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El negocio y el terror de los barcos de esclavos

Por La Razón  ·  07.11.2021

En el excelente «Barco de esclavos. La trata a través del Atlántico» (Capitán Swing), el historiador estadounidense Marcus Rediker escribe: «El barco esclavista, bien armado y capaz de cubrir grandes distancias, era una poderosa máquina de navegar, pero era, también, (…) una factoría y una prisión y en esa combinación residía su ingenio y su horror (…) El barco era crucial para la trata. El barco mismo no era más que un eslabón en la cadena de la esclavitud… una cárcel flotante… una prisión portátil…».

Dentro de la investigación histórica y de la abundante bibliografía sobre la trata, esta obra merece una consideración aparte porque, aunque incluye los más modernos datos al respecto, su epicentro es el barco de esclavos tal como anuncia su título, tras el que se halla una terrible historia en la que el autor no se limita a cuantificar aquella atrocidad y sus resultados, a repasar su historia, su papel en el desarrollo del capitalismo, sus consecuencias y su abolición, sino que, además, ha buceado en todo tipo de archivos buscando la peripecia humana, el terrible desgarro que sufría la persona arrancada de su aldea, de su tierra, de su continente, conducida a una monstruosa máquina flotante, arrojada medio desnuda a su bodega.https://d47c8ef88690bdc5d46a37d582583dff.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-38/html/container.html

Ahí mismo donde se respiraba el hedor a excrementos, a miedo, a enfermedad y a muerte; ha indagado en las zonas africanas más afectadas por la trata, ha buscado los restos de los depósitos y fortalezas donde eran reunidos los esclavos antes de su embarque, ha recogido todo tipo de vivencias, recuerdos orales y escritos sobre los catorce millones de seres víctimas de la trata atlántica, de los 12,4 millones que llegaron vivos a los barcos, del 1.800.000 que perecieron en la travesía y terminaron en el océano como festín de los tiburones que seguían a los buques negreros, de los nueve millones que llegaron a tierra firme donde fueron vendidos y convertidos en la fuerza de trabajo de Estados Unidos y de las colonias británicas, portuguesas, francesas, españolas o neerlandesas.

Retrato del esclavista

Pero esta magnífica y conmovedora historia habría quedado incompleta si se hubiera detenido ahí. El barco era un mundo, era la inversión de armadores y comerciantes, era la cárcel flotante gobernada por un capitán que debía ser tan hábil en el gobierno del buque como en la conservación de su valiosa mercancía, tan valiente para afrontar los mil peligros que entrañaba aquel negocio como duro en el trato de su terrible marinería, tan inteligente como flexible en el gobierno de aquel conglomerado humano miserable e imprescindible para el éxito de la expedición.

La marinería merece punto y aparte. Un tratante de esclavos la calificaba como «La hez de la comunidad»; era reclutada en los bajos fondos o en las cárceles de los puertos: su alimentación era mala, su sueldo, escaso, sus condiciones higiénicas, nulas, su disciplina, brutal… No había viaje en que no se empleara el látigo por violación de prisioneras, robo, peleas, borracheras, rebeldía, indisciplina, negligencia… todo terminaba en el cepo o a latigazos a veces hasta la muerte. Luego estaban los accidentes que solían mutilarles o incapacitarles, la enfermedad y las fiebres que podían cegarles, dejarles secuelas irreversibles o matarles. En los barcos negreros se escuchaba esta canción: «¡Alerta, marinero! ¡Atento! / ¡Cuidado con el golfo de Benín! /¡De cada cien que entran sólo sale uno!».

En esta obra, esclavos, capitanes y marinería componen el mosaico que ofrece muchas claves de cómo fue la trata de esclavos: motor de la economía de las minas y plantaciones agrícolas (azúcar, algodón, tabaco, café, añil, arroz, cacahuete…) de América y el Caribe y, quizá, como opina el historiador y político Eric Williams, sus beneficios pusieron la base de la Revolución Industrial europea. Otros limitan el alcance del fenómeno, pero, al menos durante el siglo XVIII, la trata y sus resultados constituyeron un negocio muy rentable para los países más avanzados.

El registro de la barbarie

La Historia de la esclavitud se remonta al Neolítico: los cautivos en una batalla o los vencidos en una guerra eran esclavizados y utilizados en los trabajos más pesados cuando no sacrificados en rituales religiosos. En el mundo antiguo, Roma utilizó la esclavitud como base de su desarrollo. Durante la Edad Media, prácticamente desapareció de Europa, pero pervivió en otras zonas, como en el mundo musulmán. El fenómeno esclavista resurgió a partir del siglo XV, aumentó en las centurias siguientes y llegó a su apogeo en el siglo XVIII para decaer paulatinamente a partir de 1808, con la prohibición de la trata en Gran Bretaña y otros países. Con todo, el comercio de esclavos siguió de manera clandestina a través del Atlántico hasta su declive definitivo con las leyes abolicionistas de Francia, Portugal, Estados y España (en Puerto Rico, 1873, se puso en libertad a unos 31.000 esclavos y en Cuba, en 1880 y 1886, fueron liberados 400.000).

Según Rediker, entre 1700 y 1808, «período dorado» del comercio esclavista, se transportaron de África a América dos tercios del total calculado para la trata, es decir, algo más de ocho millones de seres, el 40% de ellos en barcos británicos y estadounidenses. En esa época mejoraron las condiciones sanitarias en los barcos negreros «pero – escribe Rediker- el número de muertes sigue siendo pasmoso: casi un millón de personas muere en la trata, un poco menos de la mitad de ellas en el comercio organizado a partir de puertos británicos y norteamericanos. Las cifras resultan aún más escalofriantes porque quienes organizaban ese comercio conocían las tasas de mortalidad y aun así continuaron adelante. La merma humana formaba parte del negocio: era algo que se calculaba al planificarlo».

Como colofón, véase el caso de un famoso capitán negrero, John Newton, recordado por Rediker. Lo fue todo en un barco negrero: marinero, oficial y capitán; con base en Liverpool, principal puerto negrero europeo, realizó con cuatro viajes, 1746/1784, antes de abandonar el infame tráfico y hacerse ministro anglicano. Muy enamorado de su esposa Mary le escribió 127 largas cartas durante esos viajes en los que le narra las múltiples vicisitudes vividas, que constituyen –junto a varias decenas de epístolas a varios amigos- el más completo reportaje sobre las actividades de un barco negrero y de su capitán. En su ministerio religioso es recordado por sus himnos, algunos tan conocidos como «Amazing Grace», con alusiones a su azarosa vida: «¡Gracia asombrosa! ¡Que dulce el sonido / Que salvó a un miserable como yo / Una vez estuve perdido, pero he sido hallado / Era ciego, pero ahora veo!».

John Newton se convirtió en un antiesclavista entusiasta, escribiendo opúsculos y artículos sobre el aterrador mundo en el que había vivido o argumentando en el Parlamento contra la esclavitud. Falleció a los 82 años, una dilatada vida para quien tantos azares había vivido, teniendo la alegría de que, poco antes de su muerte, se promulgara el “Acta para la Abolición del Comercio de Esclavos” (25-3-1807), comienzo del fin de la infame trata atlántica.

Los esclavos modernos: Mauritania como ejemplo

La lacra del esclavismo pervivió durante el siglo XX en la Península Arábiga y el Golfo Pérsico y, según el especialista Kevin B. Bales, la esclavitud continúa soterradamente: en el mundo existen entre 9 y 27 millones de esclavos. Su característica fundamental es que que la propiedad de una persona es asumida por otra y los motivos más frecuentes son las deudas, los secuestros, los raptos y las herencias del pasado. Si grande es el número de los afectados su repercusión económica resulta enorme: entre 55.000 y 100.000 millones de dólares año. Entre los países señalados como herederos de la nefanda práctica destaca Mauritania, último país del mundo en abolir la esclavitud, 1981, y un tercio de cuya población, millón y medio de personas, sobrevive en situación de esclavitud). A esos esclavos se les denomina «haratines».

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