¿Recuerdan el segundo capítulo de Black Mirror en el que los ciudadanos tienen que pedalear su bicicleta estática para conseguir dinero y sobrevivir? Es la mejor metáfora de la virtualización del movimiento. No es una imagen nueva, sin embargo, ni mucho menos estéril. ¿No vemos cada día en los gimnasios a centenares de personas esculpiendo su cuerpo sin moverse un centímetro de su cinta de correr?
Capitán Swing acaba de publicar Wanderlust, de Rebecca Solnit, un amplio ensayo que supone una de historia del caminar, un proyecto que atraviesa la filosofía, la antropología y la sociología, entre otros campos de estudio. El nombre que da título al libro, que puede traducirse como “un gran deseo de deambular”, ya nos da una idea de lo que la periodista y activista social pretende. Por un lado, parece ser que el hecho de ser bípedos fue lo que nos separó definitivamente del resto del mundo animal pero, paradójicamente, el andar, sin acudir a los medios de transporte motorizados, sigue conectándonos íntimamente con nuestro pasado ancestral.
Cuando renunciamos a caminar voluntariamente, ¿a qué estamos renunciando exactamente?
La tesis de Solnit, que escribió el ensayo en Estados Unidos a finales de los años noventa, no puede ser más contundente. Afirma la autora que si el suburbio racionalizó y aisló la vida familiar, como antes lo había hecho la fábrica, en la actualidad es el gimnasio lo que convierte en una suerte de simulacro la idea de movimiento corporal. Pensemos en la cinta de andar o correr. Inventada en 1818 por William Cubitt fue montada por primera vez en el correccional de Brixton, cerca de Londres. El artilugio original consistía en una gran rueda con dientes que servían como peldaños para que algunos prisioneros no se quedaran quietos. Se trataba, pues, de una labor repetitiva, un castigo perfecto que fácilmente podemos comparar con el de Sísifo, condenado a subir una y otra vez una roca hacia la cima de la montaña sabiendo de antemano que, al llegar, deberá volver a comenzar desde cero. Una y otra vez. Desde el mismo lugar.
“El gimnasio es el espacio interior que compensa la desaparición del exterior y constituye una medida provisional frente al inevitable desgaste de los cuerpo”, escribe la autora. Contrariamente, el caminar es, para Solnit, una constelación de tres estrellas: la imaginación, el cuerpo y el mundo “ancho y extraño”.
Hay otros síntomas. La periodista señala el segway, por ejemplo, cuando con él descartamos la capacidad de usar los pies para recorrer una corta distancia.
El caminar colectivamente, nos recuerda, ha sido un rito de la sociedad civil, una forma de resistencia. Podríamos citar aquí desde las grandes manifestaciones en contra de un atentado terrorista o las incontables marchas, actuales y pretéritas, para reclamar derechos sociales.
No es extraño, entonces, que el caminar haya sido un tema recurrente para los pensadores. Hoy lo es de nuevo, y ello explica que aparezcan libros como el que recientemente ha publicado Fréderic Gros (Andar, una filosofía, Tarus), en que leemos que “caminando se escapa a la idea misma de identidad, a la tentación de ser alguien, de tener un nombres y una historia”. Caminar nos permite romper el círculo vicioso de la pantalla, en el que el presente es continuo, y en el que la inmediatez y la aceleración de la vida cotidiana impiden la experiencia.
¿No han notado que cada vez más gente sale a caminar o a correr después de estar todo el día en la oficina? Seguramente, incluso, hay una sustitución del ídolo paradigmático, admiramos a quien ha sabido humanizar la escala del movimiento y su relación con la naturaleza. ¿No es en la actualidad Kilian Jornet el Ayrton Sena de finales de los ochenta?
Si caminar supone repensar el tiempo, el espacio y el cuerpo, el caminar es un tema esencialmente filosófico. Como muchos otros autores que se han interesado por el tema, Rebecca Solnit asevera que el ritmo del caminar genera un tipo de ritmo muy parecido al de pensar, creando una “curiosa consonancia entre el paisaje interno y externo”. Allí entra, también, el azar, la posibilidad de asombro o la sorpresa de la ruta (imaginemos, contrariamente, la escasa capacidad de asombro en una cinta de correr).
Caminar es, a la vez, medio y fin, según la periodista. Y habla de peregrinaje, en términos que pueden recordarnos a Byung-Chul Han, cuando el alemán de origen coreano lo contrapone con el turismo. El turista de masa “desfila” sin demorarse. El peregrino se adentra en la ciudad, no como exhibición, sino como posibilidad de misterio.
La relación con la arquitectura es íntima. Si llamamos peripatético al pensamiento aristotélico es porque el filósofo montó su escuela en una galería o paseo (peripatos). También los estoicos deben su nombre a la stoa, el pórtico de Atenas donde se reunían.
Pero es, mucho después, Rousseau quien más escribe sobre la relación entre la filosofía y el caminar. Llega a decir en sus Confesiones: “Solo puedo meditar cuando estoy caminando. Cuando me detengo, cesa el pensamiento; mi mente solo funciona con mis piernas”. Nietzsche solía concentrarse así. Y Hobbes, por su parte, tenía un bastón con tintero para escribir ideas mientras caminaba. Kierkegaard aseguraba que todas sus obras las compuso a pie.
Cabe preguntarse si caminar es hoy la manera más auténtica de recuperar, a la vez, al ser racional y al animal salvaje que se esconden en nosotros. Si andar no es poner en tensión al autómata que hemos aparentado ser. ¿Por qué no intentarlo? ¿Por qué no combatir las peores inercias con un simple y gratuito paseo?