Senderos de gloria

Para una historia universal de la infamia

A poco que rastree en su memoria cinematográfica, cualquier espectador recordará una serie de discursos que jalonan su educación sentimental. La mayoría suele reproducir un mismo esquema: un momento álgido de la peripecia, un instante para los tribunales de la moral, un público más o menos ajeno, indiferente o abiertamente hostil al otro lado de la representación. Una figura sola, inflamada por una injusticia padecida y dueña de un acento elegiaco, toma el testigo, se apropia de la escena y dicta la soberanía de su juicio. La imagen se vuelve apoyatura, marco, mero decorado.

Entre tanto, la palabra reivindica sus poderes y deviene un agujero negro capaz de succionar emociones, razón y prejuicios. Punto sin retorno de la acción, este episodio capital se hace un hueco en el corazón de quien lo contempla y perdura como el instante por antonomasia de una narración ejemplarizante. Los casos podrían multiplicarse atendiendo a la biografía de cada cual. Citemos unos cuantos que habitan en el recuerdo: Charles Laughton como Albert Lory en Esta tierra es mía de Jean Renoir; Marlon Brando como Marco Antonio en Julio César de Joseph Leo Mankiewicz; Montgomery Clift como Rudolph Petersen en ¿Vencedores o vencidos? de Stanley Kramer.

Uno de los momentos más emotivos de la historia del cine es aquel en que Kirk Douglas, encarnando al coronel Dax, denuncia en Senderos de gloria, la obra de Stanley Kubrick, la monstruosidad a la que el ejército francés ha sometido su propia dignidad. El sostén casi oracular de la escena (la frase de Samuel Johnson según la cual «el patriotismo es el último refugio de los canallas») ha fecundado la conciencia de millones de espectadores.

Lo curioso del caso es que, dentro del material literario que inspiró la película, la novela homónima de Humphrey Cobb, editada ahora por Capitán Swing, el coronel Dax apenas desempeña un papel secundario (en la película suplanta a otro carácter, el teniente Étienne) y la frase del escritor inglés que sirve de motivo a su discurso ni siquiera existe. La licencia cinematográfica no resulta en todo caso obstáculo para reconocer una evidencia: la narración de Cobb merece figurar por derecho propio en los anales de una historia universal de la infamia.

Los alegatos contra el militarismo han adoptado múltiples formas. La que Cobb escoge para insinuar su asco es muy inteligente. El desmán que narra es de tal magnitud que no precisa de una justificación ad hoc para denigrarlo. Basta con exponer las estaciones del disparate y mostrar, con una distancia y contención espléndidas, las reacciones que el absurdo suscita en sus protagonistas. Senderos de gloria supone, en primer lugar, la evidencia de cómo se gesta una carnicería de despacho. Sólo más tarde se explica cómo una vileza espantosa, la confesión de una negligencia horrible, apenas se puede ocultar mediante el cometido de una infamia aún mayor. Es la habitual lógica del poder: para ocultar una vergüenza, perpetrar una aberración.

La única jerarquía visible en la novela es la del mando, lo cual equivale a decir la del capricho más brutal e irreprimible, aquel que, en época de guerra, un hombre puede ejercer sobre otro por el hecho de precederlo en el escalafón. Esta jerarquía desmiente cualquier atisbo de mérito entre las personas, esperanza alguna de individuación. Lo único que salva o condena es ser soldado, sargento o general. La historia de esta iniquidad se escribe, pues, desde el despliegue de galones cosidos a una guerrera, no desde la educación, el talento o la virtud. Por eso el episodio bélico que Cobb nos traslada resulta tan patético. Porque ningún hombre puede declararse ajeno a él. Lo enorme de su arbitrariedad hace imposible ignorarlo.

En 1916, durante la Primera Guerra Mundial, un regimiento francés es obligado por sus superiores a atacar una posición inexpugnable, el Pimple. Dentro de la economía objetiva de la guerra, el Pimple es intrascendente, pero dentro de la ecología de los mandos y sus estrategias de promoción y reconocimiento, el Pimple forma parte de un delicado ajedrez que se asocia a la gloria. Lanzadas contra el Pimple, las tropas de asalto reciben la respuesta que cabía esperar: el fuego enemigo las obliga a volver a sus posiciones de partida.

Materialmente, es imposible avanzar. El ojo del general que asiste a esta imposibilidad advierte sin embargo otra cosa. Y lo que advierte es cobardía. El regimiento que ha sido despedazado nada más asomar la cabeza de sus trincheras no ha intentado en realidad tomar el Pimple. Un elenco de hombres ha ignorado el dictado de sus superiores. Así que, en consecuencia, hay que llevar a cabo una acción interna de castigo. Evidenciar la irresponsabilidad de las tropas mediante un acto sumarísimo, una punición soberana.

Es aquí donde Senderos de gloria abandona el terreno del antimilitarismo y se convierte en una disputa más amplia en torno al concepto de humanidad. Porque lo que el mando exige a sus oficiales es que escojan, de entre la masa de hombres a su disposición, a aquellos que deben morir para satisfacer el capricho de un Moloch que quiere dar ejemplo. El libro enciende entonces su antorcha moral, la que Kubrick, sirviéndose de otro lenguaje, reenviará al discurso de Dax.

Enfrentar a un hombre al más terrible de los compromisos: que decida el nombre de aquel a quien debe matar, no sólo a sabiendas de que es un compatriota, sino a sabiendas de que no es culpable, de que su muerte sólo servirá para que alguien pueda ignorar el delirio moral que puso en marcha una lotería de la carne. Imposible no recordar la sentencia de Jünger en Tempestades de acero ante la visión del soldado inglés muerto: «El Estado, que nos exime de la responsabilidad, no puede librarnos de la aflicción».

Ya se apuntó la fuerza que el cine posee para grabar en la memoria lecciones morales. Si alguien hubiera recreado en una pantalla el discurso fúnebre de Pericles durante la guerra del Peloponeso, ese discurso perduraría hoy con mayor intensidad que el texto de Tucídides. Y sin embargo conviene acudir al original del historiador griego para no ignorar ni uno solo de los acentos de ese fragmento apasionado, ni un apunte humano de sus inflexiones. Del mismo modo, y por estremecedora que siga resultando todavía hoy la visión de Senderos de gloria, es un regalo formidable tener acceso al texto de Humphrey Cobb. No en vano, la literatura alcanza estadios del ánimo donde ninguna imagen llega. A esas regiones son a las que apunta este libro bello y furioso, y que cuenta una historia, en puridad, insoportable de aceptar.

Humphrey Cobb y Senderos de gloria

Doy por sentado que los lectores de estas líneas han visto Senderos de gloria (1957), la obra maestra de Stanley Kubrick, y, por tanto, conocen el terrible desenlace de la novela homónima de Humphrey Cobb (1899-1944), que ahora edita Capitán Swing, tal vez al calor de la conmemoración del centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Con pretexto o sin pretexto, la publicación de esta novela se justifica por sí misma, por su gran calidad y por la envergadura de su requisitoria.

No dispongo de datos concretos sobre la prohibición del libro durante el franquismo, pero la película, desde luego, fue prohibida y, curiosamente, no llegó a las pantallas españolas hasta 1986, años después de la desaparición de la censura. Libro y película también fueron prohibidos en otros países.

Senderos de gloria (1935) se basa en hechos reales. Tres soldados de un regimiento francés fueron fusilados con toda rapidez y tras un juicio sumarísimo sin la menor garantía. Los oficiales al mando habían fracasado en el planteamiento de un ataque de sus tropas, que resultó desastroso, y lejos, por supuesto, de reconocer su error o, al menos, callar, decidieron dar un escarmiento a sus soldados bajo la acusación de cobardía. Hablar de garantías en el consejo de guerra celebrado con toda celeridad es doblemente ridículo, pues los reos, para empezar, fueron elegidos por sorteo.

Como viene a subrayar, con gran contundencia, David Simon –guionista y productor de The Wire-, la novela de Cobb no es, aunque también lo sea, una obra meramente antibelicista, sino que sitúa al Ejército –su cúpula, sus reglas, su disciplina, su irracionalidad- en su punto de mira. Más allá del alegato antimilitarista, el libro alcanza una dimensión ética y humanística al mostrar a los corrientes soldados como marionetas movidas hacia un destino atroz, como auténtica carne de cañón de arbitrarias voluntades superiores, sin consideración alguna hacia sus derechos y dignidad como personas. El traductor, Ricardo García Pérez, anota que el título del libro está tomado de un verso de Thomas Gray: “Los senderos de gloria no conducen sino a la tumba”.

Pero sería un error creer que el interés de esta novela es una exclusiva derivación de su carga ideológica. En absoluto. La extraordinaria calidad de la escritura de Cobb se muestra en la perfecta adecuación entre lo que se cuenta y el cómo se cuenta. Línea a línea, párrafo a párrafo, parte a parte, esta novela es una excepcional máquina de precisión, en la que la brillante pertinencia de un lenguaje económico, el ritmo siempre en avance y la estructura milimetrada dejan fluir ideas que impresionan y emociones que devastan.

Hay mucho donde elegir, pero escenas como la del sorteo entre ciento once soldados para elegir a los acusados, o la del juicio –potenciada al máximo al estar narrada sólo con diálogos-, o, por descontado, la del fusilamiento son en verdad magistrales. Si la película de Kubrick (muy fiel al libro) conmueve y golpea, casi me atrevo a decir que la novela de Cobb –que sabe de lo que habla, pues combatió en la Gran Guerra- conmueve y golpea todavía más, ya que contiene –en el pasaje del fusilamiento, sin ir más lejos- detalles de un realismo seco y estremecedor. El libro se completa con extractos del diario que Humphrey Cobb escribió en el frente. Tenía 17 años.

Me he fijado en un párrafo que no es, ni mucho menos, de los más crudos y radicales. Cobb cuenta los preliminares de la ejecución: “El regimiento, como lo están siempre todos cuando tienen que formar, y raras veces para atacar si es cierto lo que cuentan los historiadores militares, estaba listo antes de la hora fijada”.

El ordenancismo y la disciplina surten sus efectos cuando se trata de formar sin más –con el significativo detalle, en este caso, de formar para asistir a un fusilamiento de compañeros-, pero el desolador miedo a morir, cuando se trata de formar para atacar, no consigue la puntualidad exigida.

Senderos de gloria

El 2 de julio de 1934, el escritor Humphrey Cobb leyó un suelto en The New York Times que decía: “Los franceses absuelven a cinco fusilados por amotinamiento en 1915. Dos de sus viudas reciben una indemnización de un franco cada una”. Investigó y descubrió que no había habido tal amotinamiento: tras el fracaso de la toma de una colina en Souain, el general Réveilhac ordenó que cinco cabos del Regimiento 136, elegidos al azar, fueran fusilados “para dar ejemplo a la tropa”. En 1935, Cobb publicó Senderos de gloria, una novela nacida de la indignación y el conocimiento. Fue uno de los primeros voluntarios americanos en partir al frente occidental y luchó en la batalla de Amiens, donde fue herido y gaseado. El texto tiene a ratos un aire desmañado, como si hubiera sido escrito a gran velocidad, para escupir el recuerdo de todo aquel horror, pero sin duda sabe de lo que habla. Habla de la implacable máquina bélica, habla de la farsa del consejo de guerra, habla de lo que pasa en las trincheras y en los cuerpos. Un veterano le dice a un soldado bisoño: “Cuando los hombres se asustan, todo en su interior se solidifica. Las funciones se interrumpen. Las secreciones se secan. Cuando un obús viene hacia ti contienes todo, hasta la respiración. Por eso esas caras parecen grises. La piel se seca. Los ojos están vidriosos por falta de sueño. Cada vez que un hombre sale de la primera línea, en su interior parece romperse el resorte de un reloj”.

En su momento, Senderos de gloria pasó casi inadvertida. Tampoco funcionó su adaptación al teatro, a cargo de Sidney Howard: al público de Broadway, por lo visto, no le apeteció que le recordaran todo aquello. Howard, que había escrito el guion de Lo que el viento se llevó, dijo: “Hollywood tiene la sagrada obligación de llevar esta novela al cine”.

Por aquellos años, un niño llamado Stanley Kubrick leyó la novela, y quizás se le quedaron grabados párrafos tan cinematográficamente precisos como este: “El sable cayó con un destello. La descarga resonó con estruendo, salió escupido el humo y 36 hombros retrocedieron al unísono. El humo se dispersó hacia los lados y desapareció. Los cuerpos rígidos de los postes comenzaron a relajarse casi imperceptiblemente”. En 1957, tras el rechazo de varios estudios, Kubrick logró llevar la novela al cine gracias al apoyo de Kirk Douglas y United Artists. En Francia no se estrenó hasta 1975. En España, hasta 1986, once años después de la muerte de Franco: los militares de ambos países, al parecer, consideraron que su contenido era problemático.

La editorial Capitán Swing ha publicado Senderos de gloria, en traducción de Ricardo García Pérez y con un prólogo iluminador de David Simon, el creador de The Wire, donde, entre otras cosas, dice que gracias a la contención del estilo de Cobb la historia gana en lucidez y cólera. Acabo de leer el libro y creo que puede sumarse a la lista de textos clave sobre los horrores de la guerra, una lista en la que yo colocaría (aunque hace tiempo que no las visito) Catch 22, de Joseph Heller; Imán, de Ramon J. Sender; Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer; La forja de un rebelde, de Arturo Barea; Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, de Tim O’Brien, y Despachos de guerra, de Michael Kerr. Hay muchas más: el tema, por desgracia, no se agota.

Senderos de gloria

Conocida por la adaptación cinematográfica de Stanley Kubrick, Senderos de gloria es un retrato escalofriante sobre la instrumentalización de la justicia y una de las mejores denuncias del militarismo y sus excesos