10º Aniversario
¡El capitán cumple diez años!
descúbrelo

Cerebro y músculo contra la pena de muerte

Por Koult  ·  29.02.2012

El rey Enrique VIII de Inglaterra fue uno de los fanáticos más célebres de la pena de muerte. Esta práctica, empero, le condujo –unida a su enfermedad tras sus heridas de guerra- a la locura. Demasiados fantasmas, demasiada paranoia surcada de conspiraciones, siempre sajadas con la muerte.

Como él muchos dirigentes, monarcas y demás aristócratas han aplicado esta ley sobre una infinidad de individuos y, hasta en los casos de menos empatía, se demostró que hacer caer la muerte sobre un individuo marca. A veces solamente es un rasguño. Otras toca hueso.

Que la pena de muerte, por mucho que se destierre de la vista del hombre, no es un algo inocuo y aséptico, es uno de los núcleos del ensayo Reflexiones sobre la pena de muerte (Capitán Swing Libros, 2011) escrito apócrifamente a cuatro manos entre el húngaro Arthur Koestler y el francoargelino Albert Camus. Aunque allí no se cuenta la historia del rey de la dinastía Tudor, marca el camino para entender el proceso mental que desencadena la contemplación de la muerte de esta manera tan cruda.

Porque la ejecución –podemos entender- no es una muerte tras un episodio violento progresivo como una reyerta en un bar o una batalla, donde la muerte se va instalando cada vez más en el aire, sino un paso radical de la tranquilidad a la violencia absoluta.

El uso de técnicas más sofisticadas de ejecución, sostienen estos autores, con la invención de la inyección letal, no apartó la potente idea de que la fuerza que tiene el Estado termina con la vida de un semejante, aunque este sea un criminal.

Sus defensores, ya casi ninguno en Europa, aducen que las nuevas maneras –o manierismos- del ritual han conseguido humanizarla. Muy al contrario, cuando Koestler y Camus escriben este alegato, los defensores de la ejecución eran multitud en Europa. En ese tiempo Inglaterra y en Francia se usaban métodos para nuestra perspectiva tan vintage como la horca y la guillotina, que en su momento fue un avance técnico con respecto a la espada. Un método cruel del que no se salvaba ni la democracia más antigua del continente ni la flamante República Francesa.

Ni Koestler ni Camus fueron los primeros en posicionarse contra la pena capital ni los primeros intelectuales. El propio Victor Hugo afirmó que la sola posibilidad de condenar a un inocente invalidaba la pena capital. Eso no resta valor a que estos dos púgiles, Koestler y Camus, se baten extraordinariamente contra el ajusticiamiento.

La primera parte la dedica Koestler a los datos, al razonamiento, a la victoria por agotamiento, a los puntos. Pone todo su cerebro en liza para demostrarnos que el número de delitos no desciende con pena capital o sin ella. Un alegato tremendamente documentado que deja sin armas dialécticas a quienes afirman que este castigo es disuasorio para futuros crímenes.

Y si la primera parte es neurona, la segunda del genio Camus es todo corazón, es músculo, es el discurso de un poeta. La reducción al absurdo que realiza –y merece la pena leer- es brillante.

El francés propone volver a sacar la guillotina a la plaza pública. Si es un acto tan justo, educativo y disuasorio ¿por qué confinarlo a las cárceles, al silencio de los fines de semana? Liberémosla: adultos, niños, todos, contemplando el espectáculo de la justicia. Salir de esa hipocresía de esconder eso que es tan ‘bueno’. Sacarlo del pozo donde ha sido introducido, convirtiéndose en el sumidero del Estado de Derecho. Se ha colocado, viene a decir, una barricada de asepsia a su alrededor. Pero el hecho es que se sigue matando, con su dosis de sadismo y vísceras. Ocultarlo es admitir en definitiva que es contraproducente, que es algo contrario al buen gusto y la moral, que dirían los neoclásicos. Nombrar la pena de muerte y discutirla es un acto de necesidad para Camus.

Decir qué ensayo es superior al otro es muy subjetivo e injusto.

Koestler; tejido, duro, al hígado, ganaría mil juicios. Camus; sardónico, profundo, idealista, se gana las almas.

Óscar Valero

Ver artículo original