Yo soy Espartaco

Kirk Douglas, el actor activista que acabó con la caza de brujas

“Ahora, el enemigo son los terroristas. Los nombres cambian, pero el miedo permanece”. En Yo soy Espartaco (Capitán Swing) Kirk Douglas no solo contó la historia del fin del silencio impuesto por la caza de brujas, reventada cuando el actor, también productor, eligió a Dalton Trumbo, el más famoso de los integrantes de la lista negra, para que escribiera el guion Kirk Douglas, el actor activista que acabó con la caza de brujas

Kirk Douglas, el gladiador de Hollywood

El mejor hoyuelo del cine, revisitado

Espartaco vive. Ha cumplido hace unos días 99 años y es el último superviviente de la gran era del cine clásico americano. Issur Danilovich Demskyr, el hijo del trapero, no fue un actor camaleónico ni de muchos registros. Seguramente era demasiado intenso para hacer un musical o una comedia aunque James Cagney era igual o más intenso e hizo ambas El mejor hoyuelo del cine, revisitado

Espartaco, un rebelde contra la caza de brujas

A Issur Danilovich Demsky, nacido el 9 de diciembre de 1916 en Ámsterdam, en el Estado de Nueva York, le contemplan noventa y siete años. Este nombre, sin embargo, no les dirá nada. Ha publicado once libros, todos escritos en edad avanzada, el primero en 1986 y el último en 2012: un par de novelas, un volumen con historias basadas en la Biblia, diversos libros autobiográficos. Una pista también insuficiente sin duda, hasta que digamos que él fue el «loco del pelo rojo» Vincent Van Gogh, un marino atrapado en el barco del Capitán Nemo, el líder de los esclavos Espartaco; un actor protagonista que también hizo tareas de producción en clásicos del cine, como en «Senderos de gloria» y el filme sobre el analfabeto rebelde que desafió al Imperio romano y en el que compartió escena con otros astros del celuloide: Peter Ustinov, Laurence Olivier, Charles Laughton, Jean Simmons y Tony Curtis. De eso han pasado más de cincuenta años, pero aquel que cambió su nombre de raíces bielorrusas y judías por el de Kirk Douglas fue capaz de mirar atrás, desempolvar su documentación de antaño, investigar lo que él mismo vivió y escribir un libro palpitante de vida, tan emotivo como divertido, entrañable y risueño, absolutamente maravilloso. «Yo soy Espartaco. Rodar una película, acabar con las listas negras» (Capitán Swing Libros, traducción de Ricardo García Pérez) parte de una doble rememoración: por un lado, la de las circunstancias atribuladas del rodaje de la cinta, que se estrenó en 1960, cuando ya el padre de Michael Douglas era toda una estrella, y por el otro, la de cómo el Comité de Actividades Antiestadounidenses, en la famosa caza de brujas impulsada por el gobierno de McCarthy, llevó al ostracismo total a nueve guionistas y un director de cine, sospechosos de simpatizar con los comunistas y atentar contra el país. Otra estrella del cine actual, George Clooney, prologa este último libro de Douglas, muy brevemente, poniendo el acento en su contenido político, tan bien reflejado: «Resulta difícil imaginar hoy día lo que supuso para mucha gente la losa del macartismo. Resulta difícil creer que se obligara a comparecer ante unos subcomités del Senado estadounidense a unos ciudadanos leales y se les pidiera que revelaran el nombre de sus amigos si no querían ir aprisión».

Esos hombres que tuvieron que soportar en 1947 que el congresista republicano J. Parnell Thomas cuestionara su patriotismo y los acusara de actividades antiamericanas –en una sala adonde habían acudido solidariamente, en el avión privado de Howard Hughes, colegas de la talla de Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Gene Kelly, Danny Kaye y John Huston– fueron conocidos como «Los Diez de Hollywood». Entre ellos destacaban el guionista Dalton Trumbo y el director Edward Dmytryk. En ese ambiente de persecución política, Douglas acabaría contactando con el aclamado narrador de novelas históricas Howard Fast, comunista declarado, y con el citado Trumbo, ambos en 1950 «pudriéndose en frías celdas penitenciarias». Al salir ese año de prisión, Fast se pondría a escribir «Espartaco» durante nueve meses en los que el FBI seguía vigilándolo; todas las editoriales rechazarían su manuscrito por ser un autor señalado y tendría que imprimir el libro él mismo en el sótano de su casa, justo cuando Trumbo salía en libertad y reanudaba su trabajo con un nombre falso. Douglas sigue la senda de estas y otras víctimas del macartismo y, en paralelo, siempre con un delicioso humor y habilidad de narrador nato, desgrana su vida privada: anécdotas sobre sus hijos y el amor de su vida –su esposa Anne, con la que lleva casado desde 1954– y la creación de su productora Bryna (un homenaje a su madre, la inmigrante que nunca fue capaz de aprender inglés), y también cómo fue reclutando a los elementos que harían posible el filme: al joven director Stanley Kubrick, que sustituiría a Anthony Mann ya iniciado el trabajo, y a un elenco de actores verdaderamente estelar, teniendo que bregar con luchas de egos y diferencias sobre el guión y hasta el modo de empezar la película.

Frías celdas penitenciarias

Seguir la historia de los mil y un obstáculos que se sucedieron a lo largo de la filmación de «Espartaco» sorprenderá hasta al lector más avezado en la materia. Durante meses se mantuvo la amenaza de otra novedosa película de romanos en el horizonte, «Los gladiadores», la censura se empleó a fondo en el guión en cortes que ahora nos parecerían ridículos y que Douglas detalla, sobre alusiones homosexuales (como la escena, recuperada en una versión posterior, de «las ostras y los caracoles», con Curtis y Olivier), el atuendo de los actores, ciertas palabras como «maldito» o imágenes de Varinia (Simmons) dando de mamar al hijo que ha tenido con Espartaco. A lo que se añade la extraña hipocresía de que todo el mundo sabía que Trumbo se estaba encargando de los diálogos pese a que oficialmente fuera imposible decirlo. «Universal se estaba poniendo extraordinariamente nerviosa. Su inversión final en Espartaco superaba en ese momento los 12 millones de dólares… y todo pendía de un hilo», cuenta Douglas. Y todo porque se consideraba inaceptable que Trumbo participara en una película, y porque el mensaje de la película –lograr la libertad– fue interpretado como político: cómo la rebeldía del pueblo podía derrotar al poder (incluso se eliminaron escenas rodadas en España sobre las victorias bélicas de Espartaco).

Pero al final, después de tres años de lucha para que viera la luz, se consiguió estrenar la película, y otros productores siguieron el ejemplo de Douglas, contundente aún con toda aquella injusticia, que no olvida, rozando el centenar de años: «Hoy día todavía hay quien sigue tratando de justificar las listas negras. Dicen que eran necesarias para proteger a Estados Unidos. Dicen que las únicas personas que resultaron perjudicadas fueron nuestros enemigos. Mienten. Hombres, mujeres y niños vieron arruinada su vida debido a esta catástrofe nacional. Lo sé. Estuve allí. Vi cómo sucedía». Kirk Douglas lo supo, lo vio y lo contó, finalmente, para dignificar la inocencia de tantos que acabaron en la cárcel por desacato al Congreso estadounidense y devolverles su legítimo puesto como trabajadores del sector –su empeño fue reconocido en 1991, cuando el Sindicato de Guionistas le dedicó un homenaje por su acción histórica–, así como para hacer la crónica de uno de los rodajes más complejos y fascinantes, más rocambolescos y hermosos jamás llevados a cabo: «Espartaco».

Los porqués de un esclavo

«Yo no sé nada, nada (…) Quiero saber (…) Todo. Por qué una estrella cae y un pájaro no. Dónde está el sol por la noche. Por qué la luna cambia de forma. Quiero saber dónde nace el viento…» Es una de las intervenciones de Espartaco más conmovedoras, unas palabras que son las preferidas del propio Douglas en toda su carrera. Las dijo alguien que, como su personaje, se hizo a sí mismo, con un ímpetu y un deseo inigualable por abrirse paso en el mundo del cine, primero desde los escenarios de Broadway, lo cual fue interrumpido por su participación en la Segunda Guerra Mundial (sirvió en la Marina en 1942-43 y fue herido). A su regreso, su compañera de teatro Lauren Bacall lo recomendaría a un productor y le llegó su primer papel, de político alcohólico en «El extraño amor de Marta Ivers», aunque empezaría a hacerse una estrella gracias a «El ídolo de barro» (1949), donde interpretó a un boxeador.

Espartaco vence a McCarthy

Mítico hoyuelo en la barbilla. Estrella reluciente del Hollywood más dorado. Encarnación del Macho man con ciertas dosis de neurosis. Ego descomunal e inmarcesible. El hoy superviviente Kirk Douglas decidió a los 95 años -en el 2012, cuando se publicó el libro en Estados Unidos- contar en Yo soy Espartaco. Rodar una película, acabar con las listas negras, la intrahistoria del rodaje de Espartaco que ahora publica el sello Capitán Swing, que incluye un prólogo del comprometido George Clooney.

La película de 1960 es considerada como la primera superproducción épica con trasfondo social y la que cerró, simbólicamente, las listas negras del macartismo en el cine norteamericano al aparecer con su verdadero nombre en los créditos el guionista Dalton Trumbo, uno de sus más famosos represaliados. De Espartaco, de rodaje tumultuoso y complejo que duró más de un año, no solo fue Douglas su protagonista absoluto, sino también su productor ejecutivo y a punto estuvo de que la experiencia le costase el cierre de su incipiente productora.

Por si hubiera alguna duda de su responsabilidad en la revuelta contra la era McCarthy -que las hay, porque algunas voces en Estados Unidos le han reprochado el excesivo autobombo y le han señalado inexactitudes-, el actor se erige en estas memorias como máximo responsable del pulso echado a la conservadora sociedad norteamericana, dejando a su director, entonces un joven Stanley Kubrick muy poco conocido por el gran público, a la altura de mero figurante. ¿Hay que añadir que Kubrick después del rodaje juró solemnemente no someterse jamás a ningún otro productor que no fuera él?

Más de medio siglo después de todo aquello, Douglas, que no fue ni es un activista pero sí un liberal progresista, compara en su libro la locura del macartismo con las penurias actuales: «En aquel entonces el enemigo eran los comunistas. Ahora el enemigo son los terroristas. Los nombres cambian pero el miedo permanece».

En la sombra

Dalton Trumbo era uno de los guionistas mejor pagados antes de que el Comité de Actividades Antiamericanas le llevara a la cárcel por negarse a testificar contra sus colegas sospechosos de ser comunistas. Cumplida su condena de 11 meses en 1950, siguió trabajando bajo nombre falso por mucho menos de lo que cobraba y llegó a ganar dos Oscar, que no pudo recoger, por Vacaciones en Roma y por El bravo, sin que nadie supiera quién estaba bajo los seudónimos. Otros, como Edward Dmytrick o Elia Kazan, se plegaron a las circunstancias, delataron y mantuvieron su trabajo. Mientras tanto, Orson Welles hizo su diagnóstico: «Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas». El clima de represión se prolongó una década. En 1957 murió el senador McCarthy, pero como recuerda Douglas, en palabras de Shakespeare: «El mal que hacen los hombres les sobrevive».

Sin embargo, por entonces algunos brotes verdes daban a entender que la situación estaba cambiando. El expresidente Harry Truman había hecho declaraciones a favor del fin de las listas negras y el director y productor independiente Otto Preminger, en la campaña previa de promoción de Éxodo, adaptación del best-seller de Leon Uris, ya había anunciado que contarían con el blacklisted Douglas Trumbo como guionista. ¿Cuál, pues, es la cuota de pionera rebeldía que aportó Espartaco? Por supuesto, estrenarse dos meses antes que Éxodo y en especial que tuviera en su interior el tema de la lucha de clases -made in Hollywood, eso sí- con la épica rebelión de los esclavos contra el imperio romano y el hecho de que la base fuera una novela del conocido antifascista Howard Fast, que también había conocido las iras de McCarthy.

Kirk Douglas, que ha tenido un equipo de documentalistas ayudándole aunque asegure que la redacción del libro es suya -al igual que la de El hijo del trapero, las memorias de orgullosa carga erótica que publicó en los 80-, relata el estresante proceso de producción que le llevó a contratar primero a Anthony Mann como director, que rodó apenas algunas escenas, y un reparto con la plana mayor de los grandes actores británicos, como Laurence Olivier, Charles Laughton y Peter Ustinov, mientras el guion inacabado sufría añadidos y transformaciones a diario y mientras cada uno de los actores, en especial Laughton y Olivier, competían por la importancia de sus papeles.

Ostras y caracoles

Una de las escenas más arriesgadas de la película, sin embargo, no tuvo carácter político sino sexual y se hizo famosa por su atrevimiento. En ella, el patricio Olivier intenta seducir a su esclavo personal, interpretado por Tony Curtis, enfrentándole a la elección de ostras y caracoles como una metáfora de la bisexualidad. «¿Consideras moral comer ostras e inmoral comer caracoles?, pregunta un sibilino Olivier. Y remacha. «Por supuesto que no. Es solo cuestión de gusto, ¿no es así?». La escena no pasó la censura en su momento y solo pudo que ser rescatada en 1991 al recordar Joan Plowright, viuda de Olivier, que Anthony Hopkins era capaz de imitar a la perfección a su marido, porque la grabación de su voz se había perdido.

Durante la producción, Trumbo permaneció perfectamente oculto bajo el seudónimo de Sam Jackson. Y ni los reporteros que se personaron en el rodaje ni la visita de la columnista cotilla y feroz anticomunista Hedda Hooper lograron sacarlo a la luz. Luego, descubierto el pastel, Hooper recomendó a sus lectores que nadie fuera a ver la película.

Llegado el momento de decidir quién iba a figurar en los créditos como guionista, Douglas no se priva de relatar, malignamente, cómo a Kubrick, a quien retrata como una soberbia insensibilidad, le pareció muy natural que se utilizara su nombre (el de Kubrick) como tapadera. Pero el momento más emocionante, sin duda, muestra cómo, tras haber decidido que el trabajo de Trumbo iba a salir por fin a la luz, Douglas le citó, con toda la intención, en el comedor de la Universal a la vista de todos. Allí, y como si se tratara de una vieja película en blanco y negro, el veterano guionista cogió la carta del menú con mano temblorosa y dijo, sencillamente: «Hace mucho que no vengo aquí».

Elogios de Kennedy

La película, es sabido, fue un gran éxito, cosechó cuatro Oscar (Peter Ustinov como mejor secundario y tres premios técnicos) y tuvo, lo cuenta el actor, una posdata política que refrendaría todo aquel esfuerzo antimacartista. Un mes después de tomar posesión como presidente, en febrero de 1961, John Kennedy decidió ir al cine con su subsecretario de Marina. Y no quiso hacerlo en la sala de la Casa Blanca, sino a la vista de todos. Su elección fue Espartaco y cuando apareció en la pantalla el nombre de Trumbo, JFK dijo: «Conocí una vez a unos Trumbo en Irlanda. ¿Sabes si es irlandés? Espero que sí». Acabada la proyección y en calculada voz alta añadió: «Una película excelente, ¿no les parece?»

Espartaco contra las listas negras

En el prólogo de ¡Yo soy Espartaco! el actor George Clooney escribe algo que siempre es bueno recordar: la verdadera naturaleza de un hombre —su grandeza o, por el contrario, su miseria— se manifiesta no por los principios que dice tener sino por los que finalmente tiene cuando lo que está en juego son sus propias habichuelas, su medio de vida y el de su familia. “En esos momentos es cuando se comprende la pasta de la que uno está hecho”. Clooney lo escribe para recordar uno de los episodios más valientes de la historia de Hollywood. El día que marca el fin de las listas negras que provocó la caza de brujas del Comité de Actividades Antiamericanas. Ese día fue el 19 de octubre de 1960, fecha del estreno de Espartaco, de Stanley Kubrick, cuando gracias al empeño de su productor y protagonista, Kirk Douglas, se puso en los créditos de la superproducción el nombre de su verdadero guionista, Dalton Trumbo, oculto hasta entonces en seudónimos que perpetuaban la hipocresía en la que estaba instalada la industria del cine desde que el inquisitorial miedo del macartismo se instaló en su plácida vida.

¡Yo soy Espartaco! Rodar una película, acabar con las listas negras es la memoria que el nonagenario Kirk Douglas (Ámsterdam, Estado de Nueva York, 1916) publicó en 2012. Elegido mejor libro de cine editado en 2013 en Francia, llega en septiembre a las librerías en español de la mano de Capitán Swing (con traducción de Ricardo García Pérez) para detallar todo lo que ocurrió durante los 14 enloquecidos meses que duró el rodaje de la película. Espartaco costó 12 millones de dólares, más del doble de lo previsto, su fracaso implicaba llevarse por delante la productora de Douglas, Bryna (nombre dedicado a su madre rusa) y su propia carrera de actor. Más de cincuenta años después de aquella aventura, este patriarca del viejo Hollywood dedica a sus nietos un relato conmovedor, para que nunca olviden que en el mismo lugar donde hoy disfrutan de una vida privilegiada se instauró el terror de un sistema enfermo. Arropado por un equipo de documentalistas, echando mano de sus archivos y recuerdos, Douglas da marcha atrás para rememorar aquel vergonzoso capítulo histórico.

“Lo que me propongo contarles en este libro es cómo fue la producción de la película Espartaco durante otro periodo de enfrentamiento interno en la historia de nuestra nación”, escribe. “La década de 1950 fueron años de miedo y paranoia. En aquel entonces, el enemigo eran los comunistas. Ahora, el enemigo son los terroristas. Los nombres cambian, pero el miedo permanece. Los políticos exacerban aún más el miedo y los medios de comunicación lo explotan. Se benefician de mantenernos atemorizados. El primer presidente estadounidense por quien voté fue Franklin Roosevelt. Él dijo: ‘De lo único que debemos tener miedo es del propio miedo”.

Douglas nunca fue un activista político. Pero no pudo mantenerse indiferente. Él lo achaca a la temeridad juvenil, a cierta ira innata que le recuerda demasiado a la peor cara de su alcohólico padre y a un sentido de la justicia donde la profesionalidad y el trabajo están por encima de otras cuestiones. “Hoy en día todavía hay quien sigue tratando de justificar las listas negras. Dicen que eran necesarias para proteger a Estados Unidos. Dicen que las únicas personas que resultaron perjudicadas fueron nuestros enemigos. Mienten. Hombres, mujeres y niños inocentes vieron arruinada su vida debido a esta catástrofe nacional. Lo sé. Estuve allí. Vi cómo sucedía”.

Dalton Trumbo no era amigo de Douglas, tampoco se conocían, pero le contrató simplemente porque pensó que era el mejor guionista de Hollywood. Trumbo había ganado con el seudónimo de Robert Rich el Oscar a la mejor historia por Vacaciones en Roma (1953). Y, tres años después, al mejor guion por El Bravo. Obviamente, ni pudo recoger las estatuillas ni su nombre se oyó en ninguna gala. La doblez moral era absoluta. Después de pasar por la cárcel y exiliarse en México, donde había formado parte de una colonia de guionistas represaliados, vivía modestamente con su mujer y su hija en una pequeña casa de Los Ángeles. Escribía sin parar, pero siempre parapetado en falsas identidades. Hollywood se aprovechaba de su talento pero sin reconocerle sus derechos. No podía pisar ni un estudio, ni una fiesta, ni un rodaje. En 1947 se había negado a testificar ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Acogiéndose a la Primera Enmienda, fue uno de los llamados Diez de Hollywood, que se negaron a declarar ante un tribunal que violaba los derechos de libertad de expresión y de libre asociación. Ni se confesó comunista ni delató a compañeros. En un combate verbal que exasperó al juez, Trumbo gritó: “¡Este es el comienzo en Estados Unidos de un campo de concentración para guionistas!”. Lo sacaron de la sala por la fuerza. Su firmeza, al contrario que la de otros compañeros suyos, no flaqueó. Antes moriría de hambre. “Él era una especie de pararrayos de la división del país”, escribe Douglas. “Después de haber pasado casi un año en la cárcel seguía estando en la lista negra de los estudios de cine: la instrucción de ‘no contratar a determinadas personas’ llevaba vigente más de una década”.

Douglas recuerda algunas historias terribles. Suicidios ante la impotencia de ver truncadas prometedoras carreras, la pobreza a la que se veían abocadas muchas familias, la inquina de columnistas como Hedda Hopper, que desde su tribuna de cotilleos señalaba sin piedad a los inculpados o a los que les daban trabajo. Con pena y emoción, el actor evoca a Carl Foreman, era el guionista de Solo ante peligro, pero por miedo a las represalias los productores quitaron su nombre de la película. Foreman no había pertenecido al Partido Comunista pero se negó a delatar. Huyó a Inglaterra. Se quedó sin trabajos y sin amigos, su mujer lo abandonó. “Se convirtió en un apátrida”, recuerda Douglas. En un encuentro en Londres, Foreman le insinuó que por su bien era mejor que no les vieran comer juntos. Douglas no daba crédito, muerto en vida, se había quedado totalmente solo.

Espartaco estaba basada en una obra que Howard Fast, popular autor de novela histórica, escribió cuando estuvo encarcelado por su apoyo a un grupo antifranquista español, el Joint Anti Fascist Refugee. El Comité de Actividades Antiamericanas quería saber el nombre de los simpatizantes y Fast se negó a revelarlos. Acabó en prisión. Allí gestó la novela que un tiempo después acabó en manos de Douglas. La historia del esclavo tracio que dirigió la rebelión más importante contra la República Romana era ese personaje épico que la incipiente estrella necesitaba.

El rodaje del filme se fraguó con Trumbo escribiendo insomne y a la sombra. Si los estudios averiguaban que él era el guionista, el proyecto podría acabar en la papelera o víctima de una estampida dentro del equipo. Años antes, cuando Frank Capra intuyó que detrás de Vacaciones en Roma podría estar la mano de un escritor de la lista negra, fue claro: no se arriesgaba. El clima era tóxico: Elia Kazan acababa de tirar la toalla para sumarse a la ponzoña delatando a ocho compañeros.

En el relato de Douglas hay muchas escenas reales que superan la mejor ficción. Como el día en que, finalizado ya el rodaje, Dalton Trumbo entró con él y Stanley Kubrick en los comedores de Universal después de años sin poder pisar un estudio. Todas las miradas se volvieron hacia ellos, algunos incluso empezaron a señalar con el dedo. El camarero, atónito, le cedió la carta a Douglas y este se la pasó al guionista: “Empecemos por mi amigo. ¿Qué le apetece tomar, señor Trumbo?”. Tembloroso y algo cabizbajo, el escritor añadió: “Tendrás que darme unos minutos. Hace mucho que no vengo aquí”.

Hasta 2011, el nombre de Dalton Trumbo no figuró en los créditos de Vacaciones en Roma. En 1971, el escritor dirigió la película sobre su perturbador alegato antibelicista de 1939 Johnny cogió su fusil. Murió en 1976. Douglas, por su parte, afirma que Espartaco no acabó con las listas negras sino con “las listas de la hipocresía”. Trabajar con Trumbo fue una lección de vida que este honorable anciano no quiere llevarse a su gloriosa tumba. Sus palabras sobre él no pueden ser más hermosas: “Dalton era fiel a sus ideas hasta decir basta, pero jamás se ofendía cuando alguien las ponía en duda. Albergaba una extraña mezcla de seguridad en sí mismo aligerada también por una gran distancia de sí mismo. Tomarse el trabajo muy en serio sin tomarse a uno mismo muy en serio constituye un don muy inusual que en él era abundante… Me enseñó mucho sobre la valentía y la elegancia. Y espero que este libro contribuya a que se recuerde a Dalton Trumbo como el auténtico héroe estadounidense que fue”.

Yo soy Espartaco

Más de cincuenta años después de la filmación de su epopeya Spartacus, Kirk Douglas revela el fascinante drama que tuvo lugar durante la realización de la legendaria película del gladiador. En una era políticamente convulsa, cuando los magnates de Hollywood rechazaban contratar mediante acusaciones de simpatías comunistas,