Reflexiones sobre la pena de muerte

Reflexiones sobre la guillotina, 1957

Según informaban el pasado viernes muchos diarios de todo el mundo en sus páginas de Internet (y muchos el sábado en sus ediciones impresas), el vespertino Le Monde había publicado un manifiesto inédito de Albert Camus en defensa del periodismo libre que fue censurado en 1939 por las autoridades francesas en Argelia. Ha sido encontrado en los Archivos de Ultramar, en la ciudad de Aix-en-Provence. Muy cerca, por cierto, de Lourmarin, pequeño pueblo de la Provenza donde está enterrado en la tumba más humilde de todo el cementerio, adonde voy a verlo cada vez que, por razones personales, visito la región. (La foto de la tumba que aquí aparece es mía.) Escogió el lugar porque, tras conocerlo a través de su amigo el poeta René Chard, encontró sus paisajes parecidos a su Argelia natal, y de la casa que adquirió allí fue desde donde saldría en el fatídico viaje que le costaría la vida tras estrellarse su coche contra un árbol, en 1960.

La lectura del manifiesto no sorprenderá a quienes conozcan la biografía y la obra de Albert Camus, aunque sus seguidores, como dijo Juan Luis Panero en “El desencanto” mientras enseñaba una foto del escritor, también adoramos los fetiches, y esto es un fetiche. De modo que este trabajo, más que aportar, reafirma en la creencia de que Camus fue, defintivamente, un personaje adelantado a su tiempo, pues sus denuncias de los obstáculos y enemigos de las sociedades libres se adelantaron bastantes décadas al momento en que empezaron a hacerlas muchos de sus contemporáneos.

Si en este manifiesto de 1939 destinado a su diario Le Soir républicaine (que codirigía) denunció la necesidad de un periodismo libre, o en sus propias palabras un periodismo pleno de lucidez, desobediencia, ironía y obstinación, en su ensayo de 1957 Reflexiones sobre la guillotina (que aún estaba vigente en Francia en esa fecha) adoptaba sus propios mandamientos periodísticos y conseguía un irónico e incontestable alegato contra la pena capital. Esto era coherente con su posición contra la actuación de las autoridades francesas en Argelia y contra el terrorismo practicado por el FLN, por más que estuviera de acuerdo con la causa. Sus posicionamientos contra la violencia le causaron, entre otros muchos disgustos, la enemistad del gurú de la intelectualidad de la izquierda europea del momento, Jean-Paul Sartre.

Célebre es el episodio ocurrido durante su conferencia en la Universidad de Uppsala durante su viaje para recibir el Nobel de Literatura, también en 1957. Ante la pregunta-acusación por parte de un estudiante por su falta de apoyo a las acciones del FLN, Camus respondería: “Entre la justicia y mi madre, escojo a mi madre”, frase que se malinterpretó y sacó de contexto, pues el escritor se refería a al concepto de justicia que el FLN creía ver en las acciones terroristas que, como efecto colateral involuntario, Camus decía que podían matar a su madre, francesa en Argelia. A su vez, esta frase resume el núcleo del pensamiento de Camus plasmado en este memorable ensayo: la ley no está por encima de la vida humana; y no existe atenuante moral si la lleva a cabo una democracia o un régimen criminal como el nazi.

Este ensayo ha sido recientemente publicado en una edición impecable en el sello Capitan Swing, junto a otro ensayo de Arthur Koestler sobre la pena de muerte, Refelxiones sobre la horca. El autor húngaro estuvo cerca de morir en las cárceles franquistas, de lo que lo salvó el cónsul inglés en Málaga, Sir Peter Chalmers, algo de lo que éste dio cuenta en sus memorias, Mi casa de Málaga (Ed. Renacimiento, 2010). Ambos ensayos han sido publicados con el nombre Reflexiones sobre la pena de muerte, con una interesante presentación de Jean Bloch-Michel.

El ensayo de Camus está escrito, además desde la ironía, desde la desobediencia, pues recordemos que Francia vivía en un estado de corrupción moral que funcionó como la llave de París de los nazis pocos meses después; desde la lucidez de quien conoce la debilidad argumental del que justifica la muerte de otro individuo (si la guillotina es tan buena, ¿por qué no la sacamos a la calle y ejecutamos allí a los reos, en lugar de guardarla en sótanos oscuros?, se pregunta el autor de El extranjero), y desde la obstinación, pues si algo demostró Camus durante su vida es que había principios morales básicos innegociables. No dejaría de denunciar los crímenes de Stalin, la falta de libertades en la URSS, la deshumanización que acarreaba el comunismo o el terrorismo del FLN, por más que Sartre, aludiendo tácitamente al autor, dijera aquello de que “todo anticomunista es un perro”.

Ahora que se escucha tanto a la jerarquía de la Iglesia afirmar que sin religión nos abandomamos como sociedad a un supuesto “relativismo moral” decadente y peligroso, no estaría de más que siguiéramos leyendo a Camus, pues claro que hay una moral pública laica, coherente entre dichos y hechos, y Albert Camus dejó testimonio de ella con su obra teatral, sus novelas y ensayos.

La próxima vez que vaya a su tumba le diré: “Albert, también tuviste razón en tus reflexiones sobre el periodismo y la pena de muerte”. Y creo que me responderá en el tono existencialista de Mersault encarcelado: “Eso ya no importa nada”. Pero todos sabemos que sin Camus, el siglo XX hubiera sido mucho más terrorífico de lo que ya lo fue.

Para profundizar en todos estos hechos aquí apenas esbozados, recomiendo la biografía canónica que sobre él escribió uno de los grandes biógrafos franceses, Olivier Todd, Albert Camus. Una vida (Ed. Tusquets).

Antonio García Maldonado

Cerebro y músculo contra la pena de muerte

El rey Enrique VIII de Inglaterra fue uno de los fanáticos más célebres de la pena de muerte. Esta práctica, empero, le condujo –unida a su enfermedad tras sus heridas de guerra- a la locura. Demasiados fantasmas, demasiada paranoia surcada de conspiraciones, siempre sajadas con la muerte.

Como él muchos dirigentes, monarcas y demás aristócratas han aplicado esta ley sobre una infinidad de individuos y, hasta en los casos de menos empatía, se demostró que hacer caer la muerte sobre un individuo marca. A veces solamente es un rasguño. Otras toca hueso.

Que la pena de muerte, por mucho que se destierre de la vista del hombre, no es un algo inocuo y aséptico, es uno de los núcleos del ensayo Reflexiones sobre la pena de muerte (Capitán Swing Libros, 2011) escrito apócrifamente a cuatro manos entre el húngaro Arthur Koestler y el francoargelino Albert Camus. Aunque allí no se cuenta la historia del rey de la dinastía Tudor, marca el camino para entender el proceso mental que desencadena la contemplación de la muerte de esta manera tan cruda.

Porque la ejecución –podemos entender- no es una muerte tras un episodio violento progresivo como una reyerta en un bar o una batalla, donde la muerte se va instalando cada vez más en el aire, sino un paso radical de la tranquilidad a la violencia absoluta.

El uso de técnicas más sofisticadas de ejecución, sostienen estos autores, con la invención de la inyección letal, no apartó la potente idea de que la fuerza que tiene el Estado termina con la vida de un semejante, aunque este sea un criminal.

Sus defensores, ya casi ninguno en Europa, aducen que las nuevas maneras –o manierismos- del ritual han conseguido humanizarla. Muy al contrario, cuando Koestler y Camus escriben este alegato, los defensores de la ejecución eran multitud en Europa. En ese tiempo Inglaterra y en Francia se usaban métodos para nuestra perspectiva tan vintage como la horca y la guillotina, que en su momento fue un avance técnico con respecto a la espada. Un método cruel del que no se salvaba ni la democracia más antigua del continente ni la flamante República Francesa.

Ni Koestler ni Camus fueron los primeros en posicionarse contra la pena capital ni los primeros intelectuales. El propio Victor Hugo afirmó que la sola posibilidad de condenar a un inocente invalidaba la pena capital. Eso no resta valor a que estos dos púgiles, Koestler y Camus, se baten extraordinariamente contra el ajusticiamiento.

La primera parte la dedica Koestler a los datos, al razonamiento, a la victoria por agotamiento, a los puntos. Pone todo su cerebro en liza para demostrarnos que el número de delitos no desciende con pena capital o sin ella. Un alegato tremendamente documentado que deja sin armas dialécticas a quienes afirman que este castigo es disuasorio para futuros crímenes.

Y si la primera parte es neurona, la segunda del genio Camus es todo corazón, es músculo, es el discurso de un poeta. La reducción al absurdo que realiza –y merece la pena leer- es brillante.

El francés propone volver a sacar la guillotina a la plaza pública. Si es un acto tan justo, educativo y disuasorio ¿por qué confinarlo a las cárceles, al silencio de los fines de semana? Liberémosla: adultos, niños, todos, contemplando el espectáculo de la justicia. Salir de esa hipocresía de esconder eso que es tan ‘bueno’. Sacarlo del pozo donde ha sido introducido, convirtiéndose en el sumidero del Estado de Derecho. Se ha colocado, viene a decir, una barricada de asepsia a su alrededor. Pero el hecho es que se sigue matando, con su dosis de sadismo y vísceras. Ocultarlo es admitir en definitiva que es contraproducente, que es algo contrario al buen gusto y la moral, que dirían los neoclásicos. Nombrar la pena de muerte y discutirla es un acto de necesidad para Camus.

Decir qué ensayo es superior al otro es muy subjetivo e injusto.

Koestler; tejido, duro, al hígado, ganaría mil juicios. Camus; sardónico, profundo, idealista, se gana las almas.

Óscar Valero

Contra la pena de muerte

Mientras Florida rechaza repetir el juicio a Pablo Ibar, el único español en el corredor de la muerte, se han reeditado dos ensayos de Camus y Koestler sobre la sentencia capital

Ciertamente es lamentable, sí, estar escribiendo aún estas líneas. Es 2012. Pero el progreso no es una escalera de única dirección, lineal e inequívoca, sino una suerte de laberinto de Escher, con subidas y bajadas, con conquistas y derrotas. Y la pena de muerte aparece, una y otra vez, en países que se presentan al mundo como ejemplos de civilización.

Este mismo lunes, el tribunal de Florida encargado del caso de Pablo Ibar, el único español en el corredor de la muerte en Estados Unidos, ha rechazado la petición del abogado de repetir el juicio en el que su cliente fue condenado a la pena capital. Ibar, que también tiene la nacionalidad estadounidense, ha mantenido categóricamente su inocencia desde el primer día en que fue identificado como sospechoso de un triple crimen, sin que ninguna prueba física le conecte con el asesinato de Casimir Sucharsky, dueño de un club nocturno, y dos mujeres, Sharon Anderson y Marie Rodgers.

Como la actualidad se nos presenta como la punta de un iceberg, que nos avisa desde lo específico e individual – pero que esconde su peligro en las profundidades menos visibles -, acudimos a dos ensayos que se preguntan sobre la pena de muerte, recientemente editados en castellano por Capitán Swing. Se trata de dos clásicos (porque fueron escritos hace más de cincuenta años, pero también porque asaltan nuestro presente de forma violenta); Reflexiones sobre la horca, de Arthur Koestler, y Reflexiones sobre la guillotina, de Albert Camus.

Camus comienza hablando de los eufemismos utilizados para intentar legitimar un asesinato cometido, de forma reposada y racional, desde el estado. Así, decimos del condenado que “ha pagado su deuda a la sociedad”, que ha “expiado” o que a tal hora “se hizo justicia”. ¿Pero qué es la justicia?

 

Castigo y ejemplaridad

Para el pensador francés la supervivencia de ese “rito primitivo” sólo es posible “por la indiferencia o la ignorancia de la opinión pública”. Y es que uno de los principales “argumentos” de los que están a favor de la pena de muerte es el de la intimidación, el de la ejemplaridad. Camus desmontará, con tres comprobaciones, que el castigo como tal no funciona. En primer lugar, porque “la sociedad misma no cree en el ejemplo del que habla”. En segundo término, porque “no está probado que la pena de muerte haya hecho retroceder a un solo asesino” y, por último, porque se trata de un modelo “repugnante cuyas consecuencias son imprevisibles”.

El texto de Albert Camus es clarificador. Si se quiere que la pena sea ejemplar se tendría que televisar la ceremonia. “Hay que hacer eso o dejar de hablar de ejemplaridad”, nos dice el filósofo. Si nos fijamos en los países que aplican este tipo de condenas, nos daremos cuenta que cada vez más se ha tendido a disminuir la publicidad de las ejecuciones. Incluso, se defiende que el “paciente” prácticamente no sufre. Se pregunta Camus: “¿Cómo se espera intimidar con ese ejemplo que se encubre sin cesar, con la amenaza de un castigo presentado como suave y expeditivo?”.

Que el estado se avergüenza de sus ejecuciones se demuestra con su silencio, con la estetización de sus crímenes. Se hacen museos, se nos explica los medicamentos utilizados, lo “poco” que padecen los ejecutados, sin enseñarnos la parte más repugnante y bestia del proceso, en un intento desesperado de justificar un ritual que “sólo se ajusta a la tradición sin tomarse el trabajo de reflexionar. Se mata al criminal porque es lo mismo que se ha hecho durante siglos”. Es una siniestra inercia que “no puede intimidar” porque, en realidad, ya ha renunciado a ello.

 

Inutilidad y venganza

Tanto Koestler – que estuvo a punto de ser ejecutado en las cárceles de Franco – como Camus hacen referencia a estadísticas con las que se demuestra que, cuando se ha abolido la pena de muerte, no se ha incrementado la criminalidad. Tampoco funcionan esas tesis.

Quien cree que un asesino, cruel y despiadado, reflexiona segundos antes sobre las consecuencias de sus monstruosos actos – como si utilizara una tabla de pros y contras –, le otorga una capacidad de racionalidad que el homicida o violador no posee. “Para que la pena capital pueda intimidar, sería necesario que la naturaleza humana fuera diferente, y también tan estable y serena como la ley misma”, defiende Albert Camus. “Temerá la muerte después del juicio, y no antes del crimen”, añade.

El que sí que actúa con premeditación, racionalidad y calma, es el estado que ejecuta a sus condenados. Ahí está la “mancha” moral de las sociedades que defienden la pena de muerte, en su frialdad. Camus apuesta (¡ya en 1957!) por llamarlo por su nombre: se trata de “venganza”. Y, nos podemos preguntar, ¿quién no se ha querido vengarse alguna vez?

Que una víctima a quien le han arrebatado a un ser querido reclame venganza no sólo es comprensible. Es justificable. Pero “se trata de un sentimiento, y particularmente violento, no de un principio”. Y la ley – nos dirá el filósofo francés – “no puede obedecer a las mismas reglas que la naturaleza”. Para algo hemos creado un sistema (imperfecto, siempre) de convivencia. “Está hecha para corregirla”, apunta Camus.

 

La doble condena

Algunos de los que están a favor de aplicar la ley del talión, ojo por ojo y diente por diente, defienden que es justo compensar el asesinato de la víctima con la muerte del asesino. Si admitiéramos eso, la pena de muerte tampoco sería equivalente. En la condena misma, y el propio corredor de la muerte, hay un doble castigo.

Para Albert Camus no se puede hablar de “hacer morir sin hacer sufrir”. “El miedo devastador, degradante, que se impone durante meses o años al condenado es una pena más terrible que la muerte”.

El reo se convierte en un cuerpo, “todo pasa fuera de él”, al que le obligan, incluso, a comer: “El animal que van a matar tiene que estar en buenas condiciones”. De esta forma, se le imponen dos muertes, “siendo la primera peor que la otra”. No es más, otra vez, que un acto de revancha hecho desde una estructura creada por unos ciudadanos que miran hacia otro lado.

Todo ello bajo la hipótesis que los aparatos administrativos y judiciales no se equivocan nunca… ¿Se imaginan una condena de este tipo a alguien inocente? Los responsables de ese martirio no serían otros que miembros de una sociedad que defiende y perpetúa la pena de muerte como un “mal necesario”. Las víctimas, así, se convierten en verdugos por su afán de represalia.

 

Determinismo y libre albedrío

Koestler, que dedica la primera parte de su ensayo a realizar un repaso de la “herencia del pasado”, centra después su texto en “el debate entre las teorías del libre albedrío y las del determinismo” del ser humano, y de sus actos. Una controversia filosófica “probablemente insoluble” y que, para el activista de origen húngaro, “nuestra incapacidad para resolverlo es ya un argumento contra la pena de muerte”.

El castigo entendido como venganza, nos dirá, “no tiene lugar en un sistema que considera al hombre como perteneciente al universo natural”. De este modo, para Koestler hablar de “responsabilidad penal” es una paradoja ya que si, por el contrario, “negamos que las acciones humanas están determinadas por causas de orden material, debemos sustituirlas por causas de otro orden”.

Aunque Koestler puede parecer un tanto abstracto en este punto, lo que está haciendo en realidad es invitarnos a afrontar el tema del mal. Si el asesino actúa por algo exterior a su voluntad última – enajenación mental o contexto social – , vengarse de él es “tan absurdo como vengarse de una máquina”. Si, por otro lado, el criminal mata desde su plena libertad, “la venganza aparece no ya como un pecado contra la lógica sino como un pecado contra el espíritu”.

Para afrontar el tema del mal, que existe y perdura, es fundamental definir qué entendemos por justicia y qué por venganza. Las dos cosas, al mismo tiempo, no hay maneras de unirlas. Camus cree que “resolver que un hombre tiene que ser alcanzado por el castigo definitivo es lo mismo que decidir que ese hombre ya no tiene ninguna posibilidad de enmendarse”. ¿Todos los ejecutados eran seres humanos “irrecuperables”?

No hay que caer en el equívoco. Ni Koestler ni Camus están defendiendo “absolverlo todo”. La víctima y el verdugo deben responder ante la justicia según sus actos, y que ésta garantice, en la medida de lo posible, sus derechos. Pero afirmar, concluye el filósofo francés, “que un hombre debe ser absolutamente suprimido de la sociedad porque es absolutamente malo, equivale a decir que ella es absolutamente buena, lo cual ninguna persona sensata puede creer en la actualidad”.

Una actualidad de los años cincuenta que, en algunos lugares, sigue siendo demasiado vigente. ¿Se imaginan que la pena capital, en vez de a individuos, se aplicará a estados que han cometido crímenes contra miles de inocentes? No dudaríamos en llamar a eso venganza. La justicia y el asesinato no pueden compartir terreno semántico. Que la tribuna desde la que se ordena la muerte sea ordenada y pulcra no nos hace más civilizados. Justamente todo lo contrario.

Albert Lladó

A sangre fría

Si hubiera que elegir una sola imagen, tan honesta como completa, que resumiese con la fuerza del relato vivido todas las razones que pueden esgrimirse contra la pena de muerte, ninguna sería tan clara como la historia que cuenta Albert Camus al comienzo de sus Reflexiones sobre la guillotina, reeditadas ahora en castellano por Capitán Swing. En 1914 se produjo en Argelia un crimen especialmente execrable (porque comportaba ensañamiento con menores), que despertó las iras de la opinión pública contra el asesino. El padre de Camus unió su honrada indignación a la de la muchedumbre enfurecida que reclamaba para el culpable la ejecución pública en la guillotina. A través de los recuerdos de su madre, el escritor reconstruye cómo se vivió en su hogar el día del cumplimiento de la sentencia: su padre se levantó antes del amanecer para sumarse a la multitud que se agolpaba en el escenario del patíbulo; acabada la ceremonia, regresó a casa, pálido y trastornado, se tumbó un momento en la cama, vomitó largamente y nunca más volvió a decir una palabra sobre aquel asunto. “En lugar de pensar en los niños asesinados”, comenta Camus, “sólo podía pensar en ese cuerpo jadeante que acababan de arrojar sobre una tabla para cortarle el cuello”.

Los alegatos contra la pena de muerte y la documentación en la que se apoyan no han dejado de aumentar desde los tiempos de Beccaria y Voltaire hasta nuestros días, en los que se han sumado a ellos los conocidos ensayos de Norberto Bobbio o Mario Marazziti, y sobre todo el clásico Reflexiones sobre la horca de Arthur Koestler, cuya argumentación es tan variopinta como demoledora y que se reúnen en la misma compilación que las de Camus ya citadas y las de Jean Bloch-Michel. Igualmente eficaz, en cuanto testimonio, es el Ante la silla eléctrica (Errata Naturae), el libro con el que John Dos Passos empeñó su recién ganado prestigio como autor de Manhattan Transfer para intentar a contrarreloj salvar la vida de Sacco y Vanzetti, los dos anarquistas italoamericanos finalmente ejecutados en Massachusetts en 1927 tras un proceso judicial más que dudoso y un penoso espectáculo de difamación jaleado por los poderes públicos. En todos ellos encontramos los mismos elementos de este drama: la presentación de ciertos delitos como algo tan abominable que la justicia ordinaria parece insuficiente para castigarlos; la canalización política y periodística de todos los malestares sociales difusos o latentes hacia los culpables de tales acciones, convertidos en chivos expiatorios que permiten al público sentirse víctima ofendida, santificar sus bajas pasiones y rechazar su corresponsabilidad colectiva en la persistencia de esos males; y la miseria y la vergüenza que se despliegan en los procesos de castigo, que frecuentemente -recordemos A sangre fría, de Truman Capote, cuyo título evoca por sí solo la ambigüedad de la pena- convierten el castigo en una condena a una tortura que, al ser peor que la muerte, la hace aparecer como una liberación deseable; y, finalmente, el asco y la descomposición -sentimientos que sólo pueden combatirse con el endurecimiento anímico provocado por la repetición constante y la aceptación social- que emanan de la indignidad y la indigencia de la venganza cumplida en los sórdidos escenarios de las ejecuciones, tanto más grises cuando las ejecuciones dejaron de ser públicas; cosa que, como nos enseñó Michel Foucault, no ocurrió porque el poder se humanizase y se avergonzase de su propia fuerza, sino porque era cada vez más difícil evitar que el pueblo experimentase en esa exhibición, más que el temor al cruel destino que aguarda al delincuente, la figura de un duelo desigual entre una instancia que lo puede todo y un individuo cuya única resistencia posible radica en su cuerpo desnudo e inerme.

¿Por qué, entonces, y tal como nos muestra cada año Amnistía Internacional, la invocación de la “humanidad” puede tan poco contra la pervivencia de la pena capital? Tras la falsa justificación por la “ejemplaridad” del castigo se oculta la concepción -arraigada aunque arcaica- de la soberanía política como poder de disponer arbitraria y exorbitantemente de las vidas de los súbditos que se expresa, de modo tan majestuoso como nauseabundo, en ese acto inevitablemente equívoco. Y esta concepción nos hace a menudo olvidar que el monopolio de la violencia legítima por parte del Estado tiene como fin el hacer cesar el ciclo de las venganzas, que el incuestionable derecho a castigar -tan fácilmente transmutado en furor puniendi- nació para detener la guerra, no para continuarla por otros medios. Como dice Camus, “cuando la justicia suprema sólo consigue hacer vomitar al hombre honesto al que se había comprometido a proteger, parece difícil seguir creyendo que está destinada, como debiera ser su función, a proporcionar más paz y orden a la ciudad”. ¿Podemos aplicar esto también a nuestros días? Es cierto que ahora el poder que nos es más próximo expresa su majestad disponiendo arbitrariamente de los sueldos, las pensiones o los servicios sociales de los ciudadanos, pero algo nos dice que la soberanía que así se enseñorea de nuestros bolsillos, como el poeta dijo de la vida, está en otra parte.

 

José Luis Pardo

 

Reflexiones sobre la pena de muerte

Este libro reúne dos ensayos acerca de la pena capital, escritos hace más de medio siglo, pero plenamente vigentes. Cuando fueron publicados en 1957, la guillotina aún funcionaba en Francia para los crímenes de derecho común y, con más frecuencia todavía, para los relacionados con la guerra de Argelia