admin

Grosz. Un sí menor y un no mayor

Este libro puede ingerirse como una vacuna contra los tópicos: el de que los pintores no saben escribir, el de que -consecuentemente- sus libros sólo interesan a los especialistas en arte, el de que las memorias ofrecen el mejor perfil del autor, el de que quienes están en contra de algo serán inevitablemente partidarios de su opuesto. Y, más trascendente aún, el de que cómo iba nadie a prever lo que auguraban el nazismo y el comunismo. Por el contrario, estas memorias están escritas con notable talento narrativo, traslucen una personalidad llena de contradicciones y ofrecen una crónica dolorosamente lúcida de cómo se fue construyendo el altar en el que se sacrificaron millones de seres humanos en la Europa de mediados del siglo XX.

George Grosz (1893-1959) fue un artista fundamental en el dadaísmo, el expresionismo y en la pintura denominada Nueva Objetividad. Con esa trayectoria, ampliamente reconocida en su patria y en Europa, sin embargo cuando se trasladó a los Estados Unidos en 1933 no logró sino encargos menores. Y ello a pesar -resulta conmovedor leerlo- de que renunció a toda intención política, a toda pretensión vanguardista y a cualquier otro objetivo que no fuera llevar dinero a casa y profesar el American Way of Life. Su pintura fue desde entonces trivial y uno puede pensar que si existen casos de suicidio creativo éste debe ser uno de ellos.

A Grosz, que desde su misma infancia estuvo fascinado por las posibilidades expresivas de la caricatura, le debemos la imagen más acabada -por despiadada y memorable- de la Alemania de entreguerras. La resumió en escenas de calle y café, donde se cruzan militares sin civilizar, capitalistas porcinos, prostitutas pintadas como puertas y mutilados a los que apenas les queda cuerpo. Sería para reír si no fuera porque nos petrifica el horror. En estas circunstancias, Grosz y sus amigos se hicieron dadaístas, que era una forma artística de disentir del rumbo de la sociedad de entonces. Eran pacifistas pero no precisamente pacíficos: “Nosotros, los dadaístas… por unos pocos marcos como entrada no hacíamos otra cosa que decirle la verdad a la gente, es decir, insultábamos a los presentes”. Poco después, en 1919, Grosz ingresó en el Partido Comunista alemán. Su adhesión al levantamiento espartaquista y la virulencia de sus dibujos le costaron varios procesos judiciales. Poco después, en 1922, a la vuelta de una estancia de cinco meses en la entonces recientemente creada Unión Soviética, abandonó el Partido de forma inmediata. Su relato de ese viaje es sencillamente espeluznante. Y sin embargo, para el nazismo, cuyos prolegómenos describe con la misma agudeza expresionista que tenía su pincel, ostentaba el título de “bolchevique cultural número uno”. Así pues, su pintura se convirtió en seguida en uno de los ejemplos más palmarios de “arte degenerado”. Grosz se embarcó rumbo a Nueva York el 23 de enero de 1933. El 30 de ese mismo mes, Hitler tomó el poder. Pocos días después una brigada de militares arrasaría su estudio berlinés.

En los Estados Unidos Grosz dio clases de pintura, peregrinó por las redacciones de las revistas, incluso visitó Hollywood. Pero su mayor éxito no fue otro que salvar el pellejo. Escrito en 1946, este libro es un balance ciertamente desencantado de la historia de los hombres y de la suya propia. Para entonces había destilado una sabiduría que podríamos llamar cinismo: “Llegué a la conclusión de que son el poder y el éxito los que dan sentido a la vida”. Pero también: “No tengo idea de por qué, cómo ni cuando me convertí en quien soy en la actualidad”. Murió al poco de haber regresado a su patria, al caer borracho por una escalera.

José María Parreño

 

Crudo retrato del capitalista

Coincidiendo con el primer centenario de su publicación en EE UU, se reedita en España esta obra clásica de la literatura norteamericana, una de las mejores novelas de ambiente financiero jamás escrita. Es un momento más que oportuno para descubrir o releer este relato amargo del sueño americano protagonizado por Frank Cowperwood, un hombre de negocios ávido de dinero, sexo y poder que recuerda a Gordon Gekko, el personaje interpretado por Michael Douglas en la saga cinematográfica Wall Street, o a los banqueros de carne y hueso retratados en películas tan recientes como Inside job o Too big to fail. Este libro es, entre otras muchas cosas, un triste recordatorio de lo poco que cambian determinadas actitudes con el paso del tiempo.

Ambientada en los años sesenta y setenta del siglo XIX, El financiero está inspirado en la vida del magnate estadounidense Charles Tyson Yerkes, que construyó parte de los sistemas de transporte público de Chicago y Londres. Entre otros hechos históricos, la novela aborda el llamado Pánico de 1873, que desencadenó una profunda crisis económica a los dos lados del Atlántico. Conocida hasta los años treinta del siglo pasado como la Gran Depresión, fue la primera convulsión sistémica en la historia del capitalismo y duró casi una década.

El financiero es la primera parte de la Trilogía del deseo que Theodore Dreiser completaría con El titán (1914) y El estoico (1947). Por su visión crítica de la sociedad estadounidense y su estilo realista, Dreiser ha sido comparado por los especialistas con maestros europeos como Zola, Balzac, Dickens o Dostoievski.

 

Bombas fuera. Historia de un bombardero.

A principios de los años cuarenta del siglo XX, las Fuerzas Aéreas le encargaron este libro a John Steinbeck, un autor que había  narrado como nadie los duros años de la Gran Depresión en libros como Las uvas de la ira o De ratones y hombres. Que un pacifista como Steinbeck se aviniera a escribir un libro como este sólo se entiende si tenemos en cuenta que se consideraba, ante todo y sobre todo, un patriota, y que el fascismo que asolaba la Europa de aquel entonces hacía peligrar una democracia en la que creía firmemente.

El objetivo del libro era claro: animar a los norteamericanos a aprobar la nueva arma de guerra que era el bombardero, y de paso tranquilizar a las familias sobre lo que suponía para sus hijos formar parte de la tripulación de un avión de esas características.

Steinbeck recorrió junto a un fotógrafo las bases de entrenamiento para documentarse, y el resultado es este trabajo, mitad reportaje mitad ensayo, salpicado con algunas fotos de la época.

El autor hace hincapié en el carácter especial de las tripulaciones de los bombarderos, recalcando que se elegía a los mejores de entre los mejores, y resaltando por encima de todo lo demás la idea de equipo por encima de las individualidades. Un avión de esa índole solo podía funcionar con total precisión si la tripulación era un equipo homogéneo y bien avenido, cuyos miembros eran igual de importantes.

A través de una serie de personajes sin voz, Steinbeck va formando a un equipo completo, que se encontrará al final a bordo de la misma nave para llevar a cabo sus misiones: el oficial de bombardeo, el artillero, el navegante, el piloto, el jefe de mecánicos y el operador de radio. Dedica un capítulo a cada uno de ellos, explicando en qué consiste su formación, qué requisitos debe cumplir y qué prácticas debe realizar. Sea cual sea el puesto en cuestión, Steinbeck logra transmitir la relevancia del cargo, sin menospreciar a ninguno de los componentes del que será el equipo final.

Como propaganda del Gobierno, el libro no tiene desperdicio. Se dirige del mismo modo a los licenciados universitarios que a los granjeros de la América profunda, y para todos ellos existía una oportunidad en el seno de las Fuerzas Aéreas. Steinbeck no sólo consigue despertar el patriotismo de sus lectores, también el orgullo de formar parte de una élite.

Este trabajo, magníficamente presentado por la Editorial Capitán Swing, recupera un documento histórico que la pluma de Steinbeck convierte en algo mucho más valioso que un simple informe militar.

Pilar Alonso Márquez

 

El financiero

No sé si fue casualidad, pero el mismo día de mi salida hacia New York el cartero me trajo un ejemplar de El financiero (Capitán Swing), una novela escrita en 1922 por el gran escritor americano Theodore Dreiser, que ha logrado que yo entienda, por fin, el comportamiento de las bolsas y los mercados de valores en tiempos de bonanza y en tiempos de crisis ─un mundo para mí tan críptico y arcano como los misterios de la Eleusis─, y que se desarrolla en el último cuarto del siglo XIX.

Leyendo  esta primera parte de la minuciosa, realista y objetiva —falsa— biografía que narra la  ascensión, caída y resurgimiento de Frank Algernon Cowperwood, personaje que resume y condensa a la perfección el código de valores e ideología del capitalismo más feroz en una Filadelfia en pleno desarrollo económico y urbanístico, me fui dando cuenta, guiado por la mano maestra de Dreiser, de que ya en aquellos lejanos años estaba casi todo inventado en el mundo de la especulación y el manejo del capital tanto público como privado. Que una historia ocurrida hace 140 años refleje con tal clarividencia nuestra actual y global crisis económica es algo que, como poco, pone los pelos de punta y aviva en muchos grados el interés del lector no habituado a las teorías económicas por entender qué se cuece en esos santuarios del dinero que son las Bolsas y cómo se las arreglan los especuladores para jugar con un dinero que no tienen y ganar millones en una sesión. Lo que los expertos en economía inmaterial, llaman capital intangible, todo eso y más lo explica con minuciosidad, y casi en tiempo real, Dreiser; y logra,  a pesar de la aparente aridez del tema para el no iniciado, mantener el interés del lector con un ritmo narrativo que fluye como un enorme rio que se abre en un delta de historias personales, donde se explicita la interacción que siempre existe entre individuo y  sociedad y cómo ambas no son otra cosa que ramas de un mismo árbol.

Narrando la peripecia vital de Coperwood desde su infancia, su entorno familiar, la escuela, las calles y su primer negocio realizado a los trece años, Dreiser nos sumerge también en el proceso de transformación que se está operando en un país, una ciudad y una sociedad; en cómo las implicaciones políticas interfieren en las económicas, en el nacimiento del negocio bursátil, en su reglamentación, en el asentamiento de las bases del desarrollo industrial y urbanístico motor y origen de dudosas fortunas y nuevos ricos que conforman una nueva forma de aristocracia, la del dinero.

Su historia amorosa, primero casándose con una viuda mayor que él de la que tiene dos hijos y más tarde enamorándose de una joven de la alta sociedad, bella y decidida, dispuesta a ponerse el mundo por montera con tal de seguir al lado del hombre que ama por encima de cualquier tipo de convencionalismo social nos muestra también el entramado de las relaciones personales, familiares y sociales del momento, descritas desde el punto de vista naturalista que primaba entre los escritores de principio del siglo XX con Balzac a la cabeza.

Cuando asistimos a la caída de Copperwood, propiciada por  la crisis que originó el incendio de Chicago de 1871, Dreiser da una lección magistral de su conocimiento del comportamiento del mundo bursátil, de la deslealtad de sus componentes que no dudan en hacer quebrar al que hasta ayer era su amigo con el fin de obtener un resultado especulativo positivo. En pocas palabras: del todo vale con tal de salvarse de la quema y sacar beneficios.

Su posterior paso por los tribunales y su encarcelamiento por malversación de fondos públicos son una especie de descenso a los infiernos particular que la sociedad le exige para aceptarlo de nuevo entre los suyos una vez cumplida la condena y pagada su culpa. Es lo que hace nuestro protagonista, resurgir como un ave fénix de sus cenizas dispuesto de nuevo a comerse el mundo, con más conocimientos, más astucia y más ganas de ir a por todas; pero eso es ya materia de los dos siguientes tomos que conforman  esta llamada Trilogía del deseo que narra con una fuerza insuperable una historia más sobre el “sueño americano”.

 

Bombas fuera. Historia de un bombardero.

Al grito de «¡Tora, tora, tora!», rayando el alba del domingo 7 de diciembre de 1941, y sin viento de Poniente, cientos de aviones japoneses, con los temibles cazas Zero a la cabeza, bombarderos, torpederos y todo tipo de navíos se lanzaron a tumba abierta sobre la Flota Norteamericana anclada en Pearl Harbor, en Hawai. ¡Mayday, mayday, mayday! es lo único que se escucha en todo el archipiélago. La sorpresa y las añagazas diplomáticas dieron la victoria a los nipones, pero la victoria a la postre sería pírrica. Los grandes portaaviones estadounidenses estaban en alta mar, y el ataque sería decisivo para involucrar a los Estados Unidos en la II Guerra Mundial y para poner en marcha la mas gigantesca e imparable maquinaria militar jamás vista por el género humano.

Altísima traición

Los yanquis se lo tomaron como una alta, altísima traición de los japoneses y su respuesta comenzó segundos después de la que el primer torpedo japo hundiera el primer navío norteamericano. Aquel país que entonces iba a la deriva, trastabillando en pos del New Deal, desolado aún por la tragedia nacional de la Gran Depresión se levantó como un coloso, en llamas, pero como un coloso, desde Massachussets a California, de Oregón a la Florida. Tom Joad y los hombres y mujeres desheredados de «Las uvas de la ira» de John Steinbeck por fin habían encontrado su destino. Y el propio Steinbeck una vez más se iba a dedicar a contarlo en el que sin duda es uno de los más extraños libros que le ha dado ser escrito a un novelista de éxito y más bien izquierdista. Pero la patria estaba en peligro y todos debían acudir a salvarla.

A John Steinbeck, igual que sucediera con los documentales propagandísticos de John Ford, el Ejército le encargó que contara la vida y milagros de la tripulación de un bombardero, las llamadas fortalezas volantes con las que el país de las barras y estrellas iba a hacer de un buen ataque la mejor de las defensas, llevando la guerra y su sufrimiento a territorio enemigo. Steinbeck no lo dudó. Y cumplió como un patriota. Porque esto es «¡Bombas fuera! Historia de un bombardero», además de un magnífico documento y una extraordinaria narración a caballo entre la novela y el periodismo. El talento del escritor Steinbeck apechuga con el empeño y su grandeza literaria hace que el lector pueda digerir y hasta saborear este excitante pastel patriótico. La perfecta traducción, que sigue al pie de la letra y al pie del cañón las palabras marciales de Steinbeck le da todo el valor y nos traslada el ambiente bélico de esos días.

Vestido de caqui

Steinbeck se vistió de caqui prácticamente en el sentido literal de la palabra y acompañó a una tripulación de esos mortíferos aviones desde su llegada al campo de instrucción hasta que parten en pos de su primera misión. Las palabras del Nobel de 1962 van muy lejos. Primero pide a los padres que se sientan orgullosos de sus hijos que van a volar, recomienda a los futuros aviadores que no quieran ser mártires camino del Valhalla sino de la victoria y de la supervivencia, y traza un mapa del poder humano e industrial de los Estados Unidos.

La tripulación de un bombardero no pertenece a la misma mitología que los héroes de Hemingway. Aquí se trata de hacer equipo, algo que no es difícil en esta sana muchachada, apunta el novelista, que ha crecido haciendo deporte. El escritor se congratula también de que en los Estados Unidos se permita el uso de las armas, porque así los artilleros de la aeronave no errarán sus disparos. Quien ha disparado su escopeta de caza sobre una ardilla en movimiento sabe que hay que apuntar unos centímetros por delante de donde se encuentra el animal. ¿Y quién se encargará de la mecánica?. No es difícil, sugiere John Steinbeck, en todas las granjas de América hay un tractor o un viejo Ford T que los muchachotes de Montana, Nevada o las dos Dakotas saben montar y desmontar hasta el último tornillo y la última bujía. Además, qué suerte que todos nuestro chicarrones sepan conducir y montar a caballo, sin duda eso les hará más fácil pilotar un avión, aunque antes deban enfrentarse a las pruebaas de tiro impartidas por los mejores campeones de tiro al plato del país, antes de rellenar los test de actitud y aptitud (no cultural) a los que les someterán los más prestigiosos psicólogos de la nación. Luego, con su correspondiente chapa de identificación al cuello, los jóvenes norteamericanos comenzarán su exigente instrucción.

Se trata de un equipo, sí, pero John Steinbeck los pone nombre. Bill, un trompetista de Idaho es el oficial bombardero. Al, un muchacho del Medio Oeste se convertirá en artillero y en lugar de «perseguir sioux o apaches, o búfalos y antílopes, sus nuevos objetivos son Zeros, Stukas o Messerschmitts». Allan, ingeniero, será el navegante, quería ser piloto pero «comprendió» la importancia del nauta del avión. El honor de ponerse a los mandos será para Joe, de Carolina del Sur. Y del cuidado de los motores se encargará el californiano Abner. Y que nadie olvide, destaca Steinbeck, que «nuestro pueblo lleva los motores en el corazón». Finalmente, las comunicaciones tampoco serán un problema cono todos los radioaficionados que hay repartidos por todos los rincones del país. Como Harry, que verá cómo su hobby se convertirá en un arma.

Listos ya todos, solo falta mandar cartas a la familia a y a la novia orgullosa antes de auparse al Flying Fortress B-17 E. Los muchachos suben las escalerillas de su «Baby», que así han bautizado a su avión. Ya están camino de los frentes de Europa o del Pacífico. Quizá alguno de ellos culmine su carrera en la tripulación del Enola Gay rumbo a Hiroshima.

Manuel de la Fuente

El financiero

Escribo esto la víspera de la fiesta santificada al dinero aleatorio, cuando tanto pobres como ricos se entregan al cotejo de un papel de la suerte en la confianza de que podrán convertir una inversión diminuta en la fortuna de sus sueños. Quién dijo que el dinero no da la felicidad, cuando sólo hay que anticipar la alegría barata en caras anónimas regadas con espuma de champán. Ansia viva. Ya oigo la cantinela numérica y el murmullo que especula con que el niño entone una cifra concreta. Definitivamente, prefiero el sistema babilónico borgiano a este, tan injusto y predecible en sus efectos.

Hay otras formas legales de hacerse rico que nada tienen que ver con la suerte, esa puta cara. El financiero, de Theodore Dreiser, anticipa algunas que han cambiado poco o nada en 140 años. Por ejemplo, ¿alguien sabe lo que es vender en corto? ¿No?

Pongamos que sois aficionados a operar en Bolsa y que estáis en posesión de alguna noticia empresarial que podría tener un impacto notable en el valor de una acción o grupo de acciones concretas. Por ejemplo:

“El Tribunal Penal Internacional juzgará las prácticas esclavistas de las empresas textiles multinacionales tanto en las fábricas propias como en las de sus proveedores en países del Tercer Mundo. Las penas incluirán prisión incondicional para su máximos ejecutivos y la prohibición de producir por debajo de los costes que el propio Tribunal fije”.

Os habéis enterado de extranjis porque vuestro vecino, que es traductor en La Haya, os lo ha comentado cuando salía a pasear al perro. Dice, además, que todo está tan podrido que la medida ha sido consensuada con los abogados de las principales cadenas textiles multinacionales low-cost, que en breve empezarán a desmantelar decenas de fábricas con el consiguiente aumento del coste de producción y de precios para los consumidores finales, lo que hará que las acciones de esas empresas canallas bajen una barbaridad porque los beneficios futuros se van a resentir un huevo. Hay una empresa en concreto, Ropa Barata S.A., que está en el punto de mira del Tribunal a causa de su estrategia basada en precios irrisorios gracias a disponer de multitud de contratistas que obligan a sus trabajadores a vivir encadenados a la máquina de coser a cambio de un poco de pan y agua. RoBaSA se va a ir a tomar por saco. ¿Qué hacer con una información así? ¿Cómo se puede ganar dinero si la cotización de las acciones va a desplomarse? ¿Podéis aprovecharos de la ruina de esos sinvergüenzas? La respuesta es sí, pero hay que darse prisa, pues vuestro vecino dice, a modo de despedida y recogiendo las defecaciones del perro en una bolsa reciclable, que la noticia se hará pública mañana por la mañana.

Se dice que El financiero es una novela naturalista, puesto que el lector encontrará en ella desde descripciones objetivas y minuciosas de los perfiles y apariencia física de cada uno de los personajes hasta de procesos como el que acabo de poner en pausa. En cierta manera es como si, además de leerlas, las imágenes pudieran concretarse mentalmente con mayor nitidez que con otras formas narrativas. Y sin embargo el realismo con que está escrita es manifiesto, si nos atenemos al nada despreciable detalle de que la capa social a que se dedica es, por exigencias del guión, la alta burguesía y los noveaux riches. La historia es sencilla: Frank A. Cowperwood, hijo de un empleado de banca en la Filadelfia de la segunda mitad del siglo XIX, sueña con hacerse rico especulando. En su carrera en pos la millonariedad va nutriéndose del apoyo de un abanico de personajes financieros, políticos y funcionariales; algunos ilustrados y otros bastante gárrulos. Le gustan el lujo palpable y demostrable y las mujeres —sobre todo dos, una antes que otra y esta última más que la primera— pero no el vino. Y sin embargo el lector no tiene más remedio que simpatizar con él. Hay momentos en que cabría interpolar, aun con toda la carga anacrónica que ello supondría —la novela se publicó en 1912 y sitúa la acción en el último cuarto del siglo anterior—: “¡con dos cojones!”.

Y no es para menos. Imaginad que podríais ser Frank, y que cabría la posibilidad de que parte de la masa de dinero injustamente acumulada por el amo y señor de RoBaSA pasara a vuestros bolsillos con solo algo de especulación, sangre fría e inteligencia. Para empezar, y nada más abrir a la mañana siguiente las Bolsas, tenéis que meteros en el mercado de futuros y ofrecer acciones de RoBaSA a un precio bastante inferior al que se estén cotizando en ese momento, aunque no las tengáis (en cualquier manual financiero que podéis descargar en las webs dedicadas a la piratería de libros aprenderéis cómo hacerlo). Pongamos que ahora una acción de esa casa de Satanás cuesta 100 euros, y vosotros ofrecéis venderlas por 90 euros (en realidad la diferencia no suele ser tan grande como estos 10 enteros, pero para el caso valdrá). Os quitarán las acciones de las manos, porque los compradores no tienen un vecino bocazas que ejerce de traductor en La Haya. Esta operación se puede repetir tantas veces y a precios distintos —siempre bajos— como queráis, más o menos en función de vuestra sangre fría o de lo poco que os importe terminar arruinados si resulta que el vecino del perro os ha metido una trola. ¿Cuántas acciones ofrecéis? Digamos 10.000:

10.000 x 90€ = 900.000€

No necesitáis muchos más conocimientos matemáticos que ese para ganar dinero de esta manera.

Frank hizo cosas parecidas en múltiples ocasiones, como aquel personaje de Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades, pero él comenzó siendo todavía un niño. Así logró acumular una fortuna de la época y, para redondear el asunto, ya lo he insinuado, acumuló también experiencia en materia de faldas de la época, y no precisamente las de cualquiera. Para Frank, nada era nunca suficiente, y exceptuando algunos seres inmediatos y de veras queridos, el resto eran o meros instrumentos que podían ponerse o no a su servicio —pero aun así le seguimos queriendo— o enemigos:

“La vida era, en el mejor de los casos, una lucha tenebrosa, inhumana, implacable, formada por crueldades, y la ley y sus abogados eran los más despreciables representantes de todo aquel desagradable caos. Sin embargo, él utilizaba la ley como utilizaría cualquier otra arma o cualquier otro instrumento para deshacerse de un mal humano, y, en cuanto a los abogados, los utilizaba como utilizaría una estaca o un cuchillo para defenderse. … En cuanto a los jueces, en general no eran más que abogados incompetentes, que habían quedado arrinconados por algún golpe de fortuna y que, con toda probabilidad, no serían tan eficientes de encontrarse en el lugar de los abogados que comparecían ante ellos. … Los jueces eran tan necios como la mayoría de las demás personas que llenaban este polvoriento y caótico mundo ¡Puaf!”, (p. 372).

Sí, Frank se mete en problemas. El financiero es una precursora excelente de gran parte de la narrativa posterior, escrita y audiovisual, de ascensos y caídas tanto económicas como sociales, pero con la diferencia de que Dreiser fantasea lo justo o nada y se somete a la realidad de la circunstancias, obligando a su querido personaje a pasar por el aro de la indignidad para luego, una vez cumplida su deuda social, hacerlo resurgir de entre las cenizas. Como un héroe clásico que descendiera desde el Olimpo al caos del Mundo y sufriera las consecuencias de ser humano entre humanos pero, al fin y al cabo, hecho de materia divina.

En ese mundo se acaba de producir La Convulsión, y los analistas más previsores anticipan el encarcelamiento del presidente de RoBaSA tras meses de juicio público en varias lenguas y con cientos de testigos desfilando y contando a la corte de jueces las prácticas despóticas de la empresa. Las acciones comienzan a bajar: 97, 95, 93, hay una caída fuerte hasta los 85 euros en que parece estabilizarse pero no, rápidamente cae en picado hasta 80, 75, 70… Y a ese precio compráis 10.000 acciones:

10.000 x 70€ = 700.000€

Compráis, por supuesto, para entregárselas en la misma mañana a quienes os las compraron a 90€, los compromisos hay que cumplirlos:

900.000€ (que recibís) – 700.000€ (que pagáis) = 200.000€ (que os quedáis) = ½ Gordo

A no ser que el vecino no trabaje en La Haya y ni siquiera sea traductor, cosa bastante probable puesto que en lugar de estar currando en Holanda estaba dándole el paseo de rigor al perro y haciendo algo improbable: hablando con un vecino, revelando secretos y limpiando la acera con material biodegradable.

Despertad.

Respecto de la novela sólo queda decir que ojalá quienes se niegan abandonar las viejas fórmulas narrativas lo hicieran solo un diez por ciento igual de bien que Dreiser. Tendríamos libros más cortos pero valiosos. Mientras lo asumen, cuando queramos narrativa excelente en forma de novelones del pasado, todavía tenemos a mano a Dreiser, Zola, Balzac, Dostoievski, Tolstoi, Dickens, Mann, etcétera. Por fortuna.

 

John Steinbeck soltó las bombas

La editorial Capitán Swing recupera un texto de propaganda del Nobel a favor de la carrera armamentística de EEUU en 1942

Cuesta creerlo, pero 20 años antes de que John Steinbeck (1902 -1968) recibiera el Premio Nobel y tres años después de escribir Las uvas de la ira, publicó el bochornoso libro que las Fuerzas Armadas de EEUU le habían encargado para ensalzar la carrera armamentística que conduciría al país a la entrada de la II Guerra Mundial, y en el que llega a tocar la cumbre del patrioterismo más barato: «Debemos congratularnos de que ciertas autoridades civiles timoratas y determinados clubes de damas no hayan conseguido erradicar del país la tradición de la posesión y uso de armas de fuego, esa profunda y casi instintiva tradición de los norteamericanos. Porque un rifle o una ametralladora no se aprenden a disparar de verdad en pocas semanas».

Así es como el mismo autor que se preocupó y se empeñó en exaltar los valores de la justicia y la dignidad, al retratar el camino de una familia campesina hacia mejores condiciones laborales en California, tras el desastre económico de 1929, se presta a engrasar la perfecta máquina de matar, con un increíble ejercicio propagandístico, en el que es alistado para alabar el crecimiento y refuerzo de una división militar que hasta ese momento curiosamente a las puertas de la conocida provocación de la marina imperial japonesa en Pearl Harbor (Hawái) no se había desarrollado.

«Al atacarnos destruyeron a los mejores de sus aliados, a saber, nuestra atonía, nuestro egoísmo y nuestra falta de unidad», razona el autor de De ratones y hombres. La mejor arma de Steinbeck es, sin pudor, acusar a las nuevas generaciones que salían del crash: «Una anarquía de pensamiento y acción se había asentado en los jóvenes del país. Quizá podría haberse hallado un antídoto contra tan venenosa ociosidad y deriva», escribe en la introducción al libro cínicamente para llamar al alistamiento masivo de los jóvenes.

A esa juventud vaga la ensalza a renglón seguido, para demostrar que da gusto vivir en un país de obreros, nacidos para aplicar sus conocimientos a la guerra a pesar de sus travesuras adolescentes: «Los muchachos y jóvenes de pueblos y granjas llevan la maquinaria en el alma. Dos generaciones de jóvenes han volcado sus Ford modificados, los han mantenido funcionando con saliva y alambre cuando hacía ya tiempo que estaban para el desguace [] los chicos de granja que han mantenido a los viejos tractores latiendo sobre la tierra mucho después de habérseles dado por desahuciados». Esa generación perdida de carreras de coches y campesinos debía atender a la responsabilidad de defender a su país. A la guerra, en la nueva fortaleza aérea.

Bombas fuera. Historia de un bombardero (Capitán Swing) debía demostrar, tal y como le pidió personalmente el presidente Roosevelt, que «los grandes bombarderos pasaban a ser la mejor de nuestras armas». Se refería a la creación del B-17 Flying Fortress y el B-24 Liberator. El primero fue el precedente de los B-29, que soltaron las bombas nucleares sobre Hiroshi-ma y Nagasaki, los mismos que formaron parte de las casi 2.700.000 toneladas de bombas que los ataques aéreos aliados arrojaron en sus campañas. Los mismos que dejaron, sólo en Alemania, 300.000 muertos y 780.000 heridos civiles. «Ahora sabemos que nuestra costa no puede ser atacada por flotas invasoras, siempre y cuando contemos con un vasto número de bombarderos de largo alcance con los que detectar al enemigo en el mar y destruirlo antes de que pueda arribar a nuestras orillas». Una vez más, la historia del miedo paliada con millones de kilos de arsenal.

En resumidas cuentas, John Steinbeck cree que el equipo humano que forma parte del bombardero es una «organización verdaderamente democrática»; que los aviones son bautizados por sus tripulaciones como Little, Eva y Elsie, porque «obedece a ese rasgo tan típico del norteamericano de establecer una suerte de relación de afecto con su máquina, de dotarla de vida»; sobre esos nuevos seres, los soldados, antes simples golfillos de barrio, explica detalladamente cómo sufren una extraordinaria transformación en el campo de adiestramiento: «Sus cuerpos se están enderezando, la cabeza se les ve más alta, se detecta cierto brío en la marcha»; y su éxito más allá de las fuerzas aéreas está garantizado porque «en tanto que jóvenes sanos, todos gozarán de un gran éxito entre las chicas».

¿Las características de estos soldados? «Gracias a su agudo sentido de la coordinación, el tiempo y el ritmo, serán en su mayoría buenos bailarines y les gustará bailar []. Serán atractivos aunque no necesariamente guapos». Total, basta con que sepan que «pertenecen a una selección privilegiada», la que mata y muere por la «supervivencia y el futuro de la nación entera como bandera».

Peio H. Riaño

Locus Solus

Las novelas de Raymond Roussel son puzzles gigantescos de imágenes e historias con una extraña lógica carnavalesca. Locus Solus hace un recorrido por el jardín-museo de un excéntrico millonario que, como el propio autor en la vida real, colecciona insólitos objetos con frenético y psicodélico racionalismo

Roussel, Raymond

Poeta, novelista, dramaturgo, músico y ajedrecista francés. Su obra influenció fuertemente a varios grupos

El financiero

Frank Cowperwood (personaje inspirado de forma evidente en el magnate Charles Tyson Yerkes) es un hombre de negocios ferozmente ambicioso, la encarnación misma de la codicia, que busca satisfacción de forma despiadada en la riqueza, las mujeres y el poder. Negocia, trampea, traiciona y a su vez es traicionado

Intelectuales en pie de guerra

Aunque la reflexión (y la intervención) de los intelectuales sobre el hecho bélico puede rastrearse desde los albores de la Historia, su contribución experta en los conflictos armados es un elemento de modernidad que coincide con la formalización de los profesionales de la cultura y del hecho bélico como fenómenos de masas. La presencia destacada de los intelectuales en su frente específico de lucha -lapropaganda de guerra- podría datarse sin demasiadas dificultades en torno a 1914, y respondería a dos elementos de modernidad íntimamente relacionados: por un lado, la construcción de una opinión pública transnacional que consideraba a los escritores, los académicos y los artistas como oráculos más o menos respetados de las creencias y valores de las sociedades contemporáneas; y por otro, la creciente interpenetración entre desarrollo económico. Estado y conflicto bélico, que confirió al fenómeno de la guerra su rasgo característico de hecho total, en el que se borraban los límites convencionales entre frente y retaguardia, y donde la propaganda se convertía en un frente más de combate, que debía ser cubierto por intelectuales prestigiosos e influyentes, especialistas en el modelado de la conciencia colectiva.

Bien es cierto que la «tribu» intelectual, cuya presentación en sociedad tuvo lugar en el deletéreo ambiente finisecular que coincidió con el affaire Dreyfus, no se comportó ante la Gran Guerra como un batallón disciplinado. Personalidades tan diversas como Stefan Zweig, Bertrand Russell, Karl Kraus, Henri Barbusse, Vladimir Mayakovsky o Maxim Gorki no se opusieron en principio al conflicto, aunque luego vieran con disgusto sus consecuencias. Lo que prevaleció en un primer momento fue el élan patriótico que condujo, por ejemplo, a Anatole France a querer enrolarse en el Ejército con setenta años, a los artistas rusos de vanguardia a diseñar carteles patrióticos, o a pensadores socialistas comojules Guesdey Karl Kautsky a hacer una defensa cerrada de la «unión sagrada», acogiéndose al mito jacobino de la «patria en peligro». Muchos académicos y escritores, como los franceses Herriot, Barthou, Bergson o Maeterlinck, fueron lanzados en misión a los países neutrales. La llamada a las armas deshizo los escrúpulos personales y profesionales al calor de la polémica ideológica. Arnold Toynbee elaboró varios opúsculos de denuncia de pretendidas atrocidades germanas que luego lamentó haber escrito. El historiador robespierrista Albert Mathiez alcanzó inmerecida fama por sus alegatos antigermánicos, mientras que su colega Ernest Lavisse ponía en solfa, al igual que hizo H. G. Wells, la actitud pacifista de un Romain Rolland que desde fines de 1914 quiso situarse Au-dessus de la mélée. G. K. Chesterton denunció elocuentemente el «barbarismo de Berlín» y sus sueños de dominio mundial. Algo que Charles Maurras llevaba haciendo desde 1905.

Valores absolutos

El pacifismo que exhibió el grupo de Bloomsbury hizo fortuna durante la posguerra, cuando gran parte de la intelectualidad continental se inclinó públicamente por el antibelicismo (una seña de identidad de la generación literaria de los años veinte) y el europeísmo. Pero otros escritores y artistas se sintieron atraídos por los valores absolutos del nacionalismo o el comunismo, y se convirtieron en propagandistas de los regímenes totalitarios. Una marea de asociacionismo, manifiestos y congresos dio alas a este compromiso ideológico que Julien Benda denunció en 1927 en La trahison des clercs, donde reprochó a los intelectuales el haber abandonado el mundo del pensamiento desinteresado y los valores intemporales y abstractos para inmiscuirse Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial tras el ataque a Pearl Harbor. Un año después, Steinbeck empezó a escribir «Bombas fuera». Arriba, un grupo de soldados escucha el mensaje radiofónico en el que Roosevelt declara la guerra a Japón en pasiones políticas dictadas por la raza, la nación, la clase o el partido. El combate antihitleriano fue el estímulo político de gran parte de la intelectualidad progresista francesa, que se organizó desde 1934 en el Comité de Vigilancia de los Intelectuales Antifascistas bajo el liderazgo del etnólogo socialista Paul Rivet (que luego militaría en la red de resistencia antinazi Groupe du Musée de l’Homme), del filósofo y escritor radical Émile-Auguste Chartier (Alain) y del físico filocomunista Paul Langevin. Esta mixtura de militancia y romanticismo se percibió con toda claridad en la movilización intelectual antifascista en favor de la República durante la Guerra de España, quizás la última «causa pura» para muchos, y la culminación de este proceso de mun-dialización del compromiso político de los escritores de la izquierda.

Bloques irreconciliables

El estallido de la Segunda Guerra Mundial sorprendió a la intelectualidad europea dividida en los tres bloques irreconciliables: los de la democracia, el filonazismo y un estalinismo que entonces se presentaba en la escena internacional con ropajes pacifistas. En Francia, para dirigir el imprescindible combate de las ideas, las autoridades confiaron la dirección de la propaganda de guerra al escritor y diplomático Jean Giraudoux, que dirigió el Commissariat General a L’Information, encargado, con poco éxito, de definir al enemigo, condicionar la actitud de los neutrales y divulgarlos objetivos de la guerra. En Gran Bretaña, el Foreign Publicity Directorate, constituido en septiembre de 1939 como parte del Ministerio de Información encargado de la propaganda en el Imperio y el extranjero (especialmente Estados Unidos), quedó en 1940 bajo la dirección del historiador y periodista Edward Hallett Carr, quien lanzó una eficaz campaña de denigración del Nuevo Orden nazi. El escritor alemán exiliado Thomas Mann desempeñó un papel destacado en esta misión: elaboró panfletos que fueron distribuidos en la neutral Suecia, y difundió entre 1940 y 1945 un total de 58 breves discursos de tono europeísta, humanista, pacifista y antifascista (primero leídos por un locutor y luego grabados por él mismo) desde California a través de la emisión de onda larga de la BBC, la única que podía ser captada por los receptores populares de su país de origen.

A dos bandas

El compromiso democrático de Mann contrastó con la ambigüedad de Jean-Paul Sartre, quien, tras la débácle de 1940, participó con Simone de Beauvoiry Maurice Merleau-Ponty en la fundación de grupo clandestino Socialisme et Liberté, pero tras buscar en vano el apoyo político de André Gide y André Malraux, pasó a escribir ensayos y obras teatrales que no fueron censuradas por el ocupante alemán, e incluso alternó las contribuciones en revistas literarias colaboracionistas y periódicos clandestinos como Combat.

En Estados Unidos, la propaganda de guerra tuvo un tono marcadamente antielitista, y trató de enmascarar las tendencias imperialistas con la retórica de la defensa de la libertad y la democracia. El Writers’ War Board, organizado dos días después de Pearl Harbor por el escritor de novelas policiacas Rex Stout (que luego lideró una Sociedad para la Prevención de la Tercera Guerra Mundial), fue una organización privada de enlace entre los escritores y la Administración Roosevelt que tuvo como objetivo inicial promoverla venta de bonos de guerra, y que canalizó los subsidios a los intelectuales a través de la Oficina de Información de Guerra. Los resultados fueron más que discretos, ya que los autores no observaban las consignas oficiales, porque consideraban que su trabajo creativo era netamente superior a la propaganda gubernamental.

Pero la actividad intelectual de estos años no se limitó al compromiso bélico: durante los veranos de 1942 a 1944, figuras europeas y americanas de las artes y las ciencias, muchas de ellas de origen judío, como Hannah Arendt, Gustave Cohén, Claude Lévi-Strauss o Marc Chagall, se reunieron en Massachusetts, en las llamadas «sesiones de Pontigny en América», para debatir sobre el futuro de la civilización humana en un mundo cada vez más incierto y precario.

Eduardo González Calleja

Dreiser, Theodore

El novelista estadounidense es conocido sobre todo por su novela Una tragedia americana (1925)

Bombas fuera

En el apogeo del esfuerzo bélico estadounidense, la aviación norteamericana encargó a John Steinbeck que escribiera Bombs Away, un informe esencial en tiempo de guerra y un relato verídico de sus experiencias con las tripulaciones de bombarderos durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora, por primera vez desde su

Cuando la poesía parece contingente, Ezra Pound es necesario

¿En qué se parece la poesía al modo en que los bancos de nuestro capitalismo generan dinero? Pues en que los dos, como dijese Yeats en un poema, surgen de una «bocanada de aire», o sea de la nada. El chiste —por llamarlo así— es de Richard Sieburth, experto en la obra de Ezra Pound (1885-1972). Y Ezra Pound, precisamente por su jerarquía de intereses, es, justo hoy, un autor de obligado rescate o relectura. Advirtamos que aquí, en los Cantos, se encuentra el poeta comentando una burbuja inmobiliaria: «Con usura no tiene el hombre casa de buena piedra». Como destacado del modernismo y la Generación Perdida, Pound conoció en Europa la I Guerra Mundial y las consecuencias del crash, lo que le movió a una especie de cruzada personal contra banqueros y financieros y a considerar la economía como una disciplina central a la hora de comprender la historia y la actualidad —aunque sus ideas económicas hayan pasado bastante desapercibidas entre los expertos—. Para el poeta fueron los banqueros los responsables de la ruina de occidente, la civilización, la cultura y el arte (Victor Perkis). Con todo, a Pound terminarían condenándolo enunciados como éste, recogido en su ensayo «What Is Money For»: «La usura es el cáncer del mundo, el cual sólo el escapelo del fascismo puede extirpar.» Otro caso más de intelectual fascinado por la entonces vanguardia política del fascismo.

Libro aún más provocador ahora que en el momento de su publicación, en 1939, Guía de la Kultura es la correspondencia al español de Guide to Kulchur, donde, tal como se explica en la presentación, «llamarlo provocativamente Kulchur tiene su explicación filosófica y política: Pound quería referirse al concepto alemán de Cultura (Kultur) pero para diferenciarlo del tradicional que utiliza la élite (irremediablmente lastrado de connotaciones clasistas, nacionalistas y raciales), lo escribe según la pronunciación», anulando así la indicación del concepto Cultur en inglés. Hace bien, además, Capitán Swing en preparar la edición de esta Guía con el prólogo generoso del filósofo Nicolás G. Varela, pues es éste un libro inconscientemente enmarañado, cuando no opaco y a ratos impenetrable. De una parte, el texto aparece inundado de citas eruditas, cuando no de partituras o ideogramas (mención aparte merecería la atracción de Pound por la literatura china); de otra, el poeta no pudo resistirse al conocimiento enciclopédico, y con este libro aspiró a reunir lo trascendente, aquello que sobrevive al olvido. Su propuesta, aunque acabase con resultados casi más bien contrarios, era perpetrar un texto de divulgación, «tratando de suministrar al lector medio unas pocas herramientas para hacer frente a la heteróclita masa de información no digerida con que se le abruma diaria y mensualmente». Lo que es igual, Pound, como siempre ha ocurrido desde que los medios de información empezaron a plantear graves dolores de cabeza a los pensadores, se proclamaba integrante de una elite iluminadora, gesto que con el tiempo entraría cada vez más en declive.

O dicho de otro modo, un supuesto que ha ido adoptando el estatuto de verdad indiscutible es la imposibilidad de la literatura como herramienta pedagógica, asociada en el imaginario popular a épocas anteriores al siglo XX, en donde los libros servirían como medio de dominio entre las clases culturalmente privilegiadas y aquellas que no lo eran. Naturalmente, esta hipótesis —por la que el ensayo sería no más que un soporte de reflexión, apenas un perímetro conceptual, cuya lectura ha de ser siempre completada por el interlocutor— se sostiene sobre la ilusión de una democracia en donde todos sus ciudadanos comparten bagajes culturales, y sobre la devaluación del concepto intelectual como guía. Pero Pound, que a ratos sonará propagandista y descabellado, ha vuelto para recordarnos cuáles son nuestras obligaciones intelectuales en tiempos de crisis.

Antonio J. Rodríguez

Consideraciones de un apolítico

Corría la I Guerra Mundial y a Thomas Mann se le ocurrió que lo más conveniente era dejar a un lado la escritura de la que ahora es considerada su mejor novela, La montaña mágica, para embarcarse en las Consideraciones de un apolítico, tal vez porque como él mismo dice, «las épocas revolucionarias como ésta producen más espíritu político que artístico». Tiempo después, hacia 1945, el crítico marxista Georg Lukács reconocería ya al Nobel como el autor alemán más importante de la primera mitad de siglo, estampa y baluarte de lo burgués, aunque este libro en concreto diese cuenta de su situación de «extravío político». Hasta el propio Mann reconocería la vergüenza que las Consideraciones le causaban al recordar, luego de haber cambiado sus opiniones, que Wagner hizo el trayecto de la burguesía alemana: «de la revolución al desengaño, al pesimismo y a una intimidad resignada», pues en este libro descansa un desconocido Mann que se dedica a aniquilar a los aliados y los valores democráticos, y ferviente defensor del nacionalismo alemán.

Antonio J. Rodríguez

Triunfo y olvido de un rebelde

Aveces la historia juega malaspasadas. Cuando el pintor George Grosz falleció en 1959 tras caer borracho por unas escaleras, mucha gente se sorprendió porque creía que
el artista llevaba bastantes años muerto.

La cosa tiene su explicación. Las caricaturas satíricas de Grosz sobre la Alemania de los años 20 figuraban ya en los museos y en los libros de texto, su obra era estudiada como el icono plástico de la etapa de entreguerras, aunque tras esta proyección pública se encontraba un hombre que había emigrado a Estados Unidos donde quedó sepultado en el olvido. El pintor regresó a Berlín donde murió a los 66 años, dando fin a una existencia tan agitada como el mundo que le tocó vivir.

Quizá para explicarse o sacar su vida del silencio, el propio Grosz escribió sus memorias desde la infancia hasta el exilio americano, en un relato lleno de metáforas, anécdotas y personajes que títuló extrañamente –aunque tal vez no tanto–Un Sí menor y un No mayor, libro que ahora ha sido reeditado por (Ediciones Capitán Swing). Sátira y caricatura El nombre de Grosz ha quedado para la posteridad estrechamente unido a la imagen de la Alemania de Weimar y al arte de la ilustración satírica de la sociedad de su tiempo. Nacido en 1893 en Berlín, Grosz se aficionó al dibujo de niño a través de los libros de estampas que caían en sus manos. De joven fue movilizado como soldado en la primera Gran Guerra y los horrores que presenció provocaron en él un desencanto creciente y una pérdida total de fe en cuanto le rodeaba. “Lo que veía me repugnaba, y llegué a aborrecer a la humanidad. Todos los que me rodeaban tenían miedo, pero no tuve miedo de oponerme al miedo”.(…)

“Todo lo que podría decir al respecto está reflejado en mis dibujos”, confiesa en estas memorias. Efectivamente, su disgusto en la posguerra alemana, la crítica corrosiva hacia la burguesía y el militarismo, se repetían en sus escenas mordaces y distorsionadas que han pasado a formar parte de su particular crónica berlinesa de aquel tiempo, paralelamente a las obras de Bertolt Brecht –con quien tuvo relación de amistad– o la música de Kurt Weill.

Desde el punto de vista artístico su inquietud le movió a aceptar todo lo nuevo. Del desencanto ante el mundo surgió el sentido del caos, el absurdo y la burla que caracterizaron al Dadaísmo, en el que se integró junto a Otto Dix. Luego vinieron el expresionismo y la Nueva Objetividad, movimientos de vanguardia en los que participó con creaciones personales y avanzadas, entre ellas su obra Metrópolis, visión futurista y simbólica de la urbe del mundo venidero. Un mundo que se hunde
Pero en su vida, cada paso que daba le producía una nueva decepción. Traumatizado por los acontecimientos de aquellos años, Grosz se describe a sí mismo como un payaso zarandeado por las circunstancias y en definitiva, según relata Antoni Domènech en el prólogo de este libro, como un hombre que contempla los últimos años de un mundo que se va hundiendo. Militó en la izquierda, aunque abandonó desencantado el Partido Comunista tras un viaje de cinco meses por Rusia en 1922 y regresó a Berlín en una década que resultó fructífera para su trabajo pese a que su cabeza estaba llena de premoniciones oscuras de lo que seavecinaba. Los negros presentimientos se iban a confirmar pronto. La amenaza nazi le impulsó a emigrar a Estados Unidos, logrando escapar de Alemania por un golpe de suerte días antes de la llegada de Hitler al poder. Desde hacía tiempo América representaba para él una ensoñación: era el país de la modernidad, los grandes espacios abiertos, la música de jazz y los libros de Fenimore Cooper que se había aprendido de memoria cuando era niño. La huida del nazismo le condujo a Nueva York donde se instaló, aunque su entusiasmo por la situación produjo en él otras mutaciones: cambió su nombre, Georg, por el de George, y posteriormente se nacionalizó en Estados Unidos. Pero también en este país hubo más sombras que luces. Camino hacia el olvido Lo que Grosz quería en aquella etapa era ser un ilustrador norteamericano.

Sin embargo las cosas no eran fáciles y su estilo y su personalidad cambiaron radicalmente. Mientras que su nombre ya figuraba en la historia del arte europeo, en Nueva York tuvo que conformarse con dar clases en una academia y, ocasionalmente,
pudo colocar sus dibujos en algunas revistas. Era un trabajo humilde al que se acomodó. Se vio obligado a llamar a muchas puertas y aceptar las negativas de editores que le daban esquinazo. Da la impresión de que su carácter se había suavizado y las feroces caricaturas sociales ya no le interesaban. O quizá aceptó el fracaso. En este libro de memorias elogia la grandiosidad de las dunas y los paisajes americanos que luego solía pintar. Ya no se trataba de fustigar ni deformar las imágenes, sino de plasmar escenarios tranquilos con los que disfrutaba. Todo era más complaciente en su pintura pero ya no era el mismo Grosz y sus obras no se vendían.

Como reconocía uno de sus hijos en la exposición que le dedicó el Museo Thyssen hace algunos años, su padre tuvo dos vidas, una en Berlín hasta la llegada de Hitler y otra posterior en Nueva York. Grosz mismo, en el título de estas memorias, parece querer reflejar esa duplicidad en el significado de sus obras tan diferentes y tan distantes: el “Sí menor” afirmativo y pequeño de sus últimos años frente al “No mayor”, aquel grito crítico y enérgico que caracterizó su juventud.

María Jesús Gandariasbeitia

Sobre los adoquines están los argumentos

De acuerdo con el esquema tripartito propuesto por Foucault en su seminario Seguridad, territorio, población, la soberanía se ejerce sobre los límites de un territorio, la disciplina se ejerce sobre el cuerpo de los individuos y la seguridad se ejerce sobre el conjunto de una población. En el punto de entrecruzamiento entre estos tres dispositivos de poder se encuentra la ciudad como espacio de socialización y modelo organizativo: una concentración de población dentro de un pequeño territorio. En este microcosmos el juego espacial se vuelve mucho más complejo. A medida que aumentan los posibles encuentros entre individuos, hasta el punto de volverse prácticamente ilimitado el número de permutaciones posibles, se incrementa proporcionalmente la inseguridad, el anonimato y la indiferencia mutua. Junto con el debilitamiento de los lazos de proximidad moral y familiar, sobre los cuales se asientan las sociedades tribales, surgen las condiciones propicias para la emergencia de lo político. La categoría de “ciudadano” se antepone a la condición de prójimo u hermano, las relaciones contractuales se imponen sobre los lazos de sangre, se constituye un espacio público basado en la libre confrontación de opiniones. De este modo, las pasiones cálidas de la moral dejan lugar a la meticulosa racionalidad política: el arte de la mediación, de la medida y, en última instancia, de los medios. En la balanza de medios y fines, la cohesión interna de la ciudad es un fin en si mismo. La gran incógnita del pensamiento político ciudadanista es cómo garantizar el correcto funcionamiento de la ciudad en torno a redes de asociación espontáneas que respeten los principios ya señalados (libre confrontación de opiniones en una relación entre iguales.

La ciudad se caracteriza por la diversidad y pluralidad pero también por la inestabilidad de las relaciones. La inseguridad es consustancial a un espacio público sometido a la afluencia constante de desconocidos. De ahí la necesidad de multiplicar los mecanismos de fijación y control. No es de extrañar, por tanto, que la ciudad sea el objeto preferido de las proyecciones utópicas. La utopía refleja un estadio de ordenación policial perfecta. En ella se realiza la ensoñación burocrática (cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa). La distribución de los cuerpos sobre el espacio es armónica. El control sobre las eventualidades, absoluto. No hay lugar para lo inesperado en la ciudad de nuestros sueños. La felicidad se desparrama sobre los objetos con la condición de que no se modifique un ápice el estado de cosas existente. Desde la Kalipolis de Platón a la Ciudad Radiante de Le Corbussier, pasando por la Utopía de Tomás Moro, las concentraciones urbanas han sido sometidas a un sin fin de proyecciones imaginarias por parte de filósofos, arquitectos y ensoñadores. Visibilidad, accesibilidad y armonía han sido las ideas más recurrentes de estos pensadores obsesionados por la construcción de una sociedad sobre bases nuevas, de acuerdo a las directrices de la Razón con mayúsculas. La ciudad ideal encarna en el espacio el principio de ordenación racional, controlado desde un órgano central que lo planifica todo con la meticulosidad de un geómetra. Un lugar común dentro del pensamiento urbanístico ha sido la preferencia por los asentamientos de escaso tamaño, donde el conocimiento mutuo hace las veces de vigilancia policial. Esta es una constante de la ciudad ideal proyectada por Platón al nuevo urbanismo de Duany (Kalipolis estaría habitada por unas 5.000 personas). La tradición republicana suele considerar que la gestión de los bienes públicos a través de la democracia directa sólo es posible dentro de comunidades reducidas, que el ciudadano que ejerce con plena libertad sus funciones debe ser habitante de una pequeña comunidad de iguales asociados contractualmente.

Si algo tienen en común Vida y muerte de las grandes ciudades, de Jane Jacobs, y El espacio público como ideología, de Manuel Delgado, consiste en el ejercicio de poner en entredicho algunos de los axiomas principales del urbanismo utópico que hemos subrayado. Jacobs desmantela el racionalismo a priori de los modelos de planificación central en favor de un urbanismo respetuoso con las experiencias concretas de autogestión por parte de la comunidad de vecinos. Frente a los macro-proyectos de reconstrucción urbana puestos en marcha por la imaginación utópica, apuesta por una sensibilidad hacia lo ya existente, funcional y concreto. Reclama que “lo pequeño es hermoso”. En resumen, es reacia a pensar que en materia de urbanismo haya fórmulas mágicas para todo tiempo y lugar. Este libro es toda una proclama contra la escuela moderna de arquitectura comandada por Le Corbusier y Moses, un texto incendiario que tiene el vicio de reestablecer un utopismo negativo: Jacobs termina cayendo en una idolatría del barrio orgánico como espacio espontáneo de asociación. Recordemos que el aparato de vigilancia informal que ella considera tan benévolo puede volverse opresivo y degradante para el resto de individuos, como le reprochó Richard Sennet.

Por su parte, el libro de Delgado se detiene a determinar las contradicciones ideológicas que subyacen al concepto de ciudadanía, los conflictos de intereses que laceran los principios de la acción comunicativa, la lucha de clases acallada por la retórica del liberal de “los individuos libres que acceden a ponerse de acuerdo mediante la práctica del contrato”. A parte de su contenido, este libro tiene el valor añadido del contexto de su publicación, apenas unas semanas antes del estallido insurgente del 15 de mayo. Algunos pasajes del capítulo dedicado a las “Trampas de la Negociación” resultan proféticos de cara a lo sucedido durante los últimos meses en España. Para empezar, la descripción que ofrece de los movimientos sociales en huelga de identidad permanente coincide punto por punto con algunas señas de identidad y algunos de los defectos de este proceso constituyente abierto por la ciudadanía responsable: “no dejan de revitalizar el viejo humanismo subjetivista, pero aportan como relativa novedad su predilección por un particularismo o circunstancialismo militante, ejercido por individuos o colectivos que se reúnen y actúan al servicio de causas hiperconcretas […] renunciando a toda organicidad o estructuración duradera, a toda adscripción doctrinal clara y a cualquier cosa que se parezca a un proyecto de transformación o emancipación social que vaya más allá de un vitalismo más bien borroso.”

En última instancia, tanto Jacobs como Delgado asumen una posición metodológica común: no existe un punto de vista único en la construcción de la ciudad, no hay un órgano central de planificación, sino una pluralidad de intereses en conflicto. La cohesión interna de la ciudad es el precario producto de un equilibrio no consensuado. Sin embargo, cuando entramos en profundidad las divergencias saltan a la vista. La americana interpreta el espacio público desde la óptica liberal de la libre concurrencia de intereses, gustos y necesidades; apuesta por una gestión privada de los lugares comunes, frente a la razón de Estado determinada desde las alturas burocráticas. El español objeta que ese espacio común ya está viciado de antemano por los intereses de la clase dominante que instrumentaliza a su favor la confusión entre sus intereses particulares y los de todos para promocionar una serie de prácticas y modos de vida beneficiosas para ellos. Aquí encontramos la línea ideológica que contrapone a los autores. Jacobs subraya la espontaneidad de las prácticas vecinales, con independencia de la extracción de clase de la comunidad de vecinos. Delgado, en una terminología deudora del marxismo estructuralista de Althusser, afirma que los individuos reproducen inconscientemente ciertos patrones de conducta que vienen dado por su posición de clase, por mucho que quieran zafarse de sus identidades preestablecidas.

Ernesto Castro Córdoba

Con Jane Jacobs llegó el sentido común a las grandes ciudades

«Este libro es un ataque contra el actual urbanismo y la construccion humana», reza la propia introducción. 50 años después de la publicación de Vida y muerte de las grandes ciudades de Jane Jacobs, la editorial Capitan Swing ha vuelto a editar la obra y ya va por su segunda edición. La vigencia de los pensamientos y teorías de Jacobs es la principal baza para demostrar la revolución de sus ideas. Divulgadora científica, teórica del urbanismo y activista político-social, Jane Jacobs hace en este manual una crítica a las prácticas llevadas a cabo en las grandes ciudades de Estados Unidos durante los años 50. «Mi ataque no se basa en objeciones nimias sobre los diferentes métodos de edificación ni en distinciones quisquillosas sobre los diseños de moda. Es más bien un ataque contra los principios y los fines que han modelado el moderno y ortodoxo urbanismo y la reconstrucción urbana», afirma la propia autora. Jacobs establece cuestiones que hasta 1961 nadie había planteado a la hora de diseñar la estructura de una ciudad o de un barrio como la importancia de la relación de las personas con el espacio público o la primacía de la calle como aglutinador de la vida de los barrios. Jacobs repara en cosas corrientes y vulgares hasta el momento olvidadas por otros teóricos, centrados más en el ensayo y error, en el fracaso y el éxito. La autora utiliza en su estudio del urbanismo datos como el nivel de delincuencia, las enfermedades o la mortalidad infantil. También lo que verdaderamente necesitan los ciudadanos sin utilizar un estándar. Habla de lo inútil que resulta planear la apariencia de una ciudad o especular sobre la mejor manera de darle una buena apariencia sin conocer antes su funcionamiento. Básicamente dota al urbanismo de sentido común. Así, en la primera parte del libro hace una observación de lo cotidiano, de los acontecimientos más corrientes, en la segunda se centra más en el componente económico de las ciudades para examinar el comportamiento de la decadencia y la regeneración en una tercera.

Steinbeck, John

Narrador y dramaturgo estadounidense, famoso por sus novelas que lo ubican en la primera línea del naturalismo

La detective de las ciudades

Hay libros que parecen haber sido escritos ayer. Y sin embargo, en el caso de Muerte y vida de las grandes ciudades estamos hablando de un texto publicado en 1961. Poco importa la fecha, la obra de la teórica del Urbanismo, la norteamericana Jane Jacobs, continúa tan lleno de vida como cuando salió a la luz hace medio siglo. La editorial CapitanSwing ha recuperado el que quizás sea el libro sobre planificación urbanística más infuyente del mundo. Y que no tema el lector un ladrillo (valga la metáfora) repleto de divagaciones plúmbeas, como lasque acostumbran a regalarnos tantos arquitectos y urbanistas en nuestros días. El libro de Jane Jacobs, a pesar de sus cuatrocientas páginas, es ligero, ameno y está escrito en un lenguaje sencillo y directo. Jacobs, que se pateó centenares de pueblos y ciudades de Estados Unidos, quiso responder a las renovaciones urbanísticas de los años 60, que optaron por hacer tabla rasa y levantar de nueva planta modélicas urbanizaciones en viejos barrios y zonas periféricas. Sus conclusiones están basadas en la observación. Jacobs es una detective urbana, observa la vida en las calles y enlos barrios y, tras seguir lapista, encuentra la causa de que unas zonas de la ciudad, a pesar de haber sido exquisitamente planifcadas, no funcionen, tengan poca vida o en ellas aumente la delincuencia, mientras en los barrios tradicionales sus habitantes tengan más ofertas y estén más seguros.

La autora se muestra implacable con la materia que estudia, a la que califica de «pseudociencia» sustentada en «cimientos idiotas». A su juicio, los urbanistas planifican mal porque desconocen el funcionamiento de las ciudades. Jacobs, enemiga acérrima de la Ciudad Jardín vertical de Le Corbusier concibe la ciudad como una trama de intereses sociales y económicos que, lejos de compartimentar o aislar, hay que seguir enriqueciendo con la variedad. A su juicio, cuatro son las grandes características que toda planificación urbana debe tener en cuenta: en primer lugar, la necesidad de que la zona en cuestión tenga varios usos, es decir, usuarios distintos que hagan uso de las calles y sus comercios a diferentes horas del día, lo que se consigue combinando residentes, turistas y oficinistas que den vida a la zona. En segundo lugar, manzanas pequeñas que faciliten el callejeo de residentes y visitantes y, por tanto, la capacidad de entrar en más tiendas y servicios. El tercer punto es una buena cantidad de edificios antiguos que no dispare el valor de la zona y haga imposible vivir en ella salvo a las rentas altas mermando la calidad. Por último, el condimento de una buena planificación es una concentración de personas «suficientemente densa para estar allí». La experta norteamericana aplica la lógica y sus conclusiones son demoledoras, incluso a la hora de inaugurar parques: Abre un parque en una zona falta de vida y tendrás una zona muerta, como esos barrios en los que los vecinos terminan aislándose unos de otros, viene a decir. Y lo que dice, de forma sencilla pero implacable. Toda una lección.

Alfonso Vázquez

De la genialidad dadá al imperio de Dios

Ni Tzara,ni Schwitters,niPicabia.Pocos podrían pensar, y mucho menos aceptar, dada la estela de la pirotecnia, que el sujeto más incorregible de todos losque la historia convocó alrededor del movimiento Dadáfuera nada menos que un alemán impasible,menos preocupado,ala postre,por la rebelión estética que por la regeneración moral o la recuperación del espíritu tras las refriegas de la decadencia burguesa y el belicism ouniversal.

Hugo Ball, al que las enciclopedias reservan una imagen con mitradiocesana y atavío eclesiástico, fruto de las veladas lúcidas y descacharrantes del Cabaret Voltaire, era el primero en levantar la mano y hacer el cafre para romper con la secuencia lógica y la telaraña burguesa de la vida y el arte,aunque también un pensador, de los sesudos, inquieto por el futuro y la interpretación del cristianismo. Ball, el de la nariz semítica y la comezón teológica, fue filósofo, y,además,alemán de pura cepa,lo que no hace, sin embargo, que su obra sea necesariamente una aventura lógica tan entretenida como carente de sentido, sino más bien un texto para iniciar el debate en la tertulia, en el caso de que éstas no fueran cutres o españolas. La edición de Huida del tiempo por parte de Acantilado ya mostraba a un escritor de prosa ágil, ocurrente e impactante, con mayor inclinación hacia la erudición y el sarcasmo que a la carnavalización y la violencia poética de sus antiguos compañeros de Zurich. En Crítica de la inteligencia alemana, editado de manera no menos ágil y atractiva porCapitán Swing, el escritor mantiene ese estilo claro, inteligente y soberbio, aunque con la arquitectura de tratado y la osamenta que tanto gustaba a sus coetáneos. En el texto, rigurosamente introducido porGermán Cano y brillantemente interpretado por Hesse, Ball da rienda suelta a sus preocupaciones y sacude moral y política para propugnar un cristianismo revolucionario, de sillería mística, en el que se refuta la traslación del Reino de Dios a los reinos terrenales. De paso, el aguileño dadaísta pone de vuelta y media, aunque no sin humor, a Hegel, a Lutero y a ratos a Nietzsche. Un texto todavía de muchas lecturas, no una reliquia.

LUCAS MARTÍN

El Nueva York que salvó Jacobs, 50 años después

Este otoño se cumplen cincuenta años de la publicación de obra «The Death and Life of Great American Cities», primer libro de Jane Jacobs que ahora se reedita en España con el título de «Muerte y vida de las grandes ciudades». Aunque la obra más notable y citada de Jacobs fue «The economy of cities», aparecida en 1969, su primer libro ya contenía la mayor parte de las ideas que esta extraordinaria científica social desarrollaría a lo largo de toda su vida. Economistas, sociólogos y planificadores urbanos han bebido de la fuente de conocimiento aportada por la genial Jacobs. A pesar del tiempo transcurrido la obra de Jacobs sigue plenamente vigente cincuenta años después como muy bien saben, entre otros muchos, Glaeser, Florida o Polèse, considerados algunos de los mejores economistas urbanos de nuestro tiempo y que siguen desarrollando y formalizando las magníficas ideas aportadas por Jacobs.

Jane Jacobs nació en 1916 en una pequeña ciudad del Estado de Pensilvania (Estados Unidos). Estudió en la Universidad de Columbia, en Nueva York, en una época en la que la presencia de las mujeres en la Universidad no era muy habitual. La Columbia está ubicada en el Upper Manhattan, junto al West Bronx. Hoy en día este es uno de los barrios más emblemáticos de Nueva York, donde se han rodado la mayor parte de los exteriores de la exitosa serie «Sex in the city». En la época en la que Jacobs vivió allí, el West Bronx era la capital del jazz, cuna de los mejores músicos de la época, con una vida muy particular y excitante que aún hoy en día mantiene.

Una vez licenciada, Jacobs empezó a vivir de la publicación de artículos de divulgación científica en periódicos y revistas. En esta faceta alcanzó renombre destacando por ser una buena escritora capaz de encontrar las metáforas perfectas para transmitir los avances de la ciencia en un país que empezaba a darle a la investigación científica el justo valor que le corresponde en una sociedad avanzada. Se casó con un arquitecto y fijaron su nueva residencia en el Greenwich Village, un barrio más bien pobre que iba siendo ocupado por jóvenes escritores, artistas, arquitectos y cineastas. Esta joven «clase creativa», como la llamaría Richard Florida tiempo después, se concentraba en este barrio tradicionalmente industrial atraídos por los bajos precios de los alquileres de espacios que hasta mediados del siglo XX habían sido ocupados por talleres de costura, imprentas y almacenes. Estas actividades abandonaban el Greenwich porque necesitaban más espacio y se habían abaratado los costes de transporte desde las afueras, donde podían construir grandes naves industriales. De la mano de los jóvenes artistas que ocupan los viejos almacenes nace el concepto de «loft», que no es más que un almacén industrial convertido en vivienda con gusto creativo. Greenwich atrajo también a homosexuales siendo, unos pocos años después, uno de los puntos desde los que arranca en América la liberación gay.

A finales de los cincuenta, Nueva York empieza a resurgir económicamente recuperándose plenamente de los efectos de la Gran Depresión que tanto daño hizo a esta ciudad. Para impulsar su renacer, el Ayuntamiento neoyorquino planea emprender un gran proyecto que renovaría a la vieja City haciéndola más parecida a las modernas ciudades del centro y oeste del país. Los Ángeles, con sus megaautopistas y un diseño urbano pensado para el automóvil, era la referencia supuestamente a seguir. Entre otros proyectos se propone construir una gran autopista intraurbana que uniría la 57th con Wall Street. Esta gran obra probablemente acabaría con la rica y diversa vida que estaba apareciendo en Chinatown, el Soho y Greenwich Village. Jacobs alza una voz inesperadamente contundente contra este proyecto y lo hace usando toda la fuerza de la economía urbana que por entonces ella misma empezaba a descubrir.

«Muerte y vida de las grandes ciudades» es un precioso libro que presenta y desarrolla argumentos científicos en contra del urbanismo imperante en la época en los Estados Unidos. Jacobs explica multidisciplinarmente las consecuencias de las ciudades hechas para el coche frente a las que se pasean o recorren en bicicleta. Con una claridad increíble, comprende y explica el aislacionismo al que conduce el estilo de vida en barrios periféricos de viviendas unifamiliares. Identifica la importancia de la densidad urbana. Defiende los espacios públicos y la personalidad de los barrios. Entiende que en estos espacios surgen las ideas, se producen las mezclas y nace el arte. Y lo más importante: conecta por primera vez la creatividad artística con la vida urbana y a ambas con el desarrollo económico.

La contundencia argumental de Jacobs frenó el desarrollo del terrible proyecto urbanístico planteado por el Ayuntamiento. La economía urbana había tomado un impulso que mantendrá hasta nuestros días. Cincuenta años después, el tiempo que se sabe que hay que dejar pasar para poder evaluar los aciertos y errores de una política de planificación urbana, los barrios que Jacobs salvó reciben la visita de miles de turistas cada día. En ellos viven los artistas del presente y del futuro. Estos barrios han sido el escenario de numerosas películas de Woody Allen, quien, después de que Jacobs lo explicara, posiblemente es quien mejor haya sabido reflejar lo que allí ocurre.

Tal vez muchos de nuestros gestores urbanos deberían tener muy presentes las enseñanzas que contiene entre sus páginas y alrededor de sus páginas el precioso libro de Jane Jacobs.

FERNANDO RUBIERA MOROLLÓN

Fútbol. Dinámica de lo impensado.

Escrito en 1967, este manual indispensable contiene una sentencia reveladora: “este libro no sirve para nada”. Para nada que tenga que ver con aprender a jugar, dirigir o describir el fútbol de forma definitiva. El desconocimiento del legado del genial periodista

Panzeri, Dante

El periodista deportivo argentino, cuya enorme capacidad intelectual le llevó a escribir desde muy joven

Reflexiones sobre la pena de muerte

Este libro reúne dos ensayos acerca de la pena capital, escritos hace más de medio siglo, pero plenamente vigentes. Cuando fueron publicados en 1957, la guillotina aún funcionaba en Francia para los crímenes de derecho común y, con más frecuencia todavía, para los relacionados con la guerra de Argelia

Koestler, Arthur

De origen húngaro, Koestler dejó su tierra en 1926 para marchar a un kibbutz en Palestina

Camus, Albert

Premio Nobel de Literatura en 1957, Camus se dio a conocer con El extranjero y El mito de Sísifo (1942)

C. Swing publica el testimonio de George Grosz en “Un SÍ menor y un NO mayor”

Antes de irnos de vacaciones ya mencionamos en más de una ocasión (y de dos) el hecho de que la línea editorial de Capitan Swing estaba destinada a proporcionarnos amplios placeres en un futuro próximo. De hecho, después de nuestro letargo estival, también dejamos claro en nuestra reseña de “JOP” que el tomo de esta editorial concursa, desde ya, para hacerse con el título de mejor edición del año… Así que ahora sólo nos queda mantenernos con los ojos bien abiertos de cara a todo lo nuevo que vayan publicando. Y lo nuevo que nos llega es “Un SÍ Menor y un NO Mayor“, el testimonio de una mente inquieta que pasa por ser uno de los artistas en mayúsculas del siglo XX. La actividad de George Grosz como crítico creció en paralelo a su afición por otras prácticas como la ilustración, la caricatura, la pintura, la escritura e incluso los estados más primitivos del fotomontaje. Por eso es mucho más que pertinente recuperar “Un SÍ Menor y un NO Mayor“, donde (citando a Capitan Swing) “encontramos fantásticas anécdotas sobre Giorgio de Chirico, Salvador Dalí, Frans Masereel, Brecht, John Dos Passos y un largo etc. El viejo Café des Westens y el Romanische Café en Berlín, el Café du Dôme en París, el Kremlin de los años veinte y las calles del Nueva York de los años treinta hasta los cincuenta cobran vida en este libro“. El marco histórico ya lo tienes. Ahora sólo falta que lo disfrutes.

Grosz, George

Pintor comprometido y agitador artístico en la convulsa Alemania de principios del siglo XX, Grosz

Pound al desnudo

Si Walt Whitman aseguró en uno de sus versos que contenía multitudes, Ezra Pound -su hijo en estética y espíritu- aprendió bien la lección. De personalidad compleja y poliédrica -no hablamos de literatura todavía-, oscuro y a la vez iluminador para quien aceptara el reto que plantea su obra -ya sí-, Pound resumió en sus poemas y opiniones no la época que le tocó vivir, sino la que decidió vivir. En la solapa de esta hermosa edición se señala que el crítico Hugo Kenner sintió, al conocerle, «que estaba en el centro del modernismo». Desde ahí escribió Pound.

Esta «Guía de la Kultura» refleja el párrafo anterior: las multitudes, la complejidad, los gozos y las sombras, la polémica, la nostalgia del presente que se malgastaba. Redactada en apenas un mes según el encargo de Frank Morley, editor de Faber & Faber -compañero de oficina de otro bendito difícil, T. S. Eliot-, con este ensayo Ezra Pound se zambulló en las aguas de la pedagogía. Sin embargo, acabó entregando una rara autobiografía según la cultura que le estimulaba u horrorizaba, una exhaustiva y caótica poética, una explicación de su vida, milagros e influencias. La cultura, se plantea Pound en cierto modo, es la magdalena de Proust.

Quien se acerque a este libro buscando la receta de la intelectualidad saldrá escaldado: Pound salta de un tema a otro, cuando se extiende frena, lanza máximas, se contradice, alcanza verdades supremas y no reconoce limitaciones, sino que opta por la condescendencia. En esta «Guía de la Cultura» -precedida por un necesario texto de Nicolás G. Varela, el contrapunto cabal de la exuberante locura poundiana- se suceden los aforismos, los homenajes a autores y a libros y a culturas… Nada es ajeno a Ezra Pound, su curiosidad y sus ganas de pontificar nunca se agotan: Pound -inmenso, intenso- contiene multitudes.

Por Elena Medel