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La democracia urbana: una vieja historia

Por Lalibrenotas  ·  15.04.2011

A pesar de que su nombre figura en la lista de historiadores que merecen ser llamados “maestro” por sus pares, la obra de Henri Pirenne no es muy conocida para el lector no especializado. En el entramado infinito de autores y libros que nos envuelve permanentemente, Henri Pirenne, como muchos otros, puede perderse. Sin embargo la misma vorágine que tiende a ocultar la obra de Pirenne puede convertirse en la causa de su hallazgo. Al fin y al cabo, entre tanta información inútil y autores intrascendentes, por qué no leer el libro de un historiador considerado clásico una vez que éste cayó en nuestras manos.

La vida de Pirenne transcurrió entre la segunda parte del siglo XIX y la primera del XX, pero su erudición y su creatividad vivieron volcadas sobre la Edad Media. Sin ser marxista fue un fuerte defensor de la importancia de los aspectos económicos y sociales como determinantes de los acontecimientos históricos. La formación del mundo medieval, con sus respectivas clases sociales, sus instituciones y sus convulsiones, junto con la historia de su país, Bélgica, fueron los principales ejes en los que desplegó su obra. Lo más conocido de la misma es la llamada “tesis Pirenne”, una particular visión de los orígenes de la sociedad medieval, según la cual no es la caída del Imperio Romano el acontecimiento que sirve de bisagra entre el mundo antiguo y el medieval sino la aparición en el Mediterráneo del imperio musulmán. Como todo gran historiador, Pirenne supo ser un buen escritor. “La democracia urbana: una vieja historia” es una obra maestra que pone la más densa erudición al servicio de una prosa ágil y una argumentación siempre clara y precisa. Por más lejana que nos pueda resultar su temática, la lectura del libro en ningún momento resulta intrascendente. En no más de trescientas páginas se suceden procesos que duraron siglos, atravesando generaciones de personas, ciudades y travesías, sin perder nunca el manejo de los hilos que tensan la historia.

A modo de introducción el libro incluye un texto del autor titulado “Estadios en la historia social del capitalismo”, donde se describe a grandes rasgos la visión de Pirenne sobre el lento desarrollo del capitalismo a lo largo de diez siglos, un desarrollo desigual y escalonado en el que cada generación de capitalistas se hace a sí misma con la herramientas de la astucia y la especulación, logrando acumular una riqueza que le permite establecerse socialmente, integrándose a la nobleza o filtrándose en la administración del Estado, para después retirarse, temerosa de perder lo acumulado, ante un cambio en las circunstancias que le permitieron progresar. Con estas situaciones de crisis una nueva generación de emprendedores, sin riqueza que perder ni escrúpulos que obedecer, se lanza a la aventura del comercio para progresar y estancarse, con el tiempo, en forma de clase alta. En una apretada síntesis Pirenne rastrea este proceso desde sus remotos inicios entre los siglos IX y X hasta finales del XIX. Un punto interesante de este planteo son los antecedentes que establece para las primeras clases burguesas. En una sociedad que a grandes rasgos podemos caracterizar como segmentada entre el clero, la nobleza y la clase campesina, Pirenne nos dice que: “Los antecesores de la burguesía hay que buscarlos especialmente en la masa de seres vagabundos que, no teniendo tierra que cultivar, fluctuaban por la sociedad, viviendo al día de las limosnas de los monasterios, alquilándose a los cultivadores de la tierra en tiempo de cosecha, alistándose en el ejército en tiempo de guerra y no desperdiciando cualquier ocasión de pillaje o rapiña que se les presentara”[i].

Siguiendo, entonces, con el paso de las páginas, nos internamos en el libro propiamente dicho. Entre los siglos IX y X la zona de los Países Bajos experimenta un importante desarrollo del comercio gracias a la posición privilegiada que ocupa en el nuevo mapa de la Europa medieval. Los comerciantes que empiezan a circular por los caminos y ríos de la zona utilizan como paradas y puntos de encuentro los viejos castillos y las ciudades episcopales que se encuentran convenientemente ubicadas. Va naciendo así, al amparo de las murallas, una nueva población urbana más numerosa y activa que la antigua población que estaba conformada por militares, clérigos, funcionarios y siervos. La nueva población no vive de prestaciones ni impuestos sino del fruto de su trabajo. Son personas que dejaron atrás la tierra y la familia, que forman una comunidad de desconocidos donde es imposible establecer orígenes y procedencias. Son, por lo tanto, una comunidad de iguales.

Tanteando en la penumbra de la falta de documentos, puesto que la historiografía de la época se dedicó a registrar las gestas de príncipes y obispos, Pirenne nos lleva a ese primer momento de la comunidad en que “…el principio organizativo básico fue la libre asociación. Para estos recién llegados, estos desamparados, desconocidos los unos para los otros, la asociación fue el sucedáneo o, si se prefiere, el sustitutivo de la organización familiar.[ii]” Hay que agregar a esto que desde las ciudades parten, para recorrer las rutas con mayor seguridad, grandes caravanas de mercaderes que peregrinan hacia tierras lejanas. La organización de estas caravanas requiere una disciplina que junto a los riesgos y experiencias compartidas engendra un fuerte sentimiento corporativo.

Toda esta actividad en las primeras épocas no llama particularmente la atención de los príncipes laicos. Hay que tener en cuenta que la mayor parte de éstos no poseía una residencia fija sino que se trasladaba de un rincón a otro de sus tierras. No ocurría lo mismo, sin embargo, en el caso de las ciudades episcopales. Los obispos, acostumbrados a gobernar de acuerdo a sus propios principios no tardan en entrar en conflicto con los nuevos habitantes. En este punto Pirenne cita el ejemplo de la ciudad de Cambrai. En 1077, aprovechando la ausencia del obispo, el pueblo, liderado por los comerciantes más ricos, toma la ciudad y proclama la comuna. El caso no es aislado, en muchas de estas ciudades se forman gobiernos comunales que establecen sus propias leyes e instituciones. “…la comuna, al menos en sus comienzos, y, teóricamente, incluso más tarde, fue una democracia. Por primera vez, en una época dominada en todos los órdenes por el principio de autoridad, se logró llevar a cabo el gobierno del pueblo por el pueblo.[iii]”

El estilo de Pirenne, su forma de pensar la historia, tiene un fuerte anclaje en la formulación de generalizaciones. No es, al menos en este libro, un historiador del detalle, ni un cronista. Cuando menciona casos particulares lo hace para ejemplificar sus generalizaciones. Y si bien reconoce excepciones para las reglas que establece siempre se encarga de señalar que son excepciones. Esto es lo que le permite desplazarse a lo largo de períodos tan extensos sin perderse ni perdernos entre los datos y las fechas. Apelando a la idea de la evolución, o involución, de los regímenes políticos, Pirenne nos explica cómo la democracia inicial tiende a degenerar en plutocracia y después en oligarquía. La actividad comercial que antes había igualado a los nuevos ciudadanos se convierte ahora en la causa de la diferencia. Los comerciantes más exitosos, los más ricos, empiezan a ocupar un lugar cada vez mayor en los cargos públicos hasta que se establece un gobierno de patricios. Siguiendo la lógica descripta en la introducción, los hijos de los ricos no se sienten inclinados al riesgo del comercio sino que prefieren vivir de rentas y cargos públicos. Los patricios se diferencian cada vez más del vulgo, mediante su forma de vestir y sus costumbres. Son los que acostumbran a beber vino todos los días, los que tienen de yerno algún caballero venido a menos, los que van al ejército con su propio caballo. Durante un tiempo la situación se mantiene estable y la mayoría acepta el gobierno de la minoría. Hasta que esa minoría termina por volverse demasiado conservadora y reaccionaria. Los abusos se suceden y la situación estalla. A mediados del siglo XIII las condiciones están dadas para el levantamiento en la mayor parte de las ciudades de los Países Bajos. El movimiento es muy amplio y Pirenne se encarga de caracterizarlo a partir de los ejemplos de Lieja y Flandes. Después de avances y retrocesos, de traiciones, represiones y nuevos levantamientos, el siglo XIV comienza con el orden democrático recuperado por la vía revolucionara.

Sin embargo las contradicciones continúan latentes. Entre los que empuñaron las armas hay quienes no se contentan con el establecimiento de un orden político que no modifica el orden económico. “Un buen número de ellos se entregaron a vagas quimeras de igualdad social, al mismo tiempo terribles y conmovedoras, en las que se les representaba el ideal inalcanzable de la justicia absoluta y de la fraternidad entre todos los hombres. Muchos pensaban que [cada hombre debía tener tanto como su vecino[iv]].” Los sectores más bajos de los trabajadores industriales y artesanos, principalmente los tejedores, son los que ponen el cuerpo a las nuevas luchas, actuando de forma solidaria y coordinada entre las distintas urbes. El alzamiento de una ciudad puede repercutir en todas las demás en forma de alzamiento general. Los tejedores flamencos, con nombres como De Deken, Van den Bosch, Ackerman, Phillippe Van Artevelde, son los protagonistas de un siglo de luchas, levantamientos, masacres y nuevos levantamientos. La imposibilidad de acabar con todo el orden de la sociedad medieval una vez que toman el poder les quita siempre la victoria definitiva. El patriciado, sin embargo, no vuelve a imponerse y la democracia queda bajo el control de los gremios.

Durante los siglos siguientes las comunas atraviesan los diversos procesos de cambio de la sociedad europea: el renacimiento, la reforma protestante, el calvinismo, los conflictos políticos y militares con las potencias de la época, la enemistad de los príncipes y obispos y la emergencia del Estado nacional. Por las ciudades circulan ideas novedosas, artistas, formas distintas de leer las Escrituras, nuevos odios y adelantos técnicos. En las batallas la pólvora se suma al acero y las murallas van perdiendo su utilidad. La imprenta modifica para siempre el modo en circulan las ideas. El mundo se agranda con un nuevo continente rico en materias primas que modifica toda la estructura económica del viejo mundo. Imposible resumir en un artículo lo que ya está tan resumido en un libro de trescientas páginas. El régimen comunal llega hasta fines del siglo XVII. Lieja es la última comuna en caer. La independencia de las ciudades no encaja en el nuevo orden de estados y guerras nacionales que se está formando en Europa. Cuando vuelve a estallar la revolución lo hace bajo el signo y las ideas del siglo XVIII.

Existen frases que, dada su fuerza poética o filosófica, trascienden el uso de cita de autoridad para convertirse en una especie de amuletos. Insertar en un texto propio una de estas frases no es meramente apelar a la legitimación de sus autores sino evocar el poder simbólico que tienen, del mismo modo que quien aferra un amuleto intenta contagiarse de su poder mágico. Por ejemplo, decir que la tarea de los intelectuales ya no es describir el mundo sino transformarlo, no es simplemente citar o aludir a Marx, es establecer un principio de carácter moral amparado en una tradición histórica concreta. La edición de Capitán Swing del libro de Pirenne incluye a modo de epígrafe una de esas frases. Es la famosa Tesis sobre la Filosofía de la Historia de Benjamin que concluye señalando como una tarea del materialista histórico la de cepillar la historia a contrapelo. Desconozco si hoy en día esa sigue siendo la tarea del materialista histórico, de hecho ni siquiera sé si el materialista histórico todavía tiene tareas. Pero la idea de cepillar la historia a contrapelo describe con increíble precisión mi experiencia al leer este libro. Sin ser historiador ni encontrarme particularmente formado sobre temas históricos, soy un lector con cierto interés general en la historia, y como tal poseo una concepción histórica, una estructura de los procesos que, creo, es común a la que puede tener un lector medianamente formado de la actualidad. En esa estructura de los procesos existen determinados núcleos que uno vive como certezas. Un ejemplo es la idea de la oscuridad medieval. Una oscuridad que funciona como el correlato perfecto de las luces modernas.

El libro de Pirenne es un buen antídoto para ese tipo de concepciones. Encontrar chispazos en donde antes había tiniebla puede llevarnos a ver los grandes espacios de sombra que se forman entre las luces. Cepillar la historia a contrapelo significa desandar el camino del sentido común en busca de esos claroscuros, deshaciendo el tejido de ficciones e intereses hasta dejar al aire libre, aunque sea por un instante, el verdadero cuerpo de la historia.

[i] Pag. 38.
[ii] Pag. 84.
[iii] Pag. 115.
[iv] Pag. 216.

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