En la conferencia anual del Partido Laborista británico en 1959, su líder Hugh Gaitskell lanzaba una reflexión inquietante: ¿podrán las organizaciones políticas de la clase trabajadora sobrevivir a la llegada del coche, la tele, la lavadora y el frigorífico? A pesar de las indudables conquistas sociales de los gobiernos laboristas de la inmediata posguerra, el partido cosechaba ese mismo año su tercera derrota consecutiva en unas elecciones generales. La sustancial mejora material de las condiciones de vida de los trabajadores y un acelerado cambio cultural en la sociedad de masas afectarían para siempre no solo al comportamiento electoral de la clase obrera, sino a su propia identidad y supervivencia histórica.
Antes de que fuera motivo de preocupación para la dirigencia laborista, el crítico literario Richard Hoggart (1918-2014) se había planteado el problema en un libro, hoy clásico, que traduce por primera vez en España Inga Pellisa para Capitán Swing: Los usos del alfabetismo. Un retrato de la vida de la clase obrera. Publicado por primera vez en 1957, Hoggart se proponía comprender la manera en que la prosperidad económica de posguerra y el nuevo entretenimiento de masas estaban alterando rápidamente los patrones vitales de la mayoría trabajadora. La cultura tradicional de la clase obrera industrial se estaba desdibujando—debilitando dirá Hoggart—en un contexto que se comenzaba a percibir, erróneamente, como posclasista. Basándose no solo en la investigación humanística y sociológica, sino también en su memoria familiar y personal, Los usos del alfabetismo aportaba una descripción densa y afirmativa de la cultura obrera en la sociedad de masas.
El libro está nítidamente dividido en dos partes. En la primera, “El orden de antes”, Hoggart ofrece un gran mural de la vida popular y la cultura obrera del norte de Inglaterra en los años que van desde 1918 hasta 1945, aproximadamente. En la segunda, “Un espacio para lo nuevo”, disecciona la vertiginosa transformación social que el emergente ocio de masas de los años cincuenta llevó a cabo en la vida diaria de esas mismas comunidades obreras. El contraste entre ambas partes de este díptico escenifica el dramático enfrentamiento entre la férrea tradición obrera británica y los medios y lenguajes, en gran medida americanizados, de las nuevas industrias culturales. “Nos encaminamos a un arte de masas”, advierte, que supondrá un auténtico “expolio cultural” de la clase obrera, una subyugación más duradera que la parcialmente superada desposesión económica. “Las formas tradicionales de la cultura de clase corren el peligro de quedar sustituidas por una especie más pobre de cultura sin clases, una cultura sin rostro, y esto es digno de lamentar”.
El mobiliario de una sala de estar, las revistas picantes, la comida casera, el barrio, las letras de las canciones, la sexualidad y la contracepción, las rutinas de las amas de casa, la sociabilidad de los clubs obreros, el amor propio frente a ellos (los de arriba), los seguros funerarios: todo es objeto de análisis en un libro que aspira a hacer tangible, sin romanticismo ni condescendencia, la textura de la vida de un grupo social. También encontramos la infinita modulación del habla coloquial, sus tonalidades, sus acentos; esas repetitivas muletillas que transmiten y consolidan un sentido común vernáculo (“ese no ha trabajado en su vida”, “los políticos son todos iguales”). El lenguaje es para Hoggart —fino lector de Auden y D. H. Lawrence, al fin y al cabo— lugar de articulación entre el ser social y la conciencia. La identidad individual y colectiva tienen anclajes en el oído y la memoria, se sustentan en una rotunda tradición oral.
La cultura para Hoggart no era solo (aunque también) el selecto menú de “lo mejor que ha sido dicho y pensado”, como lo era para maestros suyos como Matthew Arnold, sino un conjunto de prácticas, hábitos y valores compartidos que dan sentido colectivo a la vida de una comunidad; compartidos, ojo, solo en la medida en que también están siempre sometidos a una plural disputa y a la presión del cambio histórico. Además, y aquí radica una de las aportaciones más importantes de Hoggart, lo cultural es una dimensión constitutiva —no derivativa ni superestructural— de la práctica social. Y por tanto es preciso enfrentarse con un enfoque materialista a la realidad concreta de la cultura como terreno de combate político. La batalla cultural —tal vez diría hoy Hoggart— es tan central a la lucha de clases como el conflicto político y sindical. Igual de urgente es salvaguardar los espacios de socialización o el patrimonio musical de la clase obrera que ganar la siguiente huelga o negociación colectiva.
Los villanos de Hoggart son los “publicistas de masas” a cargo de elaborar mensajes destinados, en mitad de los Treinta Gloriosos, a ampliar hacia dentro los mercados del pujante capitalismo industrial, y sobre todo los mercados mediáticos y culturales. Cuando Hoggart comienza a escribir el libro a principios de la década, solo el nueve por ciento de los hogares británicos tienen televisión, de manera que cuando habla de cultura de masas se refiere sobre todo a las publicaciones populares que copaban las mesas y los estantes de las casas obreras de los cuarenta y los cincuenta: novela negra o erótica, ciencia ficción, tabloides, fotonovelas, el periodismo “atrevido y desenfadado” y una larga serie de semanarios familiares en su mayoría olvidados hoy pero que tenían millones de lectores y lectoras y una inmensa capacidad de penetración social. Las flamantes revistas de los cincuenta “son a las publicaciones antiguas lo que un innovador cóctel sintético a una jarra de cerveza algo floja”.
Hoggart es receloso, crítico, apocalíptico —habría dicho Umberto Eco— frente a la nueva cultura de masas, a pesar de sus insistentes precauciones contra los riesgos de la nostalgia idealizante (“mi abuela y mi madre habrían vivido con menos preocupaciones si hubieran criado a sus hijos a mediados del siglo XX”). Hoggart se aferra a ciertos valores tradicionales de la clase trabajadora —la familia, el barrio, la buena vecindad, el pragmatismo, el hedonismo— que considera amenazados por un nuevo individualismo bárbaro y una relajación de la “tensión moral” de su clase. Pero la pelea no está del todo decidida. Los usos del alfabetismo, pese a estar aparentemente ofuscado por un pertinaz relato de decadencia y devaluación, recoge en realidad una compleja dialéctica entre resistencia y adaptación, entre vida cotidiana y consumo cultural (“las vidas de la gente no tienen la pobreza imaginativa que se podría deducir de sus lecturas”).
“Yo era el chico más pobre de mi clase y fui al instituto”, dice el autor hacia el final del libro. El limitado sistema de becas de entreguerras había permitido a una escuálida minoría de hijos de la clase obrera, como Hoggart, completar con éxito el bachillerato. En 1957, cuando se publica Los usos del alfabetismo, una parcial democratización educativa había facilitado el acceso a un mayor número de estudiantes como él. Para Hoggart, como tantas otras cosas, esto es una importante conquista del movimiento obrero. Y, sin embargo, como ocurría con la paradoja de la tele y el frigorífico, Hoggart advierte un riesgo de desclasamiento en la ascensión educativa de una minoría intelectual que tan importante fermento había sido en el pasado para ese mismo movimiento obrero. A esta minoría “desarraigada y ansiosa” de chavales becados que aprenden a manejar dos acentos diferentes cuando llegan al instituto y de obreros industriales que leen los paperbacks de Penguin y Pelican o que toman cursos por correspondencia, les dedica Hoggart uno de los mejores capítulos del libro. “Esperan de la cultura más de lo que la cultura puede dar”; pero en ese anhelo de libertad, poder y autorrealización, asegura Hoggart, está una de las claves para que la tradición y la identidad obreras resistan los embates de los publicistas de masas, empeñados, entre otras cosas, en instalar en la esfera pública un anti-intelectualismo que Hoggart no podía tolerar y que consideraba un “esnobismo popular” foráneo a su clase.
Stuart Hall, que fue discípulo de Hoggart, rememoraría muchos años después el impacto que tuvo Los usos del alfabetismo entre los círculos intelectuales y políticos de la incipiente Nueva Izquierda de finales de los cincuenta, dando lugar a encendidos debates, simposios y reseñas. El libro alimentó esa manera de “hablar culturalmente de la política y políticamente de la cultura” que sería, según Hall, tan característica de una de las más brillantes generaciones intelectuales del siglo XX. Su originalidad metodológica, que combinaba el análisis cuantitativo, la etnografía y el ensayismo literario, daría lugar a la sutil sociología del gusto y al trabajo serio de la cultura popular que se institucionalizarían más tarde en el Centro de Estudios Culturales de Birmingham, fundado por Hoggart y encumbrado por Hall. Pero además de su papel formativo en la vanguardia intelectual británica de mitad de siglo, Los usos del alfabetismo tuvo un alto impacto social tras aparecer en edición de bolsillo en Pelican y pasar a vender entre 10.000 y 25.000 ejemplares por año. Curiosamente, Hoggart entraba parcialmente en los mismos circuitos de distribución cultural masiva que su libro analizaba.
Su estatus clásico y pionero, sin embargo, no es la principal razón para leer hoy el trabajo de Hoggart. Los usos del alfabetismo es un libro imprescindible también para orientarnos históricamente en asuntos y debates que son radicalmente contemporáneos. La crisis de la prensa tradicional en la sociedad digital. La concentración y centralización de los medios de producción de la opinión. La economía política y los presurosos lenguajes de una cultura popular cada vez más globalizada. La nostalgia de las identidades obreras del fordismo y la melancolía de la izquierda. La brecha generacional como nuevo eje cada vez más visible de contradicciones. El conflictivo lugar de las redes sociales en la esfera pública y en la acción política.
Tal vez le sirva también a algunos sectores de la izquierda para construir estrategias culturales reconocibles que complementen o maticen la apuesta a todo o nada por guerra mediática. Aunque Hoggart lo había dejado de lado a propósito para centrarse en el proceso cultural mayoritario de la gente no politizada, en las conclusiones del libro reaparecen breve pero espectacularmente las instituciones obreras levantadas históricamente por lo que llama “la minoría comprometida”: ateneos, cooperativas, asociaciones, instituciones educativas, clubs y centros comunitarios. Sí, hacen falta otros medios, dice Hoggart, que planten cara al monopolio banalizador de los nuevos publicistas de masas y los dueños del periodismo y la cultura basura. Pero la fortaleza histórica de la clase trabajadora reside sobre todo en una densa trama de espacios propios de socialización intelectual y de vida autónoma. La organización de base de esas instituciones populares es imprescindible no ya para dar la batalla cultural, sino para dar la batalla, punto. Y para empezar a tomarnos en serio la cultura más allá de la batalla cultural.
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