Es posible que tres sean, hasta la fecha, los grandes fenómenos sociológicos causados por teleseries norteamericanas. El primero, de carácter fanático, fue el de Star Trek y aún perdura: la existencia de una subcultura perfectamente articulada a través del conocimiento de los pormenores de un sinfín de productos narrativos y de cierta empatía con los valores multiculturales y cósmicos que emanan de ellos. El segundo es más abstracto: coaguló con Los Soprano, pero el proceso se fue catalizando gracias a teleficciones contemporáneas o inmediatamente anteriores, como El ala oeste de la Casa Blanca, Homicidio o Twin Peaks. Me refiero a la eclosión del gusto por las series de calidad, que conduce directamente a esta página de suplemento cultural. El tercer fenómeno se llamó Perdidos y fue una conversación crítica 2.0 que duró varios años y tiene sus propios testamentos, que actúan al mismo tiempo como documentación del caso y como demostración de que su vigencia tenía fecha de caducidad: la Lostpedia, los materiales extra de los DVD y la Enciclopedia oficial de Perdidos (Grijalbo, 2010). A partir de ahora, los nuevos fenómenos teleseriales deberán reunir las tres características, que hasta ahora podían ser excluyentes: disponer de una legión de fans, ser un producto de alta calidad y provocar análisis y discusión en tiempo real. Además de una cuarta característica, que asegure su individualidad, que garantice su diferencia. Esos cuatro factores se están combinando, ahora mismo, en Mad Men.
La ficción realista es menos proclive a la categoría “de culto” que la fantástica. La teleserie de Matthew Weiner, que lanzó en 2007 la cadena AMC, ha logrado generar un culto, una iglesia, un fandom gracias –precisamente– a los aspectos de su realidad que los espectadores del siglo XXI leemos como fantásticos. Los años 60 son representados mediante un realismo estilizado que acentúa tanto la perfección de las formas (corbatas, peinados, faldas, muebles, coches, copas) como las acciones cotidianas que ha proscrito el presente (beber en el trabajo, pegar a los niños, fumar durante el embarazo, violar a tu novia o mostrarte como racista y como misógino sin sentirte culpable). Esa combinación entre una estética poderosa, hipnótica por momentos, y una gestualidad antipática, capaz tanto de suscitar rechazo como una incómoda nostalgia, es la fórmula de Mad Men. La admiración y la crítica están aseguradas; sobre todo después de que la cuarta temporada se haya convertido en la más perfecta de cuantas temporadas existen en la historia de la teleserialidad.
La traducción más adecuada del título no sería Hombres Desquiciados, sino Los Hombres de Madison. Pero la bisemia del original es querida: alude tanto a la avenida de las agencias de publicidad de Manhattan como a la locura de la sociedad de consumo que aquéllas estaban gestando. El fenómeno Mad Men se ha producido cuando la ficción ha invadido las calles de la realidad y la moda que propone la teleserie ha comenzado a influir en las pasarelas. Primero fueron los desfiles de Michael Kors, Prada, Louis Vuitton o Marc Jacobs; después, líneas de Mango y Zara. El trabajo de Janie Bryant, ganadora de un Emmy por su vestuario de Deadwood, en la reformulación de lo vintage de finales de los 50 y principios de los 60, ha provocado la renovación del interés de los grandes diseñadores por las formas y telas de esa época. Mad Men está influyendo en la moda como hasta ahora lo había hecho sobre todo el cine (y como antes lo hizo la literatura: cientos de jóvenes alemanes se vistieron y se peinaron como Werther antes de suicidarse también como él). Para constituirse en modelo (o en anti-modelo, lo que en muchos casos viene a ser lo mismo), la teleficción construye una auténtica gramática del detalle. Los detalles significativos, en nuestra época de ficción cuántica, conllevan la existencia de tres llamativas secciones en la página web oficial de la serie. Una guía de cócteles. Un juego de cambio de imagen. Y un blog de comentario del estilismo de cada capítulo. No es casual que las dos publicaciones que hasta ahora ha generado la serie también acentúen su dimensión estética: Mad Men. Reyes de la Avda. Madison (Capitán Swing) y Mad Men. The Illustrated World, de Dyna Moe.
La gran novedad, en el contexto televisivo, es que Mad Men no es una producción de HBO. Es posible que nos encontremos ante una transición. La lista de grandes teleseries de HBO es insuperable (Los Soprano, A dos metros bajo tierra, Carnivale, The Wire, Deadwood…), pero las mejores teleseries dramáticas que hay ahora en antena no pertenecen a esa cadena, cuyas series o bien son más cinematográficas que teleseriales (The Pacific, Boardwalk Empire), o bien se han vuelto un tanto crípticas y abstractas gracias a David Simon y su máxima “que jodan al espectador medio” (Generation Kill y Treme). Las últimas temporadas de Dexter y Fringe tienen un altísimo nivel, con la estética de la cadena que las produce, FOX. Y AMC, después del éxito de crítica y público de Mad Men, ha empezado a emitir auténticas joyas como Breaking Bad y Rubicon. Quién sabe si nos encontramos ante un pase de testigo entre dos grandes sellos de calidad o, incluso, ante una incipiente multiplicación de productoras de teleseries maestras. De lo que no hay duda es de que Mad Men se ha convertido en el gran fenómeno artístico y sociológico de la televisión actual. Pura tendencia. La eternidad de la moda.
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