«El hombre que no puede ofrecer más que su trabajo, está condenado por la naturaleza a encontrarse casi completamente a merced del que lo emplea».
Eden Firdes, s.XVIII
«Si los obreros conocieran verdaderamente su condición, se suicidarían en masa o se sublevarían sin tardanza».
Rosa Luxemburg
Upton Sinclair eligió Chicago a principios del siglo pasado como escenario de su novela industrial, La jungla (Capitán Swing, colección Polifonía, 2012). Eligió la mayor ciudad industrial del país, la única ciudad del país que fue industrialmente el especímen más perfecto de civilización-jungla que podía hallarse. No cabe duda de la sabiduría de la elección del autor, pues en efecto Chicago era la industrialización encarnada, el ojo de la tormenta del conflicto entre capital y trabajo, una ciudad de sangrientas luchas callejeras, con una organización capitalista con conciencia de clase y una organización obrera con conciencia de clase, donde los maestros de escuela se unían en sindicatos obreros y se afiliaban con los peones y los albañiles de la Federación Americana del Trabajo, una ciudad donde, desde las ventanas de los racacielos, incluso los empleados administrativos hacían llover muebles de oficina sobre las cabezas de la policía, que intentaban añadir carne de esquirol a la huelga de la ternera, y de donde salían en ambulancias casi tantos policías como huelguistas.
La jungla es uno de los libros más influyentes del siglo XX: Roosevelt lo utilizó para sacar adelante la estancada ley sobre pureza de alimentos y medicamentos, y la de inspección de carnes. Es una cruda y, en ocasiones, nauseabunda crónica basada en incidentes reales ocurridos durante la huelga que protagonizaron en 1904 en Chicago los trabajadores de los mataderos y corrales de aves. Como manifiesto por un cambio social, revela salvajemente la decepción del «Sueño americano». Sinclair desmantela el mito de unos Estados Unidos convertidos en la meca de los fatigados, de los pobres, de las masas que acuden ansiosas de respirar libertad. La tierra dorada del destino manifiesto resulta ser una pesadilla dickensiana, en la que los esclavos asalariados apenas pueden sobrevivir y donde los inmigrantes sin recursos se ven engullidos por una maquinaria capitalista engrasada por la corrupción y la pura codicia.
Pero la novela va más allá de la polémica: es un relato apasionante y desgarrador. Sinclair no escogió como protagonista a un americano nativo que de algún modo consigue ver, a través de la bruma de la retórica del Cuatro de Julio y de los cantos de sirena de las campañas electorales, la atroz realidad de la vida del trabajador americano. Sinclair no cometió ese error. Escogió a un extranjero, a un lituano, Jurgis Rudkus, que huye de la opresión y la injusticia de Europa, para llegar a una tierra nueva y prometedora con la idea de crear una familia. Su vida se verá impregnada por la pestilencia de la basura y los despojos de una industria cárnica primitiva y por la lucha diaria para ganarse en pan. Los sueños de Jurgis, junto con su familia, serán sistemáticamente aniquilados. Y él mismo, amargado por los crímenes cometidos contra su familia, desciende hasta actuar también como un criminal.
Es difícil imaginar una novela que haya tenido semejante importancia social.
Es un libro estremecedor que me ha dejado clavado en la butaca. Desde Si esto es un hombre, de Primo Levi, no había experimentado un desgarrón semejante. Uno no es dado a la sensiblería, pero la conmoción ha sido debida a mis recuerdos de cuando trabajaba en las fábricas de producción y montaje. Allí experimenté la destrucción humana, de pobres engranajes rotos en la despiadada molienda de la máquina industrial. Esto solo lo sabe el que ha pasado más de media vida en esos lugares.
La amenaza actual del desempleo, lejos de una posible solución, parece ser que se está decantando de nuevo a lo que Sinclair denunció en su obra hace más de cien años. El libro se publicó en 1906. Es una novela altamente recomendable donde podemos apreciar por primera vez los 36 capítulos de la versión original que fueron censurados en su día.
Francisco Machuca
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