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Capitán, he encogido a los niños

De pequeños nos enseñan a soñar las cosas equivocadas y relatos como La esposa diminuta (Capitán Swing, 2012) dan cuenta de ello. Me refiero a cosas tales como la magia. La magia es un error. La magia no existe porque está construida únicamente de obviedades, de mundos posibles que se nos pintan como imposibles, de buenos sentimientos que sólo tratan de esconder lo triste de este mundo. La magia no cura la tristeza: la convierte en algo más fuerte. En algo más tremendo. En algo profundamente obsceno.

Cuando tenía seis o siete años se puso de moda la película Pulgarcita y de pronto todas las niñas queríamos ser diminutas para caminar entre las flores, bailar dentro de una caja de música y tener un novio de Playmobil o Polly Pocket que nos diera todo su amor de plasticuzo. Sin embargo en La esposa diminuta Andrew Kaufman advierte, a través de una narración preciosista y delicada, que menguar es terrible y que no debemos conformarnos con la idea de hacernos pequeños, pues hacerse pequeño significa desaparecer, dejarlo todo, abandonarse.

La esposa diminuta es una historia entre muchas historias que sólo suponen un pretexto para lo que realmente Kaufman nos quiere contar. El libro comienza con un extraño atraco en un banco en el que el ladrón pide a los presentes sus bienes más preciados. Conforme el cuento avanza nos damos cuenta de que el bien más preciado de cada uno de ellos no es lo que entregaron, sino su propia vida. Así Kaufman nos presenta a los verdaderos protagonistas: un matrimonio conflictivo cuya mujer (que también estuvo en el robo) comienza de pronto a menguar. Es aquí donde advertimos la verdadera intención del autor, la verdadera metáfora y moraleja: La esposa diminuta es otro retrato sobre las complicaciones de las relaciones de pareja. Porque el amor es una cosa enorme que puede volverse diminuta si no la cuidamos. Un gigante que desaparecerá en la niebla si no le prestamos la atención suficiente. Un sentimiento que de “real” pasará a ser “mágico” y por tanto “ridículo y falso”.

Los protagonistas de Kaufman no se dejan llevar por la magia porque se imponen a ella. Porque su creador la boicotea desde dentro. Porque no necesitamos magia. Necesitamos palabras. Y en La esposa diminuta hay palabras que son imprescindibles.

No sueñen, no decrezcan, no sean niños ni adultos pero guarden esta fabulosa historia en su biblioteca.

 

Cerebro y músculo contra la pena de muerte

El rey Enrique VIII de Inglaterra fue uno de los fanáticos más célebres de la pena de muerte. Esta práctica, empero, le condujo –unida a su enfermedad tras sus heridas de guerra- a la locura. Demasiados fantasmas, demasiada paranoia surcada de conspiraciones, siempre sajadas con la muerte.

Como él muchos dirigentes, monarcas y demás aristócratas han aplicado esta ley sobre una infinidad de individuos y, hasta en los casos de menos empatía, se demostró que hacer caer la muerte sobre un individuo marca. A veces solamente es un rasguño. Otras toca hueso.

Que la pena de muerte, por mucho que se destierre de la vista del hombre, no es un algo inocuo y aséptico, es uno de los núcleos del ensayo Reflexiones sobre la pena de muerte (Capitán Swing Libros, 2011) escrito apócrifamente a cuatro manos entre el húngaro Arthur Koestler y el francoargelino Albert Camus. Aunque allí no se cuenta la historia del rey de la dinastía Tudor, marca el camino para entender el proceso mental que desencadena la contemplación de la muerte de esta manera tan cruda.

Porque la ejecución –podemos entender- no es una muerte tras un episodio violento progresivo como una reyerta en un bar o una batalla, donde la muerte se va instalando cada vez más en el aire, sino un paso radical de la tranquilidad a la violencia absoluta.

El uso de técnicas más sofisticadas de ejecución, sostienen estos autores, con la invención de la inyección letal, no apartó la potente idea de que la fuerza que tiene el Estado termina con la vida de un semejante, aunque este sea un criminal.

Sus defensores, ya casi ninguno en Europa, aducen que las nuevas maneras –o manierismos- del ritual han conseguido humanizarla. Muy al contrario, cuando Koestler y Camus escriben este alegato, los defensores de la ejecución eran multitud en Europa. En ese tiempo Inglaterra y en Francia se usaban métodos para nuestra perspectiva tan vintage como la horca y la guillotina, que en su momento fue un avance técnico con respecto a la espada. Un método cruel del que no se salvaba ni la democracia más antigua del continente ni la flamante República Francesa.

Ni Koestler ni Camus fueron los primeros en posicionarse contra la pena capital ni los primeros intelectuales. El propio Victor Hugo afirmó que la sola posibilidad de condenar a un inocente invalidaba la pena capital. Eso no resta valor a que estos dos púgiles, Koestler y Camus, se baten extraordinariamente contra el ajusticiamiento.

La primera parte la dedica Koestler a los datos, al razonamiento, a la victoria por agotamiento, a los puntos. Pone todo su cerebro en liza para demostrarnos que el número de delitos no desciende con pena capital o sin ella. Un alegato tremendamente documentado que deja sin armas dialécticas a quienes afirman que este castigo es disuasorio para futuros crímenes.

Y si la primera parte es neurona, la segunda del genio Camus es todo corazón, es músculo, es el discurso de un poeta. La reducción al absurdo que realiza –y merece la pena leer- es brillante.

El francés propone volver a sacar la guillotina a la plaza pública. Si es un acto tan justo, educativo y disuasorio ¿por qué confinarlo a las cárceles, al silencio de los fines de semana? Liberémosla: adultos, niños, todos, contemplando el espectáculo de la justicia. Salir de esa hipocresía de esconder eso que es tan ‘bueno’. Sacarlo del pozo donde ha sido introducido, convirtiéndose en el sumidero del Estado de Derecho. Se ha colocado, viene a decir, una barricada de asepsia a su alrededor. Pero el hecho es que se sigue matando, con su dosis de sadismo y vísceras. Ocultarlo es admitir en definitiva que es contraproducente, que es algo contrario al buen gusto y la moral, que dirían los neoclásicos. Nombrar la pena de muerte y discutirla es un acto de necesidad para Camus.

Decir qué ensayo es superior al otro es muy subjetivo e injusto.

Koestler; tejido, duro, al hígado, ganaría mil juicios. Camus; sardónico, profundo, idealista, se gana las almas.

Óscar Valero

Locus solus,de Raymond Roussel

Aprovechando que mañana cierra en Madrid la acumulación de trastos que el Museo Reina Sofía ha dedicado a Raymond Roussel, let´s talk about Locus Solus, la obra maestral y menestral del sujeto activo y título asimismamente de la exposición de cacharrería artística que mañana cierra en Madrid sus puertas abiertas hasta mañana que cierran.

Locus solus la ha reeditado hace un mes Capitán Swing, una de esas nuevas editoriales que sacan los colores a las viejas editoriales porque sus libros son más bonitos y más gustosos de tocar; algunos llevan 15 años haciendo el mismo libro por fuera, con otra foto, y ya cansinean.

La edición de Locus Solus es muy aparatajeada -¿por qué estoy escribiendo como un subnormal?, porque me sale de los cojones- y lleva un epílogo y veintena de prólogos. O al revés. Entre medias van los trastos de Roussel, vernales o verneicos o submarinos.

El prólogo es de Coucteau, cacho quitado a su diario del Opio, y no es una pipa, no, pero tampoco un prólogo. Un cacho no es un prólogo. Creo yo, que de opio sé. Lo prologacional debía haber de sido lo de John Ashbery, que va como epílogo, y es muy correcto y exacto y cuenta cosas. Los demás prologosios son pajas mentales francesas, de pajilleros consumados con Deleuze Defoucault Derrida y Debord. Creo que me lo estoy inventando.

Los prólogos -dejen que me demore- pues son simpáticos, al cabo, porque hacen referencia unos a otros, y también a Opio de Coucteau, y acaba uno leyendo la misma cita en cuatro de ellos, y en Coucteau, y no sabiendo si lee lo que dice Deleuze o lo que dice Deleuze citado por fulano. Pero marearse también es leer.

Locus Solus yo mismo no la veo como una obra maestral. Como Enrique Vila-Matas nos ha convencido de lo contrario hasta me la he leído enterilla sin enterarme. Esto era por jugar con las palabras. Me he enterado de que un tipo, narrador testimonioso, va de la mano de un ricacho cientifista por su mansión y predio inmenso viendo las subnormalidades que subraga con su inacabable fortuna personal e intransferible. Las subnormalidades son cosas que conectan con estrellas y gitanas que ven a Dios y muertos que viven para morirse otra vez: y así. Lo parti de esta novela es una prosa centrada en contar las ruedas catalinas de las maquinadas máquinas inexistentes que tiene en su villa Canterel, lo que nos lleva a leer durante 20 minutos la descripción de una manivela. Hay que tener grande la paciencia, aquí.

Y cuando acaba el recorrido por la maravilla y la cámara de las mismas se van a cenar y se acaba el libro.

Yo lo he visto así.

 

Carne de cañón

La editorial Capitán Swing publica ‘La jungla’, de Upton Sinclair, quien escribió un relato escalofriante sobre los mataderos de Chicago

Quién lo iba a decir. Cien años después, el realismo socialista vuelve a los estantes de las librerías. En realidad, la novela de denuncia social nunca desapareció del todo, aunque la Transición impuso de modo inconsciente en la mente de muchos escritores que literatura y política casaban mal. Hablar de política en una novela era de mal tono, salvo que se escondiese en las peripecias del género policiaco. Los editores de Capitán Swing, sin embargo, se han rebelado contra este divorcio y han recuperado un título fundamental que arremete contra los desmanes del capitalismo. Se trata de ‘La jungla’, de Upton Sinclair (Baltimore, 1878-1968), uno de los exponentes más relevantes de la Escuela Realista de Chicago.

‘La jungla’, publicado en 1905, es de esos pocos libros que tuvieron una repercusión social en su tiempo. Las revelaciones sobre las condiciones infrahumanas en que trabajaban los empleados de la industria cárnica y las repugnantes prácticas existentes en los mataderos indujeron al presidente norteamericano Theodore Roosevelt a ordenar una investigación en 1906. Con esta medida, el político pretendía erradicar la adulteración de la carne. Sin embargo, Sinclair fue más allá de la insalubridad de los productos cárnicos. Como escribe César de Vicente en el prólogo, el sistema capitalista, el verdadero monstruo del relato, «quedó intacto» tras la publicación de la novela.

¿Por qué se publica ahora ‘La jungla’? Para De Vicente, la respuesta no admite discusión. «El siglo XXI, podría decirse, se inicia como lo hizo el siglo XX, con la explotación intensiva de los animales, con el dominio de los procesos de racionalización y eficacia técnica industriales, con la preeminencia de los beneficios del capital sobre las condiciones laborales y de vida de los trabajadores y sus familias (…), con la lucha por la supervivencia de miles de proletarios venidos de todas de todas parte del mundo».

En algunos de sus pasajes, Sinclair no escatima descripciones minuciosas y nauseabundas sobre la manipulación de la carne y los procederes negligentes que imperaban en los mataderos de Chicago. El escritor, que supo traducir a palabras el hedor de los lugares donde se desollaba el ganado, relató aspectos insospechados de la industria cárnica. Contaba cómo las ratas muertas a palazos eran introducidas en las máquinas de picar carne; cómo los inspectores miraban a otro lado cuando eran sacrificadas las vacas enfermas; y cómo las vísceras y las tripas eran recogidas del suelo y envasadas como «jamón en lata». El libro conmocionó de tal manera a la sociedad estadounidense que Roosevelt presentó al Congreso una ley que creaba la Administración para Alimentos y Medicamentos.

«Fortaleza de la codicia»

Con apenas 28 años, Sinclair, un completo desconocido que empezó alumbrando páginas indigestas de dramas románticos, se convirtió en el héroe que había desafiado con éxito a la todopoderosa industria de la carne. Su gloria recién adquirida le llevó a abrigar la idea quimérica de que podía liberar a Estados Unidos del capitalismo. «Me pareció que las paredes de la poderosa fortaleza de la codicia estaban a punto de agrietarse», escribió. «Solo se necesita dar un golpe, y luego otro y otro».

Después de tomar contacto con grupos socialistas en Nueva York y conocer a activistas e intelectuales de izquierda, Sinclair cambió su escritura. Abominó del lenguaje moralista y los resabios religiosos de su estilo primigenio para abrazar los dictados realismo social.

‘La jungla’ se publicó por entregas en el periódico socialista ‘The Appeal to Reason’. El libro ahora editado por Capitán Swing contiene los 36 capítulos originales de la versión sin censurar.

Recibida con críticas virulentas, que acusaban a la novela de simplista y tergiversadora, ‘La jungla’ cosechó el apoyo entusiasta de Jack London. En Londres, el futuro primer ministro Winston Churchill no se anduvo con rodeos. Dijo que la novela «atraviesa la parte más gruesa del cráneo y el corazón más correoso».

‘La jungla’ narra la historia de Jurgis Ridkus, un trabajador inmigrante procedente de Lituania que ve cómo su sueño de alcanzar una vida decente se desvanece y deviene una pesadilla desde el momento en que pasa a engrosar la plantilla de un matadero. Su magro salario le impide mantener a su familia. Estas y otras razones le mueven a incorporarse al movimiento socialista.

No es casualidad que la carne desempeñe un papel protagonista en las revueltas sociales. Como recuerda el prologuista de la novela, el motín de ‘El acorazado Potemkin’, la célebre película de Sergei Eisenstein, un levantamiento que se produjo precisamente en 1905 (el año de publicación de la ‘La jungla’) tiene su origen en las condiciones deplorables en que se hallaba la carne con que se alimentaba a la tribulación del barco.

Antonio Paniagua

La esposa diminuta

Un ladrón irrumpe en un banco armado con una pistola, pero no pide dinero. En vez de eso, ordena a cada uno de los clientes que le entreguen el bien más preciado que tengan en ese momento. Los clientes salen indemnes del singular atraco, pero pronto comienzan a suceder cosas extrañas. Una ve cómo un tatuaje se le desprende del tobillo y comienza a perseguirla, otro se despierta y descubre

Anestesia local como psicoanálisis colectivo

Las propuestas literarias de Günter Grass (Dánzig, Alemania, 1937) son siempre estimulantes. Seduce con ese estilo urgente pero depurado, por momentos muy barojianos, algunos dirían que sucio, aunque se ajusta más a un modo de contar las historias de tal modo que incomoden al lector y éste tenga que involucrarse en ellas.

La referencia es ‘El tambor de hojalata’, pero hay otros títulos del alemán realmente interesantes. ‘Capitán Swing’ ha publicado uno de ellos, ‘Anestesia local’. Con una hipnótica portada (que recuerda a Almodóvar y Warhol), cuenta la historia de un tipo que ha de someterse a un prolongado y fatigoso tratamiento bucal. Hasta aquí, despierta cierta apatía. Pero el tipo, tumbado en esa especie de potro de tortura con que todos imaginamos el sillón del dentista, distrae su sopor con un televisor que le dejan encendido y sobre el que proyecta, atrapado por los efectos de la anestesia, sus frustraciones, su devenir personal, ajustándolo en sintonía con toda una generación, la de los febriles revolucionarios de mayo del 68.

Publicado en 1969, el libro es una muestra más de cuán estrecha es la relación entre la vida y la obra del Nobel (que en el mismo año, por cierto, 1999, recibió también el Príncipe de Asturias).

En sus páginas encontramos una revolución nada pacífica, seres que, movidos más por unas directrices que por convencimiento propio (puede comprobarse repasando el modo en que las biografías de los mentores espirituales fueron adelgazando en activismo y revolución), pudieron cambiar el mundo y apenas lo agitaron.

Lucha de clases, frustraciones colectivas, futuros sin perspectiva, futuros inciertos, presentes convulsos… y todo ello con la boca abierta, la del protagonista esperando poder cerrarla.

Esther Peñas

Raymond Roussel, sólo yo os pongo los ojos borrosos

Se puede proponer que la literatura avanza o se pervierte, se renueva o contamina, por el afán de gloria de los autores. A Raymond Roussel se le adjudican estas desproporcionadas pretensiones: “Alcanzaré las más altas cotas; nací para alcanzar una gloria deslumbrante. Puede que tarde en llegar, pero alcanzaré una gloria mayor que Víctor Hugo o Napoleón… Ningún autor ha sido ni será superior a mí.”

Roussel se suicidó el 14 de julio de 1933. En enero de 2012, la editorial Capitán Swing recuperó en castellano su obra más conocida, Locus Solus. Han pasado ochenta años. Me pregunto si esto era la “gloria”.

Locus Solus nos descubre a un autor obsesionado con los objetos. La descripción de un objeto, normalmente un mecanismo que sólo existe en la mente de Raymond Roussel, a la manera de las invenciones de Julio Verne, puede durar tres y cuatro y cinco páginas, para luego ponerse en funcionamiento durante otras tantas y desempeñar una función maravillosa, de cientifismo ficcional y resultados trascendentales. Revivir, conectarse con una estrella, interactuar con seres fantásticos.

En su tiempo, ni los intelectuales ni el público consiguieron tomarse en serio a Raymond Roussel. Ayudaba a marginarlo su estrafalaria forma de vida, que se desarrollaba entre su mansión y un hotel italiano, al que acudía en su propia rulot de lujo, cuya fabricación había dirigido él mismo. Sus novelas y piezas teatrales partían de caprichosos sistemas combinatorios exclusivamente lingüísticos que generaban textos tan crípticos como aburridos. Podría adjudicársele a Roussel ese juego de palabras tan potencial del rapero Kase.o, ese que dice: Sólo yo os pongo los ojos borrosos.

La gente no entendía nada de sus libros.

Fue a mediados de siglo XX cuando su obra empezó a ser reivindicada. Los fundadores del nouveau roman vieron en él a un digno precedente, y algunos miembros de OULIPO entendieron también glamurosamente primitivo el quehacer literario de Raymond Roussel. En la edición de Capitán Swing se acomodan casi veinte epílogos, signados por las cabezas más ilustres del pensamiento y la teoría literaria franceses: Deleuze, Foucault, Blanchot… La palabra que más se repite en estos panegíricos es “genio”. Sin embargo, parece que el clamor por reparar el olvido que pesa sobre la obra de Roussel no ha hecho más que legitimar esa proscripción, convertir su figura en el punto de encuentro del snobismo y en la piedra de toque de la exquisitez intelectual.

Roussel mantuvo sus anhelos de inmortalidad artística entregándose a las drogas. Durante un tiempo, pudo seguir trabajando en sus demenciales libros y alimentar su fe en el éxito. Finalmente, se empachó de farmacopea y fue encontrado muerto sobre un colchón tirado en el suelo.

El Museo Nacional de Arte Contemporáneo Reina Sofía de Madrid le ha dedicado recientemente una extensa exposición. Quién sabe si ese era el “éxito”.

Alberto Olmos

 

La jungla

«El hombre que no puede ofrecer más que su trabajo, está condenado por la naturaleza a encontrarse casi completamente a merced del que lo emplea».

Eden Firdes, s.XVIII

«Si los obreros conocieran verdaderamente su condición, se suicidarían en masa o se sublevarían sin tardanza».

Rosa Luxemburg

Upton Sinclair eligió Chicago a principios del siglo pasado como escenario de su novela industrial, La jungla (Capitán Swing, colección Polifonía, 2012). Eligió la mayor ciudad industrial del país, la única ciudad del país que fue industrialmente el especímen más perfecto de civilización-jungla que podía hallarse. No cabe duda de la sabiduría de la elección del autor, pues en efecto Chicago era la industrialización encarnada, el ojo de la tormenta del conflicto entre capital y trabajo, una ciudad de sangrientas luchas callejeras, con una organización capitalista con conciencia de clase y una organización obrera con conciencia de clase, donde los maestros de escuela se unían en sindicatos obreros y se afiliaban con los peones y los albañiles de la Federación Americana del Trabajo, una ciudad donde, desde las ventanas de los racacielos, incluso los empleados administrativos hacían llover muebles de oficina sobre las cabezas de la policía, que intentaban añadir carne de esquirol a la huelga de la ternera, y de donde salían en ambulancias casi tantos policías como huelguistas.

La jungla es uno de los libros más influyentes del siglo XX: Roosevelt lo utilizó para sacar adelante la estancada ley sobre pureza de alimentos y medicamentos, y la de inspección de carnes. Es una cruda y, en ocasiones, nauseabunda crónica basada en incidentes reales ocurridos durante la huelga que protagonizaron en 1904 en Chicago los trabajadores de los mataderos y corrales de aves. Como manifiesto por un cambio social, revela salvajemente la decepción del «Sueño americano». Sinclair desmantela el mito de unos Estados Unidos convertidos en la meca de los fatigados, de los pobres, de las masas que acuden ansiosas de respirar libertad. La tierra dorada del destino manifiesto resulta ser una pesadilla dickensiana, en la que los esclavos asalariados apenas pueden sobrevivir y donde los inmigrantes sin recursos se ven engullidos por una maquinaria capitalista engrasada por la corrupción y la pura codicia.

Pero la novela va más allá de la polémica: es un relato apasionante y desgarrador. Sinclair no escogió como protagonista a un americano nativo que de algún modo consigue ver, a través de la bruma de la retórica del Cuatro de Julio y de los cantos de sirena de las campañas electorales, la atroz realidad de la vida del trabajador americano. Sinclair no cometió ese error. Escogió a un extranjero, a un lituano, Jurgis Rudkus, que huye de la opresión y la injusticia de Europa, para llegar a una tierra nueva y prometedora con la idea de crear una familia. Su vida se verá impregnada por la pestilencia de la basura y los despojos de una industria  cárnica primitiva y por la lucha diaria para ganarse en pan. Los sueños de Jurgis, junto con su familia, serán sistemáticamente aniquilados. Y él mismo, amargado por los crímenes cometidos contra su familia, desciende hasta actuar también como un criminal.

Es difícil imaginar una novela que haya tenido semejante importancia social.

Es un libro estremecedor que me ha dejado clavado en la butaca. Desde Si esto es un hombre, de Primo Levi, no había experimentado un desgarrón semejante. Uno no es dado a la sensiblería, pero la conmoción ha sido debida a mis recuerdos de cuando trabajaba en las fábricas de producción y montaje. Allí experimenté la destrucción humana, de pobres engranajes rotos en la despiadada molienda de la máquina industrial. Esto solo lo sabe el que  ha pasado más de media vida en esos lugares.

La amenaza actual del desempleo, lejos de una posible solución, parece ser que se está decantando de nuevo a lo que Sinclair denunció en su obra hace más de cien años. El libro se publicó en 1906. Es una novela altamente recomendable donde podemos apreciar por primera vez  los 36 capítulos de la versión original que fueron censurados en su día.

Francisco Machuca

Contra la pena de muerte

Mientras Florida rechaza repetir el juicio a Pablo Ibar, el único español en el corredor de la muerte, se han reeditado dos ensayos de Camus y Koestler sobre la sentencia capital

Ciertamente es lamentable, sí, estar escribiendo aún estas líneas. Es 2012. Pero el progreso no es una escalera de única dirección, lineal e inequívoca, sino una suerte de laberinto de Escher, con subidas y bajadas, con conquistas y derrotas. Y la pena de muerte aparece, una y otra vez, en países que se presentan al mundo como ejemplos de civilización.

Este mismo lunes, el tribunal de Florida encargado del caso de Pablo Ibar, el único español en el corredor de la muerte en Estados Unidos, ha rechazado la petición del abogado de repetir el juicio en el que su cliente fue condenado a la pena capital. Ibar, que también tiene la nacionalidad estadounidense, ha mantenido categóricamente su inocencia desde el primer día en que fue identificado como sospechoso de un triple crimen, sin que ninguna prueba física le conecte con el asesinato de Casimir Sucharsky, dueño de un club nocturno, y dos mujeres, Sharon Anderson y Marie Rodgers.

Como la actualidad se nos presenta como la punta de un iceberg, que nos avisa desde lo específico e individual – pero que esconde su peligro en las profundidades menos visibles -, acudimos a dos ensayos que se preguntan sobre la pena de muerte, recientemente editados en castellano por Capitán Swing. Se trata de dos clásicos (porque fueron escritos hace más de cincuenta años, pero también porque asaltan nuestro presente de forma violenta); Reflexiones sobre la horca, de Arthur Koestler, y Reflexiones sobre la guillotina, de Albert Camus.

Camus comienza hablando de los eufemismos utilizados para intentar legitimar un asesinato cometido, de forma reposada y racional, desde el estado. Así, decimos del condenado que «ha pagado su deuda a la sociedad», que ha «expiado» o que a tal hora «se hizo justicia». ¿Pero qué es la justicia?

 

Castigo y ejemplaridad

Para el pensador francés la supervivencia de ese «rito primitivo» sólo es posible «por la indiferencia o la ignorancia de la opinión pública». Y es que uno de los principales «argumentos» de los que están a favor de la pena de muerte es el de la intimidación, el de la ejemplaridad. Camus desmontará, con tres comprobaciones, que el castigo como tal no funciona. En primer lugar, porque «la sociedad misma no cree en el ejemplo del que habla». En segundo término, porque «no está probado que la pena de muerte haya hecho retroceder a un solo asesino» y, por último, porque se trata de un modelo «repugnante cuyas consecuencias son imprevisibles».

El texto de Albert Camus es clarificador. Si se quiere que la pena sea ejemplar se tendría que televisar la ceremonia. «Hay que hacer eso o dejar de hablar de ejemplaridad», nos dice el filósofo. Si nos fijamos en los países que aplican este tipo de condenas, nos daremos cuenta que cada vez más se ha tendido a disminuir la publicidad de las ejecuciones. Incluso, se defiende que el «paciente» prácticamente no sufre. Se pregunta Camus: «¿Cómo se espera intimidar con ese ejemplo que se encubre sin cesar, con la amenaza de un castigo presentado como suave y expeditivo?».

Que el estado se avergüenza de sus ejecuciones se demuestra con su silencio, con la estetización de sus crímenes. Se hacen museos, se nos explica los medicamentos utilizados, lo «poco» que padecen los ejecutados, sin enseñarnos la parte más repugnante y bestia del proceso, en un intento desesperado de justificar un ritual que «sólo se ajusta a la tradición sin tomarse el trabajo de reflexionar. Se mata al criminal porque es lo mismo que se ha hecho durante siglos». Es una siniestra inercia que «no puede intimidar» porque, en realidad, ya ha renunciado a ello.

 

Inutilidad y venganza

Tanto Koestler – que estuvo a punto de ser ejecutado en las cárceles de Franco – como Camus hacen referencia a estadísticas con las que se demuestra que, cuando se ha abolido la pena de muerte, no se ha incrementado la criminalidad. Tampoco funcionan esas tesis.

Quien cree que un asesino, cruel y despiadado, reflexiona segundos antes sobre las consecuencias de sus monstruosos actos – como si utilizara una tabla de pros y contras –, le otorga una capacidad de racionalidad que el homicida o violador no posee. «Para que la pena capital pueda intimidar, sería necesario que la naturaleza humana fuera diferente, y también tan estable y serena como la ley misma», defiende Albert Camus. «Temerá la muerte después del juicio, y no antes del crimen», añade.

El que sí que actúa con premeditación, racionalidad y calma, es el estado que ejecuta a sus condenados. Ahí está la «mancha» moral de las sociedades que defienden la pena de muerte, en su frialdad. Camus apuesta (¡ya en 1957!) por llamarlo por su nombre: se trata de «venganza». Y, nos podemos preguntar, ¿quién no se ha querido vengarse alguna vez?

Que una víctima a quien le han arrebatado a un ser querido reclame venganza no sólo es comprensible. Es justificable. Pero «se trata de un sentimiento, y particularmente violento, no de un principio». Y la ley – nos dirá el filósofo francés – «no puede obedecer a las mismas reglas que la naturaleza». Para algo hemos creado un sistema (imperfecto, siempre) de convivencia. «Está hecha para corregirla», apunta Camus.

 

La doble condena

Algunos de los que están a favor de aplicar la ley del talión, ojo por ojo y diente por diente, defienden que es justo compensar el asesinato de la víctima con la muerte del asesino. Si admitiéramos eso, la pena de muerte tampoco sería equivalente. En la condena misma, y el propio corredor de la muerte, hay un doble castigo.

Para Albert Camus no se puede hablar de «hacer morir sin hacer sufrir». «El miedo devastador, degradante, que se impone durante meses o años al condenado es una pena más terrible que la muerte».

El reo se convierte en un cuerpo, «todo pasa fuera de él», al que le obligan, incluso, a comer: «El animal que van a matar tiene que estar en buenas condiciones». De esta forma, se le imponen dos muertes, «siendo la primera peor que la otra». No es más, otra vez, que un acto de revancha hecho desde una estructura creada por unos ciudadanos que miran hacia otro lado.

Todo ello bajo la hipótesis que los aparatos administrativos y judiciales no se equivocan nunca… ¿Se imaginan una condena de este tipo a alguien inocente? Los responsables de ese martirio no serían otros que miembros de una sociedad que defiende y perpetúa la pena de muerte como un «mal necesario». Las víctimas, así, se convierten en verdugos por su afán de represalia.

 

Determinismo y libre albedrío

Koestler, que dedica la primera parte de su ensayo a realizar un repaso de la «herencia del pasado», centra después su texto en «el debate entre las teorías del libre albedrío y las del determinismo» del ser humano, y de sus actos. Una controversia filosófica «probablemente insoluble» y que, para el activista de origen húngaro, «nuestra incapacidad para resolverlo es ya un argumento contra la pena de muerte».

El castigo entendido como venganza, nos dirá, «no tiene lugar en un sistema que considera al hombre como perteneciente al universo natural». De este modo, para Koestler hablar de «responsabilidad penal» es una paradoja ya que si, por el contrario, «negamos que las acciones humanas están determinadas por causas de orden material, debemos sustituirlas por causas de otro orden».

Aunque Koestler puede parecer un tanto abstracto en este punto, lo que está haciendo en realidad es invitarnos a afrontar el tema del mal. Si el asesino actúa por algo exterior a su voluntad última – enajenación mental o contexto social – , vengarse de él es «tan absurdo como vengarse de una máquina». Si, por otro lado, el criminal mata desde su plena libertad, «la venganza aparece no ya como un pecado contra la lógica sino como un pecado contra el espíritu».

Para afrontar el tema del mal, que existe y perdura, es fundamental definir qué entendemos por justicia y qué por venganza. Las dos cosas, al mismo tiempo, no hay maneras de unirlas. Camus cree que «resolver que un hombre tiene que ser alcanzado por el castigo definitivo es lo mismo que decidir que ese hombre ya no tiene ninguna posibilidad de enmendarse». ¿Todos los ejecutados eran seres humanos «irrecuperables»?

No hay que caer en el equívoco. Ni Koestler ni Camus están defendiendo «absolverlo todo». La víctima y el verdugo deben responder ante la justicia según sus actos, y que ésta garantice, en la medida de lo posible, sus derechos. Pero afirmar, concluye el filósofo francés, «que un hombre debe ser absolutamente suprimido de la sociedad porque es absolutamente malo, equivale a decir que ella es absolutamente buena, lo cual ninguna persona sensata puede creer en la actualidad».

Una actualidad de los años cincuenta que, en algunos lugares, sigue siendo demasiado vigente. ¿Se imaginan que la pena capital, en vez de a individuos, se aplicará a estados que han cometido crímenes contra miles de inocentes? No dudaríamos en llamar a eso venganza. La justicia y el asesinato no pueden compartir terreno semántico. Que la tribuna desde la que se ordena la muerte sea ordenada y pulcra no nos hace más civilizados. Justamente todo lo contrario.

Albert Lladó

Kaufman, Andrew

Andrew Kaufman es un escritor, director y productor de radio canadiense. Fue miembro de Perpetual Motion

La jungla

Cuando La jungla se publicó por entregas en el periódico socialista The Appeal to Reason en 1905, era un tercio más extensa que la edición comercial y censurada que se publicó en forma de libro al año siguiente. Esta expurgada edición eliminaba gran parte del sabor étnico del original, así como las más brillantes descripciones de la industria cárnica y algunos de los comentarios más punzantes

Un niño en la cámara de los horrores

George Grosz encontró su genio en el mundo decadente y grosero del Berlín de entreguerras y unió su estética al radicalismo político. Pero cuando se encontró en medio del esplendor capitalista de Nueva York, el artista se perdió en ese nuevo camino

Sus primeros recuerdos eran imágenes de la planta superior de la logia masónica que regentaba su padre, donde se decía que el esqueleto de un Maestro Venerable dormía el sueño eterno dentro de un ataúd. El pequeño George oía comentar en voz baja a sus amigos del colegio que los masones sabían el día y la hora exacta de su muerte. Eso sucedía en la pequeña ciudad de Stolp, en la región de Pomerania. Cuando murió su padre y la familia se trasladó a Berlín para buscarse el sustento, Georg Ehrenfried, conocido luego por Grosz, siempre recordaría aquel paisaje de su niñez, el bosque, los prados, el río, los felices días de verano con olor a heno, y también las ferias con tómbolas, bailes y circos con payasos, que en su memoria iban unidos a los espectros de aquella siniestra buhardilla familiar y a la fantasía erótica de una noche en que a través de una ventana iluminada observó con la respiración contenida desde la oscuridad del jardín a una mujer joven, la madre de un compañero, que se desnudaba en su dormitorio antes de meterse en la cama con movimientos que le desvelaron por primera vez el misterio del cuerpo femenino.

A George Grosz le fascinaban los relatos de crímenes y sucesos macabros que los sacamuelas exhibían con grandes carteles e ilustraciones panorámicas en los días de mercado popular. En 1910 la sociedad alemana todavía estaba inmersa en los valores aristocráticos, la brutalidad no se había apoderado de la vida pública, la gente aún se compadecía si moría de frío algún vagabundo, por eso en la fantasía del pequeño Georg todavía había orden en las cosas y el niño se divertía con los primeros garabatos extraídos de las historias de indios y tramperos que describía Karl May, el autor más famoso de la época; se extasiaba ante los heroicos húsares de Blücher y los ataques de la caballería pintados por Röchling. Copiaba ingenuamente las batallas de la guerra ruso-japonesa que venían en las revistas, pero este placer de las cosas en su sitio daba paso a la inquietud morbosa que sentía en la cámara de los horrores cuando llegaba la feria donde presenciaba escenas espantosas. Estaba lejos de imaginar que un día no lejano esta crueldad ficticia sería real y se convertiría en una obsesión estética que ya no lo abandonaría.

La armonía de aquel mundo feliz de la pequeña ciudad de Pomerania fue siempre un sustrato de la memoria de Grosz cuando en 1909 ingresó en la Königliche Akademie de Dresde para hacerse pintor. En 1912 siguió los estudios en el Museo de Artes y Oficios de Berlín, pero realmente George Grosz no tuvo maestros. Nunca le interesaron las lecciones de composición y perspectiva tal como se enseñaban entonces. El cubismo acababa de convertir la realidad en un montón de vidrios rotos. Eso mismo sucedía en la sociedad. No había más que mirar la calle. El artista perdió la ingenuidad rural y sirviéndose solo de su propia virginidad en los ojos comenzó a ver al mundo que le rodeaba como una profusión de insectos humanos. Su primer dibujo se publicó en la revista Ulk, suplemento satírico del diario Berliner Tageblatt. En 1913 George Grosz se fue a París. Bajo la influencia de Toulouse-Lautrec y Daumier comenzó a realizar dibujos obscenos y provocativos con una mente despiadada y de regreso a Berlín se dedicó a absorber la tragedia que se avecinaba por medio de personajes deformados por los placeres hedonistas bajo una perspectiva oblicua que en sus cuadros generaba una sensación de caos. Vientres abotargados como cubas, piernas de mujeres ajamonadas, caballeros esqueléticos con pinta mortuoria amontonados en peluches de los cabarés. Imitaba los dibujos satíricos que se publicaban en la revista Simplicissimus, de Bruno Paul. Bajo la premonición de una guerra inevitable los ciudadanos berlineses se divertían. Y llegado el momento sobrevino la explosión de cadáveres. Los cuadros de los expresionistas alemanes, de Otto Dix, de Schiele, Beckmann, Kirchner, comenzaron a tener sentido, pero Grosz era el más duro, el más sincero, el más suicida.

Como quien se apunta a una clase práctica para perfeccionar su estética George Grosz se presentó voluntario cuando empezó la Gran Guerra, pero antes de que lo licenciaran por enfermedad, pasó por varios hospitales psiquiátricos donde pudo comprobar que allí sus personajes de ficción, sus caricaturas y dibujos habían tomado carne y hueso, con una sensación de angustia parecida a la que sentía de niño en la cámara de los horrores de una feria.

Terminada la guerra sobrevino la locura de la inflación en la República de Weimar. Mientras se traspasaba el umbral de una tienda, antes de llegar al mostrador, un pollo había subido dos millones de marcos. «¿Qué es ese ruido que se oye?» —se preguntaba la gente. «Son los precios que suben» —contestaba alguien. Pero también se oían ritmos nuevos de jazz, se bailaba el charlestón y corría el champán mientras en la puerta de las iglesias y palacios se adensaban los mendigos como en la Edad Media. Grosz admiraba en ese tiempo al pintor Emil Nolde, un desaforado de la extrema izquierda política, que ni siquiera usaba pinceles para pintar. Se servía de trapos sucios empapados de óleo que refregaba contra los lienzos para dar a la vez una sensación de destrucción y de borrachera feliz. Ese era el camino. George Grosz unió su estética a la conciencia política radical. En 1918 se afilió al partido comunista alemán. Trabajaba en la revista Malik; fue el promotor del movimiento Dadá. En 1920 su libro de dibujos satíricos titulado Ecce Homo había causado un gran escándalo, por el que estuvo procesado y condenado por blasfemia e inmoralidad, sentencia que le sorprendió mientras se casaba con Eva Peter. Cuando en 1922, después de ser nombrado presidente de la asociación de los artistas comunistas, realizó un viaje a la Unión Soviética donde conoció a Lenin y a Trotski, pese al desencanto que le produjo la nueva tiranía unida a la miseria del pueblo, siguió con su ideología marxista hasta que la asfixia militarista que se producía en Berlín comenzó a incrustar en su mente un deseo de fuga hacia otra clase de paraíso. Para los nazis Grosz era el representante genuino del arte degenerado. Su obra fue quemada en público. Esa hoguera reprodujo la conversión.

A Grosz le funcionó la nariz con la que olfateaba un peligro inminente. Antes de que Hitler en 1933 llegara al poder el artista que con más brutalidad había desenmascarado el rostro de la clase dominante, de pronto, se encontró huido en medio de las calles de Nueva York, extrañamente feliz rodeado de toda la mitología del mundo capitalista. Allí durante una cena en un restaurante tuvo una agria discusión con Thomas Mann acerca del porvenir del nazismo. Thomas Mann, el ambiguo, le auguraba a Hitler solo unos meses en el poder. Grosz presentía que era inminente una larga hecatombe. Casi llegaron a las manos.

La historia de George Grosz es la de un artista que encontró su genio en medio de un mundo macilento, decadente y grosero de aquel Berlín de entreguerras y una vez colocado en medio del esplendor del capitalismo de Nueva York perdió la inspiración y sus cuadros comenzaron a amanerarse hasta resultar inexpresivos. Se encontró fuera de lugar, simplemente quería ser rico. En la mente de Grosz había penetrado otra clase de veneno que un día le hizo exclamar: «Hoy el dinero sigue siendo el símbolo de la independencia, incluso de la libertad. Cualquier idea puede ser más o menos engañosa, pero un billete de cien dólares es siempre un billete de cien dólares». Grosz se perdió en ese nuevo camino. Pero un día regresó a Berlín de vacaciones y murió de repente al caerse borracho por la escalera, como uno de sus antiguos personajes. Fue la tarde del 6 de julio de 1959 en que el destino le obligó a ser coherente.

Manuel Vicent

 

Regreso a Locus Solus

Es curioso, ¿y tal vez sintomático?, que en poco más de dos meses me ocupe de esta figura  única  e inclasificable de la literatura universal que fue Raymond Rousell. La culpa la tuvo, en el primer caso, la exposición que le dedicó el Reina Sofía  el año pasado, y  ahora, la publicación  en castellano de su novela más accesible,  y por tanto más famosa, Locus Solus (Capitán Swing) en una cuidada edición que incluye textos de Jean Cocteu, Michel Leiris, Alain Robbe-Grillet ,entre otros rousselianos convencidos.

Aparecida en1914, Locus Solus fue escrita como homenaje al que  consideraba el mejor escritor del mundo: Jules Verne. Pero la forma de rendir pleitesía  a su adorado Verne  no consistía  en copiar su estilo, sino en dinamitarlo con una poderosa y destructiva carga llevándose por delante todas las convenciones de  la novela decimonónica de aventuras  sacrificando, de paso, cualquier tipo de verosimilitud o apariencia de realidad en beneficio de una exploración fantástica del universo escrito: el del lenguaje, intentando a la vez resolver por la forma los problemas que en la novela tradicional se acostumbraba a tratar por el fondo. De esa forma surgió la maravillosa  y única aventura del lenguaje rousseliano.

En Locus Solus, Rousell nos hace visitar  la finca que posee en las afueras de Paris un tal Martial Canterel, el cual nos servirá de guía a través de una sucesión de escenas  de brillante simbolismo. Nos encontramos, pues, ante una especie de feria de la locura descriptiva, donde el autor juega con los arquetipos e imaginería de la novela tradicional sometiéndolos a sus propias leyes, las de la fascinación del poeta, y logrando de esta forma la unión de dos corrientes literarias opuestas.

Como el resto de su obra, Locus Solus se basa también en esa tentativa de hacer retroceder los límites de las contingencias reales de un mundo que para él representa la encarnación de un fantasma que debía ser destruido. En ella desaparece todo entramado psicológico y demás aditamentos propios del género de aventuras, y así en el panorama novelístico francés de principios del siglo pasado como un huracán que traía en sus vientos furiosos las imágenes terroríficas y dementes de la cosmogonía interior de su autor, donde el paisaje realista de la novela clásica se desvanecía tomando su lugar el decorado atormentado de la psique del poeta.

A pesar de ser considerado por todos los artistas y escritores de la época como un auténtico genio, Roussel nunca obtuvo  el aplauso del público, ni su aceptación, lo consideraban un escritor “extravagante”, y ciertos sectores de la crítica lo denostaban porque ponía en juego su nula capacidad para entender y aceptar el cambio que propugnaba.

Su obra, sepultada en el olvido, tendría que esperar  bastantes años  a ser rescatada ─en ciertos aspectos─ por el movimiento  del noveau roman, con Alain Robbe-Grillet a la cabeza, que le restituyó con todos los honores al importante lugar que debía haber ocupado en la historia de la literatura moderna. Pero, inesperadamente, aunque no tan ilógicamente como pudiera parecer a primera vista, al rescate de su recuerdo vino también la ciencia-ficción de los años setenta.

Varios autores ingleses reunidos en torno a la revista inglesa New Worlds inventaron un término para una nueva forma de entender un “género” ─considerado sub-género, absolutamente infantilizado hasta esa fecha salvo raras excepciones─ y al que bautizaron como la New Thing (la Nueva Cosa), género que tomó los postulados del noveau roman (y tras él, de Roussel, Alfred Jarry, etc.). Para esos autores, el problema de fondo: credibilidad, linealidad del relato, realismo en los personajes, quedó reducido a un simple problema de forma.

Esta Nueva cosa, conocida también como Ficción especulativa, impuso y opuso sistemáticamente una estructura novelística  que obedecía a unas simples reglas formales, es decir, que mientras en el relato rousseliano raramente advertimos otra cosa que el decorado mental propuesto por el autor, el mismo esquema le sirvió a Ian Watson para realizar un trabajo de lingüística-ficción en El Proyecto Jonás bajo las convenciones de una clásica novela de suspense : aquí la forma tomaba las apariencias del fondo  relegando a éste al desván de los trastos inservibles. Watson es asimismo el autor de la metáfora que, de una forma más acertada, ha sabido descubrir las conexiones  existentes entre la Ficción especulativa y el universo de ficción propuesto por Roussel bajo la forma  de una fabulación apasionante y que responde al título  de Empotrados.

Jim G. Ballard, otro de los grandes de la literatura moderna, nos hizo visitar el Locus Solus de sus fantasmas particulares  acompañados de dos personajes símbolos en su novela, La exhibición de atrocidades.

Podría seguir  citando autores que se internaron en estos mismos jardines: Philip K. Dick en casi la totalidad de su obra, Kurt Vonnegut, y en España, un jovencísimo ─por entonces─  autor  llamado Mariano Antolín Rato, cuyas primeras novelas (Cuando 900 mil mach aprox, De vulgari Zyklon B manfestante y Entre espacios intermedios:WHAMM!) fueron la puerta por donde Locus Solus y Roussel entraron  en la literatura española actual, a través de los mundos virtuales y cibernéticos.

Y no serán los últimos en regresar a ese espacio del no-lenguaje…

Fernando P. Fuenteamor

 

La secta de Roussel

Raymond Roussel es uno de los escritores más «raros» e influyentes del último siglo. Su obra «Locus Solus», un ejercicio de estilo cuya impronta aún se siente en la literatura y en el arte

André Breton dijo de Roussel que, junto a Lautréamont, era «el más grande magne­tizador de los tiempos modernos». Fetiche absoluto de las vanguardias, precur­sor de todos los pres posibles (fue presurrea­lista, prefuturista. preoulipiano y prepatafí­sico), ajedrecista, consumado músico, ren­tista y millonario que rompía todos los es­quemas del poeta bohemio, pobre y decaden­te de comienzos de siglo, Raymond Roussel (París, 1877-Palermo, 1933) originó, después de suicidarse en el siciliano Hotel des Pal­mes, más teoría y aparato crítico que ningún otro autor del siglo XX. Paradójicamente, en su época tuvo que costearse la publicación de casi todos sus libros y fue el que más in­sultos y burlas concentró por parte tanto de la crítica conservadora y realista como de un público acostumbrado a autores «digeribles», del estilo de Pierre Loti y Anatole France, y muy poco predispuesto a sus febriles e in­comprensibles fantasías alucinatorias.

Alabado por Gide, Giacometti, Georges Perec, Duchamp —con el que compartió su pasión por las máquinas y el ajedrez—, Michel Leiris, los escritores del Nouveau Roman y los surrealistas —«Roussel es el genio en es­tado puro, inaccesible para la élite», según Cocteau—, pocos escaparían a su genio. Así lo atestigua la magnífica recopilación de textos dedicados a su obra, que aparecen ahora jun­to a su enloquecido puzle científico o perver­so paseo por un jardín de los suplicios, entre Sade y Verne, que es su novela Locus Solus: desde los firmados por Roberl Desnos, Paul Éluard, Breton o Leiris, hasta los pertene­cientes a los años 60, cuando se produce la gran recuperación de su figura, con exégetas de lujo: Ashbery, Foucault, Robbe-Grillet, Sollers o Blanchot.

La magia de un excéntrico

El título del artículo que Michel Foucault publicó en Le Monde en 1964 ya era signifi­cativo: «¿Por qué se reedita la obra de Ray­mond Roussel? Un precursor de nuestra literatura moderna». La de Capitán Swing es una estupenda y muy completa edición que coincide con Locus Solus. Impresiones de Raymond Roussel, la muestra que el Mu­seo Reina Sofía dedicada a su mundo y sus numerosas influencias.

Desconcertante y comparable a la revo­lución llevada a cabo por Joyce, su figura esquiva y misteriosa solo sería conocida, a lo largo del tiempo, por unos cuantos inicia­dos en su culto y por los distintos laborato­rios experimentales de artistas, escritores, filósofos y psicoanalistas que se fueron sucediendo. Encasillado en el irracionalismo con el apelativo de «excéntrico», el gran es­pecialista en la obra de Roussel, Jea Ferry, que consagró cuarenta años de su vida a su descodificación, siempre defendió que se lo leyera por puro placer y para «maravi­llarse». Es decir, buscando la «magia» que emana de sus textos, lo mismo que sucede con Verne, del que Roussel se había queda­do totalmente prendado desde su infancia, devoción que compartía con su contempo­ráneo y vecino del Boulevard Malesherbes, Marcel Proust.

Opciones estéticas

Su escritura procede por acumulación y repeticiones. Homofonías, juegos de pala­bras y construcción de incisos dentro de los incisos, al modo de los paréntesis en el cálculo algebraico, explicó él mismo en su testamento literario, Cómo he escrito algu­nos de mis libros (1935), Opciones estéticas que no venían de Mallarmé («del que nunca había oído hablar») ni de Breton («del que no entendía una palabra») y que plasmaban su rotunda independencia.

Poeta hermético o loco visionario, depen­diendo de quién lo juzgara, Roussel publicó su novela Locus Solus (1914) tras su otra gran obra, o gigantesco laboratorio de experimen­tación literaria, Impresiones de África (1909), Locus Solus es el nombre del museo-parque propiedad de Martial Cantarel, un sabio de vastos conocimientos enciclopédicos, inven­tor demente de artilugios extravagantes que va mostrando a un grupo de visitantes. Alternándolo con cuentos, vaticinios, episodios históricos y leyendas fantásticas, guiará a sus invitados a través de un mundo terrorí­fico, entre infantil y macabro, que contiene, entre otras cosas, un mosaico compuesto por dientes multicolores, un diamante de gran­des dimensiones habitado por una bailarina de largos cabellos, una enorme vitrina donde se conservan en un líquido llamado resurrec­tina varios cadáveres intactos y, por fin, el mismísimo cerebro de Danton, cuyos mús­culos y nervios son activados por un galo sin pelo llamado Jong-dek-lén.

Mercedes Monmany

A sangre fría

Si hubiera que elegir una sola imagen, tan honesta como completa, que resumiese con la fuerza del relato vivido todas las razones que pueden esgrimirse contra la pena de muerte, ninguna sería tan clara como la historia que cuenta Albert Camus al comienzo de sus Reflexiones sobre la guillotina, reeditadas ahora en castellano por Capitán Swing. En 1914 se produjo en Argelia un crimen especialmente execrable (porque comportaba ensañamiento con menores), que despertó las iras de la opinión pública contra el asesino. El padre de Camus unió su honrada indignación a la de la muchedumbre enfurecida que reclamaba para el culpable la ejecución pública en la guillotina. A través de los recuerdos de su madre, el escritor reconstruye cómo se vivió en su hogar el día del cumplimiento de la sentencia: su padre se levantó antes del amanecer para sumarse a la multitud que se agolpaba en el escenario del patíbulo; acabada la ceremonia, regresó a casa, pálido y trastornado, se tumbó un momento en la cama, vomitó largamente y nunca más volvió a decir una palabra sobre aquel asunto. «En lugar de pensar en los niños asesinados», comenta Camus, «sólo podía pensar en ese cuerpo jadeante que acababan de arrojar sobre una tabla para cortarle el cuello».

Los alegatos contra la pena de muerte y la documentación en la que se apoyan no han dejado de aumentar desde los tiempos de Beccaria y Voltaire hasta nuestros días, en los que se han sumado a ellos los conocidos ensayos de Norberto Bobbio o Mario Marazziti, y sobre todo el clásico Reflexiones sobre la horca de Arthur Koestler, cuya argumentación es tan variopinta como demoledora y que se reúnen en la misma compilación que las de Camus ya citadas y las de Jean Bloch-Michel. Igualmente eficaz, en cuanto testimonio, es el Ante la silla eléctrica (Errata Naturae), el libro con el que John Dos Passos empeñó su recién ganado prestigio como autor de Manhattan Transfer para intentar a contrarreloj salvar la vida de Sacco y Vanzetti, los dos anarquistas italoamericanos finalmente ejecutados en Massachusetts en 1927 tras un proceso judicial más que dudoso y un penoso espectáculo de difamación jaleado por los poderes públicos. En todos ellos encontramos los mismos elementos de este drama: la presentación de ciertos delitos como algo tan abominable que la justicia ordinaria parece insuficiente para castigarlos; la canalización política y periodística de todos los malestares sociales difusos o latentes hacia los culpables de tales acciones, convertidos en chivos expiatorios que permiten al público sentirse víctima ofendida, santificar sus bajas pasiones y rechazar su corresponsabilidad colectiva en la persistencia de esos males; y la miseria y la vergüenza que se despliegan en los procesos de castigo, que frecuentemente -recordemos A sangre fría, de Truman Capote, cuyo título evoca por sí solo la ambigüedad de la pena- convierten el castigo en una condena a una tortura que, al ser peor que la muerte, la hace aparecer como una liberación deseable; y, finalmente, el asco y la descomposición -sentimientos que sólo pueden combatirse con el endurecimiento anímico provocado por la repetición constante y la aceptación social- que emanan de la indignidad y la indigencia de la venganza cumplida en los sórdidos escenarios de las ejecuciones, tanto más grises cuando las ejecuciones dejaron de ser públicas; cosa que, como nos enseñó Michel Foucault, no ocurrió porque el poder se humanizase y se avergonzase de su propia fuerza, sino porque era cada vez más difícil evitar que el pueblo experimentase en esa exhibición, más que el temor al cruel destino que aguarda al delincuente, la figura de un duelo desigual entre una instancia que lo puede todo y un individuo cuya única resistencia posible radica en su cuerpo desnudo e inerme.

¿Por qué, entonces, y tal como nos muestra cada año Amnistía Internacional, la invocación de la «humanidad» puede tan poco contra la pervivencia de la pena capital? Tras la falsa justificación por la «ejemplaridad» del castigo se oculta la concepción -arraigada aunque arcaica- de la soberanía política como poder de disponer arbitraria y exorbitantemente de las vidas de los súbditos que se expresa, de modo tan majestuoso como nauseabundo, en ese acto inevitablemente equívoco. Y esta concepción nos hace a menudo olvidar que el monopolio de la violencia legítima por parte del Estado tiene como fin el hacer cesar el ciclo de las venganzas, que el incuestionable derecho a castigar -tan fácilmente transmutado en furor puniendi- nació para detener la guerra, no para continuarla por otros medios. Como dice Camus, «cuando la justicia suprema sólo consigue hacer vomitar al hombre honesto al que se había comprometido a proteger, parece difícil seguir creyendo que está destinada, como debiera ser su función, a proporcionar más paz y orden a la ciudad». ¿Podemos aplicar esto también a nuestros días? Es cierto que ahora el poder que nos es más próximo expresa su majestad disponiendo arbitrariamente de los sueldos, las pensiones o los servicios sociales de los ciudadanos, pero algo nos dice que la soberanía que así se enseñorea de nuestros bolsillos, como el poeta dijo de la vida, está en otra parte.

 

José Luis Pardo

 

La mejor portada del mes

Anestesia total, de Günter Grass y editada por Capitán Swing, es nuestra mejor portada de libro del mes de enero 2012. Impactante… y repulsiva, sí, pero no confundamos bella con agradable. Una de las primeras funciones de una portada es llamar la atención del lector, y la de Capitán Swing lo logra de pleno. Si esto se hace de manera gratuita, es otra historia, pero en este caso el argumento del libro de Grass justifica el terror que en muchos puede provocar encontrase esa aguja en la mesa de novedades… Otra condición de toda buena portada es su calidad estética, y a Anestesia local le sobra.

Anestesia local cuenta la historia de Starusch, un profesor de cuarenta años de alemán e historia que se somete a un prolongado tratamiento dental en una consulta donde la televisión sirve para distraer a los pacientes. Bajo el efecto de la anestesia local, el paciente proyecta en la pantalla su pasado y presente con la fluidez y la calidad visual de una película. Anestesia local es un retrato satírico de las confusiones sociales en la revolucionaria década de los sesenta, incluidas las revueltas estudiantiles de mayo del 68.

Capitán Swing llama la atención ya de por sí gracias a su catálogo, esa colección de ensayos y novelas que combinan el rigor intelectual con la actualidad de los temas y la sorpresa, pero cuando el texto se acompaña de una buena fachada, mejor que mejor. Puestos a criticar, lo cierto es que podrían haberse ahorrado ese rebaño, aunque vaya por el lado de la metáfora de lo gregario (suponemos…), pero también es cuestión de gustos. Nuestra selección de las mejores portadas del no es más que un juego subjetivo y personal que nos permitimos cada 30 días…

 

Defectos especiales

¿Cuál es la diferencia entre un rostro bello y uno realmente atractivo? Pues que el bello omite los defectos y el atractivo los tiene, pero irresistibles. La perfección que respeta todas las normas clásicas merece el encomio gélido del museo, pero cuando la imperfección acierta nos la queremos llevar a casa y vivir con ella y para ella. Se hace admirar lo que cumple las pautas y se hace amar lo que las desafía. Y eso en todos los campos, eróticos o artísticos. Hasta en política…

Desde luego, así ocurre en literatura. Hace pocas semanas, confidencias internas de esas que nunca faltan en los jurados más opacos nos hicieron partícipes de los motivos por los que Tolkien no consiguió en su día el premio Nobel, como tampoco Graham Greene o Lawrence Durrell (por cierto, ese año se lo llevó Ivo Andric, que no era desde luego mal escritor). El presidente de los académicos suecos estableció que la prosa de Tolkien no estaba a la altura de las exigencias del reputado galardón. Probablemente la misma insuficiencia aquejaba a los otros dos escritores ingleses rechazados, por no hablar de Patricia Highsmith o Agatha Christie, que jamás fueron siquiera tomadas en cuenta a la hora de calibrar méritos.

Por lo visto para el académico sueco, de cuyo nombre no quiero acordarme ni me acuerdo, la prosa de los novelistas tiene vida propia: debe cumplir unos determinados requisitos ideales de excelencia, hable de lo que hable. Es como un rebozado, que debe ser crujiente y sin grasa tanto si cubre una gamba como un calamar. Yo puedo entender perfectamente que a alguien no le guste El señor de los anillos, allá cada cual con sus miserias, pero en cambio no comprendo que se desdeñe a Tolkien por su prosa. Vamos a ver, ¿qué prosa debería haber utilizado para contar su historia? ¿Una modelo Proust? ¿O quizá mejor tipo Lezama Lima? Y que conste que tampoco estos autores fueron premiados con el Nobel… Según ese exigente escandinavo ¿qué tono debería haber sido el de Tolkien para que no olvidásemos a Frodo y a Sauron? Porque da la casualidad de que con su prosa defectuosa no se las arregló mal del todo para hacerlos memorables. Pedirle una prosa mejor suena casi a reprocharle que no escribiera un libro peor…

Quizá en el fondo de lo que se acusa a Tolkien (como a Graham Greene y los demás) es de ser demasiado popular. ¡Cuándo sus libros gustan a tantos algo debe ser de baja calidad, por lo menos la prosa! Pero veamos otra prosa nada elevada, en este caso la de un autor más bien recóndito y desconocido del gran público: Raymond Roussel. Acaba de aparecer en castellano una excelente edición de Locus solus (Capitán Swing Libros), su obra principal, enriquecida con los comentarios de sus admiradores: Jean Cocteau, Michel Leiris, Michel Foucault, Gilles Deleuze, etcétera. Uno de ellos, Clément Rosset, habla precisamente del estilo de Roussel: «de una banalidad paradójicamente admirable… no admite en él más que el lugar común conocido y constatado, la expresión gastada y convenida, la palabra absolutamente plana y muda… que va victoriosamente en contra de todo lo aconsejable y recomendable». Sin embargo, no a pesar de una prosa tan censurable sino precisamente gracias a ella, Locus Solus es uno de los libros más original e imaginativamente literarios del siglo XX. Qué le vamos a hacer, habrá que resignarse a ello…

Desde luego, lo del Nobel es una anécdota que no debe magnificarse. Quienes lo han ganado sin duda lo merecían, aunque otros tampoco hubiesen desentonado en su palmarés: Tolstoi, Proust, Joyce, Kafka, Baroja, Borges… Cada uno con su prosa y sus defectos especiales, que les censuran los académicos y tanto les agradecemos los lectores.

Fernando Savater.

 

El hombre ventilador, de William Kotzwinkle

Los libros minoritarios existen. Están destinados a apetitos, no con un gusto exquisito, más bien osados o inquietos. Concebidos como tales, sus padres y parientes, el autor y los altruistas editores, son plenamente conscientes de cuál es su sino.

El libro minoritario nunca se convertirá en cisne. Es ese hijo estrafalario, peculiar, consentido y venialmente díscolo, con cierto talento artístico, en absoluto atractivo, que decide hacerse actor. Su físico le impedirá triunfar en escena o ser protagonista en la pantalla. Tendrá que conformarse con formar parte del elenco en compañías de segunda, o ser poco más que figurante en series de televisión. Y tal vez, con el paso del tiempo, adquiera popularidad y reconocimiento como recurrente secundario. La familia se tranquiliza viéndolo feliz y con la vida encauzada. No anhelan su éxito, se conforman con que dicha profesión le proporcione un sustento.

Los lectores seríamos esas amistades, más o menos cercanas, de los padres, que conocemos a su hijo, lo apreciamos y lo apoyamos yendo a sus estrenos, pero no osamos recomendarlo. Prudentes y contenidos lo elogiamos y defendemos, presumimos de tratarlo, si surge la conversación.

Sin dejar de ser justos, seamos cariñosos y generosos, como desprendidos han sido en Capitán Swing Libros, que se han preocupado en ofrecer un producto de una calidad inusual, utilizando para las páginas un papel más grueso que las solapas de otros, y regalándonos las persuasivas e inquietantemente bellas ilustraciones de Marieta Moraleda.

Y hay que proclamar que en ningún caso se trata de un libro duro, truculento, aburrido o difícil de leer. Que nadie se sienta disuadido a acercarse a «El hombre ventilador» por esos prejuicios. Todo lo contrario, si algo sorprende, si alguna culpa tiene, es su ligereza. Se trata más de un divertimento, un ameno desafío. Las elipsis, los neologismos, las esporádicas ausencias de puntuación, son travesuras útiles que no obstaculizan una plácida lectura. Solventemente traducido por Iris Menéndez, se puede, y se debe, leer de una sentada para sumergirse en el mundo propuesto, asumir el punto de vista y el lenguaje de Horse Badorties, y sentir el mantra oculto, el ritmo narcótico y envolvente que, según el prólogo de Antonio Jiménez Morato, sería uno de los significados del ventilador del título.

William Kotzwinkle reconoce que el ventilador produce esa cadencia de fondo, tan agradable y fundamental, que armoniza, amalgama y estabiliza el entorno. Pero el ventilador, como metáfora, está abierta a múltiples e igualmente válidas interpretaciones. Su movimiento circular es una imagen efectiva de una elección o condena, una vida pequeña y repetitiva, sin esfuerzo ni responsabilidades, sin destino ni metas. De hecho, el argumento no es más que un deambular por la ciudad, gravitando en torno a su cubil. Estoy de acuerdo con lo dicho en el prólogo: Es también una representación del estado constante de quedado. O del modo de alcanzarlo. Cuando ofrece esos objetos a la gente con las que se cruza realmente les brinda su opción de subsistencia.

La historia, siendo original, evoca a otras ya leídas o vistas. A lo largo de los días previos al Love Concert el protagonista vaga circularmente, por distintas zonas de New York, y alrededores. De Chinatown a su cubil, del Bowery a su cubil, de New Jersey a su cubil, del Lower East Side a su cubil, de Central Park a su cubil, de Brooklyn a su cubil, de su nuevo cubil al Bronx. Estos paseos sólo sirven para conocer a su protagonista, el resto son meros bosquejos. Ese gorro con orejeras, esos puestos de Hot Dogs, esa indumentaria ¿A quién me recuerda? Simpático, pícaro, encantador, canalla, ingenioso, impresentable, mugriento, escrupuloso, talentoso e insensato. Una figura fascinante y malograda. Atractivo en cierta medida, es, en cambio, fundamentalmente un ser ominoso, engañosamente e involuntariamente destructivo y letal, que va dejando un rastro de inmundicia, incapaz de comprometerse y ser responsable, apenas consciente de sus actos, plenamente inconsciente de las consecuencias.

Estas son, pues, las pistas sobre una obra minoritaria, imposible de recomendar sin arriesgar una solida amistad. Un libro al que uno libremente ha de decidir si leer o no, y asumir individualmente la responsabilidad. Sin miedo.

 

Sinclair, Upton

Novelista y dramaturgo estadounidense de la Escuela Realista de Chicago, llevó la crítica social y los ideales

El universo imaginario y carnavalesco de Raymond Roussel

Difícilmente se podrá comprender el calado y la carga diegética de este libro, Locus Solus, si el lector ignora ciertos hechos y avatares que alimentaron y formaron la figura de su autor, Raymond Roussel (1877-1933). También su gloria fecunda o su negatividad. Porque Locus Solus es a primera vista un libro extravagante, pero tan suturado a la vida de su autor -igualmente extravagante- que se ha convertido por eso mismo e una de las obras literarias más originales del siglo XX. Y ello es así porque la vida y la obra de Raymond Roussel forman un único todo. A Raymond Roussel apenas se le conoce. Su obra, como escribe Philippe Sollers, es  objeto bien de culto, bien de un secretismo radical, bien de un alejamiento a causa de su originalidad absoluta.

La audacia de la imaginación que encierran los escritos de Roussel, escandalizó en su tiempo al gran público. No así a algunos de los más innovadores escritores y artistas de Francia (Cocteau, Aragon, Guide, Duchamp, Giacometti, los surrealistas, Oulipo, el Noveau-Roman…) que siempre le han considerado como un genio. Pero este genio en estado puro nunca se mezcló con los surrealistas, porque no apreciaba su trabajo, que encontraba “un poco obscuro”.

Impopular en su época, personaje excéntrico que en los momentos de bonanza económica publica su obra literaria sin reparar en gastos y realiza en dos ocasiones la vuelta al mundo, pero sin apenas salir de su roulette o de las habitaciones de los hoteles, porque para Roussell el mundo exterior era el que ensoñaba su imaginación. En el momento en que su fortuna se agotó, se encerró en un modesto hotel de Palermo suicidándose con una dosis de barbitúricos. Un “digno” final, que cuestiona Leonardo Sciascia, para una vida repleta de geniales excentricidades.

André Breton escribió que con Lautréamont  Roussel es el mayor magnetizador de los tiempos modernos y que sus obras, largo tiempo ignoradas, ascenderán un día al rango de luminarias perpetuas. Para el público entendido esta ascensión ya se ha producido, especialmente desde que Michel Foucault escribió una monografía dedicada enteramente a estudiar la obra de Roussel a la que consideraba a la vez precursora y epifánica. La “culpa” de todo ello reside en la estética y en el método escritural de Roussel. Creía que la literatura debía ser exclusivamente el producto de la imaginación pura: “(…) la obra no puede contener nada real, ninguna observación acerca del mundo o del espíritu, nada, excepto combinaciones totalmente imaginarias” (R. Roussel, Cómo escribí algunos de mis libros). Y junto a esta imaginación que lo es todo, un peculiar método de escritura que el mismo autor describe de esta manera en el libro citado:” Escogía dos palabras muy similares. Por ejemplo, billard (billar) y pillard (bandido). Luego añadía palabras parecidas pero tomadas en dos sentidos diferentes, y obtenía con ello dos frases casi idénticas…Una vez encontradas las dos frases, se trataba de escribir un cuento que podía comenzar con la primera y terminar con la segunda. Y de la resolución de este problema extraía yo todos mis materiales”.

Un sueño prodigioso, un curioso arabesco que no revela nada de los real, pero es poseedor de una intención esencialmente poética, que sustenta la arquitectura y el procedimiento de escritura de Locus Solus, convertido así en un crucial experimento sobre las fronteras de la literatura.

Locus Solus es un puzzle gigantesco de imágenes y de historias hilvanadas con una extraña lógica carnavalesca. Su trama, resumida en una breve sinopsis, nos presenta un día en la vida de un científico e inventor, Martial  Canterel (alter ego del autor) que ha invitado a un grupo de amigos a visitar su finca, “Locus Solus”, a las afueras de París. Durante el largo paseo, el anfitrión muestra a sus invitados invenciones  de su propia cosecha. Asombrosas y a la vez extrañas, tales como una máquina voladora que compone un mosaico de dientes, un gato sin pelo y la cabeza conservada de Danton, una gran caja brillante llena de agua en la que flota una bailarina y, sobre todo, un enorme recipiente de cristal poblado de actores muertos que Canterel ha revivido con “resurrectina”. El paseo se completa con una cena festiva.

Locus Solus está compuesto con ese método de escritura ya aludido, con lo que Roussel redescubre uno de los moldes creativos más usados por la mente humana: “la formación de mitos creados desde las palabras” (Michel Leris). La transformación de un simple acto de lenguaje en una acción dramática o en uno de los acervos del inconsciente colectivo. Un poderoso flujo, pues, de la imaginación, premonitorio de muchos de los acontecimientos que conformarán las artes y la sociedad en el siglo XX. El panteón estético de las vanguardias históricas y de otros creadores hasta nuestros días.

Capitan Swing Libros nos agasaja en este volumen con un nutrido epílogo compilatorio de los textos más emblemáticos de la recepción de la obra de Roussel, en el que quedan fielmente representadas las interpretaciones de las tres primeras generaciones de lectores de Roussel: la de los coetáneos, la de los años 40 y 50 y la posterior, suscitada por la monografía de Michel Foucault (1963). Un epílogo pues que se nutre con textos de la más conspicua intelectualidad del siglo XX: Paul Eliard, André Breton. Michel Butor, John Ashbery, Michel Foucault, Gilles Deleuze, Alain Robbe-Grillet, Philippe Sollers, Maurice Blanchot entre otros, interpretando la obra de este “Presidente de la república de los sueños” (Louis Aragon).

Francisco Martínez Bouzas

Ver con Vertov

La lección de la vanguardia rusa se extendió a todas las artes, inclusive al cine, en su incipiente presencia en el primer tercio del siglo XX. Dziga Vertov es un ejemplo señero no solo de las posibilidades estéticas, éticas y políticas de la vanguardia cinematográfica, sino también de su capacidad de perdurar, a través de los hallazgos expresivos y técnicos de la experimentación fílmica, en la historia de las artes en agrupaciones como el Grupo Dziga Vertov liderado por Jean Luc Godard.

Memorias de un cineasta bolchevique, editado por la editorial Capitán Swing y presentado por los profesores Miguel A. Bouhaben, Jesús A. López y Pablo M. Samper, propone un magnífico material para comprender y valorar no solo los hallazgos expresivos de la poética cinematográfica del autor ruso, sino también para justificar y dejar constancia de su trascendencia en la historia de la cinematografía y del documental.

Así este libro incluye los siguientes materiales: el dietario de Dziga Vertov que abarca el período que se extiende desde 1924 a 1953; los artículos programáticos firmados por el cinematógrafo futurista sobre la poética del Cine-ojo; tres guiones del Grupo Dziga Vertov; y una carta a Jane Fonda de Jean Luc Godard. No obstante, pese al carácter misceláneo del libro es posible encontrar una unidad en la constitución y exposición de la poética del documental, tal y como indica el propio cineasta ruso:

Nos asignábamos una tarea mucho más vasta: cómo montar, organizar, combinar fragmentos-imágenes de verdad aislados para que no hubiera nada falso en ninguna parte, para que cada frase del montaje y todas las obras en su conjunto mostraran la verdad. (p. 64)

El problema de la verdad al servicio de la transformación del entorno y de la historia es el eje axial en el que se instala tanto la poética cinematográfica del autor eslavo como el material presentado en este compendio de artículos. Un problema que se constituye también como una de las obsesiones que atraviesan el dietario personal de Vertov en un interesante panorama que supone un fresco de las inquietudes y limitaciones a las que se ve sometido un creador respecto al aparato políticoinstitucional. Un aparato político e institucional que el autor denuncia en su dietario y que hace de este libro no solo una magnífica poética cinematográfica para comprender los retos y limitaciones a los que se enfrenta el cine documental, sino también para vislumbrar las paradojas y contradicciones en las que se mueve la creación, no solo respecto al aparato estatal sino también respecto a las tendencias, escuelas y movimientos, como nos recuerda el realizador futurista en un interesante apunte: “pero aún tapándome los oídos con algodón, no he conseguido aislarme del ruido de la vida. Dichoso Edison. Era sordo” (p. 98).

Los textos que componen el libro, en todos los niveles, suponen un magnífico documento para comprender buena parte de la cinematografía del siglo XX y, en concreto, de los retos y las obligaciones a las que se enfrenta el cine documental, al mismo tiempo que reclaman la dignidad artística del modo cinematográfico, tal y como señala Miguel Alfonso Bouhaben: “Vertov se considera un cine-poeta y un filósofo de la imagen que no escribe sobre la superficie del papel sino de la película” (p. 22). El problema de la dicción cinematográfica, en consecuencia, es uno de los elementos nucleares de la problemática que desarrolla este libro, problema que se focaliza en el desarrollo y la atención tanto técnica como estética (y política, en tanto en cuanto tiene como cometido la «organización de lo real» y el carácter ostensivo de la «verdad»).

De esta manera, Memorias de un cineasta bolchevique se sitúa en un ámbito de reflexión que ocupó buena parte de la meditación teórica alrededor de la composición cinematográfica, aspecto que centró algunos de los esfuerzos del formalismo ruso, en el que destacan las aportaciones de autores como Sklovsky alrededor del montaje y del encuadre cinematográfico. A través de los diversos textos que componen el volumen que nos ocupa, ya desde el propio título, se nos sitúa en el problema de las relaciones entre arte y sociedad.

En el fondo de la propuesta de Vertov y de los distintos ensayos que abrigan el libro, se atisba una discusión de prolífera estirpe: la reflexión alrededor de la naturaleza representativa del arte y los problemas que genera la posibilidad de representación del realismo, algo que ya desde la estética antigua se constató como uno de los ejes de la meditación y la praxis artística. Meditación y praxis que tanto en el caso de Vertov como en el caso del grupo que lleva su nombre se complementan mutuamente y borran las fronteras entre teoría y ejercicio. Ello contribuye a destacar esta propuesta no solo como de amplia relevancia desde un punto de vista diacrónico, sino también como de alta productividad para la reflexión sobre los problemas relativos a la reflexión sobre la ficción audiovisual al mismo tiempo que sitúa su interés en un nódulo epistemológico alrededor de la representación cinematográfica y sobre la capacidad poiética de ésta. También la reflexión sobre la dicción cinematográfica y sobre las condiciones sociológicas de ésta y las derivas morales que origina suponen un capítulo esencial en la constitución del pensamiento estético de esta obra.

Y sin embargo, este arraigo en tan elevadas cuestiones sobre la crítica del conocimiento no exime al autor de exponer en su dietario los obstáculos socioculturales del contexto en que Vertov se desenvuelve. En estos apuntes, el día a día de Dziga Vertov se refleja tanto en su faceta creativa como en lo relativo a sus ideales políticos, estéticos y éticos, y muestra en los que se refleja el amor por el arte y por la propia labor, la necesidad de transformar el mundo y las incomodidades e insatisfacciones ante una audiencia que es incapaz de reconocer el talento. El artista desarrolla una arquitectura de la emoción en que la propia condición se expone con calidez y firmeza, dando cuenta tanto del éxito –la carta de Chaplin respecto a Entusiasmo. Sinfonía del Donbass (Vertov, dir., 1931)– como del abuso al que se ve sometido como artista –las restricciones institucionales, el plagio–.

La atención al montaje como principio constructivo, creador, es la herramienta de la que se vale el cineasta para representar la verdad de la observación en un universo en el que las crisis del lenguaje no habían atravesado la razón creadora. Esta atención, tal vez ingenuidad epistemológica, a la hora de representar “el cine-verdad” (p. 39) se apoya en la constatación del arte cinematográfico como medio popular para expandir la doctrina revolucionaria y hacerla accesible y posible a un universo de potenciales receptores analfabetos. El cine, como arte mecánico desde la lógica de la teoría futurista, era el medio privilegiado para Vertov a la hora de representar la verdad, dado que para esta tendencia de pensamiento la efectividad de la cámara es superior al ojo humano y en consecuencia el Cine-Ojo aúna inteligencia sensible (en el montaje) e infalibilidad técnica.

Al establecer como temas principales de su propuesta el elogio a la máquina como agente de representación de la verdad, Vertov se sitúa sin reservas del lado de la poética futurista (como demuestran los párrafos dedicados a Maiakovsky y su admiración hacia su obra) en un análisis dialéctico de la vida cotidiana que se extrapola a la propia condición humana: “pasar del filme poético tipo panorama, a los filmes sobre el comportamiento del hombre” (p. 270).

El propósito del cine de Dziga Vertov y su huella en la posterior cinematografía se plantea como la constatación de eludir el fingimiento (de ahí el rechazo al cine con protagonistas y su aproximación en cambio a la poética dramática de Stanislavsky, responsable de haber desarrollado el concepto de extrañamiento emotivo) para llevar a cabo la proyección y la comprensión analítica de lo real desde una perspectiva tanto sociológica como antropológica, a través de la yuxtaposición que supone el montaje y que cabe relacionar con la noción de imagen dialéctica que Benjamin rescatara de los modos de composición surrealistas para llevar a cabo una comunicación popular basada no solo en elementos racionales (el contenido semántico de las composiciones), sino también en el componente sensible estimulado y potenciado por el montaje, que reconoce fases como la propia localización, selección y composición de esa construcción.

De la misma manera, Vertov como creador es consciente de que se enfrenta a un arte nuevo, cuya dignidad es preciso reconocer y cuya independencia frente a otras manifestaciones artísticas (literatura, teatro) es preciso hacer patente. Máxime cuando para esta autonomía hay que reivindicar la eficacia del aparato institucional y político que por su condición de arte mecánico precisa para hacerse eficaz también en las políticas culturales. Memorias de un cineasta bolchevique deja constancia tanto del esfuerzo humano y teórico que supuso la labor creativa de Vertov a la hora de encontrar

soluciones expresivas para hacer efectivo el documental, tanto desde un punto de vista práctico como desde un punto de vista teorético, como de la importancia del autor de El hombre con la cámara (Vertov, dir., 1929) para la historia de la cinematografía.

Tanto el núcleo de Memorias de un cineasta bolchevique, como los guiones que se presentan como apéndice y la exhaustiva bibliografía que complementan el texto son un documento de vital trascendencia para la comprensión del cine documental. Además, las oportunas y lúcidas presentaciones realizadas por los especialistas Bouhaben, López y Samper son una magnífica forma de acercarnos desde distintas perspectivas al fenómeno del documental tanto desde la reflexión teórica como del análisis de la praxis cultural y la actualidad de las cuestiones a las que Vertov se enfrenta.

 

Ana Gorría Ferrín

Libros recomendados para 2012

“El financiero”, de Theodore Dreiser. Se trata de una novela escrita a comienzos del siglo XX y que narra la historia de un ciudadano estadounidense que aspira a ser un “tiburón” de las finanzas. Aprende a moverse por el terreno financiero y logra hacer extraordinarias ganancias gracias a la especulación. La novela es de una actualidad impecable, y se ve con claridad cómo las ventas a corto, la especulación con fondos de inversión y la lógica de la ganancia (aislada de su componente real) no es algo nuevo.

Alberto Garzón Espinosa

 

Raymond Roussel, una constelación desconocida

El Reina Sofía rinde homenaje al gran escritor francés, un autor de imaginación indagatoria que dejó huella en Apollinaire, Duchamp, Breton, Max Ernst y Dalí.

Una cabeza de Kant, hecha de misterioso metal, se ilumina con radiantes ideas, cuando una urraca amaestrada se posa en ella; una chica baila bajo agua tratada y sus cabellos, al rozarla, emiten bellos sonidos; una máquina pinta, otra maneja el florete como un experto en esgrima y una tercera produce por energía térmica todos los sonidos de una orquesta; una escultura elaborada con ballenas de corsé y un globo aerostático que compone un mosaico con dientes humanos extraídos sin dolor (y sin anestesia). Estos ingenios de las novelas de Raymond Roussel (1877-1933) entusiasmaron a Apollinaire, Duchamp y Picabia, después a Breton, Max Ernst y Dalí, y más tarde a Tinguely.

A principios del siglo XX, una literatura fantástica, impresionada por la cultura técnica, trazaba paralelos entre la máquina y el afecto. Jarry, creador de Ubú Rey y el Dr. Faustroll, ideó al insaciable Supermacho, muerto en intenso romance con la Máquina del Amor (que también quedó destrozada). Pero la obra de Roussel va más lejos porque sus extraños objetos no surgen de la relación entre la máquina y el automatismo del afecto, sino del lenguaje. Parte de palabras que cambian de sentido según la frase en que se usan, expresiones fonéticamente ambiguas, retruécanos o palíndromos. Es así la suya una literatura fría, de una imaginación indagatoria. Ese modo de escribir (que también dejó huella en Duchamp) interesó, en los años 50, a los promotores del nouveau roman y dos décadas después a algunos autores conceptuales.

Roussel fue un personaje extraño. Heredero de una gran fortuna, la empleó en viajar (dio la vuelta al mundo siguiendo los pasos de Phileas Fogg) y en financiar sus libros y la producción teatral de sus novelas. No interesó a la crítica ni fatigó columnas de diarios, pero la suya fue una obra seminal: fermentó muy diversos estratos del arte moderno. A diferencia de esos artistas pródigos en entrevistas, Roussel apenas habló. Hablaron sus obras.

La muestra del Museo Reina Sofía presenta la gran constelación de su influencia. Partiendo de la versión de Carelman en 1975 del célebre diamante de Locus Solus, se documenta su vida y sus obras para pasar enseguida a obras en la que se advierten sus huellas: del Gran Vidrio de Duchamp a los trabajos conceptuales de Kelley o Ruppersberg, la sugerente escultura de Cristina Iglesias y el reciente Diana y Acteón de Tropa, pasando por Dalí, Fasio (Máquina para leer a Roussel) o Tinguely (Meta-matic, máquina de pintar). Es así un ambicioso trabajo sobre este autor, casi desconocido en España, aunque sus dos novelas (Impresiones de África y Locus Solus) y el breve texto Cómo escribí algunos de mis libros se tradujeron hace ya algún tiempo.

JUAN BOSCO DÍAZ-URMENETA

 

Anestesia local

Starusch, un profesor de cuarenta años de alemán e historia, se somete a un prolongado tratamiento dental en una consulta donde la televisión sirve para distraer a los pacientes. Bajo el efecto de la anestesia local, el paciente proyecta en la pantalla su pasado y presente con la fluidez y la calidad visual de una película

Tengo miedo a volar por los aires

Todo imperio asegura su hegemonía sobre los pueblos subalternos gracias a la superioridad de su maquinaria bélica, la cual se legitima sobre la base de una teología de la injerencia militar y un código de honor del combatiente. El imperativo militar es aquello que determina las innovaciones tecnológicas y las prioridades geopolíticas de las naciones que se reparten el pastel del planeta. De hecho, se podría hacer un catálogo de las diversas formas de imperialismo tomando como matriz la conformación de sus ejércitos. Así, el imperialismo continental intra-europeo basado en la conquista y conversión cultural de países enteros se apoyó sobre la aparición de las armas de fuego, la creación de ejércitos regulares y el desarrollo de grandes cuadros de infantería; los tercios españoles, por ejemplo, fueron el pilar fundamental de la corona Habsburgo en virtud de su superioridad técnica (conjunción de arcabuces y picas largas), moral (la honra del combatiente cuerpo a cuerpo) y teológica (España como baluarte de la fe católica). Del mismo modo, el imperialismo intercontinental colonialista basado en la expropiación de los recursos ajenos (tanto naturales como humanos) fue posible gracias al incremento de la flota naval y la constante amenaza de bloqueo o saturación comercial; así, la Commowealth británica articuló su talasocracia mercantil mediante una red de puertos interconectados con la metrópoli a través de los cuales se exportaba, de acuerdo con el etnocentrismo del periodo victoriano, la civilización a los pueblos menos desarrollados del planeta.

Bombas fuera de John Steinbeck (1902-1968) es un ejemplo sobresaliente del agit-prop desplegado por el complejo think tank pro-bélico norteamericano, un relato en el que se describe con toda suerte de detalles la vida y milagros de los tripulantes de un B-17, un viaje de iniciación a lo más profundo de los cuerpos del estado, marcado por una disciplina de hierro, por el sentimiento de pertenencia al ejército y, ante todo, por el fetichismo del uniforme. “Que los cadetes son muy atractivos es fácil de demostrar. Sea cual sea su destino enseguida pasan a monopolizar el tiempo y los pensamientos de las jovencitas más agradables y agraciadas del lugar.” Además de reproducir el mito viril del ejército como comunidad de los iguales por su fortaleza física y moral, Bombas fuera vehicula un conjunto de valores asociados con la democracia liberal, el capitalismo corporativo y la industria cultural: la tripulación de la aeronave se define como un equipo de deportistas que juegan en “la Primera División del deporte más duro en el que hemos participado jamás, con la supervivencia y el futuro de la nación por bandera”; de acuerdo con un modelo organizativo “verdaderamente democrático”; basado sobre un modelo corporativo de división del trabajo colectivo en competencias individuales. La 2ª Guerra Mundial se interpreta, en este sentido, como una pugna competitiva por el incremento producción; una guerra que no se juega en el frente, sino en el complejo industrial-militar de retaguardia; aquello en lo que USA es el rey.

La obsesión de Washington por el desarrollo de la aviación y las técnicas de destrucción aérea se remonta a la escalada de la inversión en armamento previo al estallido de la 1ª Guerra Mundial (una obsesión reflejada por H. G. Wells en The War in the Air, donde se describe una destrucción posible de Manhattan a manos de un ejército de zeppelines alemanes), pero no fue hasta el ataque sorpresa de Pearl Harbor, del que sólo se salvaron los portaviones que estaban fuera del puerto, cuando el alto mando estadounidense privilegió el ejército del aire sobre el resto. Así, la campaña del Pacífico fue una guerra por el control del espacio aéreo y la posesión de pistas de aterrizaje que terminó con el lanzamiento de la bomba atómica: el control del aire permitió aniquilar al adversario desde la seguridad y la distancia que otorga el estar sentado tras los mandos de control de la propia aeronave.

Ernesto Castro

 

Un ¿incorrecto? elogio de los bombardeos

Cuando John Steinbeck publicó las notas que conforman el libro Bombas fuera, Ernest Hemingway dijo que se cortaría un brazo antes de escribir algo como eso. No lo imagino pacifista a Hemingway. Todo lo contrario. Con su yate se dedicó a la caza, infructuosa, de submarinos en el Caribe, y todo indica que el único que encontró, lo encontró su alter ego en “Islas en el golfo”. O sea que alguna otra cosa habría de por medio.

Sí, la lectura hoy de Bombas fuera me retrotrajo a cuando yo era pibe y leía un vieja colección de En Guardia, para la defensa de las Américas, una revista editada durante la Segunda Guerra por EEUU. Defensa de las Américas que luego cuajó en la academia del canal de Panamá, donde se formaron casi todos los dictadores latinoamericanos.

Pero, aparte de eso, recuerdo con qué emoción, yo, pibe, miraba las fotos de las Fortalezas Volantes, sus bombas cayendo hacia los horrendos alemanes, y los escuadrones de cazas con facciones de tiburón pintadas en la trompa, que combatían a los horrendos japoneses. Hoy la categoría de horrendo se me hizo más democrática y extensiva, por eso puedo imaginar con qué asombro puede leer un lector actual la entusiasta defensa de los bombarderos y sus tripulaciones que hace Steinbeck.

Miles de bombarderos, más que miles de bombas, y otros miles de tripulantes muertos; sin contar lo que estaban donde caían las bombas.Si uno se despoja de esos prejuicios que llamamos principios, cosas tales como la corrección política, con Bombas fuera puede entender cómo se vivió esa guerra, y cómo muy pocos se mantuvieron al margen. ¿Había espacio para estar al margen?

RAÚL ARGEMÍ

 

Regreso a ‘Locus Solus’

Enrique Vila-Matas

Fue Duchamp quien a principios de los setenta me situó en la pista del enigma Roussel: «En 1911, asistí con Picabia y Apollinaire en el Teatro Antoine a la representación de Impresiones de África, de Raymond Roussel. ¡Fue formidable! En escena había un maniquí y una serpiente que se movían muy poco, todo muy loco, muy insólito. Ese hombre fue un revolucionario: al nivel de un Rimbaud. Rompió con todo (…) ¡Qué personaje sorprendente! Vivía encerrado en sí mismo, en su roulotte, con las persianas bajadas. ¡Tuvo una vida extraordinaria! Y, al final, ese suicidio…».

Aunque el suicidio era lo más enigmático, todo en aquel comentario de Duchamp me dejó intrigado. Unos días después, supe que si Roussel vivía encerrado en sí mismo y con las persianas de su roulotte bajadas era porque pensaba que estaba rodeado de esplendores todo lo que escribía y temía la menor fisura que pudiera dejar escapar los rayos luminosos que salían de su pluma. Quedé impresionado, no podía ni creerlo. Fui a comprar su novela Locus Solus, que acababa de publicar Seix Barral. Y hoy ese ejemplar es una de las cinco piezas más queridas de mi biblioteca.

Recuerdo la primera vez que terminé Locus Solus. Al cerrar el libro, tuve la impresión de que cerraba la losa que caía sobre mi propia tumba. Supe que a partir de entonces iban a quedarme obsesivamente grabados, en una atmósfera de descanso eterno, todos los secretos de aquella finca singular, sin similitud alguna con otras que pudiera uno encontrarse por aquí o por allá, por los senderos de la vida o de la literatura. Y también supe que no tardaría en variar notablemente el rumbo de mis lecturas. Porque Locus Solus de Roussel (1877-1933) no sólo me pareció una propuesta literaria que se tomaba insólitas libertades sino que, además, estaba muy alejada de lo que hasta entonces en mi tierra me habían dicho que era una novela.

Decía Leopardi que la vista del cielo es quizá menos agradable que la de la tierra y de los campos, porque es menos variada, y también menos semejante a nosotros, no nos es tan propia, pertenece menos a lo nuestro… Y sin embargo, si la lectura de Locus Solus me pareció tan agradable y me conmocionó con fuerza fue precisamente porque el libro no lo sentí nada cercano y propio, sino lo contrario: seductoramente extraño y extranjero, profundamente glacial y ajeno.

La novela es una tarde interminable. Así la recuerdo, en un primer momento, siempre que me decido a recordarla. Luego, si me acerco más al libro, voy viendo que Locus Solus es también un paseo por ese Lugar Solitario que es la propiedad monumental de Martial Canterel, un itinerario iniciático a lo largo de una tarde en la que este científico va mostrando a sus invitados los inventos y máquinas solteras que pueblan la villa de Montmorency, rarezas e invenciones que a medida que avanza la narración van haciéndose cada vez más geniales. Y así, por ejemplo, tras un martinete formado por un mosaico de dientes y un enorme diamante de cristal relleno de agua en la que flota una chica que baila, un gato sin pelo y la cabeza conservada de Danton, llegamos al pasaje central, el más inolvidable, el que nos persigue muchos años después de haber leído este libro: la descripción de ocho escenas que tiene lugar en una enorme galería acristalada. Descubrimos que los actores son en realidad gente muerta que Canterel ha reanimado con resurrectina, un fluido de su invención que si se inyecta a un cadáver reciente hace que represente el incidente más importante de su vida.

«Cubierto de pieles, un ayudante de Canterel ponía o quitaba a los ocho muertos su autoritario tapón de vitalium, y si era preciso hacía sucederse sin interrupción las escenas, cuidándose regularmente de animar a un sujeto poco antes de hacer dormir a otro».

Anoche soñé que volvía a Locus Solus, aquella gran finca y lugar solitario que en los días del pasado tanto me fascinó. Y esta mañana, ya perfectamente despierto, me he dedicado a revisar la novela. Más allá del deslumbramiento inicial irrepetible, he visto que lo que más pervive hoy en mí de este libro es el procedimiento que inventara su autor para crearlo; un método basado en retruécanos y combinaciones fonéticas y juegos de palabras, tal como lo testimonia el conmovedor y alucinante texto póstumo del propio Roussel, Cómo escribí algunos libros míos: «Escogía dos palabras casi iguales (al modo de los metagramas). Por ejemplo billard (billar) y pillard (saqueador, bandido). A continuación, añadía palabras idénticas, pero tomadas en sentidos diferentes…».

Ni una sola línea de las historias que Roussel cuenta en Locus Solus y en algunos otros libros suyos surgió de su imaginación, sino del artificial procedimiento, de sus infinitas combinaciones fonéticas. A veces, pienso que si en mi literatura he exasperado y llevado al límite el uso de las citas literarias distorsionadas, es decir, si en ocasiones mi falsa erudición ha funcionado casi como una sintaxis o modo de darle forma a los textos, todo eso es deudor de la distorsión de los ecos de aquel procedimiento rousseliano descubierto a una edad en la que aún sabía canalizar mis hallazgos de lector.

Me pareció asombroso ayer volver a observar cómo en Roussel las combinaciones fonéticas funcionan perfectamente como una sintaxis incesante y un modo arbitrario y a la vez riguroso de darle forma a los textos, de darle sentido a todas esas historias que no salen de la vida, sino de la cibernética particular que inventó en su laboratorio de las persianas bajadas. Nada de lo que contaba procedía de su imaginación, a pesar de que era muy imaginativo. Y es que en realidad Roussel jamás viajó. Aun habiendo dado dos veces la vuelta al mundo, jamás le llegó algo desde fuera, jamás el exterior hizo mella en el paisaje interior de su cráneo. En todos los países visitados veía tan sólo lo que había previamente escrito de antemano en su -avanzado para su tiempo- revolucionario laboratorio cibernético.

Fue un hombre que vivió siempre en un lugar solitario, tan aislado como incomprendido, o sólo comprendido por los surrealistas, a los que él no comprendía. Su forma de ser parecía triste, pero él pensaba que llevaba una vida de frecuentes alegrías, ya que escribía sin parar, hasta la extenuación cada día. Navegando por los mares del Sur, recibió una carta de un amigo en la que le decía que le envidiaba por las puestas de sol que estaría viendo. Le respondió inmediatamente que no había visto ninguna, ya que trabajaba en su camarote y no había salido de él desde hacía semanas.

Ayer, tras soñar que volvía a la finca de Canterel y pasar después a leer Locus Solus por enésima vez, me pareció ver que en el camino de la vida, y ya desde la primera lectura de ese libro, me viene acompañando la confortable sospecha o gran revelación de que puede uno crearse un procedimiento propio, perfectamente artificial, para construir una obra inmensamente verdadera.

 

La vuelta de Panzeri

Dante Panzeri cerró su obra con una sentencia que hubiera generado infartos en los genios del márketing: “Este libro no sirve para nada.” A punto de cumplirse 45 años de la primera edición de Fútbol. Dinámica de lo impensado, estamos en condiciones de contradecir al maestro: su libro, al menos su título, sirvió durante décadas para poner en pocas palabras de qué se trata ese juego que tanto nos apasiona. La frase será siempre el sello de Panzeri. Aunque su aporte es mucho mayor. Por eso, acaso, el libro se acaba de publicar en España y en febrero se reeditará en la Argentina.

Parece que hay un regreso a Panzeri. Este año Capital Intelectual sacó a la venta la segunda obra del periodista –publicada por primera vez en 1974–, Burguesía y Gangsterismo en el Deporte, en el que arremetió, entre otras cosas, contra la profesionalización del juego. Un libro que ya se había convertido en difícil de hallar, y al que Panzeri sí veía de utilidad: “Pienso que puede servir para testimoniar un proceso que veo deliberadamente ocultado por el periodismo, alguna vez encargado de documentarlo. Muchos individuos que recién nacen, o que aún no nacieron, lo van a necesitar. Y ya que estoy de paso por la vida… quede cumplida esa venidera solicitud.”

Dinámica de lo impensado, en tanto, fue editado en España por Capitán Swing. En febrero llegará a la Argentina. Sebastián Esquenazi pasó dos años en busca de los derechos para publicar ese título. Esquenazi es argentino pero vivió entre Chile, México y España. Fue productor del documental Ojos Rojos, que mostró todo lo que generó la selección chilena de la mano de Marcelo Bielsa. Hace cuatro años regresó al país. Tenía una misión de la editorial: buscar un libro sobre fútbol para publicar antes del Mundial de Sudáfrica. Lo primero que salía eran los clásicos futboleros: Eduardo Galeano, Roberto Fontanarrosa y Osvaldo Soriano. “Hasta que en nuestras manos cayó Panzeri, y ahí encontramos lo que queríamos”, dice Esquenazi, que es sociólogo.

Sin embargo, ahí empezó la travesía de Sebastián. Primero intentó encontrar a la editorial Pasco, que había publicado Dinámica de lo impensado, para conseguir los derechos de publicación. Pero fue imposible. Cuando ya todavía parecía terminar en la nada, Esquenazi comenzó a buscar a la familia de Panzeri.

“Fui a todos lados. Hablé con todo el mundo, pero nadie sabía nada. Casi me internan, ya era una obsesión. Agarré la guía telefónica y empecé a llamar a todos los Panzeri que encontraba”, cuenta Esquenazi. Al final, una chica le dijo que le sonaba, que podía preguntarle a su abuela. Tres meses después, mientras continuaba con su búsqueda, la chica le consiguió el teléfono de Sandro, hijo de Dante. Ahí mismo acordaron la reedición de Dinámica de lo impensado. Capital Intelectual ya tenía los derechos De Burguesía y Gangsterismo.

Dos años después de dar vueltas, Esquenazi celebra el regreso de la pluma crítica de Dante, que llegó a dirigir El Gráfico, la revista a la que ingresó cuando tenía  20 años. Trabajó en La Prensa, Crónica, y La Opinión, entre otras publicaciones. Sus columnas en la revista Satiricón algún día deberían ser compiladas por su acidez, que desparramaba contra todo y todos.

“Panzeri es otra historia porque sin pertenecer a ninguna ciencia social aborda el juego como sociólogo o antropólogo, pero desde la cancha misma, desde el fútbol. Y desde ahí, además, cuestiona la sociedad”, explica Esquenazi.

El libro tiene dos prólogos: uno de Santiago Segurola y otro de Ezequiel Fernández Moores. Y dos epílogos: uno de Andrés de Francisco y otro del mismo Esquenazi. La imagen de la portada le pertenece al fotógrafo chileno Álvaro Hoppe, mientras que en la contratapa hay una foto del fútbol callejero en la Villa 31, acompañada de una cita de Albert Camus: “Todo lo que sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol.” La presentación en el país se hará en abril.

Esquenazi rescata de Panzeri su postura crítica frente a las instituciones y el capitalismo. “Vos leés su libro y es muy rupturista, incluso ahora mismo”, explica. Pero, además, destaca la ética del periodista: su coherencia y honestidad, las que combinaba con una gran creatividad para ir en contra de lo establecido.

Y así como decía de su propio libro aquello de que “no sirve para nada”, también escribía en su “petit currículum”: “Nací a fines de 1921. No sé todavía en qué fecha he de morirme.” Y aclaraba:  “Ese es todo mi curriculum vitae, puesto que todo lo que hice desde que nací es lo normal y vulgar de cualquier individuo.” Ese era Panzeri.

Alejandro Wall

 

El tribuno del deporte

Creo que fue así. Un día de 1962, mi padre me llevó a la cancha a ver un partido amistoso entre Argentina y Uruguay. Unos días después, leí El Gráfico en la peluquería del barrio (era lo único que compensaba que me mandasen seguido a la peluquería). En la tapa había un jugador argentino y de él se decía –para mi sorpresa– que había sido la gran figura del partido. Ese día, entendí que la crítica podía mostrarle al espectador lo que no ha visto. Para terminar con la anécdota, digamos que el jugador se llamaba César Luis Menotti (jugaba entonces en Rosario Central) y que el periodista que firmaba la crónica era Dante Panzeri (1921-1978).

Una sola editorial acaba de publicar en la misma semana tres libros sobre fútbol: uno sobre Messi, uno sobre River y otro sobre Racing. El dato es curioso pero no sorprende: cada vez hay más libros de fútbol, desde biografías hasta estudios universitarios como una Historia social del fútbol, que también se publicó este año. Hoy, como parte de la hipertrofia generalizada del deporte, abundan los periodistas deportivos que ejercen de escritores. Nada de eso ocurría en la década del sesenta, cuando la obligatoriedad del fútbol recién se insinuaba y donde hubo apenas dos libros: Táctica y estrategia del fútbol de Osvaldo Zubeldía y Argentino Geronazzo y Fútbol, dinámica de lo impensado de Panzeri. Enemigos irreconciliables, ambos textos anticipan cuatro décadas de polémicas, la gran guerra del fútbol entre los cultores de la disciplina y el resultado por un lado y los defensores del juego y la libertad por el otro. Cualquier argentino que participe de la pasión futbolística tiene su corazón y su intelecto en uno de esos bandos y los intentos de adoptar posiciones intermedias son poco interesantes cuando no poco sinceros. La disputa ideológica, filosófica, moral es tan grande que llega a competir con el amor por una camiseta.

Se puede decir que Panzeri perdió la discusión. Pero no porque sus argumentos fueran malos, sino porque eran demasiado buenos para la época que se venía. Y eso es lo que se concluye leyendo Burguesía y gangsterismo en el deporte, el otro libro que publicó Panzeri en 1974 y que acaba de ser reeditado por Capital Intelectual. Aunque la edición omite toda presentación y hace extrañar un trabajo biográfico y contextual que aclare además el origen de los textos, el libro es una bienvenida excentricidad: nadie escribe ya como Panzeri y menos en el ámbito del periodismo deportivo. Nadie empieza un libro con una cita de Antonio Porchia ni cita a Ortega y Gasset y su desprecio por las masas como se estilaba hace muchos años. Y menos aun despotrica –esa es la idea central del libro– contra la unidad entre deporte y empresa. Las tesis de los enemigos de Panzeri –el resultado a cualquier precio, el trabajo sin placer, la importancia de los entrenadores– son funcionales a un espectáculo que no sólo debe continuar sino crecer indefinidamente. Panzeri asistió apenas a los comienzos de lo que sería la globalización del deporte y tuvo la clarividencia de horrorizarse. A su alcance no había demasiadas herramientas: apenas la indignación permanente y la tentación de encuadrar a sus adversarios en figuras delictivas: los llama cuatreros, prostitutas, mafiosos, miembros de una asociación ilícita destinada a vivir del trabajo ajeno.

Esa mezcla de anarquista y reformador protestante que era Panzeri lo lleva a cometer deliciosos actos de incorrección política, como considerar una payasada sin futuro el fútbol femenino o atribuir la pobreza uruguaya a la excesiva cantidad de jubilados. Su caracterización del periodismo es definitiva: “Su gran culpa es no ser un rector porque prefiere ser un cómplice”. Queda claro que ya no se fabrican así.

Quintín

 

Fútbol es fútbol (y también literatura)

«Debo confesar que lo mejor que he leído hasta ahora en libros de fútbol han sido siempre algunos libros de sociología y filosofía». La frase pertenece al periodista argentino Dante Panzeri. Y él, considerado uno de los mejores cronistas deportivos de los años sesenta, un agudísimo olfateador de conceptos como la entrega, el pundonor, el amor o el odio en un terreno de juego, sabía bien de lo que hablaba. «El fútbol es una ciencia oculta de lo imprevisto», escribió también. Pura materia narrativa. Panzeri dribló así a la intelectualidad de su época. A tipos como el genio elitista Jorge Luis Borges, que definió el llamado deporte rey como un juego «donde se corría detrás de una pelotita».

«Asociar el fútbol a las letras y las artes puede parecer irrespetuoso, pero, operando siempre sobre el supuesto de que fútbol y deporte son integrantes del hombre lúdico que juega cuando cultiva su intelecto en aquello que le divierte, la asociación de fútbol y humanismo intelectual no parece tan disparatada», remató el reportero, fallecido en 1978, paradójicamente semanas antes del inicio del Mundial que se celebró en Argentina y acabó ganando su país.

Esta concepción del fútbol como algo más que 22 jugadores, una cancha, un resultado y cientos de millones en los contratos, esta filosofía, dotada de una notable influencia rousseauniana, según el también periodista deportivo Santiago Segurola «[Panzeri] era un defensor del valor del talento puro, incontaminado que surge de los descampados argentinos», aparece plasmada en su libro Fútbol. Dinámica de lo impensado, publicado en Argentina en 1967, pero que acaba de llegar por primera vez a las librerías españolas editado por Capitán Swing.

Su publicación coincide, además, con un interés en España por las obras periodísticas de carácter literario que tan bien explotaron en los cincuenta periodistas como Tom Wolfe, Gay Talese y Norman Mailer, ligadas en esta ocasión al fútbol. En Messi (Debate), Leonardo Faccio mete el bisturí en la vida y juego del astro argentino para darle al lector el retrato de un chico «que todavía juega para conseguir la bicicleta», según Juan Villoro, y que si es un héroe lo es de una forma ausente, antagónica a la de su eterno rival Cristiano Ronaldo. En Cuando nunca perdíamos (Alfaguara), el editor Toni Munné ha reunido a 15 escritores Enrique Vila-Matas, Jordi Soler y Juan Gabriel Vásquez, entre ellos para que depositen en el género del relato las pasiones, alegrías, emociones y desconsuelos que en más de una ocasión les generó el F. C. Barcelona.

 

Un páramo menos pobre

Estos nuevos títulos vienen a llenar cierto páramo existente en la literatura española relacionada con este juego. Hasta ahora, pocos literatos se habían dejado atrapar por los intersticios balompédicos, aparte de las magníficas excepciones de Manuel Vázquez Montalbán (Fútbol. Una religión en busca de un dios) o Gonzalo Suárez, que en los setenta escribía crónicas futbolísticas bajo el pseudónimo de Martin Girard. «Es cierto, durante un tiempo ha habido un prejuicio entre los escritores. Yo, por ejemplo, veía partidos, pero lo hacía en privado», confiesa a Público el escritor Pedro Zarraluki, ganador del Nadal en 2005 por Un encargo difícil, y autor de uno de los relatos de Cuando nunca perdíamos.

«Las grandes novelas y reportajes de deportes, como el boxeo, nacieron de la mano de periodistas norteamericanos, a los que nunca les interesó mucho el fútbol. Y, por otra parte, en Europa, eso de la alta y la baja cultura hizo que mucha gente no se acercara a este deporte», explica a este periódico Juan Bonilla, autor de Tanta gente sola y barcelonista confeso. De hecho, en su relato Una autobiografía poética, narra con ácida ternura el sufrimiento de su padre mientras veía las debacles del Barça en los setenta. Una narración que adolece de una brutal melancolía, un ingrediente literario que, por otra parte, late en el fútbol de forma imprescindible: «Es que es una pasión que viene de la infancia», apunta Bonilla.

Esta afirmación la sostienen otros escritores como Javier Marías o el mexicano Juan Villoro, autor de obras como Dios es redondo, un profundo canto de amor hacia este deporte capaz de reunir en 90 minutos la gloria y la nada.

«Es el deporte que más se parece a la vida, donde el destino puede ser arbitrario y cualquiera puede ganar o perder. No puedes jugar al baloncesto sin ser alto; en cambio, puedes ser gordo y bajo y convertirte en Maradona. Si además dices una frase como la mano de Dios’, te conviertes en mito. Eso es literatura», defiende el propio Villoro a Público sobre su pasión futbolística y literaria.

 

Épica, ética y política

El yo, la subjetividad, el suspense y el misterio son tres pilares narrativos que forman parte del fútbol. «Este deporte es de por sí una enorme ficción, uno no sabe cómo acabará un partido. Desde el vestuario el universo futbolístico es enorme», afirma contundente el editor Toni Munné. Y este mundo se adentra también como pocos en el terreno de la épica.

Precisamente, en Messi, el periodista Leonardo Faccio propone un relato biográfico con muchos ingrendientes épicos. El cronista no habla sólo del futbolista considerado dos veces como el mejor del mundo, ni de sus imaginativos goles, ni siquiera de aquel que le marcó al Getafe emulando a Maradona desde el centro del campo. Faccio describe a un Messi desarraigado en La Masia, un chaval que sufría problemas de crecimiento y tuvo que inyectarse hormonas, un chico que declara que jamás se moverá del F. C. Barcelona, paradigma contrario al jugador mercenario. En definitiva, un futbolista que vive por y para el fútbol y que «se alegra más de recibir un mensaje telefónico que de ser la estrella de un videoclip» publicitario, escribe Faccio.

Este amor que siente Messipor el color blaugrana está muy relacionado con la ética. De ella habla mucho Dante Panzeri en su ensayo. En el fútbol, como en la literatura, hay una serie de reglas sobre lo que está bien y está mal. Como recuerda el profesor de la Universidad Complutense Andrés de Francisco, de los futbolistas se alaba su generosidad cuando dan un pase de gol y se les critica por chupones cuando no pasan la pelota. También se aplaude la cooperación, el juego en equipo por encima del individualismo. Y siempre se insulta al que finge una entrada. «Queremos un juego que sea verdadero, sin mentira, honesto», afirma De Francisco. Quizá, por todas estas razones el fútbol imaginativo y de equipo que practica el Barcelona sea hoy tan alabado por los escritores: «Ahora que lleva un ciclo ganador, lo importante es su estilo de juego. Se trata de un triunfo deportivo, pero también moral», recalca Villoro.

Y si la ética es un terreno futbolístico, atrás no se queda la política. De Francisco apunta al balompié como el deporte más democrático al haber entrado en barrios obreros, arrabales y favelas. No obstante, también es un juego jerárquico, donde existen los líderes y los gregarios, como Xavi y Busquets, y puede llegar a convertirse en monárquico, con la preeminencia de un entrenador despótico, como Mourinho, que transforme la monarquía en tiranía. Para que esto no ocurra, Panzeri ofrece su fórmula: no deshumanicen el fútbol, no lo conviertan en negocio. Disfruten con ello.

Una receta que también vale para las letras.

 

Paula Corroto