Vivimos en el seno de una sociedad y una cultura de masas. Pero importa hacer, al respecto, algunas distinciones. Las masas a las que se refería Freud en su magnífico texto Psicología de las masas, escrito tras la primera contienda europea y mundial, eran masas que ocupaban las calles y las ágoras públicas. Las guiaban líderes carismáticos que daban cohesión a la multitud que los vitoreaba y exaltaba.
El manejo por parte de farsantes y embaucadores de voluntades ajenas, presagio y metáfora de los líderes totalitarios, fue recogido en el cine de inicios de los años veinte en las dos primeras apariciones del Doctor Mabuse filmadas por Fritz Lang. No es casual que la tercera serie, El testamento del Doctor Mabuse, estrenada en 1933, fuese prohibida por Goebbels.
El magnetismo de una mirada con dotes hipnóticas, capaz de crear grandes espejismos en una multitud entregada, constituía una premonición cinematográfica de lo que terminó convirtiéndose en trágica realidad política y cotidiana.
Las masas abdican de su capacidad responsable. Los mejores analistas, desde Freud hasta Ortega y Gasset, o más tarde Heidegger en Ser y tiempo, ponderaban esta neutralización del sujeto agente.
Eran masas sumidas en sus propios fantasmas –temores, miedos, terrores, odios, venganzas, frustraciones, carencias materiales y morales–, como las que propendían a linchamientos en una Norteamérica todavía poco adiestrada en la comprensión del principio jurídico de amparo al presunto culpable. En su gran película Fury, Fritz Lang filmaría esas masas enardecidas que arremeten contra una comisaría y prisión –hasta incendiarla– con el fin de aplicar la ley de Lynch. Unos personajes diligentes registrarían la escena, que se emitiría durante el juicio –cine dentro del cine–, permitiendo así la localización sin equívoco de los culpables.
Mientras, en Europa, en los conflictivos años treinta, esas masas invaden los mítines de los demagogos de derechas y de izquierdas, o son manejadas por potentes organizaciones que presagian los terribles eventos de los mundos totalitarios (fascistas, nacionalsocialistas, comunistas).
En Alemania esas masas provenían de la desmovilización tras la Gran Guerra. Muchedumbre de desocupados en una economía destrozada por la deuda contraída durante la contienda: carne propicia para posibles revoluciones, o para un callejeo de parados siempre dispuestos a entregar su voluntad al embrujo de demagogos con dotes hipnóticas.
La muchedumbre ante la TV
Tras la Segunda Guerra Mundial, a finales de los años cincuenta, esa hipnosis podía producirse a través del poder magnético de una nueva profesión: los «creativos». Lo ejercían los productores de spots publicitarios, que inundaban la ciudad con carteles y anuncios luminosos, o por el poderoso influjo de los medios de comunicación masivos, la prensa, la radio (y muy pronto, la incipiente televisión, que terminaría dominando sobre los restantes medios). Eran mucho más relevantes en ocasiones que los propios ejecutivos de las empresas. En todo caso, mediaba una lucha sorda y despiadada entre esas dos profesiones emergentes: las que dieron el carácter y el estilo al nuevo capitalismo que comenzaba a imponerse.
Se consiguió, a través de esa pugna, la forma más persuasiva de escenificar el pase de una economía de producción –y de consumo selecto por parte de minorías de élite– a una economía investida de principios keynesianos: pleno empleo y consumo masivo.
El regulador de esa ecuación era, sobre todo, ese estamento sito en la Avenida Madison de Nueva York, donde se alojaban las principales agencias de publicidad norteamericanas.
Este contexto realza la importancia que posee la serie televisiva Mad Men, escrita y producida por Matthew Weiner, ambientada a finales de los años cincuenta e inicios de los sesenta. Se asiste en ella a esa ascensión de creativos en lucha con ejecutivos. Nos permite adentrarnos, de manera pausada, como es canónico en las series televisivas, en ese mundo interior de los hombres de Madison, verdaderos «locos» (mad) con chispazos de genialidad.
La brillantez de Don Draper, el protagonista principal de la serie, poseedor de una identidad fraudulenta obtenida en el marco de la guerra de Corea; su bella mujer, remedo de Grace Kelly; su mejor aliada, la secretaria Peggy Olson, que será ascendida al rango de «creativa», capaz de sobresalir en ese mundo de varones embebidos de su condición. Inventa la idea de una «cesta de besos» que podría presidir una promoción de lápices de labios. La idea, sencilla y genial, deja boquiabiertos a esa zoológica horda de varones engreídos, ya en la antesala de la revolución feminista.
Lo que hace de esta serie –y de algunas pocas más– un acontecimiento excepcional en el terreno del arte y de la cultura es lo siguiente: televisión y arte, televisión y cultura no suelen formar sintagma. No es común conjugar ni conjuntar esas nociones mediante una conjunción copulativa. Ese medio opaco que es la televisión parece un pararrayos permanente respecto a la maestría serial. Constituye, más bien, con escasas excepciones, un sumidero de los peores instintos y hábitos fomentados por sus administradores.
Ese medio tan justamente denostado experimenta, a través del selecto club de la televisión por cable norteamericana, una trascendental mutación. Parece convalidar, cincuenta años después, los presagios de algún gran visionario como Roberto Rossellini (que había apostado por ese medio).
Series como Los Soprano, sobre una gran familia mafiosa, donde el crimen arbitrario está a la orden del día, pero que reserva una genial relación entre Tony Soprano y su psicoanalista, la doctora Melfi; The Wire (Bajo escucha), capaz de recrear Baltimore, con industrias obsoletas, prostitutas encontradas muertas en contenedores, traficantes de droga en perpetua disputa criminal; y la ya aludida, Mad Men, demuestran que, a pesar del nihilismo estético vigente, es posible encontrar atisbos de lo que la mejor tradición estética denomina obra de arte, incluso en ese medio hogareño donde se aposenta el televisor.
Minorías globales
Uno de los grandes retos actuales consiste en la conversión de una sociedad y cultura de masas, o de un mundo global con tendencias uniformadoras, en ese «poder de unos pocos», señalado por analistas como Andrés Ortega. Minorías globales que permitan, aunque sea todavía de manera incipiente, transmutar la masificación mental uniformadora en un inicio de desviación hacia la diferencia.
Tras la Segunda Guerra Mundial las muchedumbres se refugiaron en sus hogares, donde el medio televisivo acabó imponiéndose de manera abrumadora. Dejaron de callejear; se volvieron caseras; quedaron confinadas en ocasiones señaladas a grandes escenarios de espectáculos masivos: festivales de música, confrontaciones deportivas.
El televisor, con su cuota de spots publicitarios de propaganda, efectuaba un trabajo subliminal, a través de un magnetismo hipnótico más refinado que los ojos terribles y fascinantes del doctor Mabuse o de los grandes líderes totalitarios (Hitler, Stalin, Mao).
Nada permitía sospechar que fuese posible una deconstrucción de ese mecanismo que abandona a la muchedumbre de telespectadores en el mayor desamparo cultural, en la mayor indigencia crítica, ética y estética.
The Wire logra recrear todo un entorno urbano: el West Baltimore, con las bandas que controlan –o descontrolan– el negocio de la droga disputándose las esquinas. Desfilan personajes de carne y hueso en un ejercicio de sociología poética que esta serie nos presenta, consiguiendo conmovernos en su acercamiento al entramado criminal, y también policial.
Estas series nos acercan, en el ámbito del relato televisivo, a este fascinante mundo en transformación que dará cada vez más protagonismo a las minorías globales, posibles sujetos capaces de introducir un índice de cultura, educación y sentido estético en el interior mismo de la cultura de masas. Se trataría de un asalto en toda regla a su sanctasanctórum televisivo.
Eugenio Trías
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