¿Qué fue el socialismo en EEUU?
En 1906, Werner Sombart publica su segundo ensayo más famoso. El primer puesto siempre estuvo reservado para su Refutación del Marxismo (1926), una conversión ideológica anunciada desde hacía tiempo por parte de quien, mediante su modelo intelectual, puso en entredicho la susodicha palabrita: «Moi, je ne sui pas marxiste», dijo el anciano Karl para quitarse avant la lettre de encima la infausta herencia de su pensamiento. Luego vendría, en términos políticos, el Congreso de Erfurt y su inopinada estrategia política de los dos mundos. Y en términos intelectuales, los marxistas de cátedra, muy duramente combatidos por una socialdemocracia (sin lugares en la universidad: resultado de los dos mundos) que los tachaba de apolíticos para arriba, y entre los cuales se contaba Sombart hasta su giro nazi, ya anticipado en unos trabajos de antropología obsesivamente circunscritos sobre el pueblo hebreo, cuya guinda que corona el pastel es Deutscher Sozialismus (1934): una apología sin descaro del régimen hitleriano. Aún marxista entonces, Sombart publica en 1906 la medalla plateada de su palmarés intelectual, como decimos: ¿Por qué no hay socialismo en los Estados Unidos?. Una pregunta ciertamente precipitada, como comprenderán, dado el momento de su formulación. Sombart se pregunta, como si el socialismo triunfara entonces all over the world, como si el desarrollo y la implantación del SPD no fuera una excepción, una punta de lanza en Alemania, por qué el continente que satisface las condiciones del desarrollo homogéneo, creciente y explotador predichas por Marx (las disparidades de renta entre los percentiles más altos y los más bajos en USA ya era célebre entonces), no tiene una plebe marxista convencida, se pregunta Sombart.
La pregunta quizá hasta tuviera sentido. A fin de cuentas, el primer afiliado del Partido Socialista electo a nivel federal, Victor Berger, accede como miembro del Congreso en 1910, en paralelo a la elección de Pablo Iglesias en España como diputado socialista del Parlamento. Y cabe preguntar: ¿resulta concebible acaso que la doctrina de Iglesias, defensor de «la Bendita Intransigencia», una exportación de los dos mundos alemanes, tuviera idéntico arraigo popular que Berger, mucho menos obrerista, con demandas bastante inclusivas, teniendo además en cuenta las diferencias existentes entre el sufragio caciquil ibérico y el sistema electoral americano? A primera vista —no— apenas resulta concebible. Incluso podemos llegar a tragar, pues resulta bastante intuitiva, la tipología arquetípica de Sombart: el obrero yanqui «está a gusto, está bien y de buen humor —como todos los norteamericanos—. Su visión del mundo es el optimismo —su máxima fundamental: vivir y dejar vivir—. Por ello mismo se desvanece el fundamento de aquellos sentimientos y emociones sobre los cuales un trabajador europeo construye su conciencia de clase: la envidia, la amargura, el odio hacia aquellos que poseen más, que viven en la abundancia.» Idénticas consideraciones nietzscheanas, sobre el espíritu anglosajón y su componente überemprendedor, pueblan el resto del ensayo. Sombart incurre en varios errores, tales que: tomar en serio la retórica inflada del SPD, cuyo sindicalismo siempre fue pactista en grado sumo, mientras los representantes parlamentarios agitaban el gallinero, como los antisistema (de palabra) que eran. Resulta también curioso que Sombart elija como modelo sindical la AFL, una federación laborista exclusiva para varones blancos cualificados, cuando hacía unos meses (1905, Chicago) se había fundado la IWW, siguiendo el paradigma del sindicalismo insurgente continental: un sindicato no racista y no sexista, que abogaba por la acción directa. «Acción directa significa acción industrial directamente por, para y de los propios trabajadores, sin la ayuda traicionera de falsos líderes sindicales o de políticos intrigantes», rezaban los panfletos de los Wobblies.
La década posterior a ¿Por qué no? terminaría refutando el contenido predictivo del ensayo, volviendo más acuciante el interrogante si cabe. En 1909 se funda el International Ladies Garment Workers Union, la primera organización contundente de costureras, cuyas sonadas victorias no impidieron la tragedia del 25 de marzo de 1911, el incendio de la Triangle Shirtwaist, la fabrica neoyorkina donde trabajaban cerradas con pestillo las obreras textiles, durante el aniversario del alunizaje de los colonos en Maryland (1634), ¡tierra de oportunidades! En 1912, los Wobblies organizan una acción directa en Lawrence (Masachussetts), dando comida y combustible a 50.000 huelguistas (en una población de 86.000 habitantes), aguantando ante las muertes y los arrestos provocados por la policía («Las bayonetas no pueden tejer la ropa», fueron las declaraciones del arrestado Joseph Etor, líder de la IWW en NYC), trasladando a los niños hasta otras ciudades, ante la perspectiva de una larga huelga, y finalmente obteniendo aumentos salariales entre el 5 y el 11 por 100, repartiendo las mejores compensaciones entre los trabajadores peor remunerados, ante una rendida Silk American Company. En 1913 comienza en Colorado una huelga de los mineros del carbón contra la familia Rockefeller que termina en abril del 14 con la Masacre de Ludlow, con la guardia nacional matando a varias docenas de personas, con varios cientos de mineros siendo convocados a tomar las armas, con compañías de soldados negándose a disparar sobre población civil, y finalmente, con el despliegue del ejército federal, aplacando la insurgencia.
En suma, justo unos meses antes del arranque de la Primera Guerra Mundial la pregunta de marras (Why not socialism?) resultaba pertinente, sí, pero tras unos años the correct answer sería más clara: los congresistas.
Fueron los congresistas quienes votaron el reclutamiento obligatorio para paliar las vacas flacas del patriotismo tras el hundimiento del Lusitania (la IGM necesitaba un millón de soldados, pero solo hubo 73.000 volutarios), provocando que hasta 330.000 reclutas dieran señas falsas, huyendo de las autoridades en calidad de prófugos y sediciosos (¿quién quiere morir en una trinchera?); los candidatos socialistas, opuestos desde el inicio contra la guerra, a diferencia de sus compañeros del Viejo Mundo, multiplicaran varias veces sus resultados en las elecciones municipales de 1917, comparadas con los votos de 1915: en Chicago, por ejemplo, subieron del 3,6 al 34,7 por 100. Fue el comienzo del fin. También fueron los congresistas quienes aprobaron la Espionage Act, elevando la beligerancia a religión de Estado, convirtiendo la cárcel o la muerte en la disyuntiva existencial de los socialistas que quisieran continuar abriendo la boca: 10 veranos entre barrotes para Eugene Debs (fundador del PS); la tortura y la soga para el gaznate de Frank Little (organizador del IWW en Montana); un vuelo desde el 14º piso de Park Row (NYC) hasta el suelo para Andrea Salcedo (impresor anarquista); y así hasta 4.000 personas detenidas en 1920, una vez terminada la guerra, y 249 inmigrantes eslavos deportados a la URSS (¡Sayonara, Emma Goldman!). ¿Qué opinarían pacifistas, socialistas y anarquistas del optimismo sombartiano durante el Trienio Guerrero (1917-20)? Durante el mitin que condujo a su arresto, Eugene Debs puso los puntos sobre las ies, dando (en parte) la razón a Sombart:
“Nos dicen que vivimos en una gran república libre; que nuestras instituciones son democráticas; que somos un pueblo libre y autónomo. Incluso para un chiste, eso es demasiado. […] Sí, a su debido tiempo nos haremos con el poder de esta nación y de todo el mundo. Vamos a destruir todas las instituciones capitalistas esclavizantes y degradantes. Está saliendo el sol del socialismo.”
En verdad, se estaba poniendo. Optimismo de la voluntad, dice Gramsci.