Noticias de ninguna parte

Las utopías enterradas por el capitalismo

El 15-M resucita la capacidad de imaginar un mundo mejor. La reedición de novelas utópicas históricas contrasta con la incapacidad de la ficción actual para plantear alternativas

«No somos antisistema, somos cambiasistemas». «Tu futuro es ahora». «Ya ha empezado». Los eslóganes del 15-M no dejan lugar a dudas: hemos vuelto a recuperar la fe en el futuro. Y la capacidad para imaginarnos mundos mejores. El movimiento del 15-M puede ya apuntarse el tanto de haber rescatado de los sótanos de la Historia la idea de la utopía (posible) para el imaginario colectivo. Se trata, sin ningún género de duda, de una pequeña revolución cultural.

Curiosamente, la insurrección del 15-M ha coincidido con la llegada de varias utopías literarias históricas a nuestras librerías. Historias antiguas que imaginaron sociedades más justas y que tuvieron mucho impacto cuando fueron publicadas. Una ola de reediciones de textos clásicos de un género que en las últimas tres décadas había pasado a mejor vida. Ahora que los manifestantes de la Puerta del Sol gritan «lo queremos todo y lo queremos ahora» ha llegado el momento de preguntarse por qué la utopía había desaparecido del horizonte cultural contemporáneo, qué papel jugó la ideología dominante (el libre mercado) en su caída en desgracia y qué función política cumplen los textos utópicos literarios.

Una guerra ideológica

En 1887 un hombre llamado Julian West fue enviado al año 2000 para conocer las bases políticas de la sociedad del futuro. Tres años después, otro ciudadano del siglo XIX, William Guest, partió también hacia el año 2000. Le enviaban los enemigos políticos de West… Sí, suena a argumento de ciencia ficción. Y lo es. En 1887, Edward Bellamy publicó El año 2000. La novela narraba las peripecias de un tipo adinerado de Boston (Julian West) que, tras someterse a un tratamiento de hipnosis para curar su insomnio, amanecía en el Boston del año 2000. Había dormido 113 años en una sola noche.

Bellamy se imaginó que en el EEUU del año 2000 era una sociedad socialista centralizada. Su visión irritó a otro escritor, William Morris, que en 1890 publicó Noticias de ninguna parte, donde William Guest, tras una agitada discusión política en la Liga Socialista, despertaba en el Londres del año 2000. El capitalismo, cómo no, también había desaparecido. Ahora triunfaba una sociedad comunitaria y rural de aires libertarios. ¿Quién da más?

El año 2000 y Noticias de ninguna parte, reeditados por Capitán Swing, fueron escritos por dos militantes con visiones antagónicas del socialismo del futuro. El libro de Bellamy se convirtió en uno de los mayores best sellers de la época, inspiró la creación de un partido político y de decenas de clubs de debates.

En la utopía descrita por Bellamy los hombres trabajaban a las órdenes del denominado Ejército Industrial. Una gigantesca organización controlada por el Estado, propietario único de tierras y empresas. Una sociedad centralizada donde todo el mundo recibía el mismo sueldo. Y la jubilación llegaba a los 45 años.

Morris, por su parte, apostó por un futuro rural alejado de la mecanización propia de finales del XIX. Una utopía en la que el trabajo, una de las principales críticas de Morris a la utopía «alienante» de Bellamy, sólo tenía sentido como generador de placer y realización humana. En su sociedad se había abolido la propiedad privada. Y triunfaba la autogestión cooperativa y el control asambleario de los medios de producción. No había clases sociales ni autoridad política. Y la sede del Parlamento se había reconvertido ¡en un almacén de estiércol! Una utopía, en definitiva, con pinta de paraíso rural medieval.

«En la década de 1890, Norteamérica estaba abierta y lista para aceptar visiones de la buena sociedad. Mientras que las novelas del siglo XX que intentan describir un cuadro del futuro, como Un mundo feliz de Aldous Huxley, y 1984, de George Orwell, describen una sociedad deshumanizada gobernada por la sugestión hipnótica de las masas o el terror, los norteamericanos de finales del siglo XIX estaban dispuestos a creer en, y eran capaces de creer en, una sociedad que cumpliese las promesas y las esperanzas que están en la raíz de toda la sociedad occidental», explicó el psicoanalista Eric Fromm en un prólogo a El año 2000 recuperado ahora.

Los tiempos culturales, en efecto, han cambiado. Algo que la actual ola de reediciones de novelas utópicas históricas, repletas de ejemplos de futuros alternativos, deja claro por contraste. Porque la utopía triunfante del siglo XXI no se llama ni socialismo centralizado, como imaginó Bellamy, ni socialismo libertario, como pensó Morris, sino libre mercado.

«Los textos utópicos nos ayudan a entender que el utopismo no ha desaparecido, sólo se ha camuflado. Por ejemplo, la idea liberal de que el mercado puede regular cualquier relación social es una auténtica excentricidad utópica que parece inmune, como buena ideología, a su permanente refutación por la realidad. A mi juicio, el programa de Milton Friedman, Ronald Reagan o Jean-Claude Trichet tiene más que
ver con las sectas icarianas que con lo que la mayoría de la gente esperamos de la política. El liberalismo económico es una forma de utopía cuya principal peculiaridad es que a finales de los años setenta del siglo pasado se impuso en todo el mundo», señala César Rendueles, adjunto al director del Círculo de Bellas Artes.

La institución cultural madrileña ha lanzado una colección de utopías históricas que incluye, además del clásico de Tomás Moro (Utopía), obras de Claude Henri de Saint-Simon (De la reorganización de la sociedad europea), Robert Burton (Una república poética) y el anónimo español Sinapia. Les seguirán en los próximos meses La isla de los esclavos, de Marivaux; Panóptico, de Jeremy Bentham; París en sueños, de Jacques Fabien, y Ciudades Jardín del mañana, de Ebenezer Howard, entre otros.

El secuestro de la idea de utopía por el neoliberalismo explicaría también por qué la posmodernidad ha convertido el género utópico en una reliquia histórica. En un tiempo en el que las alternativas a la utopía capitalista han sido eliminadas políticamente, cineastas y novelistas parecen haber perdido la capacidad de imaginarse un mundo mejor.

Bienvenidos, pues, al maravilloso mundo de las distopías catastrofistas. El filósofo esloveno Slavoj Zizek lo ha explicado recurriendo a ejemplos paradigmáticos del Hollywood contemporáneo. «Estamos imaginándonos constantemente el fin del mundo. Prueba de ellos son las películas apocalípticas del tipo Independence Day o El día de mañana. Sin embargo, ninguna teoría sociológica actual puede ya siquiera imaginar cuál era el tema estrella del debate en los años setenta. ¿Existe una alternativa al capitalismo? ¿Durará para siempre el capitalismo? Ya no podemos imaginarnos una sociedad diferente. Hoy en día la izquierda sólo parece aspirar a un capitalismo global con cara humana: más derechos para los desamparados, para las minorías de género, menos racismo… Y esto dice mucho del dilema en el que nos encontramos. La única pregunta seria y radical hoy en día es: ¿Es verdad? ¿Es cierto que, históricamente la humanidad ha dado con la mejor forma posible? ¿O por el contrario el capitalismo global actual contiene lo que en términos marxistas son contradicciones, tensiones y antagonismos irresolubles?», asegura Zizek, cuyo último libro, Living in the end times (Verso, 2010), no publicado aún en España, analiza la hecatombe del capitalismo global y nuestra incapacidad para darnos cuenta de la que se nos viene encima. Lo que daría pie a otra gran pregunta: ¿Qué ocurre cuando la utopía triunfante se parece peligrosamente al fin del mundo?

Hacer posible lo imposible

Para Fredric Jameson -autor del fundamental Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción (Akal, 2010), ensayo de referencia sobre las utopías literarias- «lo devastador» no es tanto «la presencia de un enemigo», el capitalismo, como la «creencia universal no sólo de que esta tendencia es irreversible sino de que las alternativas históricas al capitalismo se han demostrado inviables e imposibles, y que ningún otro sistema socioeconómico es concebible, y mucho menos disponible en la práctica». Lo que hace aún más necesaria, según Jameson, la existencia de utopías de ficción: «Uno no puede imaginar ningún cambio fundamental de nuestra existencia social que antes no haya arrojado visiones utópicas cual sendas chispas de un cometa».

Rendueles zanja el debate ahondando en la necesidad de recuperar las ficciones utópicas. «Nos ayudan a entender hasta qué punto muchos de los problemas que marcaron la agenda política moderna siguen actuando larvadamente en nuestro tiempo, y haríamos bien en hacernos cargo de ellos explícitamente. La utopía dotaba de sentido a conflictos que hoy resultan difíciles de entender y, sobre todo, de resolver, una vez destruido ese marco ideal. Tal vez la lucha de clases no sea el motor de la historia, pero no está muy claro que esta calma chicha distópica que nos ha tocado vivir sea mucho más hospitalaria. Recuperar la literatura utópica clásica contribuye a sacar a la luz las posibilidades ocultas de nuestra contemporaneidad».

Noticias de utopía

Si el pasado es un país extranjero, el futuro a veces es otro planeta. Una de las formas canónicas de imaginar ese territorio desconocido, soñado, idealizado y temido es la utopía. En la utopía se exponen las ideas del Bien soñado en oposición a la caverna vivida o al Mal padecido. La utopía es ese género entre la política y la mitología, entre el manifiesto social y el trance hipnótico, entre el cuento de hadas y la ciencia ficción. Ha sido uno de los sueños más recurrentes de la razón.

Sueños o novelas filosóficas, políticas. En dos utopías noveladas de finales del siglo XIX, publicadas este año en España por Capitán Swing, el mito es además ideológico. Noticias de ninguna parte, de William Morris, es el sueño visionario de un anarquista. Después de una velada entre amigos en la que se discutió sobre el día siguiente de la revolución, y en la que pasó de la circunspección exagerada a la intemperancia no menos extrema, una fracción, es decir un hombre, regresa a su casa al oeste de Londres, no sin despedirse cordialmente de sus camaradas. Camino a casa, en el tufo del ferrocarril subterráneo, siente remordimientos por haberse acalorado en la conversación y recapitula los muchos argumentos «excelentes y definitivos que había tenido en la punta de la lengua y que había olvidado en la reciente discusión». Entonces alza una súplica ensimismada: ¡Si yo pudiera verlo un día nada más, sólo un día! A partir de una duermevela, el deseo se le cumple. La fracción se despierta muchos años después del advenimiento de la revolución. Es decir en el paraíso.

Porque no hay ninguna duda, en el texto de Morris, acerca del carácter benéfico del más allá revolucionario. Benéfico y en realidad idílico, un nuevo mundo signado por la felicidad, la cordialidad y la belleza. Ya no es Londres, «aquel desierto de cal y ladrillo», sino un conjunto de caseríos diseminados que ocupan el territorio que alguna vez fue Londres. No hay comercio ni dinero ni por supuesto pobres. La gente es más bella y con cierta tendencia a vestirse a la manera de la Edad Media. Todas las casas tienen jardín y no hay escuelas, «esos rediles de niños», ni cárceles ni leyes, formas anacrónicas de dominación. Y ya no hay dominación porque no hay política. Se bebe buen vino, se anda a caballo y a remo, se lee poco, porque los mejores libros son los mismos seres humanos, libros siempre abiertos. Todos trabajan por placer. El mundo, en suma, es un «jardín encantado», como una historia de los hermanos Grimm en clave anarquista. Lo único que molesta al Huésped del edén revolucionario es el color de los vestidos, demasiado chillones para su gusto, confesadamente malacostumbrado al gris decimonónico.

La utopía de William Morris es un himno en prosa a la infancia de la historia. Trata de un tiempo no sólo ahistórico sino apasionadamente antihistórico. El pecado capital de la historia -la propiedad privada, el lucro- ha sido abolido, y con él todos los problemas sociales, es decir humanos. La familia, otro derivado de la propiedad privada, ya no es la célula básica de nada. No que se haya caído en esa alucinación de propietario que es el individualismo. Morris ensalza más bien un comunitarismo agrícola, acaso una presciencia de las comunas hippies. Tiene una sóla nostalgia histórica: la Edad Media. No tanto por su comunitarismo sino por su buen gusto arquitectónico y decorativo. En esto, es curioso, se asemeja a un escritor conservador como G.K. Chesterton. Sin ventaja, a mi parecer. Mientras la Edad Media de Chesterton es tabernera, filosófica, teatral y religiosa, humana hasta en sus intolerancias y delirios, la de Morris parece una entrevisión romántica del londinense Victoria & Albert Museum.

Algo recurrente en Noticias de ninguna parte: los revolucionarios tienen no poco de dandis, en estado casi salvaje, eso sí. En ello Morris es más una versión plúmbea de Oscar Wilde (quien a su vez escribió un todavía interesante libro sobre el «alma del hombre bajo el socialismo») o un tatarabuelo con doctrina de John Galliano que un profeta de las masas uniformadas. Puede resultar un detalle nimio, y sin duda pertenece sin problemas al kitsch utópico de Morris, pero sospecho que no carece de consecuencias. Si se quiere reparar en la independencia de criterio (o en el sentido de la extravagancia) de ese socialista agrario que fue Morris, compárese su idea del vestir, suntuoso y ligeramente medievalista o es carnavalesco, casi una parodia antes de tiempo del Swinging London, con el clóset de los estados comunistas que en el mundo han sido. El culto a la personalidad ha exigido siempre un voto de pobreza multitudinario, culto y pobreza ausentes en la ficción de Morris. Es algo.

Porque el sueño de Morris, todo lo kitsch que se quiera, es un mundo sin líderes ni jefes, no el de la hipertrofia burocrática y estatista. Es también una fantasía ecológica, posible antecedente de los Partidos Verdes contemporáneos y en todo caso pasión compartida por los británicos desde hace siglos. Admirador de Charles Fourier y del Erewhon de Samuel Butler, Morris declaró que no había otra forma de leer una utopía que considerándola como la expresión del temperamento del autor. Y el temperamento político de Morris tenía un elemento de resistencia no sólo al mainstream de su tiempo sino a las tendencias más controladoras del socialismo, pues Noticias de ninguna parte, según recuerda el prologuista Edward P. Thompson, fue una respuesta al Looking backwards / The year two thousand, de Edward Bellamy, traducida escuetamente como El año 2000.

Hay más humor en Bellamy, mejores diálogos, mayor complejidad narrativa e intelectual. También más severidad doctrinaria. El año 2000 narra el viaje al futuro de Julian West, un bostoniano acomodado con tendencia al insomnio. A la tercera noche en vela, West acude siempre al Doctor Pilsbury, «Profesor de Magnetismo animal». El mismo West reconoce las limitaciones profesionales del doctor: «Creo que no entendía gran cosa de medicina; pero era sin duda un destacado magnetizador». No se dice muy bien qué le hace el curandero, pero el caso es que Julian West, nacido en 1857 y treintañero, despierta en pleno año 2000. Luego de su resurrección (así la llama el doctor Leete, su anfitrión y guía), da una vuelta por un Boston  para él tan irreal como fabuloso, y  atina a preguntar, sin mover un músculo de la cara literaria: « ¿Qué solución, si solución hay, se ha encontrado para la cuestión obrera? Este era nuestro enigma de la Esfinge en el siglo XIX». Como el Huésped de Morris, Julian West ha llegado al cielo y tal vez cree estar frente a un benévolo San Pedro comunista. Pronuncia palabras mágicas. La respuesta del doctor Leete es una muestra de que los comunistas no siempre creyeron en la lucha de clases sino también en la gracia divina al final del túnel: «Se puede decir que ni siquiera ha tenido necesidad de resolverlo: se ha resuelto solo». En Noticias de ninguna parte, en cambio, el interminable picnic revolucionario sólo es obtenido después de una impostergable guerra civil.

Porque no faltan diferencias entre uno y otro sueño. El siglo XIX sigue siendo en Bellamy la Edad de las Tinieblas, es decir del capitalismo, pero al contrario de Morris, que lo despreciaba sin atenuantes por feo, injusto, sucio, ruidoso y desalmado, en Bellamy es al menos el más productivo de los sistemas antes del advenimiento de la revolución. En Morris, el placer es la condición del trabajo; en Bellamy, el trabajo es una función del complejo engranaje estatal. Noticias de ninguna parte está poblada por protohippies; El año 2000 por un inmenso ejército industrial. En Morris, todos son propietarios de la tierra, mientras que en Bellamy el Estado es el único propietario. En éste hay una presciencia del Estado policial, en el que no hay cárceles porque los contados criminales son considerados enfermos; en el británico, rige un Estado natural que se afianza en la conciencia personal: no hay culpables, hay sólo culpa. La utopía de Morris es una fantasía romántica, en la que los personajes son más proclives al ejercicio físico y a la agricultura que a la práctica científica, ya no digamos a las humanidades; la de Bellamy es una novela en la que el Estado rige de forma casi total la vida de sus agradecidos habitantes.

Las coincidencias son igual de sugestivas. Los habitantes de ambos mundos son esforzados propagandistas del régimen social en el que viven. (En Morris hay todavía algunos «gruñones” irremediables).  Ambos obtienen sus visiones a través de experiencias oníricas y gozan de la inmensa hospitalidad de sus anfitriones del futuro. Los dos recriminan el individualismo como la fuente de los males sociales. Pero acaso la coincidencia más profunda es que en el paraíso de Morris como en el de Bellamy, la política no existe, tal es el consenso fraterno de sus moradores. El hombre ya no es un animal político sino revolucionario.

Leyendo a Morris y a Bellamy uno se asoma al pasado para ver el futuro que ya es presente. El futuro sobre el que escribieron, deformado, parodiado y saqueado, nos es extrañamente familiar. Algunas de sus visiones e ideas (sobre todo en el caso de Bellamy) han configurado o al menos cuajado en la realidad. Ciertas páginas (ciertos ambientes) de Morris tienen un posible pariente en Peter Pan. Otra de Bellamy, en Gregorio Samsa. Todavía resuenan sus regaños, denuncias y comparaciones históricas, sus invectivas contra la injusticia y la inhumanidad de su tiempo. Lo que prevalece en ambos, sin embargo, es el tono del benefactor iluminado, Homais, aquel personaje de Flaubert que creía con fe de carbonero en el progreso, ahora vestido de campesino fotogénico (Morris) y de «soldado industrial» (Bellamy). En el reino de Utopía, sea a través de las contradicciones mismas del capitalismo o después de una guerra contra los opresores, no hay lugar sino para los bienaventurados. Sólo los infieles no creen en el futuro. Porque el Futuro, quizá más que la Sociedad, es aquí el nombre no tan secreto de la divinidad.

Noticias de ninguna parte

Al contrario que muchas utopías, o incluso que las distopías, el británico William Morris (1834-1896) no menciona en absoluto el progreso científico en su ficción sobre lo que sería el mundo en el siglo XXI. Sus personajes no viven mejor en el sentido de tener más medicinas, disponer de recambios de carne y hueso, no tener que trabajar con las manos y sudar o contar con todo tipo de cachivaches para el ocio. Qué va. Sus personajes descubrieron hace tiempo, allá por mediados del siglo XX, que lo mejor para ser feliz y estar sano es volver a la naturaleza. Pura teoría del decrecimiento, sí, señor.

Conocer las necesidades de la tierra, amoldarse a ellas, disfrutar de las estaciones y sus frutos, aprender de nuevo a trabajar manualmente y dejar de lado los humos de las fábricas y las rutinas del consumo llevan a los habitantes de esta ninguna parte a reencontrar el sentido de la vida. Viven en armonía, viven muchos años y se conservan estupendamente porque son felices con lo que son.

Noticias de un futuro que ha recuperado el pasado perdido

Si bien es cierto que llevó sus ideas, muy vinculadas a la socialdemocracia o el socialismo, según las circunstancias, a la esfera política, el principio moral del fundador del movimiento Arts&Crafts (finales del XIX y comienzos del XX) fue intentar recuperar la esencia de los oficios artesanales de raíz medieval –época que estudió con vehemencia– en detrimento de un fenómeno que en su época se estaba extendiendo irremisiblemente: la producción industrial o en masa de todo tipo de objetos, incluidos los artísticos. Morris defendió la dignidad y el trabajo de los artesanos, para los que demandaba la consideración categórica de artistas. Con ese objetivo en mente creyó necesario el rechazo a todas las manifestaciones que priorizasen el concepto de máquina sobre el del ser humano.

Este humanismo se intepretó en no pocas ocasiones con una actitud retrógrada con respecto al progreso –para Morris el contexto ideal era el rural–, pero nada más lejos de la realidad, como se puede comprobar en el libro que acaba de reeditar Capitán Swing. “Noticias de ninguna parte” es la descripción de un mundo en el que el protagonista, que vive en un estado permanente de ensoñación, es capaz de prever un futuro que, en efecto, es precisamente como Morris habría soñado.

Noticias de un futuro posible

De este fango ya sólo nos saca la fuerza del corazón y no las buenas razones: el presente ha agotado todas sus justificaciones y el futuro espera a la humanidad libre. Los esclavos pueden quedarse. Éste es el mensaje sin contemplaciones que lanza William Morris, de la casta de los reformadores sociales de finales del XIX, en «Noticias de ninguna parte» (Capitán Swing, traducción de Juan José Morato).

Se acabaron las monsergas sobre las virtudes de la vida laboral, sobre la justicia derivada de la propiedad privada, sobre los programas educativos patrocinados por el Estado, sobre la proliferación de leyes y la burocracia legal, sobre la familia como célula de la sociedad, sobre el arte como pastoreo de públicos, en fin, todo este mercadeo encubierto que enaltece lo más imbécil de la naturaleza humana y que es campo abonado para tiranías de la más variada índole y de la más cotidiana versatilidad.

No es William Morris, precisamente, un marxista leninista, con sus intelectuales de vanguardia y su materialismo científico, ni un anarquista construido a base de absenta y barricadas. Es más bien un tipo que está hasta los mismísimos y que arroja sobre la cultura del capitalismo una mirada sin embozo y sin hipotecas de ninguna especie. Y eso que al pobre no le dio tiempo a ver casi nada. Si llega a toparse con esa horda de funcionarios sádicos que es el siglo XX o con estos reyezuelos contables y tronados con que ha empezado el XXI, se queda en el sitio de un parrús.

La novela, que recuerda mucho en sus andares a la «Utopía» de Tomás Moro, tiene la estructura de un sueño, evitando así toda la programática y toda la homilía que suelen corresponderse con estas posturas radicales que niegan de cabo a rabo todos y cada uno de los principios autoevidentes con que nos engañamos y suelen engañarnos. No pretende un análisis sociológico o político del presente, ni una construcción demostrativa de lo que sería una sociedad ideal. Es un salto al horizonte de la felicidad -o al menos de una desdicha menos completa- de la vida en esta tierra, impulsado por un anhelo transparente: cualquiera que sea el sistema que nos impongamos ha de organizarse en torno a la idea de que cada uno pueda hacer lo que le dé la gana.

Sólo de esta idea tan poco ingeniera puede surgir, si surge, alguna suerte de armonía social. Las pulsiones particulares siempre tienden a alguna forma de orden y equilibrio, de modo que dejémoslas en paz y echemos -antes, eso sí- a los legislantes y a los propietarios.

Contra el capitalismo como Estado natural

Entre las numerosas y polifacéticas actividades que durante su vida ejerció William Morris (empresario, editor, diseñador, miembro del movimiento

Noticias de ninguna parte

Escrita en 1890, la novela trascendió la narrativa de su tiempo. El autor expone sus soluciones utópicas y al mismo tiempo los defectos y males del siglo XIX, desarrollando su inclinación futurista y política y su imaginación redentora a través de una utopía rural. En definitiva, la visión del futuro que hubiera deseado para la humanidad