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Tengo miedo a volar por los aires

Por Revista Quimera  ·  01.12.2011

Todo imperio asegura su hegemonía sobre los pueblos subalternos gracias a la superioridad de su maquinaria bélica, la cual se legitima sobre la base de una teología de la injerencia militar y un código de honor del combatiente. El imperativo militar es aquello que determina las innovaciones tecnológicas y las prioridades geopolíticas de las naciones que se reparten el pastel del planeta. De hecho, se podría hacer un catálogo de las diversas formas de imperialismo tomando como matriz la conformación de sus ejércitos. Así, el imperialismo continental intra-europeo basado en la conquista y conversión cultural de países enteros se apoyó sobre la aparición de las armas de fuego, la creación de ejércitos regulares y el desarrollo de grandes cuadros de infantería; los tercios españoles, por ejemplo, fueron el pilar fundamental de la corona Habsburgo en virtud de su superioridad técnica (conjunción de arcabuces y picas largas), moral (la honra del combatiente cuerpo a cuerpo) y teológica (España como baluarte de la fe católica). Del mismo modo, el imperialismo intercontinental colonialista basado en la expropiación de los recursos ajenos (tanto naturales como humanos) fue posible gracias al incremento de la flota naval y la constante amenaza de bloqueo o saturación comercial; así, la Commowealth británica articuló su talasocracia mercantil mediante una red de puertos interconectados con la metrópoli a través de los cuales se exportaba, de acuerdo con el etnocentrismo del periodo victoriano, la civilización a los pueblos menos desarrollados del planeta.

Bombas fuera de John Steinbeck (1902-1968) es un ejemplo sobresaliente del agit-prop desplegado por el complejo think tank pro-bélico norteamericano, un relato en el que se describe con toda suerte de detalles la vida y milagros de los tripulantes de un B-17, un viaje de iniciación a lo más profundo de los cuerpos del estado, marcado por una disciplina de hierro, por el sentimiento de pertenencia al ejército y, ante todo, por el fetichismo del uniforme. “Que los cadetes son muy atractivos es fácil de demostrar. Sea cual sea su destino enseguida pasan a monopolizar el tiempo y los pensamientos de las jovencitas más agradables y agraciadas del lugar.” Además de reproducir el mito viril del ejército como comunidad de los iguales por su fortaleza física y moral, Bombas fuera vehicula un conjunto de valores asociados con la democracia liberal, el capitalismo corporativo y la industria cultural: la tripulación de la aeronave se define como un equipo de deportistas que juegan en “la Primera División del deporte más duro en el que hemos participado jamás, con la supervivencia y el futuro de la nación por bandera”; de acuerdo con un modelo organizativo “verdaderamente democrático”; basado sobre un modelo corporativo de división del trabajo colectivo en competencias individuales. La 2ª Guerra Mundial se interpreta, en este sentido, como una pugna competitiva por el incremento producción; una guerra que no se juega en el frente, sino en el complejo industrial-militar de retaguardia; aquello en lo que USA es el rey.

La obsesión de Washington por el desarrollo de la aviación y las técnicas de destrucción aérea se remonta a la escalada de la inversión en armamento previo al estallido de la 1ª Guerra Mundial (una obsesión reflejada por H. G. Wells en The War in the Air, donde se describe una destrucción posible de Manhattan a manos de un ejército de zeppelines alemanes), pero no fue hasta el ataque sorpresa de Pearl Harbor, del que sólo se salvaron los portaviones que estaban fuera del puerto, cuando el alto mando estadounidense privilegió el ejército del aire sobre el resto. Así, la campaña del Pacífico fue una guerra por el control del espacio aéreo y la posesión de pistas de aterrizaje que terminó con el lanzamiento de la bomba atómica: el control del aire permitió aniquilar al adversario desde la seguridad y la distancia que otorga el estar sentado tras los mandos de control de la propia aeronave.

Ernesto Castro