Mad Men. Reyes de la Avenida Madison, de Jesse McLean y otros autores, aparece en un sello español relativamente reciente, en auge: Capitán Swing. Se publica en un fondo variado, original y sorprendente, con colecciones que recuperan clásicos imprescindibles o con series que editan novedades audaces: como es el libro que ahora podemos leer, una obra cuya versión norteamericana es de 2009. Dicho volumen reclama nuestra atención con una cubierta seductora, sugestiva, muy promocional: con una camisa blanca, impecable, planchadísima, sobre la que luce una corbata negra de lazo estrecho, como estrecha es la pieza anudada. La imagen transmite distinción, un empaque mundano de hombres resueltos, terminantes. ¿A qué alude? En principio es un reclamo de la serie televisiva de gran éxito: Mad Men, ambientada en los inicios de los años sesenta. Cuando vemos la cubierta, vemos a los protagonistas de dicha ficción, que recrea la vida cotidiana de los ejecutivos dedicados a la publicidad: miembros de la compañía Sterling Cooper.
La camisa podría llevarla cualquier varón moderno y desenvuelto: por ejemplo, uno de esos publicitarios o responsables de cuentas de Madison Avenue, en Nueva York. Imaginemos la escena: para sentirse aliviado, descansado, pero siempre elegante, ese ejecutivo se ha desprendido momentáneamente de la americana. Es un alivio en su quehacer trepidante. Por supuesto a la tela, mezcla de algodón con algo de polyester, no se le ven arrugas. Tampoco lamparones. Parece recién estrenada. El blanco impoluto resplandece y el apresto de la camisa tiene gran firmeza. Y elegancia, sí.
Pero esa imagen también nos provoca extrañeza: la pieza no la viste nadie. Ni siquiera un maniquí. No es raro: en nuestros escaparates y vitrinas actuales no son infrecuentes figuras a la moda y sin cabeza. Todos las habremos visto: muñecos que evocan una estatua griega amputada. Lo preciso y lo significativo se conservan y se distinguen. Como en la Victoria de Samotracia. Pero en el modelo clásico no hay movimiento, sino expresión estática. Por eso, Filippo Tommaso Marinetti desestima la Victoria de Samotracia cuando redacta el manifiesto futurista, hace ahora cien años. Pero dejemos al italiano y regresemos a la figura helenística. Con ella, con sus restos, podemos componer lo que falta: podemos rehacerla con la ayuda de la fantasía y de la arqueología. En cambio, con la prenda de Mad Men no es preciso imaginar mucho ni tampoco valerse de gran ciencia: vemos a su portador, sus apresuramientos, esa urgencia de ejecutivo cosmopolita y viajero que pronto la desechará por otra camisa equivalente.
En la serie televisiva, todo es objeto de detalle, de examen minucioso. La ambientación —la recreación de ambientes y de gadgets, de objetos y de personas, de modas y de materiales, de hábitos y prácticas— está muy cuidada
Resulta angustiosa la presentación de la cubierta: no hace falta la identidad fija que establece nuestro semblante. En realidad, nos cubrimos uniformemente, de acuerdo con los espacios que frecuentamos y según las reglas de indumentaria y de cortesía. Hace décadas ya trató este asunto un sociólogo americano de gran incidencia: Erving Goffman. Ese objeto y otros semejantes los abordó en un volumen clásico, aparecido en 1959: La presentación de la persona en la vida cotidiana. En el libro de Capitán Swing se le cita al menos en una ocasión: la referencia a Goffman y a la microsociología es pertinente. En la serie televisiva, todo es objeto de detalle, de examen minucioso. La ambientación —la recreación de ambientes y de gadgets, de objetos y de personas, de modas y de materiales, de hábitos y prácticas— está muy cuidada. Primero porque su creador, Matthew Weiner, vigila esos elementos que dan verosimilitud y efecto de realidad a lo que estamos viendo. Y segundo porque las pertenencias de cada uno son realmente nuestra identidad en la sociedad de consumo, en la sociedad de la apariencia. Somos espectadores resabiados: hemos visto muchas series de televisión y ya no aceptamos cualquier historia con un atrezzo inadecuado; ya no aceptamos anacronismos.
Matthew Weiner nace en 1965, es decir, poco tiempo después de la época en que empieza esta ficción. Puede muy bien regresar a su infancia e incluso al momento inmediatamente anterior para ser fiel a aquella era de entusiasmo y de incertidumbre. Una parte de lo que fue su niñez o de lo que fue el período previo corresponde al momento dorado de Estados Unidos, a aquel instante de gloria que atravesó Norteamérica. Prosperidad, estilo y sobre todo cine, televisión y publicidad. Con todos esos ingredientes está concebida la serie: pero está hecha también con la perplejidad que provocan los cambios culturales de aquella década. Hay que presentarse en la vida cotidiana de acuerdo con unos cánones comunes y establecidos, pero da la casualidad que esa época registra convulsiones profundas y contradictorias: el consumo de masas y el malestar; el hedonismo material y la severidad moral. Algo de eso mismo trató otro sociólogo americano, Daniel Bell. Y buena parte de esas contradicciones de la sociedad próspera se analizan en el libro dedicado a Mad Men. Es una fascinante enciclopedia de la opulencia y del vacío, de la propiedad y de la apariencia. Imaginen: sobre estos asuntos, un experto académico probablemente escribiría un texto profundo, extenso y más o menos tedioso. El volumen de Jesse McLean y otros (con colaboraciones españolas) es eso mismo, profundo y extenso, pero evitando la pesadez de las ciencias sociales: está escrito con la levedad de un mensaje publicitario, de un spot. O, si lo prefieren, está destinado a espectadores con cultura pero con prisas.
Pero regresemos: regresemos a los espacios por los que transitamos. Cuando estamos en un lugar adoptamos las normas implícitas o explícitas que establecen su código. Miramos de nuevo la portada del libro editado por Capitán Swing y entonces creemos ver a qué se parece la fotografía: ¿quizá a la caja de una prenda que aún está por abrir, por desplegar, por desembalar? Hay algo malsano y confuso en un retrato anónimo, hueco: una representación en la que faltan la identidad y el portador. Si nos fijamos bien, la publicidad nos vende así los productos: cuando los objetos tienen rostro, esa cara acaba siendo impersonal o simbólica. No nos interrogamos quién es su dueño. Y si no tienen efigie, entonces es cuando descubrimos el vacío. Gilles Lipovetsky definió como era del vacío el estadio superior de la sociedad de consumo. Años después, este sociólogo examinará las pantallas, ese tubo o plasma en el que efectivamente nos plasmamos, en el que proyectamos una identidad desiderativa. Todo es ya objeto de representación…
El éxito de la serie televisiva se basa en eso, y así lo analizan distintos autores de este libro: en la recreación fidedigna de un entorno material que sirva para relatarnos y mostrarnos unos malestares de época y a la vez universales
En la fotografía del libro no hay cabeza ni rostro, en efecto. No vemos al propietario de la camisa. ¿Acaso porque las cabezas y los rostros son intercambiables? ¿Acaso porque quien la viste carece de fondo, de encarnadura real? Por un lado, en dicho reclamo, lo relevante no es el portador, sino la uniformidad, esa impresión de elegancia anónima o emboscada. Eso parece decirnos el responsable. Como indicaba Roland Barthes en La cámara lúcida, en todo retrato hay un punctum, un dato o elemento que rasga, que sorprende. Es algo casual o deliberado, controlado por el retratista o fruto del azar. En la portada de este libro, que reproduce uno de los reclamos de la serie, el punctum es la camisa sin dueño: propiamente el vacío.
La fotografía es un señuelo, la mejor publicidad: anuncia un objeto reconocible, una de las imágenes que han servido de cebo para la serie televisiva. Pregona parte de lo que el lector encontrará en el volumen: un denso y entretenido análisis de la América espléndida. De dicha obra salimos con mayores conocimientos y sobre todo con mayor consciencia y autoconsciencia. Sabemos cómo se hacían y se hacen las cosas en el mundo de la publicidad y sabemos que aquella época, que parece tan remota y bella, es en el fondo un espejo feo, deformado y patológico de nosotros mismos, de lo que ahora somos. El éxito de la serie televisiva se basa en eso, y así lo analizan distintos autores de este libro: en la recreación fidedigna de un entorno material que sirva para relatarnos y mostrarnos unos malestares de época y a la vez universales.
¿Es un libro puramente circunstancial, parasitario? El mercado editorial está inundado de obras contingentes, de textos que se publican sirviéndose de objetos noticiosos. ¿Ejemplos? ¿Quieren ejemplos? Un acontecimiento público de gran impacto, las intimidades de los famosos, los cotilleos de los personajes relevantes, las biografías o autobiografías de las autoridades ya retiradas o de las gentes del star system, etcétera. ¿Qué es lo habitual? Pues que dichos volúmenes los redacte algún periodista perspicaz, servicial o simplemente laborioso que hace las veces de plumilla, de analista o de propagador. O de escriba, propiamente. Tiempo después, cuando se apaguen los focos y cuando la incidencia del hecho o la actualidad de la persona decaigan, ese libro será ya un objeto sobrante, molesto, pronto desplazado por la aparición de otra novedad. ¿Mad Men. Reyes de la Avenida Madison es de esta naturaleza?
La serie de televisión Mad Men ha tenido un gran éxito de crítica: ha congregado a expertos admirados ante la autenticidad y la precisión de su relato y de su puesta en escena. Se ha convertido en un producto de gran impacto visual
Hay una gigantesca industria editorial en la que prima el interés más inmediato. Por ello, las prisas hacen que muchos de estos volúmenes se publiquen con poco rigor, con dejadez: el tema por sí mismo atrae. Ésa es la razón por la que numerosos lectores antojadizos y ávidos toleran cualquier cosa con tal de conocer los entresijos de sus celebrities, pongamos por caso. La serie de televisión Mad Men ha tenido un gran éxito de crítica: ha congregado a expertos admirados ante la autenticidad y la precisión de su relato y de su puesta en escena. Se ha convertido en un producto de gran impacto visual. En Estados Unidos ha llegado a reunir a más de dos millones de espectadores… Aunque esas audiencias no son espectaculares, su influencia es indudable. Es ya una serie de culto: para connaisseurs, para esos happy few que se saben miembros de una cofradía de adeptos. Lo mismo podría decirse del público español y, por lo que sabemos, de los espectadores de otros países.
¿Cuál es la razón? No hay una única razón para explicar su éxito. En realidad, son múltiples los factores que lo respaldan. Pero uno es, sin duda, la fascinación y la extrañeza que provocan esos años sesenta, una era cercana y distante. Es el medio siglo: son cincuenta años reales los que nos separan. Podemos contemplar ese pasado como algo lejano y como algo próximo. Vemos algunas cosas que son iguales a las que ahora hacemos o tenemos. Y vemos otras que nos resultan raras, extravagantes, remotísimas. Una buena dirección artística y una buena recreación de espacios, modas, objetos, pensamientos y actos nos persuaden, nos hacen rendirnos a lo que estamos contemplando. Y, además, por poca experiencia o saber que tengamos, reconoceremos el cuidadoso decorado: o la peluquería o la moda. El cine y la propia televisión nos han habituado, efecto que se refuerza con referencias constantes, con alusiones que los televidentes pueden detectar. Así, hay guiños para distintas generaciones y para diferentes espectadores, objetos y personas que son iconos de la cultura y del consumo de masas: Lucky Strike, Volkswagen, IBM, Xerox, Playtex, Kodak, John F. Kennedy, Richard Nixon, Matin Luther King, Betty Friedan.
Los públicos que frisan la cincuentena (o que la sobrepasan) fueron niños en aquel tiempo, hecho que motiva fácilmente su atención. Por su parte, no es difícil despertar el interés de los televidentes más jóvenes, aquellos que no vivieron en dicha década: los personajes de Mad Men trabajan, visten y actúan de un modo muy semejante al actual, con unas indumentarias que regresan como vintage; pero tienen costumbres y hacen cosas que hoy nos chocan, que nos pasman, vaya: tanto a quienes éramos muy pequeñitos entonces como a quienes aún no habían nacido. Tienen un estilo de vida que, de un lado, nos atrae y, de otro, nos repele: en Nueva York, a comienzos de los sesenta, viven con lujos ostensibles —como diría Thorstein Veblen en su Teoría de la clase ociosa— rodeados de una prosperidad material que es el esbozo o el embrión o el calco de la nuestra.
Vemos la serie y sabemos que estamos en otra época, que el nuestro es otro tiempo. Ya no podemos vivir con la inocencia de los primeros espectadores, ni con la ingenuidad de los primeros consumidores. Pero sabemos también que el espejo deformado de la serie es una buena excusa para el autoexamen, para el autoanálisis
Tienen electrodomésticos y artículos que luego, años después, nosotros alcanzaremos. Disponen de automóviles con extras que más adelante llegarán a nuestro mercado. Fuman constantemente, cosa que ahora hemos evitado o prohibido. Los varones queman uno tras otro sus cigarrillos marca Lucky Strike: sin boquilla, claro. Para eso son o aparentan ser viriles, tipos duros sí, pero con averías: los desconciertos que nos aquejan a tantos hombres de hoy. Las damas, por el contrario, fuman tabaco con filtro. Los señores beben prácticamente a todas horas, apurando sus vasos sin dejar que los cubitos enfríen el cóctel, animándose con alcoholes de alta graduación. Las señoras saborean preferentemente vino: con ese toque chic que da el trago justificado.
Todos ellos tienen malestares psíquicos característicos de la vida urbana, diagnosticados por los psicoanalistas, malestares que luego serán nuestras neurosis e inquietudes. O tienen comportamientos que finalmente hemos erradicado o evitado: los varones ya no pueden ejercer el machismo con esa desenvoltura que demuestran y las mujeres ya no pueden vivir sólo como criaturas sumisas y seductoras. Vemos la serie y sabemos que estamos en otra época, que el nuestro es otro tiempo. Ya no podemos vivir con la inocencia de los primeros espectadores, ni con la ingenuidad de los primeros consumidores. Pero sabemos también que el espejo deformado de la serie es una buena excusa para el autoexamen, para el autoanálisis. Al menos, antes de caer al vacío: como su protagonista, que en los títulos de crédito, se precipita entre rascacielos y riquezas; como su personaje, cuya identidad construida, imaginaria, es la del self made man, pero es también la del hombre actual desconcertado.
Fíjense: no he citado ningún nombre concreto; tampoco he precisado acontecimientos o circunstancias de la ficción que el volumen analiza con extrema perspicacia. ¿Por qué razón? Porque la mejor manera de leer el libro es en paralelo a la serie: avanzar página a página conforme uno va viendo los capítulos, conforme uno se van enterando del pasado y del presente de los personajes. Son opulentos, son guapos, son ostentosos y viven como quieren prácticamente, pero a la vez los descubrimos desgraciados y con deterioros: en la primera, en la segunda, en la tercera y ya en la cuarta temporada. ¿Es una consolación? ¿Los ricos también lloran? Lean el libro de Capitán Swing. Es un placer intelectual, una perfecta o perversa conjunción de imagen y de palabra, de fantasía y de examen. Como la serie: la serie de los hombres desquiciados (Mad Men), de los hombres de Madison (Mad Men), de los hombres-anuncio (Ad Men).
Por Justo Serna
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