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Atrapados en un infierno de hielo: el descenso a la locura de la expedición que se perdió en la Antártida

Por El Mundo  ·  27.11.2023

A finales del siglo XIX, un puñado de hombres sobrevivió durante meses en una interminable noche austral, atenazados por la enfermedad y la demencia. Un libro del periodista estadounidense Julian Sancton saca a la luz la desconocida odisea polar del ‘Belgica’ en el continente helado.

El 16 de mayo de 1898 el sol se puso por última vez en el mar helado de Bellingshausen, en el extremo noroeste de la Antártida. Una larga noche invernal de 70 días acababa de empezar. Era el momento que Cook temía desde hacía meses, cuando la expedición de 19 marineros y científicos a bordo del Belgica en la que ejercía como doctor quedó atrapada por el hielo. Sabía que, sin ningún tipo de referencia, sumergidas en la oscuridad y asediadas por una misteriosa enfermedad, las mentes de sus hombres se hundirían en el terror y la locura. Al poco de caer la oscuridad, comenzó a percibir comportamientos extraños. Aquella misma noche empezaron los gritos.

El periodista estadounidense Julian Sancton conoció la historia del Belgica hace unos años por casualidad mientras leía un artículo en la revista New Yorker sobre cómo la NASA preparaba futuras misiones en Marte estudiando las expediciones polares de principios del siglo XX.

“El artículo”, explica Sancton a Papel, “comenzaba mencionando uno de los viajes más desgarradores estudiados por la NASA, la expedición belga de 1897-99, que quedó atrapada en el hielo e, intencionadamente o no, se convirtió en la primera en experimentar las crueldades de la Antártida. Por supuesto, había oído hablar de Ernest Shackleton y Robert Falcon Scott, pero nunca de esta expedición. El breve resumen del viaje citaba a Roald Amundsen Frederick Cook, respectivamente, el gran héroe y el gran antihéroe de aquella exploración polar, así como a Adrien de Gerlache, el arrogante aristócrata belga que la capitaneó. Me enganché. Quería leer más, pero no pude encontrar un libro sobre lo ocurrido, así que lo escribí yo”.

Todo salió mal en aquella estrafalaria expedición financiada por el pequeño país belga que buscaba una rápida gloria cuando apenas acababa de lograr su independencia. Los principales objetivos de la misión eran incompatibles. Por un lado, realizar un profundo estudio científico de la península antártica, al sur de Tierra del Fuego. Por el otro, llegar al polo sur magnético, en la Tierra de Victoria, al sur de Nueva Zelanda, al otro lado del mundo. Todo en un año.

El primer objetivo exigía que los científicos se tomaran su tiempo. El segundo requería que los exploradores rodearan la Antártida antes de que el hielo marino invernal se espesara e impidiera su acceso al continente. Al final, debido a una serie de catástrofes que incluyeron un casi motín en Punta Arenas y un casi naufragio cerca de Ushuaia, el capitán De Gerlache no tuvo suficiente tiempo. En cambio, decidió trazar rumbo al sur, hacia el mar, y perseguir en secreto otro tipo de récord, tan osado como temerario: convertirse en los primeros hombres en pasar el invierno en la Antártida.

“¿Por qué la gente llega a extremos extraordinariamente peligrosos para hacer retroceder los límites del conocimiento humano? No sé si encontré un motivo: los exploradores tienden a recurrir a tautologías insatisfactorias cuando se les hace esa pregunta, como lo hizo George Mallory cuando dijo que quería escalar el Everest ‘porque está ahí’. Pero descubrí una historia increíble”, explica Sancton.

Cuando la banquisa se solidificó en torno al Belgica, “un inmenso campo de hielo por el que no podía abrirse camino ni el barco más potente del mundo” -según anotó en su diario De Gerlache-, la tripulación no tenía ni idea de dónde estaba. Todavía en aquel tiempo el mapa de la Antártida seguía vacío. Los hombres se afanaron en proteger su frágil refugio amenazado por los imprevisibles movimientos del hielo que amenazaban con reventar sus cuadernas. Pero pronto apenas hubo nada que hacer. La monotonía se abrió paso, exasperante, la alimentación enlatada y repugnante enfurecía a todo el mundo y una extraña afección caracterizada por la letargia, la anemia y los trastornos cardíacos comenzó a extenderse.

El doctor Cook sabía que en aquel estado deplorable sus hombres empezarían a morir en un mes. Los síntomas eran claros y apuntaban a un mal cuya sola mención encogía el corazón de cualquier marinero. “Tuvo que admitir, sorprendido, que el escorbuto tenía al Belgica en sus garras”.

Tras matar a unos dos millones de marineros desde la época de Colón, a finales del siglo XIX el escorbuto había desaparecido gracias a la ingesta de zumo de limón y, sobre todo, a la reducción temporal de las travesías por la navegación a vapor. Pero, ¿de dónde sacarían la vital vitamina C en aquel desierto helado? Cook había participado en exploraciones en Groenlandia y sabía que los inuits se mantenían a salvo del escorbuto con una dieta única de foca y cetáceos. Recetó entonces a la tripulación una dieta a base de carne de pingüino poco hecha, de un sabor repulsivo. Frente a los reparos, pronto todos la siguieron. Al poco tiempo comenzaron a mejorar.

“Podemos decir con seguridad que la expedición habría estado condenada al fracaso sin Frederick Cook”, afirma Julian Sancton. “Roald Amundsen brindó un apoyo esencial, pero en esta historia, fue efectivamente un aprendiz de Cook y aprendió muchísimo de él sobre cómo sobrevivir en ambientes polares, en gran medida emulando las prácticas de los inuits, que Cook había observado en el Ártico. Es irónico que Cook, que más tarde se haría famoso por mentir sobre cómo había llegado al Polo Norte, haya sido una de las principales influencias sobre Amundsen, quien alcanzaría alturas de gloria desconocidas al ser el primero en llegar al Polo Sur. Por no hablar de hallar el ansiado paso del Noroeste en el que tantos, como su admirado John Franklin al frente del Erebus y el Terror, habían fracasado antes”.

Pero Cook resultó crucial también al prestar atención a la salud mental de su tripulación. “Convertir el espíritu de abyecta desesperanza era la más difícil de mis tareas”. Los hombres perdían el habla y el oído, las crisis histéricas se sucedían, la paranoia corría como la pólvora, las noches eran un pandemónium de alaridos. La principal lección que el libro extrae del colapso psicológico de gran parte del personal del Belgica es que, si bien todos se vieron afectados mentalmente por el aislamiento, el encierro, la desesperación, el frío y la oscuridad, algunos se vieron más afectados que otros.

Los hombres perdían el habla y el oído, las crisis histéricas se sucedían, la paranoia corría como la pólvora

De Gerlache luchó por encontrar suficientes marineros y científicos para tripular su barco, y parece claro que varios de los hombres no estaban psicológicamente preparados ni físicamente aptos para la expedición. En los años siguientes, las misiones polares (y, eventualmente, las misiones espaciales) dieron el paso esencial para evaluar a los solicitantes en cuanto a su preparación psicológica. Y a pesar de estas medidas, muchas personas enviadas a los polos se han vuelto locas. Es un ambiente despiadado.

“Más específicamente, los médicos han aprendido del ejemplo del doctor Cook sobre la importancia de realizar encuestas psicológicas periódicas para realizar un seguimiento de la salud mental del personal de investigación y del personal de apoyo en misiones tan exigentes. Y el ‘tratamiento horneado’ de Cook, como llamó a su experimento en el que los hombres privados de luz se situaban desnudos frente a un fuego ardiente, es el primer ejemplo conocido de lo que hoy llamaríamos fototerapia, utilizada para tratar el trastorno afectivo estacional y formas relacionadas de depresión relacionadas con la ausencia de luz”, añade Sancton.

De los 19 hombres que partieron de Sudamérica a bordo del Belgica, 11 escribieron relatos de primera mano sobre lo ocurrido allí, lo que sumado a los prolijos diarios de la expedición y a las espectaculares fotografías tomadas en los hielos árticos, las primeras de calidad hechas en una expedición polar, convierten aquella aventura en el sueño de un historiador.

Pero además, Sancton quiso viajar él también a la Antártida para experimentar en su propia piel una pequeña parte del frío y la oscuridad que enloquecieron a aquellos hombres, y en 2018 recorrió el estrecho de Gerlache, el tramo de 160 kilómetros de la península antártica descubierto por la expedición belga y que lleva el nombre de su comandante. “Descubrí lo sorprendentemente polícromo que es este paisaje cubierto de glaciares. Qué nauseabundo es el hedor de las colonias de pingüinos. Cómo se siente sumergirse en agua a un grado (no es divertido). Y quizás lo más aleccionador fue aprender, gracias a los científicos a bordo que recopilaron datos durante el viaje y los compararon con años anteriores, con qué rapidez está cambiando este majestuoso pero frágil ecosistema”.

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