Una vida llena de agujeros

Una vida llena de agujeros

De todos los títulos que anoté que tenía que buscar después de leer En contacto (una selección de cartas de Paul Bowles), éste es el que más se me resistía. Había una edición de Numa ediciones del año 2000, pero estaba ya descatalogada. Afortunadamente, Capitán Swing la ha vuelto a llevar a las librerías, en Una vida llena de agujeros

El secreto de Tánger

 

A veces el lugar donde un escritor forja su destino tiene más importancia que su educación o sus lecturas. La ciudad donde nació puede no ser al final el lugar donde afianza su voz, construye su mundo y se convierte para siempre en alguien que, haga lo que haga, está “al otro lado”, pues solo de esa manera es capaz de conectar con su tiempo y mostrarlo. Y hay ciudades fronterizas que parecen imantadas para atraer las diversas virutas de hierro de la literatura. Esas ciudades atrapan al que creyó estar solo de paso y guían su mano, alimentan su pasión por escribir. Así hizo Tánger con Paul Bowles, Alejandría con Lawrence Durrell, Trieste con James Joyce.

¿Qué tiene Tánger?, se preguntaba Mick Jagger al volver de una estancia en sus fauces. ¿Y qué tenían Alejandría, Trieste, Estambul? Estas ciudades nos parecen hoy escenarios nacidos de la misma literatura. Mientras Alejandría se esconde en los versos de Cavafis y Trieste duerme en el humo enfermizo de Italo Svevo, Tánger, como decía Pierre Lotti, posa altiva como una vedette en la puerta de África. Se nos ofrece como la quintaesencia de la traición y el misterio. Ninguna como Tánger ha acaparado tantas ilusiones literarias, tanto énfasis misterioso entre los escritores exiliados-de-sí-mismos. ¿Será quizá porque Tánger, igual que una pirueta en un vuelo nocturno, produce, en palabras de Saint-Exupéry, “hermosos vértigos”? Espejo donde se mira lo ajeno, lo exótico, la ciudad caló en las mentes de los pintores africanistas y de los estetas del orientalismo. En los últimos cien años vio pasar bajo su balcón una miríada de escritores que buscaban en el laberinto algo diferente, digamos Barthes, Beckett, Burroughs, Bowles, Capote, Genet, Ginsberg, Juan Goytisolo, Kessel, Morand, Gertrude Stein, Tennessee Williams, Yourcenar.

La mayoría de ellos eran aves de paso. Algunos, sobre todo los americanos, nunca volvieron. Sin embargo, parecía que Tánger les hubiese otorgado una ciudadanía, un pasaporte. Y se dedicaron a proclamar a los cuatro vientos, remedando al Bogart de Casablanca, que siempre nos quedará Tánger. Una patria de palabras y frenesís desvanecidos. O, como dice Eduardo Jordá, autor de Tánger, “la patria moral que se han buscado todos aquellos que jamás podrán tener una patria”. Pero uno se quedó, negándose a mirar atrás con nostalgia beat. Paul Bowles dijo que Tánger era “una sala de espera entre conexiones, una transición de una manera de ser a otra”. En esa espera vivió cinco décadas. A partir de los setenta se encerró en su pequeño apartamento. Parecía estar por fin de acuerdo con Pascal en que la mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse tranquilos en casa. Consideraba que el escritor “es un espía enviado a la vida por las fuerzas del más allá”, y “tiene que saber engañar y, en la medida de lo posible, permanecer en el anonimato”. En esto se parecía a Genet. Un día Bowles dejó de escribir sus propios libros y empezó a traducir relatos de amigos marroquíes. Pensaba que adaptar historias del árabe dialectal era “una manera indirecta de crear”. Y de dejar atrás la nostálgica estela de sus compañeros de viaje, anclados en un Tánger que ya no existía y tal vez nunca había existido al margen de la tipografía. Estos relatos mostraban la otra cara de la ciudad: la miseria y el abandono, la orfandad, los humildes placeres cotidianos que contrastaban con los de quienes se sentaban en el café Hafa o en el París a escribir sus sesgadas impresiones. Así lo hizo con Mohamed Chukri, Mrabet y Hamed Charhadi. De la mano de Bowles, la leyenda foránea de Tánger contribuyó a crear otra vía literaria, esta vez local, que perpetuase el inefable misterio gracias a una deconstrucción del colonialismo literario. Porque esos escritores, rescatados del analfabetismo y las esquinas dudosas, no solo empezaron a escarbar en su propia basura, sino que a la par renegaban de la herencia del tío rico que representaba Bowles.

 

La sombra del autor de la mejor obra extranjera sobre Tánger, Déjala que caiga, con su loro al hombro, es de todos modos alargada. Amor por un puñado de pelos, de Mohamed Mrabet, fue uno de sus primeros experimentos de verter al inglés un relato oral de corte autobiográfico. Es difícil saber cuánto hay de ajeno en esa historia de conjuros amorosos en la que se mezcla el cuento oriental y la mirada de un lascivo puritano. Una vida llena de agujeros, de Charhadi, también tiene el sello inconfundible del americano. Es un libro duro, descarnado, nihilista. El narrador, un joven al que vemos maltratado por su padrastro y por la pobreza, se parece a los personajes de Bowles, empujados por un destino cruel e implacable. La odisea de Ahmed comienza cuando se muda con su familia a Tánger, donde trabaja como pastor y luego en un horno de pan. Tras su primera estancia en la prisión, el descubrimiento de las putas lo vuelve a tumbar. Le encierran en la cárcel de Malabata, se fuga, vuelve a ella y al salir siente que su “corazón es ligero y no le tiene miedo a nada”. Resignado a su suerte, aunque sea una suerte perra, Ahmed fascina por su imparcial relato de los hechos, sin apenas adjetivos, sin juicios. No se trata aquí de picaresca ni de realismo sino del noble arte de fabular lo vivido. Tras el tenso episodio de “El cable”, un Ahmed enamorado acaba siendo lacayo mientras hace de guardián en un café de Merkala, donde Charhadi encontró a Bowles, que puso su arte de narrador al servicio de la voz pura, ambulante, que sabía lo que había que contar y cómo. El tándem Charhadi-Bowles logra aquí un relato ejemplar, soberbio, de esa vida llena de agujeros y de espera.

Contribuyendo a cimentar la leyenda de Tánger desde el lado moro de la barrera, Mohamed Chukri ha jugado a dos bandas, manteniendo una libertad envidiable. Por un lado, su obra contiene el relato de la vida “verdadera” de la ciudad, que se vierte en la novela El pan a secas. Se trata de un relato brutal de su infancia, que empieza con el estrangulamiento de su hermano a manos del padre y se extiende en toda clase de vejaciones, miserias, de modos indignos de supervivencia. Viene a ser la cara más sombría y a veces insoportable (“si no les gustan mis libros, que vayan a protestar al que se inventó Marruecos y se inventó mi vida”, decía Chukri ante una copa de Soberano) de la moneda gastada, cosmopolita, de la ciudad. Por otro lado, Chukri se ocupa del extranjero y se revuelve contra él. No se muerde la lengua al escribir sobre Paul, su amigo americano, “el recluso de Tánger”. Le tilda de “criminal sexual en potencia”, de “rey de la astucia” y adicto al dinero, que siempre deseó vivir “en la penumbra de una gruta” mientras centraba su obra “en el odio del hombre a su semejante”.

 

Pero el peor pecado que Chukri atribuye a Bowles es que odiaba el país en el que se había refugiado, que creía “habitado por bárbaros e imbéciles”. Para él, Bowles nunca se desprendió de su mirada colonial, algo que sí consiguiera mucho antes el comisionado inglés Samuel Pepys en sus Diarios, donde dejó escrito su aprecio del magrebí y el asco que le producía el caos y la degeneración moral que su país había traído a Tánger. El novelista marroquí quiere en su libro matar al padre literario y al mismo tiempo ofrecerle un homenaje. Al final adopta un formato de diario crepuscular y repasa los personajes que también conoció en la ciudad legendaria, como Burroughs, Capote y Williams. Y concluye, con ironía amarga, que “terminamos por morirnos sin llegar a descubrir el secreto de Tánger”. En otras palabras: no van a ser los escritores autóctonos que maten la gallina de los huevos de oro. La ciudad sigue albergando un secreto que los foráneos no consiguieron robar.

Vuelve a la carga Chukri, esta vez con Jean Genet, que le resulta más próximo. Entre 1968 y 1974 Genet pasa temporadas en la ciudad. Chukri, de una manera muy tangerina, se hace el encontradizo, aunque tampoco es que el autor de Diario de un ladrón se oculte ni oculte las razones por las que viene tan a menudo. En una conversación se queja de que en Tánger “la prostitución crece de una manera vertiginosa” (lo mismo que había visto Pepys tres siglos antes) y Chukri le responde que “ha sido siempre un paraíso para los homosexuales”, que “el colonialismo nos legó esa libertad en el comercio del sexo”. Genet, alojado en el lujoso El Minzha, es aquí un escritor que ha colgado los hábitos y por eso ya no vive peligrosamente. Aunque a veces le sale la vena rebelde que le dio fama y defienda con una sonrisa el robo y la traición, marcas de la casa, es decir, de Genet y de Tánger.

 

Chukri murió a los 68 años dejando una obra valiente, original, que en cierto modo no ha tenido continuadores. En la última década, Ahmed Beroho ha escrito en francés varias novelas elegantes que tienen como telón de fondo la ciudad esfinge. Une saga à Tanger recorre la historia de varias generaciones y se adentra en la crónica familiar, mientras que Les Mystères de Tanger aborda la novela negra de las mafias locales y del integrismo religioso que tanto despreciaba Chukri y no consiguió tapar su boca ni cambiar sus costumbres.

Cuenta Jordá que como se sabía amenazado por su tendencia a beber y su promiscuidad con mujeres, amén de su ateísmo, el autor de Tiempo de errores mandó el recado a sus enemigos de que si querían ir a por él cada mañana estaba de once a una en el café Ritz. Pero que no lo pondría fácil porque tenía un cuchillo. El cuchillo era, por supuesto, la lengua afilada de Chukri, su memoria llena de rabia, ávida de justicia. Él tenía una relación de amor-odio con Tánger parecida a la de Thomas Bernhard con Salzburgo. En Rostros, amores, maldiciones el marroquí la tilda de “vieja decrépita, obesa, repugnante y cubierta de mierda”, y luego confiesa que pese a todo “nunca estaré en contra de ella: no renegaré de nuestra antigua convivencia, porque le debo mucho, por los tiempos en que fue mi bienhechora, también aliada; por los tiempos en que me apoyó, en la dificultad y en la incertidumbre”. Bernhard, en cambio, consigue ser un ingrato hasta el final. Pero la ingratitud es privilegio de los nativos. Joyce, por ejemplo, odiaba Dublín y adoraba Trieste, otra ciudad fronteriza. En Trieste, donde vivió 16 años, su arte y su vida brillaron igual que una cerilla al prender y antes de ir apagándose poco a poco. Como Bowles, como Tánger.

 

 

 

 

Una vida llena de agujeros

Lo vernáculo tiene la notable característica de retornar periódicamente con fuerzas fundantes en la historia del arte. Lo exótico, así como el encuentro del lenguaje coloquial, han sido ejes de investigación literaria, de búsqueda de códigos que permitan una más profunda comprensión de nuestro ser en el mundo. En lo nativo, espacio que se aleja al sobre maquillaje de las sociedades industrializadas e hípercomunicadas, creemos poder descubrir o estar más cerca de una supuesta unidad perdida, de algo originario, y con ello entender los movimientos lógicos, la trama que articula la naturaleza y nuestra existencia. La narración oral, la historia contada, relatada, es el núcleo arcaico de transmisión literaria, en ella se mantiene el tiempo de la experiencia, el pulso de una humanidad, y esto hoy es cada vez más difícil de encontrar y representar. Una vida llena de agujeros nos invita a ello.

Paul Bowles (Nueva York 1910 – Tánger 1999), luego de viajar por Europa y Latinoamérica, se instaló en los años 40 en Tánger donde enfocó su trabajo artístico investigando la creación musical y literaria de la zona del Magreb, norte de África, lugar donde se pone el sol para el mundo árabe. En Tánger escribe su más conocida novela, El cielo protector, donde, al modo de Conrad en El corazón de las tinieblas, o Celine en su Viaje al fin de la noche, o del Aguirre y Fitzcarraldo de Herzog, sus protagonistas se adentran en lo más profundo de la naturaleza y lo salvaje -sea el desierto o la selva-, perdiéndose las dimensiones de lo racional, lo permitido y lo posible.

En los años 50, con una beca de la fundación Rockefeller, recorre los pueblos del Magreb grabando su música tradicional y a contadores de historias, entre ellos destaca Larbi Layachi, quien era asiduo a la casa de Bowles y que, sorprendido por el oficio de novelista como constructor de historias, le ofrece al escritor narrar las suyas para que este las transcriba y publique. Bowles, impresionado por la elocuencia de este analfabeto marroquí, transcribe y casi sin intervenir traduce al inglés sus relatos. Éstos serán publicados en 1964 bajo el seudónimo de Driss ben Hamed Charhadi (A life full of holles, Grove Press) y hoy los encontramos traducidos al español por Javiel Tlayero para el sello editorial Capitán Swing.

Como bien nos dice Walter Benjamin en El Narrador (Iluminaciones IV, Ed. Taurus), es característico de los narradores una orientación hacia lo práctico y en ello radica su sabiduría. Esto lo encontramos notablemente en este libro. Ahmed, el protagonista, nos relata sus desventuras desde sus 8 años. Huérfano de padre, mal querido por su padrastro, emigran de Tetuán a Tánger donde se pierde al salir a caminar. Al ser encontrado por la policía dice que es de Tetuán, donde lo llevan, y al no existir quien lo acoja queda en un hogar para niños abandonados. Volverá caminando a Tánger, intentarán violarlo, su padrastro hará imposible que conviva con su madre y empieza su errar de escenarios y oficios: pastor, peón,  ayudante de panadero, cuidador de un café, sirviente de una pareja de nazarenos gays, traficante y ladrón sin suerte. Conoce las putas y las cárceles. Bordea la muerte en más de una ocasión. Cada capítulo es una aventura donde la injusticia, la pobreza, los abusos no alcanzan a dar un tono moral al relato ya que Layachi – Ahmed relata sin interpretaciones psicológicas, inflexiones o altibajos. El continuo del relato se mantiene en el placer de estar siendo, de estar sucediendo, ajeno tal vez a la reflexividad o elipsis de la novela contemporánea.

Destaca también la particular concepción del tiempo y del destino, propia tal vez de las culturas orientales o de los pueblos de religiosidad profunda, donde nada parece urgente y no existe accidente porque todo sucede por voluntad de Dios -Alá para nuestro héroe- . Esto aparece en el relato con una fina claridad. Pasajes del capítulo El Pastor:

“La vida del pastor es buena vida, me dijo.

Buena o no buena, ya soy pastor, le dije yo”.

“¿Te quedaste dormido?

Bueno, me dormí un poco.

¿Por qué? Te tengo dicho que no duermas nunca. ¿Quién te dijo que te durmieras?

No sabía que me iba a dormir hasta que me desperté”.

“Estábamos allí sentados. Él me miraba y yo lo miraba. Esperaba a que él dijera algo, pero ya no dijo nada más. Y yo no quería hablar solo”

Benjamin nos habla que el arte de la narración está tocando a su fin, que la facultad de intercambiar experiencias nos está siendo retirada. Hoy predomina la información, lo verificable y explicable pero queda poco para lo memorable. Precisamente el no explicar entrega las condiciones para la sorpresa y la reflexión, siendo esto una de las gracias a celebrar en Una vida llena de agujeros. El lector, sin buscar el sentido último del texto, presta voz al protagonista y reinstala la experiencia de Ahmed – Layachi para un goce que se transmite en el tiempo.

Sebastián Astorga A.

 

Una vida llena de agujeros

Al leer Una vida llena de agujeros desde la visión de nuestro primer mundo conmueve no solo el uso de la picaresca cuya finalidad es la misma supervivencia, o acumular posesiones que en un mínimo espacio de tiempo se transforman en dádivas para un tercero y pasan de mano en mano sin dejar lugar a rencores que duren demasiado sino el poder magnificente de la aceptación del destino, sin más, llegando al peligroso tamiz que nos deja con la resignación por único asidero, y la sumisión como moneda de pago.

No puede quedarse uno pasivo ante una vida real contada en primera persona de alguien que ha desarrollado trabajos tan dispares como cabrero, panadero, vendedor de kif, y todo lo imaginable para apenas sobrevivir en algunas ocasiones. Tomen nota aquellos que se echan las manos a la cabeza cuando lean cómo el joven trabaja en muchas ocasiones a cambio de nada, por supuesto, sin mediar contrato o firma alguna, tan solo la palabra dada –que en muchas ocasiones de deshace con la misma rapidez que se formó-. Lo que vale es el transfondo, la intención.

Leer las narraciones de este autor no deja indiferente. Larbi Layachi va hilando a través de sus más de trescientas páginas una vida de modo novelado, creando un interés hacia el protagonista de la misma de modo natural. Esta obra podría ser perfectamente una colección de relatos, ya que cada capítulo contiene una pequeña historia que funciona de manera independiente y cumple con las expectativas del lector para que su lectura formule un interrogante al finalizar cada capítulo, a modo de final abierto.

Una vida llena de agujeros es una aquellas narraciones que en algunos pueblos se transmiten aún de generación en generación y de forma oral.

Anécdotas e historias llenas de simpleza, jamás por ello aburridas ni faltas de ingenio o incluso de algún signo moralista.

Esta narración oral que por parte de su protagonista actúa a modo de grabación vivencial, resulta en una lectura áspera, en donde el dolor existencial se acepta sin quejas ni lamentaciones.

La novela contiene una doble lectura. La primera comprende una serie de relatos cuya trama se hila bajo el título sugerente de Una vida llena de agujeros. Una novela biográfica o la vida novelada de un tangerino analfabeto, en manos de un reconocido escritor norteamericano, Paul Bowles, sería la segunda. El escritor estadounidense es conocido por sus viajes y su estancia en Tánger. Bajo la mirada de un escritor y viajero reconocido, no defrauda la amplia experiencia que se desvela tras sus observaciones.

Recomendable para aquellos que desean conocer de cerca otras realidades, y que al mismo tiempo no les asusta mirar dentro de si mismos y aprender a apreciar lo poco que creen tener. Uaja.

Saray Schaetzler

Una vida llena de agujeros

Motivado por su amistad con el joven Larbi Layachi, Bowles decidió acometer la preservación de la cultura oral magrebí a principios de los años sesenta. Layachi no sabía leer ni escribir, pero se reveló como un maestro de la narración. Su historia, una autobiografía ligeramente velada, es contada con un punto de vista crudo y descarnado