Lucha de clases en Madison Avenue
Mad Men. Reyes de la Avda. Madison (Capitán Swing, 2010) viene a llenar el hueco académico –que otras editoriales que no merece la pena aquí mencionar han intentado llenar torpemente y de manera oportunista– de la que se ha convertido, por indiscutibles méritos propios, en una serie de culto. Por la excelente presentación a cargo de la profesora Concepción Cascajosa, en que analiza el contexto –obviado demasiado a menudo en los estudios de comunicación– en que se dio en el verano de 2007 luz verde a Mad Men –una serie de televisión ambientada en el quehacer diario, público y privado, de los trabajadores de una prestigiosa empresa de publicidad en el Nueva York de los sesenta–, sabemos que la serie no tenía los vientos a su favor en el momento de desplegar velas: se trataba al fin y al cabo de una serie de época, por lo que requería fuertes sumas de inversión, carecía de actores conocidos y el canal de televisión que la emitía, hasta entonces especializado en la emisión de cine clásico, apenas pudo invertir en su promoción, un factor primordial en un medio caracterizado por la saturación de la oferta, la extrema competencia y la fragmentación de una audiencia que, por lo demás, ya no tiene a la televisión como eje de su consumo cultural. Cuatro temporadas después, Mad Men, que cuenta con la aprobación casi unánime de la crítica cultural, no sólo ha conseguido imponerse, sino crear un modelo de ficción televisiva. Acaso la razón principal de su éxito haya de buscarse, como apuntan Mario Ortí y Miguel Ángel Durán haciéndose eco de una muy apropiada cita de Georg Lukács, en cómo el desarrollo dramático de los personajes se ve afectado por los cambios históricos que comenzaban a hacer trastabillar la aparente estabilidad de la opulenta sociedad norteamericana de posguerra: «¿Por qué los personajes de la pequeña nobleza construidos por Walter Scott o por Leon Tolstoi son figuras populares, por qué se refleja en sus vivencias el destino del pueblo? La razón es sencilla: Scott y Tolstoi han compuesto personajes en los cuales se unen del modo más íntimo el destino personal y el destino histórico-social. Y ello de tal modo que en la vida personal de esos personajes se expresan directamente aspectos determinados, importantes y generales del destino del pueblo. El espíritu auténticamente histórico de la composición se revela precisamente en el hecho de que esas vivencias personales, sin perder su carácter de tales, sin rebasar la inmediatez de la vida personal, rozan todos los grandes problemas de la época, están orgánicamente relacionados con ellos y nacen necesariamente de ellos.» (pp. 367-368) La densidad temática y estética de la serie que se deriva de ello, uno de sus principales atractivos y sin duda uno de los motivos de su éxito, hace imposible citar aquí todas las referencias cinematográficas y televisivas, políticas y sociales, que abarca la serie y que son mencionadas con precisión en el presente volumen. Santiago Gimeno describe este rasgo metafóricamente como sigue: «Mad Men se teje a sí misma como un complejísimo tapiz compuesto por una infinidad de parches. Una amalgama de telas históricas, sociológicas e interpretativas que al final vemos como lo que es: una carísima alfombra de seda a la que no se le ven las puntadas.» (p. 299)
El libro se estructura en dos partes: en la primera parte, las presentaciones de Concepción Cascajosa (ya mencionada) y de Jesús González Requena dan paso a la traducción de la guía de la serie de Jesse McLean. En la segunda encontramos once artículos de análisis a cargo de académicos, todos españoles menos Erlend Hammer. Como todos los libros que analizan un fenómeno cultural en curso, el interés y la calidad de las contribuciones es desigual –puede que la diferencia de estilo entre la guía de McLean y los artículos académicos contribuya a este desequilibrio y lo acentúe–, pero en cualquier caso resulta superior a la media, y aunque la crítica sociológica domina el libro (algo por desgracia muy poco habitual en los estudios de comunicación) uno no puede más que sorprenderse al leer frases como la de Erlend Hammer: «Si la democracia se propaga porque las mujeres iraquíes comienzan a soñar con bolsos de Louis Vuitton, aún con todo, eso sigue siendo progreso social.» (p. 285) ¿Se puede suscribir una frase como ésta? Ejemplo –uno entre varios– de cómo los señores académicos pueden ponerse las gafas de Rorty, Sloterdijk, Baudrillard, Deleuze o Virilio –en los que se apoyan de un modo u otro Fernando Ángel Moreno, Marina Domínguez Garachana y Leticia García Guerrero o Jesús Alonso López y Pablo Marínez Samper en sus respectivas contribuciones– porque quieren ver más lejos y no consiguen más que dar traspiés por lo borroso del enfoque.
Mad Men. Reyes de la Avda. Madison será sin duda un libro de referencia para esa disciplina por desgracia todavía marginal en nuestro país que son los estudios televisivos, y por descontado, sobre una serie de televisión que ha revelado los orígenes de un colectivo envidiado y odiado a un mismo tiempo. No hay más que recordar que Jacques Séguéla, un conocido publicista francés (acuñó el eslogan de “La force tranquille” para François Miterrand, del que fue asesor de campaña), tituló con ingenio digno de mejor causa uno de sus libros No le digas a mi madre que estoy en la publicidad. Ella cree que soy pianista en un burdel (Flammarion, 1979). Y como escribe Jesse McLean en este volumen: «Weiner comprendió enseguida que un público sediento de dramas inteligentes sabría superar su desagrado por cualquier profesión. A nadie le caen bien los abogados, y ¿cuántas series han triunfado contando sus aventuras?»