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La ciudad me come

Por El Correo  ·  17.05.2021

Tokio es la ciudad más poblada del planeta, con 38 millones de habitantes, Sao Paulo tiene 21 y Nueva York, 18. Auténticos gigantes. Madrid capital acoge a 3 millones, parecido a Londres, mientras que Barcelona se queda en la mitad. Cada una de esas personas es una boca que alimentar. Pero la mayoría de urbanitas, alejados de campo y granjas, de los centros de producción alimentaria, vivimos ignorantes de cómo cada uno de nuestros platos aparece lleno cada día, como si sucediera por arte de birlibirloque. Producir, importar, vender, cocinar, consumir y eliminar desechos es lo que deben hacer las metrópolis si quieren mantenerse y seguir creciendo. Enormes tragaldabas de cemento que devoran lo que se les ponga por delante y siempre quieren más. Esta pantagruélica condición lleva siglos dibujando la fisonomía de nuestras ciudades y, aún más, marcando su alma.

Es lo que sostiene la arquitecta Carolyn Steel (Londres, 1959) en el libro ‘Ciudades hambrientas: cómo el alimento moldea nuestras vidas’ (ed. Capitán Swing), recién traducido al castellano, donde habla de la interrelación de la comida con las urbes, «que se llevan el 75% de los recursos de la Tierra (el 70% del agua) y cuya población se habrá duplicado para 2050». «Las ciudades han moldeado la naturaleza a su propia imagen durante siglos y se han engañado a sí mismas sobre las consecuencias de sus acciones. La única diferencia ahora es que la industrialización ha hecho que la producción de alimentos sea invisible para los habitantes de las ciudades, aumentando nuestra ilusión y la destrucción».

Siete años empleó la autora en concluir este libro, centrado especialmente en su ciudad, Londres, pero que repasa las grandes urbes de la Tierra, auténtica víctima de la «agricultura industrial, generadora de un tercio de las emisiones mundiales de efecto invernadero, siendo la actividad humana que más daños ocasiona al planeta, ahondando en la crisis climática».

Steel dedica un capítulo al problema del abastecimiento de las ciudades; antes de la llegada del ferrocarril, estaban condicionadas por cómo solventarían el rompecabezas de hacer llegar el alimento, limitando su capacidad de florecer en cualquier lugar. Por ello, crecían junto a mares o ríos, y si no era así, afrontaban serios problemas. El tren a vapor, junto a la invención del enlatado y la congelación, posibilitaron el desarrollo de urbes en cualquier lugar y su crecimiento sin cortapisas. Cincinnati, conocida a mediados del siglo XIX como ‘Porcópolis’ por su eficaz industria porcina capaz de procesar medio millón de cerdos al año para enviarlos por río a otras ciudades, fue desbancada por Chicago con la llegada del ferrocarril; allí se creó una especie de ciudad dentro de otra dedicada al mismo asunto que elevó la producción por encima de los tres millones, que fueron diecisiete en 1905. Listos para distribuirse en tren donde hiciera falta.

Enamorados del súper

El plano de la parte antigua de las ciudades suele estar marcado a fuego por el mercado de abastos, situado en su centro y en el que desembocaban las principales calles o vías, «como arterias que transportaban el torrente sanguíneo». Pero en 1950, EEUU exhibía su enamoramiento de los supermercados y lo exportaba al resto del mundo a través del cine y la televisión. «Y ahora construimos supermercados en medio de ninguna parte, los rodeamos de casas y llamamos a eso ciudades. Como hemos de comer, los supermercados nos tienen contra la espada y la pared. Allá donde construyen almacenes, debemos ir nosotros».

«Construimos un supermercado en medio de la nada, lo rodeamos de casas y a eso hoy lo llamamos ciudad»CAROLYN STEEL (ARQUITECTA)

Un terrible ejemplo de esto, «una instantánea del futuro urbano» según la autora, lo constituye Santana Row, distrito al sur de San José, en California (EE UU), habitado por vez primera en 2002 y que hoy alberga a 30.000 personas: una serie de edificios de apartamentos de lujo, dispuestos en forma radial junto a bulevares de seis carriles y ubicados en torno a un inmenso centro comercial repleto de soportales y galerías al aire libre, restaurantes, fuentes… hasta una capilla. «La publicidad inmobiliaria repite machaconamente que vivir allí es como disfrutar de ‘unas largas vacaciones’ y que ‘toda ciudad se basa en la vitalidad de sus barrios’. Y ha tenido sin duda el éxito suficiente como para absorber toda la vitalidad de su vecina San José», denuncia Steel.

Lamenta que las autoridades urbanas comenzaran a aflojar su control sobre el suministro de alimentos, confiando en empresas comerciales para alimentar a la población urbana. «Eso pudo parecer buena idea en aquel momento, pero el resultado es que hoy dependemos totalmente de las corporaciones transnacionales para alimentarnos, sin responsabilidad cívica ni intereses que no sean ganar dinero. Eso los coloca en una posición extremadamente poderosa, especialmente si se considera lo difícil que es dar de comer a ciudades tan grandes como las que habitamos».

Expone la arquitecta el desastre que significa la desaparición del pequeño comercio, algo agravado profundamente en este año de pandemia: «Tal vez no nos guste la adquisición de nuestro sector minorista por las grandes empresas, pero nos encanta poder comprar salmón fresco o lasaña precocinada a las once en punto de la noche los siete días de la semana.Se ajusta a nuestro estilo de vida moderno». «Y a los supermercados les encanta convencernos de que no tenemos tiempo para cocinar, pero eso es absurdo, nunca hemos tenido más tiempo libre, sencillamente preferimos emplearlo en otra cosa», dice.

Top secret

Pero las consecuencias de no cocinar, alerta, son mucho más graves ahora de lo que lo fueron hace una generación, ya que es la «única oportunidad que tenemos de ejercer algún control sobre lo que comemos». Si quisiéramos ver núcleos de producción alimentaria a gran escala lo tendríamos complicado: «Los visitantes son tan bienvenidos allí como lo serían en una instalación militar de alto secreto». Acusa a esta industria de ser una actividad «enormemente opaca. Ignoramos por completo el trabajo ininterrumpido que posibilita que esa lasaña precocinada siga llegando hasta nosotros».

Así, dentro de muy poco echaremos de menos tiendas donde charlar con los dueños mientras estos distraen a nuestros críos con una manzana, una piruleta o cualquier otra chuchería; ya no disfrutaremos de los olores de un ‘ultramarinos’, y eso también es el alma de las ciudades, que, tal como asegura Steel, caminan hacia la deshumanización; un estudio predice para 2050 la desaparición total del pequeño comercio en Gran Bretaña, «cuando hace solo una generación eran el eje social de los barrios, y la compra de alimentos, un momento para intercambiar noticias y habladurías». Hace tres o cuatro décadas, un niño de 8 años podía aventurarse solo en el mismo corazón de la ciudad para hacer la compra, con la tranquilidad paterna de que el tendero le atendería con cariño y que, incluso, le fiaría el importe de la cesta hasta que llegara el sueldo a casa. Pruebe a hacerlo en un gran centro comercial.

Alimentos Frankenstein

Por otro lado, a medida que los comercios locales cierran, grandes zonas de terreno habitado se van quedando sin fuente alguna de alimentos frescos, obligando a muchos de sus habitantes a coger el coche o caminar cargando la compra. «Ello está conduciéndoles a incrementar su consumo en cadenas de comida ‘basura’, con alto contenido de grasas, mucha sal, baratos y fáciles de almacenar. Esto pasa en Londres y en toda Gran Bretaña. Constata que en los últimos 30 años hemos estado comiendo cada vez mayores cantidades de alimentos industriales, «que han introducido en nuestro cuerpo cosas muy extrañas, como las que crearon en la década de los 70, cuando la industria alimentaria se puso a experimentar con un abanico de nuevos ‘alimentos Frankenstein’ como el aceite de palma, sin que nadie discutiera si era ético vender productos con niveles de grasa saturada más altos que el sebo de ternera». Cita también el jarabe de maíz de alta fructosa, desarrollado en 1971 por científicos japoneses, seis veces más dulce que el azúcar de caña y empleado en los refrescos.

«Solo les faltaba a las cadenas de comida rápida convencernos de consumir más. Y lo hicieron en los 80 con los menús tamaño extra». En 1996, informa, la cuarta parte de los 97.000 millones de dólares gastados en comida rápida en EEUU se hizo gracias a la promesa de un menú más grande: «Un ‘mcmenú’ que originalmente tenía 590 calorías, pasó a las 1.550», con lo que ello conlleva de obesidad, diabetes y otros males. «En EE UU, comer superó al fumar como la actividad más dañina», se queja.

La arquitecta confiesa que escribir ‘Ciudades hambrientas’ ha cambiado su forma de ver el mundo «de una manera tan radical» que ahora le cuesta trabajo imaginar cómo lo percibía antes. «Confío en que muestre al lector la forma en la que la comida afecta a nuestras vidas y que le infunda la energía y la motivación necesarias para preocuparse más por la alimentación, contribuyendo así a moldear nuestro destino común».

Bienvenidos a ‘Sitopía’, la urbe que se alimenta respetando el entorno. Podría estar en España

Por analogía con la palabra ‘utopía’, la arquitecta inventó el término ‘sitopía’, del griego ‘sitos’, comida, y ‘topos’, lugar. ¿Cómo sería una ciudad idealmente ‘sitópica’, diseñada a partir del alimento? «Mantendría lazos estrechos con sus tierras de cultivo locales mediante un entramado compuesto por mercados activos y comercios de la zona, conservando un sentido de la identidad alimentaria. Sus viviendas incluirían grandes cocinas muy cómodas, habría huertos en los barrios, quizá un matadero local. La escuela de la zona enseñaría cosas sobre el alimento a los niños y estos aprenderían a cultivar y cocinar desde temprana edad. Por encima de todo, la ciudad celebraría el alimento, lo utilizaría para reunir a las personas. Y la arquitectura podría ser todo lo moderna que quisiera, pero utilizaría las redes alimentarias para moldearla, como las ciudades del pasado». Apuesta por una mayor protección gubernamental frente a los monopolios alimentarios, con acceso a la mediana producción industrial, «pero gestionada con ética y transparencia».

En su opinión, España es un país referente, ya que «sus gentes profesan un gran amor por la buena comida y sienten orgullo por sus especialidades regionales típicas. Están dispuestos a ir al mercado a comprar productos de calidad y a cocinar desde cero». Menciona a Barcelona, con sus 43 mercados de abastos, y señala que la ciudad ha sabido transformarse «manteniendo el equilibrio entre desarrollo comercial y formas tradicionales».

Hablando de futuro, Steel cita propuestas como los huertos urbanos, que deberían ser verticales, es decir, en rascacielos para alojar el máximo de cultivos en el mínimo espacio posible. Los pisos serían móviles para desplazarse en función del movimiento del sol. También deberían ser verticales las granjas de cerdos;hay un proyecto en Países Bajos, ‘Pig City’, de criarlos en torres de 76 pisos de altura, cada uno de 87 metros cuadrados, donde disfrutarían de espacio de sobra con terrazas y manzanos. Su estiércol alimentaría energéticamente el edificio.

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