosa necesidad del arbitrio y la intervención de los poderes públicos en el espacio urbano para conseguir vivir de un modo armonioso. Desde este planteamiento la expedición de un permiso, se figura como una especie de “bula civil” que exime habitualmente del pecado o convierte en virtud todo aquello que vemos en la calle. Nadie se escandaliza por ver forrada de publicidad la estación de metro de Sol o los vagones del tren, o hasta ver convertido su nombre en soporte de publicidad, pero ya una simple pintadita excita y pone nerviosa a cierta gente. En otros casos, se nos hace creer que el paso por una inspección le otorga garantías sanitarias y de seguridad de sus contenidos; con el sombrío recuerdo de los tiempos de la censura. ¿Pero en lo artístico esto tiene sentido, aunque se aprecie como un producto de consumo? ¿No resulta aún más absurdo en algo que se presupone “vandálico”? En el fondo de todo eso, el materialismo social y la necesidad de nutrirse económicamente obliga a la fiscalización de las producciones culturales que se ejercen en la calle y a la ausencia de espontaneidad, entrando así en la discriminación social de unas actividades positivas, a causa de su regulación y pago de tasas, y otras negativas, no reguladas oficialmente y que son “insolidariamente” gratuitas y sospechosas de “baja” calidad.  Si es imposición, no es sólo imposición, es además la prueba de que todos podemos contribuir a la composición social. El más miserable de los hombres podría escribir su propia nota en la partitura del día a día de su ciudad con dignidad.

Dicen que el grafiti ensucia las ciudades.

Curiosamente, cuando se ataca hoy en día al Graffiti o al Arte Urbano, para no parecer intolerantes o antidemócratas, se apela a términos tan inocentes y sacrosantos como la “contaminación visual”, la “suciedad” o a su “salvajismo” o “feísmo”. La estética y la higiene como comodines para ejercer la represión o aplicar un criterio estético particular desde arriba, aprovechando la ingenuidad o la ignorancia de unos y otros. Incluso, la etiquetación como vandálico parece colaborar en esa idea de caracterizarlo como una manifestación hueca, vacía, sin sentido, inútil, prescindible.

Hay más argumentos…

Otro argumento es el económico, los costes de limpieza. Pero los datos son a menudo tendenciosos. En este coste se contabiliza todo tipo de pintada o de acción gráfica, sin distinguir. Aunque lo peor es la magnificación de la cifras, incentivadas por la conversión de la supuesta “gran necesidad” en negocio subcontratista. En verdad, no se limpia tanto y la limpieza se concentra al fin y al cabo en la pintada política. Incluso, los picos altos de los ciclos de limpieza se acoplan extraordinariamente al calendario electoral.

¿Podemos hablar de cortina de humo?

La sobredimensión del grafiti como problema social se produce porque es muy visible y fácilmente identificable por el ciudadano de a pie; no como otras actividades más “invisibles”. Así se configura su ataque como una herramienta política oportuna u oportunista, que no tocará ninguna fibra sensible del entramado social, a menudo asociada a las cortinas de humo, las campañas de imagen que buscan dar la impresión de que el poder hace cosas de gran volumen e importantes por sus ciudadanos, los protege, los cuida; o se presta al negocio de los clientelismos políticos. Si el grafiti es una violencia simbólica, la actitud antigrafiti no deja de mostrarse como una “política simbólica”, pero, ojo, capaz de traspasar lo simbólico si oculta tras de sí la pretensión de tomar la lucha antigrafiti como un pretexto para aumentar el control o la potestad reguladora sobre el espacio público y toda clase de medios de comunicación, hacia algo que podría ser una lectura pervertida de la democracia, al modo de un “totalitarismo democrático” basado en aquel lema absolutista tan peliagudo y peligroso para las garantías constitucionales o los derechos humanos de la “tolerancia cero” o esa perniciosa idea de “mi libertad empieza allí donde se limita la del otro”.

Lo cierto es que, desde sus inicios, el grafiti ha sido una actividad polémica, con ciudadanos a favor y en contra. ¿Cómo puede convivir la exploración de la libertad y el respeto por el espacio público en las ciudades contemporáneas?

Mediante la formación de ciudadanos responsables, que no necesiten de la intervención de la Administración para resolver sus problemas. También desde la consciencia de la existencia de espacios naturales o adaptados a su dimensión actual, para el ejercicio del grafiti y el legítimo derecho a expresarse espontáneamente en ellos de modo libre. Incluso, la consideración de circunstancias especiales que justifican su empleo y ejercicio. El desarrollo de una democracia no se refleja en la ampliación de su aparato legislativo y controlador, más bien eso es un síntoma de su fracaso; sino en que sus ciudadanos alcancen una mayor autonomía con su pleno desarrollo, gracias a su educación social como ciudadanos adultos, cooperativos, conscientes de su entidad colectiva y de su personalidad individual, conocedores de los mecanismos culturales y estructuras organizativas de su sociedad, participantes activos en ella y responsables ante ellos y los demás. El respeto nace del diálogo, la comprensión y la aceptación voluntaria de una situación flexible.

¿Qué nos enseña la experiencia?

Cuando apareció el fenómeno en el Madrid de los 80, en los barrios había opiniones de todo tipo, pero había las suficientes circunstancias para que se hubiese permitido un desarrollo cívico y cualitativo del grafiti. Había hasta gente que borraba lo feo, pero respetaba lo que se había pintado con arte. Sin embargo, se ha ido criminalizando y potenciando la visión sospechosa, negativa del fenómeno, incluso de un determinado estilo gráfico, estigmatizando hasta la censura social a sus autores, constriñendo su presencia a ciertos barrios o al extrarradio y, con ello, excitando el lado marginal, segregado, rebelde y vandálico, gracias a la persecución sistemática, desproporcionada y sin distingos.

¿Qué habría que borrar y qué no?

Es una absoluta falta de sensibilidad y de criterio inteligente borrar a saco todo lo que está en una calle. ¿Se ha consultado al vecino? ¿Al propietario? Igual no lo quiere, pero igual lo acepta. Incluso lo encargó y se lo limpiaron. Si aquí se amase el Arte, el arte como riqueza social, hasta se apreciaría el valioso aporte que pueden suponer a nuestro patrimonio público ciertas contribuciones espontáneas animadas por la creatividad y hasta por el oficio. El grafiti es un medio y no todo en él alcanza una categoría de arte, pero no se le puede negar ese desarrollo en ese sentido ni apoyarse en la ignorancia de algunos, para no reconocerlo cuando alcanza ese valor; es más, ha de potenciarse.  Por otro lado, se puede hablar de un proceso de perversión desde los 90, de castración de la filantropía del Graffiti. Se le va obligando a ser malo, en resumidas cuentas, diciéndole que ese es su ser. Y al hilo de esto se deja entrever la imposición desde el poder de un determinado modelo de sociedad, de ciudad, de estética, de marco de relaciones, sin márgenes para el desarrollo gratuito de la libertad, que la mayoría parece no cuestionar por la confianza que deposita siempre el pueblo en aquellos que se supone que velan por el bien común, avalados por su preparación, conocimiento y capacidad.

Lo paradójico es que las autoridades denuncien esta actividad y que, al mismo tiempo, museos públicos expongan este tipo de obras o, incluso, que centros cívicos ofrezcan talleres donde formar a jóvenes en el mundo del grafiti.

Es una contradicción que muestra el doble discurso, el doble rasero, la mascarada que quiebra la fe en el sistema. Incluso, que estamos en una fase de transición hacia una condena absoluta del grafiti, tras unos tiempos de libertad o aspiración a la libertad. No se puede estar exigiendo democracia, participación, alabar la excelencia y el espíritu emprendedor, y, al tiempo, coartar el impulso creativo, domeñar la participación espontánea, condicionar el ejercicio de la autonomía y la autorrealización que se ejemplifica en el Graffiti o el Arte Urbano, o al menos hasta que en los años 90 la presión hizo que aquello se fracturase y se subrayase con orgullo una senda vandálica o activista, entre el delito y la subversión, la rebeldía y la revolución.

Existen múltiples ejemplos, entre comerciantes, vecinos y artistas urbanos que llegan a acuerdos para pintar en lugares prefijados por todas las partes. ¿Qué le parecen estas iniciativas?

Lo que el poder público no puede resolver, por falta de miras o incapacidad, es responsabilidad de la sociedad civil resolverlo y hasta una obligación tomar la riendas de la iniciativa. Se puede hasta afirmar que, más allá de algunos Ayuntamientos o, en el caso de Madrid, de algunas juntas de distrito, son las iniciativas particulares a nivel de barrio, por pequeños y medianos empresarios o asociaciones de vecinos o juveniles, incluso por parroquias, las que con más eficacia han creado puntos de encuentro interesantes. Algunos proyectos han enriquecido el paisaje de calles y plazas y han dado color y carácter a espacios con el beneplácito vecinal, convirtiéndose en algunos casos en portavoces de las demandas populares y sumándose al tradicional muralismo social y político que ayudó a devolver la democracia a España.

¿El riesgo de lo prohibido no es, en realidad, un aliciente y un reto que define al grafiti?

Es cierto. Un trabajo artístico no comporta esa adrenalina de lo prohibido, pero mantiene otras cosas, incluso más importantes como la libertad de acción o contraen otras como la emoción del directo o la vivencia de la calle. Ese furtivismo se ha ido fortaleciendo cada vez más hasta hacerse fundamental, pero a consecuencia principalmente de su irrupción en el espacio suburbano, en los vagones, o de su expansión y masificación por toda la ciudad.  La respuesta institucional a tal desmadre entre los años 80 y 90 en España no estuvo mal, pero quería resultados a corto plazo y se dejó llevar por la corriente represiva que venía de Estados Unidos sin plantearse reducir su tutela social y su intervencionismo en el asunto. Pasase lo que pasase la Administración tenía que hacerse notar, estar presente o no dejar hacer. Ahora cuesta mucho tratar de ver cómo salir de ese pulso que se ha convertido en imprescindible ganar para ambas partes desde la idea de que debe de haber un perdedor, en vez de dos ganadores. La elaboración de una legislación específica de persecución contra este medio de expresión, bajo la falsa premisa del infantilismo del grafiti junto a la desproporción del castigo, no es eficaz y menos aún nos lleva a crecer si no se acompaña de alternativas o salidas constructivas, de una mirada comprensiva y selectiva que permita al escritor sentirse vivo antes que útil. El grafiti en el peor de los casos es un revestimiento, una imposición fácilmente reparable, en cambio la represión sistemática ataca a la fibra humana y es un descrédito de la democracia muy difícil de reparar.

Un círculo vicioso…

Tal es la situación que los propios protagonistas tienen la impresión de que sin persecución no existe el Graffiti, de que no se puede actuar inadecuadamente o alegalmente, sino que se debe actuar ilegalmente y se necesita del castigo para existir como fenómeno. La escalada en la búsqueda de sensaciones y la asunción del discurso ilegal, incluso, de la asunción del placer de evitar el castigo como primera motivación antes que la satisfacción de ejecutar un buen grafiti ha sido directamente proporcional al clima de persecución y de criminalización, incluso, de falta de memoria histórica del Graffiti como movimiento.

Usted ha hablado en alguna ocasión del “Postgraffiti”. ¿A qué se refiere con este término?

Los fenómenos sufren transformaciones en sus desarrollos. Los movimientos maduran también, como sus protagonistas y las generaciones que se van sumando y fortaleciendo el fenómeno. Ya se usó esa palabra, Postgraffiti, para hablar en los 80 del Graffiti en las galerías de arte, otro modo para diferenciar aquello que se hacía en la calle y lo otro que no dejaba de ser una mercancía de comercio; pero yo lo aplico a todo un conjunto de propuestas gráficas, desarrolladas de modo libre en el espacio público, que jugando con algunos elementos claves del grafiti, se desarrollan rompiendo los patrones y convenciones del Writing o el Graffiti neoyorquino sin romper del todo su ligazón. Ha sido como una vanguardia dentro del Graffiti, que lo ha ensanchado, y que ha entroncado en ocasiones con las tendencias del Arte Urbano, con sus planteamientos lúdicos, experimentales, poéticos, performativos, iconoclastas, sociales, políticos, etc., procurando forjar lo que podría ser un grafiti del siglo XXI o el siglo XXI del grafiti.

Se ha querido ver también grandes diferencias entre el grafiti norteamericano (más individualista)  y el europeo (más político). ¿Está de acuerdo?

A mi entender es una falacia. Si en algo pudo haber unas diferencias indiscutibles, radicaba en la formación de sus protagonistas y lo que el contexto les ofrecía, pero no se puede caracterizar unos fenómenos mediante la exageración o simplificación de algunas de sus características con el propósito de crear dos realidades tan chirriantemente opuestas. Podrían entenderse, si acaso, como dos modelos idealizados de concebir el grafiti, pero no serían los únicos ni se limitarían a unas fronteras territoriales. El grafiti a ambos lados del Atlántico participa del mismo constructo cultural y a ambas orillas hubo siempre pintadas políticas, firmas y todo aquel grafiti que generase nuestro modelo de cultura, cada vez más homogéneo.  El Writing, sobre todo desde mediados de los 70 y ya en los 80 adquiría un peso político evidente, no generalizado, pero visible en algunas piezas del Subway Graffiti o en la vertiente muralista en los guetos y en el discurso declarado de algunos writers que pasaban de la adolescencia a darse de bruces en la madurez con la vanidad de un mundo de promesas e incongruencias, y comentaban o hablaban de ello en su piezas. En España, sin ser tampoco general la consciencia de su dimensión política ha crecido desde finales de los 90, lo que sí se esgrime más abiertamente en el Arte Urbano.

Con el 15M se han visto algunas pintadas que recordaban a las del Mayo del 68. ¿Cómo ve el mundo del arte urbano actualmente? ¿Existe un resurgimiento?

El grafiti como arma política del débil, del impotente, del no representado, del disidente, del crítico aflora y crece en la medida en que los políticos se alejan del ciudadano, no atienden las demandas ciudadanas por orden de importancia, se olvidan de su papel como servidores y  representantes de la ciudadanía, y de las reglas de juego democrático, al tiempo que los ciudadanos se ven extrañados de los discursos que se transmiten en los medios de comunicación o estos reducen hasta el paripé el abanico de visiones y la pluralidad de actores sociales en su retrato de la realidad. Después de la Transición, quizás tras el “No a la OTAN” de 1986, el momento clave en que asistimos a una nueva eclosión generalizada del grafiti como arma de lucha y de conciencia fue con el “No a la Guerra”, donde se concentraban también otros descontentos populares. Curiosamente, desde entonces, en Madrid no hay manifestación que no lleve detrás un retén de limpieza urgente con objeto de no dejar rastro físico alguno de su paso y existencia. Octavillas, pegatinas, carteles, pintadas, se procuran limpiar lo más inmediatamente posible. Ha de parecer que el mundo está en orden, que no ha pasado nada serio. El 15M fue otro gran festival de la creatividad gráfica, superior aún, pero no inventaba nada nuevo y como todo proceso impulsado por un vivo espíritu cívico y de regeneración de la Democracia se sirve de lo que se tiene a mano y de aquello que les dejan aquellos que tienen miedo al debate y la transparencia, y acaparan los medios de comunicación oficiales; entre esos medios extraoficiales se tiene al grafiti. Un medio con una clara vinculación revolucionaria, pero a causa de su carácter popular y su ubicación cultural.

Defiende que el arte callejero “constituye un exponente cuantitativo y cualitativo del desarrollo de nuestras macro sociedades urbanas”. ¿Cree que, en general, la sociedad lo ve así? ¿Y los historiadores del arte?

Quizás mi visión no sea compartida mayoritariamente, porque hay muchos prejuicios culturales contra el grafiti u otros enfoques también interesantes o atractivos y hasta discrepantes con mis planteamientos. Según yo veo, ha habido un proceso de “aculturación” del pueblo, de la ciudadanía, en el que se le ha dicho qué cosas son de la buena gente y cuales son cosas maleducadas o de gente de mala vida, o propias de pueblos incultos o incivilizados. Estos prejuicios se asientan en el imaginario colectivo con la creencia de que el modelo cultural de la alta cultura, su gusto y sus modales, es el rector o el referente más excelente respecto a la forma de vivir y expresarse o de que el modelo de cultura occidental es lo mejor. Bueno, en este concierto se ha tratado de extrañar el grafiti, de negarlo como algo nuestro, como algo que ha estado siempre con nosotros, pero que a veces no se ha podido manifestar por el miedo, la represión y el totalitarismo.

¿Simplemente se trata de un prejuicio?

En gran medida, es una cuestión cultural antes que política, y en el debate político, como pasa con otros temas, el debate se mantiene más en un marco de discusión asentada en el prejuicio o el gusto estético y la proyección de asociaciones simbólicas, antes que en un alineamiento ideológico, una opinión experta o una inteligencia que aprecie con corrección su complejidad y los valores constructivos y tradicionales que tiene. Creo recordar que durante la alcaldía de Álvarez del Manzano se planteó, sin consumarse, la idea de limitar el correr y gritar por la calle, con la imposición de multas. Igual era un modo de violencia desde la perspectiva de algunos, pero, aunque ahora se podría hacer, el poner puertas al campo no resulta muy inteligente y sí podría ser muy cruel. No se puede tratar de modificar hábitos a golpe de decreto. El despotismo ilustrado tiene algo de inhumano. Es mejor apostar por forjar ciudadanos libres antes que intervenir en sus manifestaciones. A la larga produce mejores resultados y se refleja en la nobleza y sinceridad de sus acciones.

El propio Castleman apunta que el grafiti aparece en Nueva York justo cuando atravesaba graves problemas económicos. ¿Hay más pintadas durante las crisis? ¿Por qué?

Hay más actividad en la calle cuando las circunstancias lo permiten, por ejemplo, al disfrutar de una democracia, pero el tipo de contenido o el grado de efervescencia que se manifiesta depende de muchos otros factores, no siempre positivos. En el Nueva York de los 70 ciertas áreas urbanas fueron dejadas a su suerte por la Administración pública y se especuló urbanísticamente de modo escandaloso, llegándose a producir incendios intencionados. Se potenció el deterioro vecinal, con el aumento del paro, la droga y la inseguridad ciudadana. Ante ese vacío de poder la gente tuvo que reaccionar y tomó conciencia de su poder, de ese poder que se suponía delegado en sus representantes, y se organizó, porque otros ambientes sociales, como el capitalismo depredador o el crimen organizado campaban a sus anchas. En ese contexto, grupos de chavales encontraron en el grafiti un pretexto para reunirse, cohesionarse y evitar otros marcos de desarrollo nada benignos. Del juego se pasó a una cultura y de la cultura a un movimiento. También, no siempre se requiere una situación paupérrima o desarraigada, podría darse cuando el poder se encuentra repartido, descentralizado. Entonces se permite y favorece el desarrollo de una actividad de calle de un modo tan normalizado que no haría falta legislarlo más que con el sentido común.

Ha establecido cuatro leyes básicas del grafiti. ¿Nos las puede comentar brevemente?

1. Plus urbs, plus graphitum

(A más ciudad, más grafiti)

Estas leyes se enuncian de un modo simple con una pretensión de generalidad y podrían aplicarse a todo tipo de culturas civilizadas, no sólo la occidental. En concreto ésta refleja el aspecto extensivo del fenómeno, que a su vez deriva de la generación en la trama urbana de espacios naturales u óptimos para el ejercicio del grafiti y la creación de un marco de circunstancias que permiten la ejecución del grafiti, por ejemplo, el anonimato o el favorecer el surgimiento de gente que persevera en la ejecución del grafiti hasta convertirlo en una forma de vida y constituir una comunidad reconocible.

2. Urbs mutat ergo graphitum mutatum

(Si la ciudad cambia, el grafiti se transforma)

La transformación de los sistemas de relación e intercambio en la población, la alteración del tejido urbano o de la población, el desarrollo tecnológico, las ordenanzas municipales, etc… tienen su reflejo en la práctica, los contenidos, el modo de mostrarse y los motores del grafiti presente. En esto, el estigmatizar negativamente el grafiti o incentivar su vertiente cívica depende de todo tipo de juicios y prejuicios ciudadanos, que no obstante se pueden conducir desde el poder, creando un estado de opinión afín al enfoque deseado. También se puede forzar la patrimonialización del grafiti por ciertos sectores. Por ejemplo, al ahuyentar a los actores constructivos y convertírselo en atractivo para los actores más antisociales, gracias a esa caracterización simbólica como actividad violenta o terrorista. También puede pasar lo contrario, su apertura, como pasó con el tatuaje o ciertas músicas exclusivas en un tiempo del lumpen o el underground.

3. Societas complicata, graphitum amplificatum

(En una sociedad compleja, el grafiti se complica)

El que el grafiti de nuestros siglos XX-XXI tenga tanta variedad de tipologías, hasta dé lugar a un movimiento como el Graffiti o participe del Arte Urbano, y juegue de manera extraordinaria con los códigos lingüísticos, la imagen, la palabra, la contextualización, el marco arquitectónico, el paisaje urbano y sus elementos, la mirada del espectador, la gran prodigalidad de técnicas, su salida de la marginalidad, su imbricación con las estrategias publicitarias, la cultura de choque o el espectáculo, sin duda es coherente con el altísimo desarrollo de nuestro modelo cultural, incluso producto digno de nuestra sociedad postmoderna y de consumo. Las sociedades analfabetas y sin normas respecto a la representación gráfica no tienen grafiti. El grafiti nace con la ciudad y con las regulaciones. Si se quiere cambiar el grafiti hay que empezar a cambiar la sociedad y desarrollar la humanidad.

4. Quacumque urbanitas est, graphitum est

(Allí donde esté la civilización, el grafiti estará)

Por tanto, es un fenómeno indisociable de la civilización. Lo genera ella misma y se ubica en la esfera de la marginalidad cultural, pero ello no significa que sea un medio ajeno y menos, puesto al servicio del mal. Forma parte de aquello propio de la esfera popular, del contrapeso de lo oficial, de las válvulas de escape de las tensiones generadas por las leyes y la presión social. Un excelente medio de autoafirmación, de manifestación espontánea, de contacto y de replica que encuentra siempre su hueco, adaptándose a las circunstancias.

 

Albert Lladó

 

Literatura rusa, abierto por vacaciones

Tolstói no está reñido con el tinto de verano, ni Gorki con la crema de protección solar. Buceamos entre las novedades literarias y, además, pedimos recomendaciones a los galardonados con el premio ‘La literatura rusa en España’. Hagan sitio en sus maletas, mochilas o bolsas playeras.

1.- ‘Maldito sea Dostoievksi’ de Atiq Rahimi (Trad. de Elena García-Aranda). Siruela.

“Apenas Rasul levanta el hacha para dejarla caer sobre la cabeza de la anciana, la historia de ‘Crimen y castigo’ le viene a la mente”. Así arranca la última novela del Premio Goncourt 2008, recomendación de Marta Rebón. El crimen de Raskólnikov en San Petersburgo trasladado al Afganistán contemporáneo. Como el personaje de Dostoievski, Rasul mata a una anciana a golpe de hacha por el daño que ha provocado a su novia Sufia y para quedarse también con un dinero con el que ayudar a su familia. Pronto hará acto de presencia el arrepentimiento y, en su voluntad de entregarse y ser juzgado, nos adentraremos en la brutalidad y corrupción de la capital afgana diez años después de la intervención militar extranjera.

2.- ‘Diario de Rusia’ de John Steinbeck, con fotografías de Robert Capa (Trad. de María Pérez). Capitán Swing.

Este libro se publicó en 1948, es decir, tres años después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Descontento con el periodismo de la época, Steinbeck expresa en el libro su interés por conocer a los ciudadanos de a pie de la Unión Soviética, evitando los tópicos y las grandes ciudades. Lejos de ser una crónica objetiva, ‘Diario de Rusia’ se convierte en una colección de peripecias de dos reporteros convertidos en protagonistas. Al no saber lo que les esperaba, su premisa fue muy clara: “Si podíamos llegar a la gente rusa, estaría bien y sería una buena historia. Y si no, también tendríamos una historia, la historia de no ser capaces de hacerlo”. Porque, como era de esperar, estos dos artistas en tierra extranjera tuvieron que sortear toda una carrera de obstáculos burocráticos. “Esto es exactamente lo que nos sucedió”, explica Steinbeck en su introducción. “No es la Historia rusa; es simplemente una historia rusa”. Incluye setenta imágenes del fotógrafo Robert Capa, cofundador de la Agencia Magnum.

3.- ‘Todo fluye’ de Vasili Grossman (trad. de Marta Rebón). Galaxia Gutenberg.

El testamento literario del autor de ‘Vida y destino’ es la primera recomendación de Víctor Gallego. Narra la historia del retorno de Iván Grigórievich después de treinta años en los campos de trabajo siberianos. A su vuelta a los lugares donde transcurrió su juventud, se cruzará con todos aquellos que en su momento aceptaron sin rechistar el nuevo régimen o que bien no corrieron la misma suerte de quienes fueron delatados. Exorcismo del autor en los años finales de su vida sobre capítulos negros de la Rusia soviética, como la condena a la hambruna de los kulaks, la conjura contra los médicos judíos o las purgas estalinistas. Además, no se arredra en acometer contra el gran mito del comunismo, Lenin.

4.- ‘Diarios’ de Lev Tolstói (Trad. y ed. de Selma Ancira). Acantilado.

“El hombre utiliza su razón para preguntarse: ¿con qué fin y por qué?, y aplica estas preguntas a su propia vida y a la vida del mundo. Y la razón le demuestra que no hay respuesta”. Las inagotables preguntas de Tolstói abarrotan sus diarios personales: todo un abanico de pensamientos y detalles de su vida, que van de las lecturas a las dudas como autor, de las peleas con su mujer a la simple afirmación de estar vivo. Firma la traducción de esta obra en dos volúmenes, recomendación de Víctor Gallego, el último Premio Nacional de Traducción, Selma Ancira.

5.- ‘Infancia’ y ‘Por el mundo’ de Maksim Gorki (Trad. de Enrique Moya). Automática.

Fernando Otero opta, más que por una obra, por un autor “que ahora parece regresar con decisión al panorama literario español: Gorki”. La editorial Automática ha decidido presentarse en sociedad con la trilogía autobiográfica del autor de ‘Los bajos fondos’, que da cuenta de todas sus experiencia vitales, ecos que resonarán en toda su producción literaria…

6.- ‘Narraciones (1892-1924)’ de Maksim Gorki (Trad. de Fernando Otero y José I. López). Alba.

El propio Otero también contribuye a este ‘revival’ de Gorki con la traducción de una selección de su narrativa corta. Del niño que recibe palizas de su familia casi mortales y vive en la más absoluta miseria leemos, ya como escritor, historias que reflejan una humanidad cruel, descarnada, que, por haber sido vividas en primera persona, mantienen una rendija abierta a la bondad y la comprensión.

7.- ‘La vuelta a Europa en avión’ de Manuel Chaves Nogales. Libros del Asteroide.

Marta Rebón también nos recomienda este libro, que lleva por subtítulo ‘Un pequeño burgués en la Rusia roja’. Y es que buena parte de este libro, a cargo de una de las mejores plumas periodísticas de la España de la primera mitad del siglo XX, está consagrada a la Unión Soviética, con motivo de su accidentado viaje en avión por Europa y Asia. El entonces redactor jefe del ‘Heraldo de Madrid’ emprendió su viaje en 1928 desde la capital española para poner rumbo a Bakú, con múltiples paradas, entre otras, Moscú y Leningrado. No es la única obra del periodista español con Rusia como telón de fondo. La editorial Libros del Asteroide, en su recuperación del autor, también ha publicado ‘El maestro Juan Martínez que estaba allí’, sobre las peripecias del bailarín de flamenco Juan Martínez y su partenaire Sole cuando se vieron atrapados en la revolución de 1917. En la recámara quedan ‘Lo que ha quedado del imperio de los zares’ y ‘La bolchevique enamorada’ que esperemos también aparezcan en las excelentes ediciones de esta editorial barcelonesa.

8.- ‘Abundancia roja, sueño y utopía en la URSS’ de Francis Spufford. (Trad. de Catalina Martínez). Turner.

La economía planificada como cuento de hadas. Francis Spufford quedó finalista del premio George Orwell con esta novela-ensayo sobre la conquista de la realidad por parte de la utopía soviética de Jruschov. Moscú quería eclipsar a Nueva York y el Lada al Porsche. Sputnik, Aeroflot, champán soviético… El sueño seudocapitalista de alcanzar la abundancia en la dicotomía Rusia real frente a Rusia imaginada: “En los ‘skazki’ rusos Rusia siempre es Rusia y al mismo tiempo no lo es. Un espacio que nunca se solapa a la perfección con el país que lleva el mismo nombre, e igual de lejos. Y es que los cuentos, en la época en que las gentes los contaban y Afanásiev los recogía, proporcionaban lo que le faltaba al país real”. De fondo, las palabras de Jruschov de 1959: “los sueños que narraban los cuentos populares y que parecían pura fantasía, se han traducido en realidad merced a las manos del hombre”. Y los cuentos, cuentos son.

9.- ‘El prisionero del Cáucaso’ de Vladímir Makanin (Trad. de Olga Korobenko). Acantilado.

Yulia Dovrobolskaya nos recomienda al ganador del Premio Gran libro en 2008 por ‘Asan’, la historia del encargado ruso de un almacén de material militar en Chechenia. Con este nuevo título en español, y en concreto en el relato que da título al conjunto, Makanin vuelve al Cáucaso, una temática aún candente en el imaginario ruso: las cicatrices abiertas en la montañosa frontera con Asia. Recogiendo el testigo de Pushkin, Lérmontov o Tolstói, Makanin narra la fascinación de un soldado ruso por su joven prisionero checheno: “Lo más probable es que ninguno de los dos soldados supiera que la belleza iba a salvar el mundo pero ambos, más o menos, sabían lo que era la belleza”. Para completar este fresco de la Rusia contemporánea, Makanin aborda el fin de la era soviética con el desmantelamiento de un gulag siberiano, la historia de un matrimonio arribista que busca su espacio en la nueva sociedad capitalista y las desventuras de un personaje alérgico a los éxitos del prójimo.

10.- ‘Lealtades enmarañadas’ de Joshua Rubenstein. (Trad. de Esther Gómez). Siglo XXI.

A la espera de la próxima edición completa de ‘Gente, años, vida’, las memorias del controvertido Iliá Ehrenburg, se traduce la biografía más completa hasta la fecha de este testigo privilegiado del siglo XX. El libro explora las paradojas personales e intelectuales del periodista más famoso, junto con Vasili Grossman, durante el frente de la Segunda Guerra Mundial. El París de los artistas, la Guerra Civil española, la cuestión judía, las condiciones de la intelectualidad durante el comunismo y la lucha por una paz duradera constituyen sólo algunos de los capítulos de una vida excesiva.

Ferrán Mateo

 

Dos reporteros en el país de los soviets

John Steinbeck y Robert Capa plasmaron sus impresiones de la URSS en un libro que ahora se recupera

Robert Capa acumuló deudas de juego formidables. Se dice que puso Magnum a la agencia de fotos que fundó porque le gustaba celebrar sus triunfos con una botella ‘magnum’ de champán. El escritor John Steinbeck tampoco era un tipo ejemplar. Según el retrato malévolo que hizo Capa de él, Steinbeck estaba aquejado de una «sed considerable». De hecho, el autor de ‘Las uvas de la ira’ hilvanaba frases con fluidez solo cuando había mojado convenientemente el gaznate, si hemos de creer al fotógrafo. Ambos formaron una extraña pareja. Con el ánimo bajo, se encontraban una vez sentados a la mesa del bar del Hotel Bedford de Nueva York tomando dos ‘Suissesses’. Curtidos en el periodismo y asqueados por las aburridas noticias que escupían los teletipos, no se les ocurrió mejor idea que viajar a la Unión Soviética. Corría el año 1947 y todo el mundo hablaba de Stalin, del Soviet Supremo y de los misiles teledirigidos. Pero, como decía, Steinbeck había cosas que nadie sabía de los rusos. ¿Qué comían? ¿Cómo hacían el amor y cómo morían? Eran asuntos que interesaban a los americanos. Para cubrir esa laguna, hicieron las maletas con el fin de relatar todas las vicisitudes de su periplo, en el que visitaron Moscú, Kiev, Stalingrado y las estepas y granjas ucranianas, entre otros muchos lugares. «Trabajaríamos juntos, evitaríamos la política y los temas más amplios. Nos mantendríamos lejos del Kremlin», se propuso Steinbeck.

Las crónicas que Steinbeck escribió y las fotos que Capa hizo se publicaron en el ‘New York Herald Tribune’ y en 1948 aparecieron reunidas en un libro bajo el título ‘Diario de Rusia’, que ahora la editorial Capitán Swing se encarga de rescatar.

Capa regresó con unos cuatro mil negativos y Steinbeck con varios cientos de páginas con apuntes. Se habían topado con campos y ciudades devastados por la guerra, hombres y niños lisiados, mano de obra barata y gentes animadas por un espíritu heroico que se afanaban en la reconstrucción del país.

Crónica de viajes

Para la derecha más intransigente de EE UU aquel libro poco menos que era un sacrilegio. Ni el fotógrafo ni el escritor se ensañaron con los demonios bolcheviques. Y para la izquierda más ortodoxa el libro no cantaba las excelencias de la patria del proletariado.

Sin proponérselo, Capa y Steinbeck firmaron una magnífica crónica de la literatura de viajes, un relato honesto y trufado de humor. No pudieron ver todo lo que quisieron –al fin y al cabo la visita no escapó a la vigilancia del régimen–, pero la prosa del autor de ‘Al este del Edén’ es un ejemplo de elegancia y perspicacia. No faltaron voces que recriminaron al dúo que no testimoniara las purgas, deportaciones y atrocidades perpetradas por Stalin contra la disidencia y todo aquel que sacara los pies del tiesto. Sin embargo, está crítica se revela un poco ingenua. ¿Cómo iba el régimen soviético a dejar contemplar sus vergüenzas a un escritor y fotógrafo reputados y prestigiosos? Por aquellas fechas no había noticias del gulag. El libro está escrito en la Guerra Fría, poco después de que Churchill anunciara al mundo que entre Occidente y la URSS se interponía un telón de acero. Los dos reporteros se percataron enseguida de que si los norteamericanos sufrían una «moscovitis» aguda, una afección que les llevaba a tragarse cualquier patraña y tergiversar los hechos que acontecía en la URSS, los rusos no les iban a la zaga en su «washingtonitis» patológica. Con estos antecedentes, ni a Capa ni a Steinbeck les extrañó que en vísperas del viaje un afamado hombre de negocios les dijera: «¿Así que van a Moscú? Cojan unas cuantas bombas y suéltenlas encima de esos rojos hijos de puta».

Fotógrafo y escritor se dieron de bruces contra la burocracia, aguardaron colas interminables, se sorprendieron del aire uniformado que gastaban los hombres y de la manía de bailar solas de las mujeres: había pocos varones a causa de la mortandad de la guerra y los pocos que había eran demasiado tímidos.

La aventura por Rusia sirvió para que los famosos viajeros se conocieran mutuamente. Steinbeck descubrió que su compañero de fatigas era un ladrón redomado de libros y Capa se sorprendía del ensimismamiento mañanero del escritor, del que solo le sacaba la contemplación de «una muchacha bonita en una fiesta». «Este nuevo personaje es capaz de coger el teléfono y pronunciar palabras como vodka o cerveza».

De filocomunista a defensor de la guerra de Vietnam

Steinbeck nunca cayó demasiado bien a sus compatriotas. No fueron pocos los que le retiraron el saludo cuando publicó ‘Las uvas de la ira’, una denuncia de las penurias de los agricultores estadounidenses en la Gran Depresión. Le consideraron un traidor a su país y hasta se organizaron actos para quemar sus libros. Demasiado rojo y transgresor para la época. Sin embargo, este ganador del Nobel y el Pulitzer fue atemperando sus ímpetus izquierdistas hasta el punto de que llegó a apoyar la guerra de Vietnam y la política del presidente Lyndon Johnson. De ser considerado un filocomunista por la derecha pasó a ser odiado por el progresismo en los años sesenta. A él nunca le agradó la etiqueta de izquierdista. No en vano él se definía como un patriota. Razones para adscribirse a la izquierda no le faltaban: tuvo unos comienzos difíciles y trabajó como jornalero y albañil.

Antonio Paniagua

 

Una obra clásica de la crónica y la literatura de viajes

Poco después de la caída del Telón de Acero, el ganador del Premio Pulitzer, John Steinbeck, y el famoso fotógrado de guerra Robert Capa se aventuran en un viaje hacia la Unión Soviética con el objetivo de escribir un reportaje para el «New York Herald Tribune». En un viaje totalmente único, no solamente tuvieron oportunidad de visitar las grandes ciudades rusas si no que además conocieron la situación de Ucrania y el Cáucaso.

Steinbeck (1902) nace en Salinas, California, y desarrollará la mayoría de sus grandes obras en las tierras más desgarradas de los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX. Ingresó en la Universidad de Stanford en 1919, aunque la abandonaría para intentar establecerse en Nueva York para vivir únicamente de la literatura. Al principio sufrió una gran serie de fracasos y se vio obligado a regresar a California. Una vez allí, sus obras conseguirán la fama merecida y «Tortilla Flat» y especialmente «Las uvas de la ira» lo consagrarán como uno de los más prometedores autores de su época. A estas novelas les seguirían «La perla», «De ratones y hombres», «Al este del Edén»… Recibió el Premio Nobel en 1962 y fallece el 20 de diciembre de 1968.

Robert Capa, nació en Budapest en 1913, con el verdadero nombre de Andrei Friedman. Mítico fotógrado y corresponsal de guerra, conoció la fama por su magnífica labor cubriendo la Guerra Civil Española y la II Guerra Mundial. Fundador de la primera agencia cooperativa de fotógrafos independientes junto a Rodger entre otros, fallece en 1954, mientras cubre la guerra de Indochina, destrozado por la explosión de una mina.

En este libro se nos presentan paisajes desolados y arrasados por la guerra. Pueblos aislados con las comunicaciones cortadas y familias rotas por el dolor, cuya vida normal es imposible de reanudarse con la normalidad anterior. Pero a pesar de eso, la fuerza de voluntad del pueblo soviético comienza la reconstrucción con lentitud pero seriedad y a pesar de la separación cultural abrieron sus destrozados hogares a los dos periodistas. Un retrato único de los primeros años de posguerra, acompañado por las inmejorables fotografías del posiblemente más famoso fotógrafo de la historia.

Este no es un libro político, lo cual es de agradecer. Con un texto exquisito, esta crónica alargada del sufrimiento de un pueblo tras la tragedia, este libro debería ser imprescindible para cualquier periodista o aficionado a la historia.

 

Rusia descrita por Steinbeck y retratada por Capa

Lo cierto es que Capitán Swing se está erigiendo en una de las editoriales de referencia para todo lector inquieto. Acaba de sorprendernos -una vez más- con un libro fantástico y nunca suficientemente mentado: ‘Diario de Rusia’. A la pluma, el gran John Steinbeck; al objetivo, el sublime Robert Capa.

En 1946, el también Nobel de Literatura Wiston Churchill anunció que entre la Unión Soviética (¿recuerdan aquel entrañable término, ‘la URSS’?)  y occidente había caído un ‘telón de acero’. Recién caído ese espeso muro que aisló a Rusia y sus países acólitos del resto del mundo, el autor de ‘Las uvas de la ira’ recibió el encargo de embarcarse hacia tierra soviéticas para servir de notario lírico de cuanto por esas frías estepas y rojos empedrados ocurría. Steinbeck y Capa aceptan el desafío y pespuntan no la historia de Rusia, sino una historia de Rusia, la que ellos vivieron, vieron, olieron.

Para el viaje, del cual más de uno dudó del regreso, llevaron dieciséis maletas (Capa cargaba con más de cuatro mil  negativos, productos químicos y varias cámaras, así como múltiples lámparas de flash), controlados a la perfección por el régimen estalinista.

Se agradece la naturalidad con la que se transcriben los intereses, las curiosidades, los modos de vida de los campesinos rusos.  Pero el interés es mutuo. Capa y Steinbeck destejen prejuicios, pero los rusos también. Y acampan ambos, ellos, los otros, en territorio común, humano, libre de guerras y cercos fríos. Un traductor oficial los acompañaba. El escritor no sabía ruso. El fotógrafo, tampoco. A pesar de que conocía numerosos idiomas, cada uno de los cuales hablaba con acento disperso y ajeno.

Viajan como dos anónimos, tratan de pasar todo lo inadvertido que la situación les permite, y se amoldan a lo que se les ofrezca: “esparcieron heno fresco para nosotros y pusieron una alfombra por encima, y nosotros nos echamos a dormir (…) El heno del pequeño establo era dulce. Los conejos que había en una jaula junto a la pared hacían ruiditos y mordisqueaban algo en la oscuridad”.

‘Diario de Rusia’ es un fascinante libro de viajes, con una prosa íntima, capaz de hacer que el lector se sitúa en esas escenas familiares de las que fueron disfrutando escritor y fotógrafo. Al fin y al cabo, los rusos no resultaban tan pérfidos como quisieron hacernos creer.

Esther Peñas

 

Ah Puch está aquí

En 1970 William Burroughs y el artista Malcolm McNeill comenzaron un pequeño proyecto conjunto, un cómic titulado The Unspeakable Mr. Hart, que se publicó en Cyclops, la primera revista inglesa de cómics para adultos. Poco después, los autores decidieron colaborar en una meditación más extensa sobre el tiempo, el poder, el control y la corrupción inspirada en los códices mayas

Burroughs, William S.

Nacido en el seno de una familia adinerada, Burroughs creció rodeado por el lujo. Tras estudiar literatura

Castleman, Craig

Craig Castleman, profesor adjunto de comunicación en el Bernard M. Baruch College de Manhattan, cuenta que, a finales de los años sesenta

Getting Up / Hacerse ver

En 1972 el grafiti en los trenes subterráneos de Nueva York se volvió un asunto político. Un año antes, la aparición del misterioso mensaje «Taki 183» había hecho aumentar tanto la curiosidad de los neoyorquinos que el New York Times envió uno de sus reporteros

Los duendes de Panzeri

Los duendes de Dante Panzeri están entre nosotros. Andan en grupo y están hechos de una sola pieza. Tienen nombres extraños para ser duendes, porque se llaman ética, coherencia, rigor periodístico, valentía, crítica fundamentada. Vienen a visitarnos cuando hacen falta –y vaya que hacen falta–, en este presente con escasez de valores que, como dice Carmen, una vieja amiga del Dante, “lo mataría de nuevo si volviera a vivir”. Los duendes dieron vueltas durante un par de horas en la librería La Libre, donde se presentó la reedición de Fútbol, Dinámica de lo impensado, su obra cumbre.

A Diego Bonadeo, emocionado, lo quebró el encuentro con Flavia y Sandro, sus dos hijos, sentados en primera fila. Pablo Llonto contó cómo a la hora de desandar el camino del boxeo, Panzeri con sus artículos lo aleccionó sobre qué es un “homicidio legalizado”. Ariel Scher jugó con las palabras igual que cuando escribe en una encendida arenga panzerista. Osvaldo Di Giano lo analizó como intelectual. Alejandro Wall leyó sus columnas imperdibles de Satiricón. El prologuista de esta prolija reedición de Capitán Swing, Ezequiel Fernández Moores, cerró el panel con una sentida reivindicación. Y quien escribe estas líneas evocó cómo Dante –un adelantado– nos hablaba de la relación indisoluble entre política y deporte hace 36 años.

Panzeri y sus duendes gozan de buena salud gracias a iniciativas como la de Sebastián Kohan Esquenazi, quien en el epílogo del libro (también abrió la presentación del pasado jueves en San Telmo) escribió: “Dante Panzeri fue un periodista de esos a los que les gusta jugar de visita, siempre contra corriente. Un periodista que pensaba la sociedad a partir de las relaciones humanas que se generaban en y alrededor del deporte. Fue generador de un pensamiento crítico, siempre, sin excepción de lugar ni de momento. Fue y es admirado por su agudeza y honestidad. Dante Panzeri marca un antes y un después en el periodismo argentino”. Es muy cierto. Porque como decía Dante sobre el deporte, “yo sólo puedo darle protesta para defenderlo de quienes lo destruyen. Con lo que creo que construyo”.

Nos hace mucha falta alguien así.

Gustavo Veiga

 

Panzeri, en las librerías

Fútbol, dinámica de lo impensado vuelve a salir. Sebastián Kohan Esquenazi, su editor, explica por qué el texto sigue vigente

Se ve que el fútbol vuelve posible casi todo. A algunos les concede la oportunidad de soñar un gol y, después, lo hacen. A otros les permite imaginar que el equipo por el que hinchan será un gran campeón y, un día entre los días, eso ocurre. A Sebastián Kohan Esquenazi, responsable del sello editorial Capitán Swing, le surgió una esperanza más singular e igual de extraordinaria: volver a publicar Fútbol, dinámica de lo impensado, acaso el clásico de los clásicos entre los libros de fútbol, una obra enorme e innovadora que pensó y escribió un periodista también enorme y también innovador, alguien innegablemente argentino pero de valor universal: el periodista Dante Panzeri. Entre 1967, cuando Editorial Paidós sacó a la luz el texto por primera vez, y 2012, cuando se produce esta reaparición en librerías, pasó mucho mundo y mucho fútbol. Sin embargo, Kohen Esquenazi evaluó en una entrevista con 11wsports.com que las palabras y las ideas del gran Panzeri no sólo conservan sino que potencia su vigencia. De eso hablan, entre otras cosas, los prólogos que el español Santiago Segurola y el argentino Ezequiel Fernández Moores efectuaron para la edición flamante de Capitán Swing, cuya presentación porteña es este jueves en Bolívar 646. De eso se habla, además, en esta charla.

-¿Qué valor tiene para vos poder reeditar una obra como Fútbol, dinámica de lo impensado?

-Reeditar la primera obra de Dante Panzeri es un absoluto placer y un enorme privilegio. El placer tiene que ver con la posibilidad de volver a darle vida a ideas tremendamente necesarias. Darle nueva vida a un francotirador que generaba críticas con cimientos más allá de los colores políticos del momento. El placer de reeditar al personaje más citado y menos leído. A esa extraña leyenda que todos los mayores de cincuenta años conocen y a todos los menores de cincuenta les suena. Nosotros en Capitán Swing conocimos a Panzeri hace tres años, o sea que yo, personalmente, tarde 30 años de vida en saber de su existencia. Lo conocimos al embarcarnos en la búsqueda de un libro sobre fútbol, algún ensayo, actualmente sorprende y fortalece la cara de admiración que ponen todos aquellos que lo conocieron o lo leyeron. Desprenden una enorme admiración hacia él, la cual se va fortaleciendo con el tiempo cual mito o leyenda que cada vez canta mejor. Ahí radica el privilegio de editarlo. Impresiona que hayan podido pasar 45 años entre una edición y otra. Entre la primera de Paidós de 1967 y la nuestra del 2012. Impresiona pero no sorprende. Panzeri interroga a la sociedad de consumo y al mundo del periodismo deportivo, sacando a la luz la triste realidad de que nadie lo lee. La crítica descarnada frente al negocio en que el fútbol se convertía, más la crítica al surgimiento de la ´chantocracia´ naciente en el periodismo deportivo; esa crítica al culturismo de los que generan un lenguaje complejo y supuestamente serio para hablar de un juego. Por todo eso, interroga a la sociedad argentina, demostrando, como suele pasar, que más vale silenciarlo que darle voz. Más vale esconderlo que editarlo. Por eso es un privilegio y una suerte, haber entrado en ese espacio vacío y poder sacar a Dante del ostracismo reinante.

-¿Cuáles te parece que son los principales aportes que pueden hacer la ideas de Panzeri a la comprensión del momento que está viviendo el fútbol como juego?

-Panzeri planteaba muchas modificaciones concretas a la reglamentación del fútbol, tanto cuestiones relacionadas con la necesidad de disminuir la cantidad de dinero que se ponía en juego, como la necesidad de darle tres puntos al ganador para disminuir la especulación y el ratonismo. Más, la necesidad de las ideas panzerianas no tiene tanto que ver con lo coyuntural, que también, sino con un sinfín de ideas estructurales en cuanto a un pensamiento transformador, que no tiene nada que ver con medidas concretas en el terreno de lo factible. Panzeri se constituye para nosotros como un pensamiento antiguo e imposible, cuestionando la idea misma de progreso, destruyendo por completo la idea de modernidad. Haciendo sátira e ironía sobre el sujeto moderno, científico, omnipotente de la sociedad tecnológica que le tocaba vivir. Considerando su afanosa oposición al absurdo de la sociedad tecnologizada y cientificista, supongo que hubiera llorado de tristeza y desesperanza al ver la sociedad de la información. Duele imaginarlo en este mundo hiperconectado, son redes sociales cibernéticas y con la pavada cotidiana de la sociedad 2.0., siempre conectada, en todos partes y todo el tiempo. Además, todo hay que decirlo, en la sociedad hiperveloz e hiperestimulante no hay tiempo para leer clásicos como el que ahora nos convoca.

Panzeri podría ser emparentado con ideas de la teoría crítica, de la Escuela de Frankfurt, más que con ideas periodísticas, presentistas y coyunturales, al menos en cuanto a que en sus dos libros logra trascender lo inmediato y enfatizar en la reinante razón instrumental y la ciencia como el nuevo dios. Quizás LDI (“La Dinámica de lo Impensado” no sea a otra forma de continuar con aquella otra LDI, de Adorno y Horkheimer de, “La Dialéctica de la Ilustración”) Aun así, no dejaba de ser periodista deportivo. Y esa es su gran virtud, conjugar el presente inmediato futbolero y el pensamiento crítico cultural. Si lo tuviéramos que situar hoy en algún lugar, costaría imaginarlo participando de la dicotomía mediática de corporación versus oficialismo, sino, espero, disparando contra todo lo que se mueve, esencial, absoluto y carente de autocrítica.

– En el mismo sentido, ¿cuáles son los aportes que el libro puede realizar sobre el fútbol como fenómeno social?

– El problema hoy es que todos sabemos lo que pasa. No es cuestión de ignorancia ni de iluminados, es cuestión de la composición estructural de la sociedad, simple ecuación de las relaciones de poder. Ya decía Michel Foucault que la primera razón de que la delincuencia funcione, sea del tipo que sea, es que sea la policía quien coordina su funcionamiento. Hay que tener un par de huevos bien puesto para meterse en terrenos donde se mueven tantas influencias y tanto poder. Desde el negocio de la FIFA y la AFA, hasta el narcotráfico, las farmacéuticas o el armamentismo. Está todo bien hasta que te metes con la mafia. Y si no son los gobiernos o los Estados los que se ponen a la cabeza, lo demás es imposible. Y claramente no son quienes encabezan dicha causa sino, más bien, quienes forman parte de dicho crimen organizado. Todo Estado forma y formará parte de él. El fútbol, en este sentido, es víctima del mismo sistema del que podría ser víctima cualquier otro ámbito existente. La segunda y última obra de Panzeri lo dice todo en su titulo, “Burguesía y Gangsterismo”: se trata de todo aquello que sucede en la sociedad y que al entrar a la cancha, a los vestuarios, a los entrenamientos, al supuesto terreno de lo lúdico, lo arruina todo.

– Panzeri sentenció que su libro no servía para nada, ¿por qué?

-Lo primero que quiere lograr con esa frase, imagino, es restarle peso a todos aquellos que comenzaban a escribir sobre fútbol. Dejaba de ser un juego para ser algo serio, y en esa supuesta seriedad comenzaban a aparecer manuales sobre fútbol, de supuestos conocedores, recetólogos modernos, detentadores de ordenados y triunfalistas esquemas. El DT funciona, para Dante, como chivo expiatorio de dichos científicos de pizarrón, del “culturismo” de los controladores de lo indomable. Tanto entrenadores, dirigentes y periodistas se erguían en ese pedestal de falsos conocedores, avalados por el sistema mediático y profesional al cual Panzeri llamaba “chantocracia”. Es falsa humildad cuando Dante dice que su libro no sirve para nada, es simplemente una forma de despegarse y diferenciarse del lugar común que generaban otros textos de la época.

-¿Por qué creés que pasaron tantos años sin que hubiera una nueva edición de un clásico como este libro?

-Porque, como decíamos arriba, es un francotirador que no queda bien con nadie. Nadie se lo llevó a su bando. Nadie nunca se lo apropió, ni lo reivindicó como propio. Ningún poder mediático o político utilizaría su discurso para hacerse propaganda. Eso sería un suicidio. Es enemigo de la institución en sí misma. Sus pensamientos no son fácilmente parafraseables porque son siempre políticamente incorrectos. Se lo recuerda por su honestidad y la honestidad nunca ha funcionado como valor de cambio. No hay nada menos rentable que la honestidad. Finalmente, cuentan, murió con algún grado de soledad y frustración, cosa que supongo, le debe pasar a muchas personas que nunca quisieron formar parte de grupos grandes y masivos que lo dotaran de contención e identidad. Ni derecha, ni izquierda, ni peronista, ni nada. Un paria sin ningún sentido de la oportunidad.

-¿Quién, a la distancia, creés que fue Panzeri?, ¿qué significa hoy su figura?

No sé quién fue, pero tengo que aceptar que lo he convertido en lo que yo quiero que sea. Después de años de convivir con sus letras, finalmente, dice siempre lo que yo quiero que diga. Aunque sé que ser fundamentalista de Panzeri sería una actitud muy poco panzeriana.

-¿Qué fue lo primero que sentiste cuando tuviste un ejemplar de la nueva edición del Fútbol, dinámica de lo impensado entre tus manos?

-Dos años y medio después de empezar con este proyecto, una vez que logré tenerlo en la mano, sentía como que ya lo conocía, como si ya fuéramos viejos amigos. Me alegró más ver a Daniel, mi amigo madrileño, que vino a Buenos Aires con diez ejemplares en la mochila y que hace tres años que no veía. Pasó dos horas por Aeroparque camino a Chile. Nos tomamos una Quilmes mirando al Río de la Plata.

 

Una vida llena de agujeros

Al leer Una vida llena de agujeros desde la visión de nuestro primer mundo conmueve no solo el uso de la picaresca cuya finalidad es la misma supervivencia, o acumular posesiones que en un mínimo espacio de tiempo se transforman en dádivas para un tercero y pasan de mano en mano sin dejar lugar a rencores que duren demasiado sino el poder magnificente de la aceptación del destino, sin más, llegando al peligroso tamiz que nos deja con la resignación por único asidero, y la sumisión como moneda de pago.

No puede quedarse uno pasivo ante una vida real contada en primera persona de alguien que ha desarrollado trabajos tan dispares como cabrero, panadero, vendedor de kif, y todo lo imaginable para apenas sobrevivir en algunas ocasiones. Tomen nota aquellos que se echan las manos a la cabeza cuando lean cómo el joven trabaja en muchas ocasiones a cambio de nada, por supuesto, sin mediar contrato o firma alguna, tan solo la palabra dada –que en muchas ocasiones de deshace con la misma rapidez que se formó-. Lo que vale es el transfondo, la intención.

Leer las narraciones de este autor no deja indiferente. Larbi Layachi va hilando a través de sus más de trescientas páginas una vida de modo novelado, creando un interés hacia el protagonista de la misma de modo natural. Esta obra podría ser perfectamente una colección de relatos, ya que cada capítulo contiene una pequeña historia que funciona de manera independiente y cumple con las expectativas del lector para que su lectura formule un interrogante al finalizar cada capítulo, a modo de final abierto.

Una vida llena de agujeros es una aquellas narraciones que en algunos pueblos se transmiten aún de generación en generación y de forma oral.

Anécdotas e historias llenas de simpleza, jamás por ello aburridas ni faltas de ingenio o incluso de algún signo moralista.

Esta narración oral que por parte de su protagonista actúa a modo de grabación vivencial, resulta en una lectura áspera, en donde el dolor existencial se acepta sin quejas ni lamentaciones.

La novela contiene una doble lectura. La primera comprende una serie de relatos cuya trama se hila bajo el título sugerente de Una vida llena de agujeros. Una novela biográfica o la vida novelada de un tangerino analfabeto, en manos de un reconocido escritor norteamericano, Paul Bowles, sería la segunda. El escritor estadounidense es conocido por sus viajes y su estancia en Tánger. Bajo la mirada de un escritor y viajero reconocido, no defrauda la amplia experiencia que se desvela tras sus observaciones.

Recomendable para aquellos que desean conocer de cerca otras realidades, y que al mismo tiempo no les asusta mirar dentro de si mismos y aprender a apreciar lo poco que creen tener. Uaja.

Saray Schaetzler

El hombre que siempre estaba allí

Terry Southern formó parte de la generación beat y del Swinging London, fundó el llamado “nuevo periodismo”, escribió los guiones de Dr. Strangelove y Easy Rider… Vamos, que estuvo en todas las fiestas y firmó en todos los libros de visita que daban cuenta de la cultura de los animados setenta. Semejante currículum hace que cualquier obra suya que pueda ofrecernos el mundo editorial en español merezca interés. Junto con una interesante y alocada novela (“El cristiano mágico”) que publica Impedimenta, aparece esta recopilación miscelánea en Capitán Swing que sirve de buena introducción al singular universo literario del autor. Universo marcado sobre todo por un estilo ácido que se sirve del sarcasmo y la ironía para desnudar a la sociedad americana, pero sin alcanzar el trazo grueso de lo grotesco o la admonición panfletaria.

Southern es un gran escritor, capacitado especialmente para el diálogo, a través del cual capta la espontaneidad de la calle, aunque tampoco se pierde en la excesiva imitación del slang, porque sus textos se dirigen ante todo contra los prejuicios, inercias y fundamentalismos de la sociedad americana: el racismo, la homofobia, el gran tabú de las drogas… Pocas cosas quedan al margen de su pluma insidiosa, le agrada especialmente retratar con rasgos burlescos algunas de las grandes cuestiones políticas de la época, desde los viajes espaciales a la CIA a “la bicha” del comunismo; pero también se mueve por cuestiones más mundanas, como el jazz o la literatura pulp (ay ese Mike Hammer que hoy contemplamos con una mirada aún más sardónica que la de Southern…).

En el libro encontramos también algunos textos de ficción que no pasan de pequeñas curosidades o apuntes de lo que podrían llegar a ser comedias musicales, obras de teatro o guiones televisivos. Mención especial merece “Se cambia de apartamento”, donde une nada menos que a Freud, Kafka y la madre de éste en una especie de sesión de terapia desopilante que termina con una resolución simbólica que habría agradado al autor de “La metamorfosis”. Otro de sus logros es la incorporación de la narrativa al reportaje periodístico, a la manera de Capote (no entremos en quién fue primero, el huevo o la gallina… o dejémoslo mejor en la marihuna y todos contentos), técnica que hoy se sigue practicando con profusión y que quizá no ha sido lo suficientemente estudiada y valorada.

Un volumen entretenido, irreverente, de ágil lectura y buen sabor de boca final. Si un mínimo pero podemos ponerle es lo pegado que se encuentra a su época, aunque ese inconveniente deja de serlo porque aquellos tiempos, al menos bajo la visión de Southern, aparecían cuajados de humor, desvarío, creatividad y, en definitiva, vida. Contemplarlos desde la grisura del presente nos invita a reiterar la famosa interpelación de Tierno Galván: el que no este colocado aún, que se coloque.

Francisco Casoledo

Desde Rusia con amor

En 1947 John Steinbeck y Robert Capa viajaron a la URSS. «Viaje a Rusia», ahora recuperado, recoge sus impresiones

Ninguno de los dos era ya un pipiolo en busca de fama y di¬nero (aunque sabido es que a los artistas nunca les sobra), ni tan siquiera un plumilla y un fotero necesitados de primicias, exclusivas y un puñado de pavos frescos, o la palmadita en la espalda del redactor jefe. Nada de eso. Ese día de marzo de 1947, en el bar del neoyorquino Ho¬tel Bedford, aquellos dos hombres ya se habían fogueado en la vida y el periodismo, y sabían lo que era que una bala te pasase cerca de la oreja.

Echándose un trago al coleto (cosas del periodismo preinternáutico), john Steinbeck y Robert Capa bromeaban con Willy, el camarero, un hombre sabio como los camareros de entonces, y estaban más aburridos y desorientados que un esquimal en un safari. Steinbeck era un puñetero rojo, un demócrata de la cabeza a los pies, un tipo duro que había escrito muchos de los mejores relatos sobre la Gran Depresión, como «Las uvas de la ira» y su Tom Joad, uno de los grandes héroes populares de todos los tiempos.

Rojeras, sí, el tal Steinbeck, lo que no impidió que participara en numerosas historias propagandísticas durante la Segunda Guerra Mundial y que incluso realizara uno de los reportajes patrióticos más formidables, demagógicos y sacados de madre jamás escritos, «Bombas fuera», recuento de sus experiencias con las tripulaciones de los bombarderos que surcaban el Pacífico en busca de los malísimos japos.

Tan solo diez años antes de aquellos pelotazos, el fotógrafo Robert Capa andaba por España, o por lo que iba quedando de ella, poniendo su cámara al servicio de la República Española, y convirtiéndose en uno de los grandísimos reporteros de guerra nunca vistos. Trago va trago viene, los dos colegas tuvieron una ocurrencia: marcharse a la Rusia de aquellos días, masacrada por la guerra, con el ánimo de contar la verdad, no esas verdades que cualquier tipo en un despacho de Washington se saca la manga con un poco de a imaginación y un teletipo.

Ellos no querían meterse en política, lo que querían era mostrar el lado humano de los soviéticos y poner fin a tantas suspicacias y malentendidos que atiborraban los graneros de Iowa y las plantaciones del Mississippi. Querían ver a los rusos en su salsa, dándole al vodka, en sus bautizos, bodas y comuniones, en el tajo, en la siega, en las fiestas y al pie de los iconos, cicatrizando sus horribles heridas. Y poco les importaba que el padrecito Stalin lo contemplara todo desde sus omnipresentes peanas de bronce o escayola. Pusieron pues rumbo a la Madre Rusia triunfadora en la Gran Guerra Patriótica contra los nazis.

Capa llevaba película como para rodar hasta la eternidad y Steinbeck su cuaderno, y entrambos alguna botella de whisky que se encargarían de robar a sus colegas en Rusia. El resultado de aquel verano de turismo periodístico fue «Viaje a Rusia», que publicaron en 1948. Para los derechistas americanos, era casi una provocación prosoviética (Steinbeck y Capa mostraron que los rusos no tenían cuernos, ni olían a azufre), y para la obtusa izquierda america¬na, una nimiedad que no reflejaba las venturas de la dictadura del proletariado. El libro lo recupera ahora Capitán Swing en magnífica edición y con los testimonios impagables de Steinbeck con el boli y Capa con la cámara. Amor, humor, anécdotas, chis¬tes (al parecer Capa tenía entre otras raras costumbres encerrarse en el baño con periódicos rusos, que por supues¬to no entendía), detalles, pinceladas, impresiones, puntadas con hilo, para dibujar un cuadro de aquella Rusia que de pura sencillez y trazo firme te conmueve el corazón, como dicen que antiguamente hacían algunos periodistas.

MANUEL DE LA FUENTE

El periodista que se chutó sangre de esquizofrénico

La editorial Capitán Swing reedita el más famoso recopilatorio de artículos y relatos de Terry Southern, A la rica marihuana y otras especias… Los puntos suspensivos son importantes, porque representan todo un cúmulo de historias, algunas truculentas, otras satíricas, otras ingeniosos retratos de personajes peripatéticos, que hay detrás del humo sensacionalista que debía suponer insertar la palabra “marihuana” en el título de un libro allá por los sesenta. Los puntos suspensivos, de hecho, son lo más interesante del libro, y ponerlos como sustitutivo de todo lo que nos va a contar Terry parece una bella forma de alentar la expectación o de autocensura.

Con un título más propio de la bibliografía de Carlos Castaneda o del anuario de la revista Cáñamo, este libro abre con un par de relatos protagonizados por las peripecias de un chaval blanco y uno de los negros que trabajan para su padre. Juntos montan una plantación de hierba. Por supuesto, el negro le enseña todo lo que hay que saber sobre el negocio, hasta que un buen día éste se mata a cuchilladas con otro negro tras una disputa por una apuesta de dados.

Los negros y la maría aparecen muchas más veces en el libro. Los primeros como objeto de estudio de un erudito amante de la música, que cuenta en una cena con sus colegas de profesión su intención de meterse en profundidad en esa nueva música que llaman jazz y que sirve de bandera a la raza que su pueblo lleva tantos años explotando. La metodología es sencilla: darse un paseo por los bajos fondos, preguntar por Bird y meterse heroína mientras intenta imitar el slang de la época para camuflarse.

Hoy en día se tiene una idea muy romántica de todo ese mundillo de negros soplando por tubos dorados que se inyectan jaco para tocar mejor, pero lo cierto es que esta gente siempre estuvo bien jodida y que ninguno de nosotros duraríamos ni tres minutos viviendo esas vidas. Lo más parecido que tenemos en España es el pueblo gitano y los pobres inmigrantes que vienen de África o Pakistán o India a montar sus badulaques con jornadas laborales de 16h y a los que el Gobierno  acaba de negar la asistencia sanitaria. En España falta por escribir la Gran Novela Paki, que corre a cargo de los hijos de esos tipos que nos venden serbesa-beer-amigo a las tres de la mañana. Quién sabe. Por su parte, los gitanos ya inventaron a Camarón y pueden morir en paz y armonía. De momento Cuatro podría dedicar un programa de Me cambio de familia al Bronx, o a las tres mil viviendas de Sevilla. Como eso no va a ocurrir, tendremos que recurrir a Terry para reírnos juntos de los hipsters. El relato “Eres demasiado hip, tío” es un claro ejemplo de lo ridículos que podían llegar a ser los modernillos de la época, tanto o más que los jazzapastas de nuestros tiempos.

Pero vamos a lo que vamos. Las historietillas sobre la injusticia social y sobre blanquitos que se las dan de listos están muy bien, pero las historias que de verdad impactan son las que protagoniza el propio Terry. O eso da a entender, porque su prosa periodística y su prosa ficcional apenas se diferencian, y la editorial no detalla qué es un artículo o qué un relato, o dónde y en qué año se publicaron. Esta revista le debe mucho a Terry Southern, casi tanto como a Hunter S. Thompson, y quizá más de lo que muchos sospechen. Tom Wolfe dijo (y Tom Wolfe es DIOS) que el origen del Nuevo Periodismo fue un artículo de T.S. titulado “Bastoneando en Ole Miss”, publicado en Esquire (la revista de hombres ¿interesantes?) y también en este libro. El punto fuerte de este artículo y del libro es precisamente la capacidad del autor para autografiarse en ellos sin perder ni un detalle de lo que quiere contar.

Un hipotético musical de enanos cubanos, un escritor de novela policíaca que, harto de que ningún actor sea capaz de interpretar como Dios manda a su detective protagonista, decide interpretarlo él, un extraño viaje a un pueblo perdido de México donde sus habitantes cohabitan con una plaga de cucarachas verdes voladoras, dosis de escenas absurdas, sobredosis de sátira y lo que todos estábais esperando, un tipo al que le recomiendan probar la sangre de esquizofrénico por su capacidad para alterar los sentidos. Esto último, que parece muy descabellado, es un recurso con el que llegó a experimentar en siquiatría hace no tanto tiempo (por ejemplo, una pareja de médicos llamados Ferguson y Fisher, que experimentaron con monos en 1963).

Pero no vamos a negar que Terry y la hierba siempre se llevaron bien. ¿Recordáis una película de dos moteros contrabandistas que recorren el asfalto americano, se cruzan con un autoestopista hippie y llegan a un pueblo de terribles rednecks que acaban persiguiéndolos y matándolos a los dos? ¿Esa que empieza con un tema de Steppenwolf? Easy Rider, sí, esa. El guión es de Southern. Y también el guión de El rey del juego. Y el de ¿Teléfono rojo? volamos hacia Moscú. Y el de Casino Royale, la parodia de James Bond de 1967. Y también escribió para Paris Review. Vamos, que estuvo metido en todo, este tío.

Drogas, sexo, violencia, moteros, carreteras, cucarachas verdes voladoras, Sartre volviéndose loco, escribiendo y protagonizando un ballet, y todo escrito por un tío que fue teniente de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y después beatnik. ¿Qué más se puede decir? Que Terry Southern es uno de los periodistas/escritores/guionistas más grandes que ha parido la patria estadounidense. Que dejéis de leer esta patraña de una vez y le leáis a él, a ver si aprendéis algo de verdad.

BORJA CRIADO

 

Amor por Brasil

Stefan Zweig tiene todas las condiciones, y en grado sumo, de gran escritor.

Uno. Su sensibilidad es portentosa. En su caso, preferiría hablar de permeabilidad: es una esponja que lo absorbe todo. No pasa por la vida como gato sobre ascuas, sino embarrándose y haciendo de todo, de todo, una experiencia personal. Zweig sabe contar aventuras porque su vida es una aventura libre y consciente, decidida y radical.

Dos. Dejarse impactar por lo que la vida ofrece supone una notable capacidad de riesgo, que Zweig también tiene.

Tres. Sensibilidad y riesgo, sí, pero también cuidado, cultivo o capacidad de entrega. Porque una obra de arte nunca es fruto de la casualidad, sino de las tres cualidades mencionadas. La obra de arte: el libro duradero, es fruto del mimo obsesivo, de la atención constante, de una generosidad demencial. Y Zweig hace gala de esto y en cada página, lo que resulta sobrecogedor.

Un asunto personal

Brasil, país de futuro, con excelente y erudita introducción de Volker Michels, es un ejemplo perfecto de permeabilidad, de valentía y de esa virtuosa obsesión que debe caracterizar al novelista. Este libro es, sobre todo, una declaración de amor a un país -Brasil-, pero también una declaración de amor a la literatura.

Un ensayo de este género, en el que se aborda la Historia, cultura y economía de un territorio ante el que Zweig quedó fascinado, tenía todas las papeletas para convertirse en un libro que, como todas las guías de viaje, terminara por quedarse anticuado.

Con este no pasa eso porque Zweig nunca se queda en lo puramente geográfico, histórico o general, sino que hace de todo un asunto muy personal, hasta conseguir que estás páginas puedan leerse como una novela, es decir, como la confesión de un amor secreto.

PABLO D’ORS