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Las Chicas del Radio

Por Freeda Media   ·  18.02.2019

Después de la Primera Guerra Mundial, unas jovencísimas pintoras de esferas de relojes comenzaron a enfermar misteriosamente en varias fábricas estadounidenses debido a la manipulación de un desconocido y aparentemente “mágico” elemento químico. Como nos cuenta el recientemente publicado libro Las chicas del radio (Capitán Swing), que rescata la investigación de Kate Moore sobre aquellas mujeres que murieron intoxicadas por radiación en los años 20, las trabajadoras emprendieron una batalla por la justicia que cambiaría para siempre las leyes laborales de Estados Unidos. 

Aunque ahora pueda parecer inverosímil, a principios de los años 20, la buena fama del radio se extendió como la pólvora. Este elemento químico, extremadamente radiactivo (un millón de veces más que el uranio) que había sido recientemente descubierto por el matrimonio Curie, se comenzó a incluir en pequeñas cantidades en dentífricos, tónicos, cremas rejuvenecedoras e incluso aguas “milagrosas” y mantequillas, asegurando al consumidor que podía ser beneficioso para la salud en pequeñas cantidades.

La fiebre del llamado “sol líquido” pronto dominó por completo el mundo de la cosmética y la belleza. Toda chica que se preciara parecía estar dispuesta a untarse los dientes con polvo de radio para conseguir que brillaran más. Mientras tanto, con la partida de los hombres a la guerra, en fábricas como la United States Radium Corporation, se comenzó a emplear masivamente a mujeres y se utilizó el radio para hacer trabajos de precisión, como la fabricación de relojes con esferas luminosas. En aquel tiempo, la posibilidad de acceder a puestos de trabajo otorgó a las mujeres una libertad sin precedentes: la posibilidad de realizarse profesionalmente y la libertad financiera suficiente para sobrellevar la ausencia de sus esposos, o incluso para rehacer sus vidas. Los sueldos, además, eran muy generosos.

A aquellas meticulosas pintoras de esferas, jóvenes y con manos hábiles y pequeñas, que se pasaban el día en contacto con esta sustancia química, cubiertas de polvo de radio, pronto se las empezó a apodar las “chicas fantasma”, ya que cuando terminaban sus turnos, brillaban en la oscuridad como si fueran luciérnagas. De hecho, a menudo las chicas acudían a la fábrica vestidas con sus mejores galas porque, de esta manera, sus vestidos destacaban después en los eventos sociales, resplandeciendo en los salones de baile nocturnos.

La brillante sustancia química cubría sus cuerpos de la cabeza a los pies y ellas iluminaban la noche como luciérnagas industriales. Con su codiciado trabajo, estas “muchachas luminosas” eran las más afortunadas, hasta que comenzaron a caer enfermas de manera misteriosa.

El hechizo del radio

Ignorando por completo los terribles efectos secundarios que tenía este elemento químico, a las jóvenes se las instruyó para deslizar los pinceles entre sus labios y así conseguir afilar la punta, de manera que lograran una mayor precisión en su técnica artística. Poco a poco y sin saberlo, las chicas se fueron intoxicando. Tal vez por eso, y sin ser conscientes de la peligrosidad que entrañaba su trabajo, muchas de estas muchachas de entre 15 y 20 años, cobraban por su meticulosa tarea un sueldo mayor que el de sus padres. Pero nadie da gato por liebre.

Al tiempo, muchas de ellas empezaron a perder misteriosamente los dientes y a desarrollar terribles tumores. Los médicos emitieron diagnósticos de lo más variados, sin determinar la verdadera causa de su enfermedad. Lo escandaloso de todo esto es que, para entonces, ya era bien sabido por la comunidad científica (y también por los empresarios multimillonarios que las empleaban) que este elemento era altamente tóxico. La propia Marie Curie ya había sufrido severas quemaduras en los últimos 20 años por haberlo manipulado. Otros muchos trabajadores que habían entrado en contacto con el radio, habían muerto por envenenamiento. Y sin embargo, a las pintoras de esferas, no solo no se les facilitaron medios de protección laboral, sino que ni siquiera se les informó del peligro que entrañaba la manipulación de este elemento químico.

Esa “luz que parecía suspendida en la negrura” que “siempre nos sorprendía con nuevas emociones, con su hechizo”, según lo describía Curie en sus primeras interacciones, pronto se convirtió en un elemento altamente corrosivo, que destruía todo lo que entraba en contacto con él. El radio destruyó progresivamente a aquellas trabajadoras, una a una y sin piedad, desintegrándolas literalmente. Los efectos del veneno en contacto con sus bocas (rutina en la que las habían instruido los capataces de la fábrica) derivaron en cuadros de pérdida de dientes y degradación progresiva de la mandíbula, que se les iba ulcerando y fracturando, hasta el punto de que se les caía a pedazos con sólo ejercer una ligera presión.

Fue entonces cuando una de las trabajadoras enfermas, Grace Fryer, hija de un delegado sindical, decidió encabezar la lucha en busca de justicia para todas ellas. Las víctimas de envenenamiento ocupacional por aquel entonces debían emprender acciones legales en el plazo de dos años y aquellas mujeres, por las características particulares del radio, estaban manifestando los síntomas de su mortal enfermedad cinco años después. La engañosa legalidad protegía a la multimillonaria empresa, que no se hacía responsable de sus casos y que ni siquiera las reconocía como víctimas de enfermedad laboral (ni mucho menos pensaba en indemnizarlas), por lo que con solo cuatro meses de vida por delante, estas mujeres, todas en la veintenta, se instalaron frente al juzgado, siendo portada de los diarios y consiguiendo finalmente repercusión mediática en todo Estados Unidos.

Si en cualquier momento hubiéramos tenido motivos para creer que cualquiera de las condiciones de trabajo pudieran poner en peligro la salud de nuestros empleados, habríamos suspendido las operaciones de inmediato.

A pesar de los intentos de las empresas para silenciar el escándalo, llegando a intervenir ilegalmente en las autopsias y haciendo desaparecer huesos visiblemente afectados por el radio, en 1927 más de 50 mujeres habían muerto por haber manipulado este elemento. La propia Marie Curie, que estuvo al tanto del caso, envió una carta a las trabajadoras ofreciéndoles su ayuda, pero advirtiéndoles de que una vez en contacto con el cuerpo el radio era absolutamente imposible de eliminar (ella misma acabaría muriendo de anemia aplásica, causada por los efectos de la radiación).

El escándalo fue creciendo, pero la justicia no hizo más que rechazar y postergar los procedimientos legales. No hasta que el caso de otra mujer, Catherine Wolfe, llegó a los tribunales casi diez años más tarde, en 1938, cuando por fin la historia dio un giro. Ignorando el consejo de los médicos, Catherine decidió declarar desde su lecho de muerte, acaparando nuevamente las portadas y consiguiendo visibilizar otra vez el escándalo para que se hiciera justicia.

La lucha de estas jóvenes mujeres, acabó derivando en la creación de la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional en Estados Unidos, oficializada el 28 de abril de 1971 bajo la presencia de Nixon y determinada a proteger la salud de los trabajadores, habiendo reducido notablemente desde su creación las muertes de hombres y mujeres en puestos de trabajo. Sin duda, un generoso regalo a la sociedad por parte de las luminosas víctimas de uno de los más terribles escándalos relacionados con la seguridad laboral de la historia. Una lucha que conviene sacar de las sombras junto a los fantasmas de aquellas mujeres que “lucharon por la justicia y pagaron con sus vidas” y cuyos huesos, por acción del inmortal radio, seguirán brillando en la oscuridad durante otro milenio.

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