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De cómo el franquismo secuestró el cadáver de Unamuno

Por La Marea  ·  07.05.2021

«Si me han de asesinar, como a los otros, será aquí, en mi casa», escribió el intelectual vasco Miguel de Unamuno semanas antes de su muerte en una furiosa carta dirigida al director del ABC de Sevilla para denunciar las mentiras que sobre él se habían publicado en su periódico. Podría entenderse este mensaje como una suerte de premonición. Puede que don Miguel quisiera lanzar una llamada de atención para que, cuando se produjera lo irremediable, a nadie se le pasaran por alto las ansias criminales que contra él sentían sus principales enemigos en aquellos días: los sublevados. 

El ensayo de Manuel Menchón y Luis García Jambrina –editado por Capitán Swing– es fruto de una investigación documental muy meticulosa que se atreve a cuestionar, casi por vez primera, la verdad oficial que el régimen franquista fabricó sobre el extraño final de don Miguel de Unamuno. Cuesta comprender cómo han podido pasar 85 años sin que nadie se preguntara acerca de las sospechosas circunstancias que rodearon la muerte del mayor pensador de su época en lengua castellana. Podemos afirmar que es este un infame ejemplo de lo que Goebbles teorizó sobre la mentira y cómo ésta, a fuerza de ser repetida, se acaba convirtiendo en verdad. En este caso, además, el engaño fue pergeñado en la misma época en que los golpistas celebraban quemas de libros a imagen y semejanza de sus aliados nazis. 

A pesar del tiempo transcurrido desde el 31 de diciembre de 1936, las fuentes documentales seguían ahí esperando a ser leídas y estudiadas, impacientes por que llegara el momento en que alguien se preguntara por la verosimilitud de los hechos y por la credibilidad de los personajes que rodearon aquella escena más propia de un sainete que de una crónica periodística. Era el último día del primer año de guerra civil y Miguel de Unamuno se encontraba encerrado en su propia casa, en una situación que podríamos denominar de libertad encubierta.

Desde el célebre debate con Millán Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre, Día de la Raza, Unamuno se sabía preso. Un guardia vigilaba sus pasos frente a su casa de la calle Bordadores y era consciente de que no tenía libertad de movimiento, al igual que ya no tenía garantizada la libertad de expresión. Había censores vigilando sus cartas y sus entrevistas internacionales, que cada vez eran menos. Sin embargo, eso no detenía la capacidad de indignación de don Miguel, que llegó a decir a un periodista el 6 de diciembre de 1936: «Primero me echó el rey, luego Primo de Rivera, más tarde los rojos y ahora los azules. No obstante, yo seguiré diciendo lo que creo que es justo».

Aquella infausta tarde previa a la Nochevieja, apareció en la casa del intelectual un personaje llamado Bartolomé Aragón a quien, desde ese mismo día, el régimen identificó como un amigo y discípulo del que fuera rector de la Universidad de Salamanca –que, por cierto, había sido cesado del cargo en octubre por el mismísimo Franco–. Este señor pasó a la habitación de don Miguel a conversar y poco después salió de ella gritando que Unamuno acababa de morir pero él no lo había matado. Aragón contaría después que se dio cuenta del fallecimiento repentino del profesor al comprobar que el brasero situado bajo la mesa camilla había chamuscado su zapatilla sin que éste reaccionara. Pero, ¿quién era este Bartolomé? ¿Tenía una verdadera relación de amistad con Unamuno? ¿Había sido su discípulo realmente? ¿A qué se dedicaba? Estas preguntas tan sencillas y básicas son respondidas exhaustivamente por Menchón y García Jambrina.

Sin ánimo de adelantar los pormenores, podemos confirmar que Bartolomé Aragón no era amigo ni había sido alumno del maestro. Y a partir del desplome de la primera falacia sobre la que cimentaron los sublevados el relato oficial, asistimos estupefactos a la caída de una mentira tras otra, cual castillo de naipes, desmontando por completo tanto la supuesta adhesión de Unamuno al Movimiento Nacional como su buena relación con los sublevados.

Menchón y García Jambrina califican de «muerte simbólica» el secuestro que de la figura de Unamuno y su pensamiento hicieron los franquistas. Una infamia más lacerante si cabe que la que también perpetraron al «robar» literalmente su cadáver al día siguiente de su muerte, cuando miembros de Falange entraron en la casa del profesor ante la presencia atónita de sus familiares y, sin mediar palabra, se llevaron de allí su cuerpo inerte. Tras ello, los responsables de Prensa y Propaganda de los golpistas teatralizaron un funeral dirigido a mostrar al mundo que Unamuno había muerto falangista, ataviando su ataúd de todos los atributos necesarios para que no quedara ninguna duda. 

Han tenido que pasar más de ocho décadas para que un filólogo y un director de cine demuestren que Unamuno murió estando preso en su propia casa, siendo repudiado por los golpistas, quienes además de cesarle de sus cargos le extorsionaban y censuraban. Pero Manuel Menchón y Luis García Jambrina no se quedan en el plano de lo simbólico sino que también siembran la duda acerca de la «naturalidad» de su final, demostrando que Bartolomé Aragón –único testigo– no solo no era su amigo, sino que formaba parte del aparato propagandístico del régimen, promovía las quemas de libros y tenía estrecha relación con el fundador de la Legión, Millán Astray, protagonista de aquel enconado debate del 12 de octubre en el que Unamuno se indignó tanto que improvisó un discurso mítico que el franquismo quiso anatematizar. 

***

¿Cómo nace la idea de vuestra investigación?

Manuel Menchón: El arranque de todo se produce con el documental que dirijo sobre el tema, Palabras para un fin del mundo, pero se queda corto en cuanto a investigación y es entonces cuando conozco a Luis y decidimos continuar la labor de búsqueda e ir más allá de la película. 

Luis García Jambrina: Coincido con Manuel hace poco más de un año en una mesa redonda en Madrid y, aunque mantuvimos algunas posturas diferentes, nuestra conversación creó mucha expectación. A partir de ese momento entramos en conversaciones que derivaron en la publicación de este libro. A mí Unamuno me había interesado desde mi época de estudiante e incluso fui becario de su Casa Museo. Y siempre me había atraído mucho lo relacionado con sus últimos meses de vida. Así que esta colaboración se podría decir que fue providencial. 

M.M: Hice una película de ficción en 2016 sobre Unamuno que terminaba con su muerte y, ya entonces, cuando me dispuse a reconstruirla, había cosas que no me encajaban. No podía llevarla a la escena porque me di cuenta de que todo aquel relato era falso. Yo tengo mucha experiencia en publicidad y he trabajado en comunicación; gracias a ello advertí rápidamente que aquella historia, sin duda alguna, era el fruto de una elaboración propagandística. 

Francisco Etxeberria, uno de los mejores antropólogos forenses del país, ha sido una de las personas a las que agradecéis su aportación a este trabajo. ¿En qué os asesoró?

M.M: Acudí a él porque sabía que como especialista había estudiado muchas actas de defunción de la época en que murió Unamuno. En este caso, tal y como relatamos en el libro, el acta de defunción constata que la muerte se produjo por «hemorragia bulbar». Etxeberria se sorprende mucho porque es extraño que el doctor Núñez, a la sazón amigo de Unamuno y uno de los mayores profesionales de la época, hubiera sido tan preciso. 

L.G.J.: Decidimos pasarle un cuestionario que hemos transcrito íntegramente en el libro para que el lector pudiera entender algo tan específico como es el concepto de «hemorragia bulbar». Nos hallamos ante un verdadero dilema médico porque, para poder dictaminar esa causa de muerte, el médico tenía que haber examinado a Unamuno en vida pero, si atendemos a los testimonios de la escena, ya estaba muerto cuando llegó. Y la otra forma de identificar ese tipo de hemorragia intracraneal es realizando una autopsia que nunca se practicó. Por tanto, no hay nada que sostenga la totalidad del relato oficial. Incluso entre los propios documentos hay contradicciones. 

Dejando aparte las cuestiones médicas relativas a su muerte física, a nosotros nos interesaba también analizar las famosas últimas palabras de Don Miguel que, para un intelectual como él, son cruciales. Sólo las conocemos a través de la versión del último interlocutor de Unamuno. Y no resultan creíbles conociendo el contexto en que transcurrieron sus últimos meses de vida. Son palabras y frases que tienen más que ver con el ideario falangista de su interlocutor que con el de Unamuno. Hemos rastreado esas palabras en Bartolomé de Aragón, que fue director del periódico de Huelva, y en ese medio advertimos constantemente ese mismo vocabulario, mencionando a Dios y aludiendo a la salvación de España. De hecho, hay alguna declaración del propio Aragón en la que hace suyas las palabras atribuidas a Unamuno, de forma inconsciente. Que se hubiera inventado esa última conversación puede parecer algo anecdótico pero estamos hablando de una figura como la de Unamuno y, por tanto, el hecho cobra una dimensión muy importante. Por supuesto, la intención es presentar a Don Miguel como un falangista. Y estoy seguro de que eso para él sería mucho más grave que la muerte. 

M.M: Pero no solo nos llama la atención la causa de la muerte en el acta de defunción o que la hora del fallecimiento baile una hora arriba y abajo según qué documentos. Además es que, según los archivos militares, Bartolomé Aragón no estuvo esos días en Salamanca. Hay un salto en la documentación. Pero es evidente que sí estuvo y que diez días más tarde marcha al frente. La única actividad, referenciada documentalmente, que desempeñó en esta ciudad fue la de reprimir al profesorado universitario, ya que figura como miembro de la comisión depuradora. 

¿Por qué creéis que ha tardado tanto tiempo en llegar un trabajo como este? ¿Cómo es posible que durante 85 años hayamos creído un relato tan endeble?

L.G.J: Es muy difícil de explicar porque es verdaderamente sorprendente. Aunque es justo decir que sí hubo una persona que, antes que nosotros, cuestionó la verdad oficial: Margaret Rudd, una investigadora que vino a España hacer la tesis sobre Unamuno en la década de los 50 y llegó a entrevistarse con Bartolomé Aragón. Y es evidente que ella desconfiaba de la versión del régimen y por eso le repite la entrevista. Curiosamente, el libro se publica en los 60 en los Estados Unidos, siendo la primera biografía de Unamuno, pero nunca se tradujo al español. Fue un libro que apenas tuvo eco entre los investigadores. Lo que se mantuvo fue siempre la versión oficial del régimen. 

M.M: La historia se ha repetido hasta la náusea durante 85 años. Es un relato convertido en un cuento de Navidad, un drama de mesa camilla o una mala novela. Tiene todos los ingredientes para hacer que cuaje. Es muy difícil construir uno alternativo que sustituya al otro por completo. Este libro es solo un punto de partida porque estoy convencido que seguirán saliendo cosas. 

L.G.J: Además, nosotros en el ensayo nos valemos de la literatura para arrojar luz allí donde todavía no puede llegar la historia.  

Es curioso que el principal acontecimiento por el que se recuerda a Miguel de Unamuno sea por su enfrentamiento con Millán Astray después de que los sublevados se hubieran preocupado tanto de tapar lo que ocurrió aquel 12 de octubre en Salamanca. ¿No creéis que, al final, lo que permanece en nuestro imaginario colectivo sobre ese discurso supone una derrota moral del franquismo?

L.G.J: Aquello no es solo un debate, aquello va mucho más allá porque Unamuno no solo dice lo de «venceréis pero no convenceréis». Lo más importante de su intervención, que fue totalmente improvisada, es la mención a José Rizal, el escritor y héroe de la independencia de Filipinas, que es el detonante que provoca el estallido de Millán Astray y que explicamos con mucho detalle en el libro. 

Del discurso de Astray lo más importante es que afirma que «morirán aquellos profesores que enseñan teorías averiadas». Eso no es retórica, es una amenaza en toda regla. El relato que ha prevalecido es un relato más bien literario que se reproduce en varios libros de historia como, por ejemplo, el de Hugh Thomas. Y el régimen intentó extender la idea de que no había pasado nada, incluso se llegaron a mostrar fotografías en las que Unamuno y Astray se despedían cordialmente. Pero hace año y medio descubrimos unas notas del discurso tomadas por Ignacio Serrano –que reproducimos en el libro– y que son fundamentales porque provienen de una persona nada sospechosa, es decir, de un adherido a la causa de los sublevados, que escribe la crónica pocas horas después de que tuviera lugar. Es muy ecuánime además porque comenta y valora las aportaciones de cada uno. Y además constata la mención a José Rizal, que es clave porque a nosotros ese nombre no nos dice nada pero en aquel momento mentarle suponía una afrenta porque era considerado un traidor a la patria. Recordemos que además Unamuno lo citó mientras presidía un acto en nombre de Franco, un evento en el que no estaba planificado que él hablara. Por eso no se graba su intervención, porque no hablaba desde el atril. 

M.M: La versión del debate –aunque es mucho más que eso– que ha trascendido hasta nuestros días omitía a Rizal deliberadamente. La primera versión es la de Salcedo en los 60, en la que literalmente se borra a Rizal de la imagen tomada de las notas en que Unamuno esbozó su discurso. ¿Por qué se elimina esa referencia? Incluso Trapiello en su libro Artes y letras reproduce la imagen manipulada que publica Salcedo. Es decir, que la ocultación ha llegado hasta nuestros días. Por eso es clave saber que el maestro nombró a Rizal porque mencionarle era un acto de alta traición. Pero es que hay más, el 10 de diciembre de 1936, vía edicto se dice que «hay que eliminar al profesorado y a los intelectuales que no estén con los sublevados». Además el padre Tusquets, preceptor de la hija del mismísimo Franco, acusa a Unamuno de masón en noviembre. Era evidente que, según el ideario golpista, Unamuno tenía los días contados.

L.G.J: Unamuno en el discurso cometió un acto de alta traición y, por eso, el propio Franco firmó su destitución como rector vitalicio el 22 de octubre y, al día siguiente, es fusilado su gran amigo, Salvador Vila. 

M.M: Y una última cosa muy curiosa, José Rizal es fusilado el 30 o el 31 de diciembre de 1896. Unamuno muere justo 40 años después de la muerte de su admirado héroe y pensador. 

¿Podemos afirmar entonces que Unamuno murió antifascista?

L.G.j: Radicalmente. Es verdad que algunos falangistas le admiraban pero era de forma interesada. Aparentemente apoya el alzamiento en un primer momento pero porque él creía que se iba a enderezar el timón de la República. Unamuno no es que sea contradictorio, es que está pensando continuamente. No para de cuestionarse a sí mismo. Ejercita constantemente la dialéctica. La síntesis no le interesa, su pensamiento lo cuestiona todo cambiando de perspectivas y generando apariencia de contradicción. 

M.M: La población fue manipulada. El golpe se articula años antes dotándose económicamente a grupos paramilitares para que siembren el caos y, paralelamente, al inicio Franco se vale incluso del lema de «Libertad, Igualdad y fraternidad» en sus discursos. Además, Unamuno vive la sublevación en Salamanca, que a los dos días ya es ocupada. De hecho, él habla públicamente desde el Ayuntamiento como alcalde perpetuo y cita a Fray Luis de León para hablar de su mano tendida en gesto de paz, y defiende sus principios republicanos. Al día siguiente se convoca un pleno con el nuevo alcalde militar y él ya no acude. Esto no es adherirse al golpe. Lo que trasciende a la historia oficial es que dona 5.000 pesetas a la causa, cuando la realidad es que es extorsionado. Esa cantidad equivalía a 6 meses de pensión de Don Miguel. 

¿Pensáis que habría que hacer algo para rehabilitar la figura de Unamuno? A mí se me ocurre repetir el funeral de forma simbólica pero, obviamente, esta vez respetando la opinión de la familia y los principios que le guiaron hasta su muerte. 

L.G.J: Lo primero que habría que hacer es proclamar a Unamuno como víctima del franquismo y luego escenificarlo de alguna manera. En el cementerio de Salamanca está enterrado en un nicho y al otro extremo está el memorial a las víctimas de la dictadura. Yo creo que habría que poner su nombre entre todos los demás, ni más grande ni más pequeño. 

M.M: No dejaron ni a la familia ni a los amigos llevar su ataúd. Quiroga, que era el secretario de Unamuno y además su yerno, alguien con quien tenía una confianza extrema, se olía que estaban utilizándole porque nada de lo que se contaba sobre él, en esos últimos momentos, le encajaba. Pero es que esto nos concierne a todos porque trasciende a Unamuno. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que nunca antes hayamos visto las imágenes de quemas de libros que muestro en el documental? ¿Qué han hecho con nuestra memoria? ¿Qué sabemos de nuestro pasado?

¿Os habéis topado con negacionistas, ahora que están tan en boga? 

M.M: Me he encontrado en situaciones incómodas tanto con la película como con el libro. Gente que decía que estábamos manipulando la historia, ¡nosotros! Respondí que en mis trabajos yo no doy opiniones sino datos y hechos comprobados. Nuestra investigación pretende abrir preguntas a través de la exposición de escenarios posibles. Y la respuesta fue: «Me dan igual los datos y los documentos». Eso para mí fue clave. 

L.G.J: Unamuno tiene más sentido que nunca. Hay que acercarse a él sin prejuicio. Si te interesa, escúchalo. Vamos a recuperarle porque nos puede ser muy útil en estos tiempos.

M.M: Más allá de Unamuno, creo que la moraleja del libro es que, en estos tiempos de tanta manipulación y falsificación, lo importante es desmontar las mentiras. Esa es la gran lección. No se puede tolerar la mentira y hay que cuestionarlo todo. Hoy tener eso claro es más necesario que nunca.

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