Un SÍ menor y un NO mayor

Un niño en la cámara de los horrores

George Grosz encontró su genio en el mundo decadente y grosero del Berlín de entreguerras y unió su estética al radicalismo político. Pero cuando se encontró en medio del esplendor capitalista de Nueva York, el artista se perdió en ese nuevo camino

Sus primeros recuerdos eran imágenes de la planta superior de la logia masónica que regentaba su padre, donde se decía que el esqueleto de un Maestro Venerable dormía el sueño eterno dentro de un ataúd. El pequeño George oía comentar en voz baja a sus amigos del colegio que los masones sabían el día y la hora exacta de su muerte. Eso sucedía en la pequeña ciudad de Stolp, en la región de Pomerania. Cuando murió su padre y la familia se trasladó a Berlín para buscarse el sustento, Georg Ehrenfried, conocido luego por Grosz, siempre recordaría aquel paisaje de su niñez, el bosque, los prados, el río, los felices días de verano con olor a heno, y también las ferias con tómbolas, bailes y circos con payasos, que en su memoria iban unidos a los espectros de aquella siniestra buhardilla familiar y a la fantasía erótica de una noche en que a través de una ventana iluminada observó con la respiración contenida desde la oscuridad del jardín a una mujer joven, la madre de un compañero, que se desnudaba en su dormitorio antes de meterse en la cama con movimientos que le desvelaron por primera vez el misterio del cuerpo femenino.

A George Grosz le fascinaban los relatos de crímenes y sucesos macabros que los sacamuelas exhibían con grandes carteles e ilustraciones panorámicas en los días de mercado popular. En 1910 la sociedad alemana todavía estaba inmersa en los valores aristocráticos, la brutalidad no se había apoderado de la vida pública, la gente aún se compadecía si moría de frío algún vagabundo, por eso en la fantasía del pequeño Georg todavía había orden en las cosas y el niño se divertía con los primeros garabatos extraídos de las historias de indios y tramperos que describía Karl May, el autor más famoso de la época; se extasiaba ante los heroicos húsares de Blücher y los ataques de la caballería pintados por Röchling. Copiaba ingenuamente las batallas de la guerra ruso-japonesa que venían en las revistas, pero este placer de las cosas en su sitio daba paso a la inquietud morbosa que sentía en la cámara de los horrores cuando llegaba la feria donde presenciaba escenas espantosas. Estaba lejos de imaginar que un día no lejano esta crueldad ficticia sería real y se convertiría en una obsesión estética que ya no lo abandonaría.

La armonía de aquel mundo feliz de la pequeña ciudad de Pomerania fue siempre un sustrato de la memoria de Grosz cuando en 1909 ingresó en la Königliche Akademie de Dresde para hacerse pintor. En 1912 siguió los estudios en el Museo de Artes y Oficios de Berlín, pero realmente George Grosz no tuvo maestros. Nunca le interesaron las lecciones de composición y perspectiva tal como se enseñaban entonces. El cubismo acababa de convertir la realidad en un montón de vidrios rotos. Eso mismo sucedía en la sociedad. No había más que mirar la calle. El artista perdió la ingenuidad rural y sirviéndose solo de su propia virginidad en los ojos comenzó a ver al mundo que le rodeaba como una profusión de insectos humanos. Su primer dibujo se publicó en la revista Ulk, suplemento satírico del diario Berliner Tageblatt. En 1913 George Grosz se fue a París. Bajo la influencia de Toulouse-Lautrec y Daumier comenzó a realizar dibujos obscenos y provocativos con una mente despiadada y de regreso a Berlín se dedicó a absorber la tragedia que se avecinaba por medio de personajes deformados por los placeres hedonistas bajo una perspectiva oblicua que en sus cuadros generaba una sensación de caos. Vientres abotargados como cubas, piernas de mujeres ajamonadas, caballeros esqueléticos con pinta mortuoria amontonados en peluches de los cabarés. Imitaba los dibujos satíricos que se publicaban en la revista Simplicissimus, de Bruno Paul. Bajo la premonición de una guerra inevitable los ciudadanos berlineses se divertían. Y llegado el momento sobrevino la explosión de cadáveres. Los cuadros de los expresionistas alemanes, de Otto Dix, de Schiele, Beckmann, Kirchner, comenzaron a tener sentido, pero Grosz era el más duro, el más sincero, el más suicida.

Como quien se apunta a una clase práctica para perfeccionar su estética George Grosz se presentó voluntario cuando empezó la Gran Guerra, pero antes de que lo licenciaran por enfermedad, pasó por varios hospitales psiquiátricos donde pudo comprobar que allí sus personajes de ficción, sus caricaturas y dibujos habían tomado carne y hueso, con una sensación de angustia parecida a la que sentía de niño en la cámara de los horrores de una feria.

Terminada la guerra sobrevino la locura de la inflación en la República de Weimar. Mientras se traspasaba el umbral de una tienda, antes de llegar al mostrador, un pollo había subido dos millones de marcos. “¿Qué es ese ruido que se oye?” —se preguntaba la gente. “Son los precios que suben” —contestaba alguien. Pero también se oían ritmos nuevos de jazz, se bailaba el charlestón y corría el champán mientras en la puerta de las iglesias y palacios se adensaban los mendigos como en la Edad Media. Grosz admiraba en ese tiempo al pintor Emil Nolde, un desaforado de la extrema izquierda política, que ni siquiera usaba pinceles para pintar. Se servía de trapos sucios empapados de óleo que refregaba contra los lienzos para dar a la vez una sensación de destrucción y de borrachera feliz. Ese era el camino. George Grosz unió su estética a la conciencia política radical. En 1918 se afilió al partido comunista alemán. Trabajaba en la revista Malik; fue el promotor del movimiento Dadá. En 1920 su libro de dibujos satíricos titulado Ecce Homo había causado un gran escándalo, por el que estuvo procesado y condenado por blasfemia e inmoralidad, sentencia que le sorprendió mientras se casaba con Eva Peter. Cuando en 1922, después de ser nombrado presidente de la asociación de los artistas comunistas, realizó un viaje a la Unión Soviética donde conoció a Lenin y a Trotski, pese al desencanto que le produjo la nueva tiranía unida a la miseria del pueblo, siguió con su ideología marxista hasta que la asfixia militarista que se producía en Berlín comenzó a incrustar en su mente un deseo de fuga hacia otra clase de paraíso. Para los nazis Grosz era el representante genuino del arte degenerado. Su obra fue quemada en público. Esa hoguera reprodujo la conversión.

A Grosz le funcionó la nariz con la que olfateaba un peligro inminente. Antes de que Hitler en 1933 llegara al poder el artista que con más brutalidad había desenmascarado el rostro de la clase dominante, de pronto, se encontró huido en medio de las calles de Nueva York, extrañamente feliz rodeado de toda la mitología del mundo capitalista. Allí durante una cena en un restaurante tuvo una agria discusión con Thomas Mann acerca del porvenir del nazismo. Thomas Mann, el ambiguo, le auguraba a Hitler solo unos meses en el poder. Grosz presentía que era inminente una larga hecatombe. Casi llegaron a las manos.

La historia de George Grosz es la de un artista que encontró su genio en medio de un mundo macilento, decadente y grosero de aquel Berlín de entreguerras y una vez colocado en medio del esplendor del capitalismo de Nueva York perdió la inspiración y sus cuadros comenzaron a amanerarse hasta resultar inexpresivos. Se encontró fuera de lugar, simplemente quería ser rico. En la mente de Grosz había penetrado otra clase de veneno que un día le hizo exclamar: “Hoy el dinero sigue siendo el símbolo de la independencia, incluso de la libertad. Cualquier idea puede ser más o menos engañosa, pero un billete de cien dólares es siempre un billete de cien dólares”. Grosz se perdió en ese nuevo camino. Pero un día regresó a Berlín de vacaciones y murió de repente al caerse borracho por la escalera, como uno de sus antiguos personajes. Fue la tarde del 6 de julio de 1959 en que el destino le obligó a ser coherente.

Manuel Vicent

 

Grosz. Un sí menor y un no mayor

Este libro puede ingerirse como una vacuna contra los tópicos: el de que los pintores no saben escribir, el de que -consecuentemente- sus libros sólo interesan a los especialistas en arte, el de que las memorias ofrecen el mejor perfil del autor, el de que quienes están en contra de algo serán inevitablemente partidarios de su opuesto. Y, más trascendente aún, el de que cómo iba nadie a prever lo que auguraban el nazismo y el comunismo. Por el contrario, estas memorias están escritas con notable talento narrativo, traslucen una personalidad llena de contradicciones y ofrecen una crónica dolorosamente lúcida de cómo se fue construyendo el altar en el que se sacrificaron millones de seres humanos en la Europa de mediados del siglo XX.

George Grosz (1893-1959) fue un artista fundamental en el dadaísmo, el expresionismo y en la pintura denominada Nueva Objetividad. Con esa trayectoria, ampliamente reconocida en su patria y en Europa, sin embargo cuando se trasladó a los Estados Unidos en 1933 no logró sino encargos menores. Y ello a pesar -resulta conmovedor leerlo- de que renunció a toda intención política, a toda pretensión vanguardista y a cualquier otro objetivo que no fuera llevar dinero a casa y profesar el American Way of Life. Su pintura fue desde entonces trivial y uno puede pensar que si existen casos de suicidio creativo éste debe ser uno de ellos.

A Grosz, que desde su misma infancia estuvo fascinado por las posibilidades expresivas de la caricatura, le debemos la imagen más acabada -por despiadada y memorable- de la Alemania de entreguerras. La resumió en escenas de calle y café, donde se cruzan militares sin civilizar, capitalistas porcinos, prostitutas pintadas como puertas y mutilados a los que apenas les queda cuerpo. Sería para reír si no fuera porque nos petrifica el horror. En estas circunstancias, Grosz y sus amigos se hicieron dadaístas, que era una forma artística de disentir del rumbo de la sociedad de entonces. Eran pacifistas pero no precisamente pacíficos: “Nosotros, los dadaístas… por unos pocos marcos como entrada no hacíamos otra cosa que decirle la verdad a la gente, es decir, insultábamos a los presentes”. Poco después, en 1919, Grosz ingresó en el Partido Comunista alemán. Su adhesión al levantamiento espartaquista y la virulencia de sus dibujos le costaron varios procesos judiciales. Poco después, en 1922, a la vuelta de una estancia de cinco meses en la entonces recientemente creada Unión Soviética, abandonó el Partido de forma inmediata. Su relato de ese viaje es sencillamente espeluznante. Y sin embargo, para el nazismo, cuyos prolegómenos describe con la misma agudeza expresionista que tenía su pincel, ostentaba el título de “bolchevique cultural número uno”. Así pues, su pintura se convirtió en seguida en uno de los ejemplos más palmarios de “arte degenerado”. Grosz se embarcó rumbo a Nueva York el 23 de enero de 1933. El 30 de ese mismo mes, Hitler tomó el poder. Pocos días después una brigada de militares arrasaría su estudio berlinés.

En los Estados Unidos Grosz dio clases de pintura, peregrinó por las redacciones de las revistas, incluso visitó Hollywood. Pero su mayor éxito no fue otro que salvar el pellejo. Escrito en 1946, este libro es un balance ciertamente desencantado de la historia de los hombres y de la suya propia. Para entonces había destilado una sabiduría que podríamos llamar cinismo: “Llegué a la conclusión de que son el poder y el éxito los que dan sentido a la vida”. Pero también: “No tengo idea de por qué, cómo ni cuando me convertí en quien soy en la actualidad”. Murió al poco de haber regresado a su patria, al caer borracho por una escalera.

José María Parreño

 

Triunfo y olvido de un rebelde

Aveces la historia juega malaspasadas. Cuando el pintor George Grosz falleció en 1959 tras caer borracho por unas escaleras, mucha gente se sorprendió porque creía que
el artista llevaba bastantes años muerto.

La cosa tiene su explicación. Las caricaturas satíricas de Grosz sobre la Alemania de los años 20 figuraban ya en los museos y en los libros de texto, su obra era estudiada como el icono plástico de la etapa de entreguerras, aunque tras esta proyección pública se encontraba un hombre que había emigrado a Estados Unidos donde quedó sepultado en el olvido. El pintor regresó a Berlín donde murió a los 66 años, dando fin a una existencia tan agitada como el mundo que le tocó vivir.

Quizá para explicarse o sacar su vida del silencio, el propio Grosz escribió sus memorias desde la infancia hasta el exilio americano, en un relato lleno de metáforas, anécdotas y personajes que títuló extrañamente –aunque tal vez no tanto–Un Sí menor y un No mayor, libro que ahora ha sido reeditado por (Ediciones Capitán Swing). Sátira y caricatura El nombre de Grosz ha quedado para la posteridad estrechamente unido a la imagen de la Alemania de Weimar y al arte de la ilustración satírica de la sociedad de su tiempo. Nacido en 1893 en Berlín, Grosz se aficionó al dibujo de niño a través de los libros de estampas que caían en sus manos. De joven fue movilizado como soldado en la primera Gran Guerra y los horrores que presenció provocaron en él un desencanto creciente y una pérdida total de fe en cuanto le rodeaba. “Lo que veía me repugnaba, y llegué a aborrecer a la humanidad. Todos los que me rodeaban tenían miedo, pero no tuve miedo de oponerme al miedo”.(…)

“Todo lo que podría decir al respecto está reflejado en mis dibujos”, confiesa en estas memorias. Efectivamente, su disgusto en la posguerra alemana, la crítica corrosiva hacia la burguesía y el militarismo, se repetían en sus escenas mordaces y distorsionadas que han pasado a formar parte de su particular crónica berlinesa de aquel tiempo, paralelamente a las obras de Bertolt Brecht –con quien tuvo relación de amistad– o la música de Kurt Weill.

Desde el punto de vista artístico su inquietud le movió a aceptar todo lo nuevo. Del desencanto ante el mundo surgió el sentido del caos, el absurdo y la burla que caracterizaron al Dadaísmo, en el que se integró junto a Otto Dix. Luego vinieron el expresionismo y la Nueva Objetividad, movimientos de vanguardia en los que participó con creaciones personales y avanzadas, entre ellas su obra Metrópolis, visión futurista y simbólica de la urbe del mundo venidero. Un mundo que se hunde
Pero en su vida, cada paso que daba le producía una nueva decepción. Traumatizado por los acontecimientos de aquellos años, Grosz se describe a sí mismo como un payaso zarandeado por las circunstancias y en definitiva, según relata Antoni Domènech en el prólogo de este libro, como un hombre que contempla los últimos años de un mundo que se va hundiendo. Militó en la izquierda, aunque abandonó desencantado el Partido Comunista tras un viaje de cinco meses por Rusia en 1922 y regresó a Berlín en una década que resultó fructífera para su trabajo pese a que su cabeza estaba llena de premoniciones oscuras de lo que seavecinaba. Los negros presentimientos se iban a confirmar pronto. La amenaza nazi le impulsó a emigrar a Estados Unidos, logrando escapar de Alemania por un golpe de suerte días antes de la llegada de Hitler al poder. Desde hacía tiempo América representaba para él una ensoñación: era el país de la modernidad, los grandes espacios abiertos, la música de jazz y los libros de Fenimore Cooper que se había aprendido de memoria cuando era niño. La huida del nazismo le condujo a Nueva York donde se instaló, aunque su entusiasmo por la situación produjo en él otras mutaciones: cambió su nombre, Georg, por el de George, y posteriormente se nacionalizó en Estados Unidos. Pero también en este país hubo más sombras que luces. Camino hacia el olvido Lo que Grosz quería en aquella etapa era ser un ilustrador norteamericano.

Sin embargo las cosas no eran fáciles y su estilo y su personalidad cambiaron radicalmente. Mientras que su nombre ya figuraba en la historia del arte europeo, en Nueva York tuvo que conformarse con dar clases en una academia y, ocasionalmente,
pudo colocar sus dibujos en algunas revistas. Era un trabajo humilde al que se acomodó. Se vio obligado a llamar a muchas puertas y aceptar las negativas de editores que le daban esquinazo. Da la impresión de que su carácter se había suavizado y las feroces caricaturas sociales ya no le interesaban. O quizá aceptó el fracaso. En este libro de memorias elogia la grandiosidad de las dunas y los paisajes americanos que luego solía pintar. Ya no se trataba de fustigar ni deformar las imágenes, sino de plasmar escenarios tranquilos con los que disfrutaba. Todo era más complaciente en su pintura pero ya no era el mismo Grosz y sus obras no se vendían.

Como reconocía uno de sus hijos en la exposición que le dedicó el Museo Thyssen hace algunos años, su padre tuvo dos vidas, una en Berlín hasta la llegada de Hitler y otra posterior en Nueva York. Grosz mismo, en el título de estas memorias, parece querer reflejar esa duplicidad en el significado de sus obras tan diferentes y tan distantes: el “Sí menor” afirmativo y pequeño de sus últimos años frente al “No mayor”, aquel grito crítico y enérgico que caracterizó su juventud.

María Jesús Gandariasbeitia

C. Swing publica el testimonio de George Grosz en “Un SÍ menor y un NO mayor”

Antes de irnos de vacaciones ya mencionamos en más de una ocasión (y de dos) el hecho de que la línea editorial de Capitan Swing estaba destinada a proporcionarnos amplios placeres en un futuro próximo. De hecho, después de nuestro letargo estival, también dejamos claro en nuestra reseña de “JOP” que el tomo de esta editorial concursa, desde ya, para hacerse con el título de mejor edición del año… Así que ahora sólo nos queda mantenernos con los ojos bien abiertos de cara a todo lo nuevo que vayan publicando. Y lo nuevo que nos llega es “Un SÍ Menor y un NO Mayor“, el testimonio de una mente inquieta que pasa por ser uno de los artistas en mayúsculas del siglo XX. La actividad de George Grosz como crítico creció en paralelo a su afición por otras prácticas como la ilustración, la caricatura, la pintura, la escritura e incluso los estados más primitivos del fotomontaje. Por eso es mucho más que pertinente recuperar “Un SÍ Menor y un NO Mayor“, donde (citando a Capitan Swing) “encontramos fantásticas anécdotas sobre Giorgio de Chirico, Salvador Dalí, Frans Masereel, Brecht, John Dos Passos y un largo etc. El viejo Café des Westens y el Romanische Café en Berlín, el Café du Dôme en París, el Kremlin de los años veinte y las calles del Nueva York de los años treinta hasta los cincuenta cobran vida en este libro“. El marco histórico ya lo tienes. Ahora sólo falta que lo disfrutes.

Un SÍ menor y un NO mayor

Este es el testimonio de la agitada vida de una de las mentes más originales e independientes del siglo XX. El más rebelde y explosivo de los dibujantes y pintores alemanes, fustigador del militarismo, el capitalismo y la burguesía de los años veinte, hace aquí balance de su vida, que al mismo tiempo es parte de la historia contemporánea