La editorial Capitán Swing acaba de estrenar su nueva extremidad digital. Responde al nombre de guerra de Muckraker y adopta la forma de una colección de ensayos breves en formato ebook. Recién publicados, los primeros tres títulos de Muckracker se acercan a los mundos de la moda (a su dimensión política), la divulgación científica y la música contemporánea. Este último volumen viene firmado por Javier Blánquez, pilar de esta casa durante años, así que no hemos querido dejar pasar la ocasión de conversar con él.
Una invasión silenciosa explora el contexto de la escena “neoclásica” contemporánea, esa generación de compositores jóvenes que a partir de bagajes no académicos vienen acercándose a los sonidos de la tradición clásica desde ángulos diversos (el ambient, la composición de bandas sonoras, la escuela repetitivista, el jazz más minimalista, el pop y el rock experimental), aunque casi todos apuesten por un regreso al lenguaje tonal que rechaza las estrategias complejas de composición, aquellas que han definido buena parte de la “música culta” desde la primera mitad del siglo pasado.
Para el público pop, estos compositores destacan por su sensibilidad clásica; en el mundo de la clásica, sin embargo, estos jóvenes autores a menudo son vistos como meros aprendices, como anécdota incapaz de soportar el peso de la historia y encajar en su mundo de seriedad académica: entre lo popular y lo clásico se levanta una barrera que cada vez tiene menos sentido. Como sostiene Blánquez, “el reto para los historiadores de la música en el sentido tradicional está en decidir si finalmente se acepta en el corpus de los siglo XX y el XXI a creadores que no provienen necesariamente de los conservatorios y de las escuelas de composición, y en caso de hacerlo, en qué términos exactos”. Sobre todo eso hablamos con el autor a continuación.
“Cómo los autodidactas del pop han conquistado el espacio de la música clásica”, reza el subtítulo del libro. Me parece una frase que puede dar lugar a equívocos. Habla de pop cuando los sonidos que luego se presentan tienen bastante poco que ver con lo que la mayoría de la gente puede entender por pop. Incluso podría entenderse que los artistas de los que se habla rechazan existir de acuerdo a los parámetros de la moderna música pop. Por otro lado, la frase parece plantear un escenario de lucha entre estéticas, una dinámica de oposición que de alguna manera invitara a tomar partido por uno u otro frente. Y sin embargo, la tesis que se defiende es la de la necesidad del contagio, el acercamiento de posturas y la coexistencia en un mismo espacio común, lejos de compartimentos estancos. ¿En qué manera podemos considerar pop a esos nuevos compositores que discurren por Una invasión silenciosa?
El uso de la palabra ‘pop’ es por aproximación y creo que no debería ser tomada en su sentido más literal, aunque entiendo que de primeras pueda llevar a confusiones. No es una referencia al pop en el sentido en que lo puedan ser Lady Gaga o Pharrell Williams, por ejemplo, sino al pop entendido como todo el ámbito de lo popular, o accesible, y que siempre se ha entendido en oposición a lo culto y lo académico. Yo soy de la opinión de que lo popular debe aspirar (y de hecho lo hace) a expandirse hacia zonas más complejas, y de que la clásica tendría que volver a ocupar el espacio social, mucho más próximo a la masa, que tenía antes de la Segunda Guerra Mundial. Que no exista esa barrera divisora, que es totalmente artificial y no tiene ningún sentido.
¿Consideras que esa “conquista” a la que se alude desde el título es real o tiene más que ver con la proyección de un deseo que está aún pendiente de materializarse?
La decisión de usar esa palabra no es mía, sino del editor, así que no puedo responder a esta pregunta en esos términos. Mi título original era Los nuevos contemporáneos. La invasión del espacio de la música clásica por los autodidactas del pop, que me parece más fiel al contenido del ensayo. Y sé que ahora habría cambiado ‘invasión’ por ‘ocupación’. No creo que nadie haya conquistado nada, ni invadido nada, pero sí que hay una generación de nuevos compositores, algunos desde posiciones muy académicas y otros de una formación más errática, autodidacta o multidisciplinar, que han nutrido un espacio sonoro que necesitaba más población. Es difícil leer estas palabras sin que te vengan connotaciones militares, pero no hay nada de beligerante en la manera en que está creciendo esta escena. Simplemente, hay artistas que tienen un pie en cada uno de los mundos (lo popular y lo clásico) y de manera natural toman elementos de uno y otro y se han formado su propio espacio.
Al hilo de la sensación de confrontación que a mí me sugiere el título, me gustaría que explicaras de manera somera cuál ha sido tu educación sentimental en relación a esos dos frentes, el pop y la música clásica.
En mi casa se oía sobre todo flamenco (y copla y canción ligera). De pequeño no me gustaba, hasta que algo hizo click y me empezó a entrar, pero sólo soy capaz de tolerar el jondo. No soy consumidor habitual de flamenco, pero lo aprecio y lo respeto, quizá tanto que hasta me da apuro escribir sobre ello. No estoy a la altura.
Más allá de eso, la música que entraba en casa lo hacía de manera muy anárquica, y en mi caso estuve expuesto antes a Mozart que a los Beatles. Mi primer ‘disco’, sin contar la música para niños, fue una cassette cutre comprada en un mercadillo con las sinfonías 40 y 41 de Mozart (más otra con unas sonatas de piano de Beethoven, la Appassionata y la Claro de Luna). Las escuché bastante, pero no activaron ningún resorte inmediato especialmente memorable. A la vez que todo eso, empezaba a entrar la electrónica eighties —lo típico, Jean-Michel Jarre y cosas así—, y cuando me atrajo el pop fue porque en él había sonidos electrónicos: italodisco, Pet Shop Boys, Eurythmics, etc. Pero en todo ese tiempo hubo más clásica que pop, aunque a partir de una dieta irregular y sin ningún tipo de orden. Lo habitual: Bach (cantatas, música de teclado), Beethoven (sinfonías), Mozart (arias de La Flauta Mágica, sinfonías), nada deslumbrante. Por ejemplo, recuerdo que a los 14 años intenté meterme en Wagner, pero salí rechazado: no entendía nada, así que era más cómodo refugiarse en Philip Glass o Michael Nyman, que eran más leves. La revelación wagneriana llegó más tarde, y como todas las epifanías, me cambiaron de arriba a abajo sin posibilidad de vuelta atrás. Te trastoca toda la escala de valores de una manera dramática.
Desde hace varios años, sobre todo cuando la música electrónica (que está inmersa en una crisis creativa: nada catastrófico, pero hay que decirlo) dejó de satisfacerme como antes, volví al otro refugio, y ahora mismo paso ahí más horas que en el otro, a la espera de que lo electrónico remonte y colme mis necesidades, que espero que sea pronto, y la balanza se reequilibre.
Cómo connoisseur que eres, ¿cuál sería, a grandes rasgos, tu diagnóstico del momento que atraviesa la escena clásica en la actualidad?
La música clásica no es un oasis en el conjunto de la industria, y también atraviesa una crisis grave, que en realidad es la suma de muchas crisis. Durante el período que va de los 60 a los 90, igual que ocurrió con la industria del rock y el pop, la música clásica tiró la casa por la ventana en muchos aspectos, y todavía se está pagando la factura de errores cometidos como, por ejemplo, dar carta blanca a según qué directores para que grabaran todos los discos que quisieran abonando unos honorarios disparatados que crearon un agujero de deuda descomunal. Por ejemplo, me explicaban hace poco que no ha sido hasta este año cuando Deutsche Grammophon ha conseguido amortizar completamente la grabación del ‘Anillo’ de Wagner que se realizó cuando el centenario de Bayreuth, es decir, la de 1977 grabada bajo la dirección de Pierre Boulez. ¡37 años para recuperar la inversión inicial! Esa es la razón por la que se edita mucho menos que antes, y casi siempre buscando el rendimiento rápido (también apoyado en giras y en un plan más 360º), lo que explica la elección de ciertos intérpretes (o consolidados, con público amplio, o jóvenes y guapos), y de ciertos repertorios. Pero a la vez, detrás de esos intérpretes jóvenes y guapos se esconde muchísimo talento. Quizá queden atrás los tiempos en los que Itzhak Perlman, que se subía al escenario tullido y con muletas, era celebrado como el mejor violinista del mundo, y para que esta industria funcione habrá que confiar en las giras y grabaciones de chicas guapas como Janine Jansen. Pero hace poco vi a Jansen tocando un programa de Bach y fue una actuación excelente; con la fotogenia sola no se va muy lejos, pero con un talento sin fotogenia tampoco (lamentablemente).
¿Qué opinas de los repertorios que se están trabajando, tanto a nivel discográfico como en lo que se refiere a la programación de conciertos?
En las majors los repertorios son conservadores, como ocurre en la mayoría de auditorios y teatros de ópera. Esto es difícil que cambie: hay mucho miedo, y menos dinero que antes. Está la queja permanente de que los públicos no se renuevan, pero para renovarlos hay que cambiar una serie de dinámicas que podrían significar el colapso inmediato de la industria. Están un poco entre la espada y la pared. El público se renueva más de lo que se piensa (es mentira que no vayan jóvenes a la ópera, y además hay ofertas de entradas baratas para los más avispados), pero no tan rápido como se necesitaría. La época de excesos y divismos ha remitido, la mayoría de intérpretes es consciente de que hay que girar mucho, cobrar menos y estar cada día al pie del cañón. Seguirán existiendo figuras estelares como Anna Netrebko o directores con el mismo ego subido que Karajan, como Gérgiev, pero estas súper divas que cobran millonadas son ya la excepción y no la norma. Curiosamente, son los intérpretes jóvenes, con una experiencia más realista del mundo y de lo que significa vivir en el siglo XXI, los que pueden atraer a nuevos públicos. A una persona de 25 años no le interesará para nada Montserrat Caballé, ni falta que hace, pero probablemente se aficione a cantantes jóvenes y espectaculares como Olga Peretyatko. El gran problema está en la difusión: la gran parte del público potencial no tiene ni idea de que existen ciertas músicas, ciertas grabaciones y ciertos artistas que podrían resultarles atractivas.
Hablas de renovación. Entiendo que te cuentas entre quienes consideran que el mundo de la clásica necesita renovarse, pero ¿crees que al estamento clásico le interesa renovarse, en la medida en que esa renovación podría suponer renunciar a ciertos privilegios, aceptar una dilución de esa pompa y ese carácter elitista que empapa todo lo que tiene que ver con los grandes auditorios?
El mundo de la clásica siempre dice que necesita renovarse, es una preocupación permanente. Ocurre en los auditorios y ocurre en las óperas, aunque sea por una simple cuestión práctica: si buena parte de tus ingresos provienen de abonados de 70 años, es lógico pensar que pocos abonos más vas a venderles a esos clientes. Interesan abonados de 30 dispuestos a estar cuatro décadas acudiendo a los conciertos: eso aliviaría mucho las preocupaciones económicas. Pero cuando se expresa la necesidad de renovar y rejuvenecer el público, no se hacen las concesiones necesarias: un auditorio quiere público de 30, pero programando lo de siempre, la Romántica de Bruckner, la quinta de Mahler, la tercera de Beethoven, las Cuatro Estaciones y el concierto para piano número 21 de Mozart. Por tanto, hay que renovar parte del repertorio, pero también habría que plantearse que el ritual de ir a escuchar música a un auditorio está bastante apolillado, y que habría que hacer un esfuerzo por variar el vestuario, la iluminación, la decoración; la cosmética, o sea. No se trata de convertir aquello en una rave, pero sí empezar a variar la forma en la que se vende la experiencia, que es algo que desde ciertos festivales (Unsound, Sónar, Sacrum Profanum) se está intentando. Es comprensible que ir a escuchar una sinfonía de Beethoven con montones de luz blanca y un grupo de señores vestidos de frac no sea demasiado atractivo para las nuevas generaciones.
Una invasión silenciosa trata de dar claves que ayuden a entender el vacío definido por esa especie de convención reinante en el entorno de la música clásica, según la cual nada verdaderamente relevante ha pasado en los confines de la “música seria” en las últimas tres o incluso cuatro décadas. Al menos nada que haya tenido un impacto claro y haya acabado entrando a formar parte del “canon”. Como indicas al principio del libro, los manuales que tratan de hacer recuento de la clásica del siglo XX suelen detenerse en la década de los 70s. ¿A qué crees que responde esa frontera?
Una razón evidente podría ser la falta de perspectiva, aunque de los 70 hasta hoy hemos tenido tiempo suficiente para intentar comprender qué es lo que está pasando. De todos modos, la década de los 70 tiene mucha miga, porque es una especie de barrera cultural que delimita muy claramente los dos mundos y que hizo más profunda la fractura.
Hasta 1960, el establishment de la música clásica tenía un dominio preeminente, salvando (grosso modo) al jazz, que era hacia donde se iba ese público que había ido perdiendo, sobre todo el joven, el más díscolo. Pero a partir de los 60 la juventud tiene una amplia oferta de música en la que zambullirse, mucho más inmediata, vital y urgente, con lo que la composición según la tradición occidental deja de ser central: la influencia afroamericana le ha robado toda la atención. Esta es una cuestión que explica el laberinto en el que se mete la música contemporánea en aquellos años: ante la amenaza, se recluyó en sí misma, se hizo más hermética, de modo que en los años 70 la composición serial era un gueto absolutamente desorientado. Si no hubiera sido por lenguajes como el minimalismo, y una serie de compositores con una estética no tan radical como Britten (que empieza a ser juzgado, por fin, como uno de los tres verdaderamente grandes del siglo XX), quien sabe si no se habría apagado la llama definitivamente y la gran tradición occidental hubiera quedado como material de museo.
Luego está otro motivo, que son los historiadores, musicólogos y críticos. Están hechos de la misma pasta. Salvo excepciones, prefieren estar disertando hasta el infinito sobre los cuartetos de cuerda de Beethoven que intentar situar a Steve Reich o Gavin Bryars en el contexto de finales del siglo XX, y rastrear su influencia. Aunque por suerte, esto parece estar cambiando y entrando poco a poco en un debate menos sectario. O es lo que me gustaría creer a partir de los signos que veo.
En el libro apuntas a los compositores jóvenes neoclásicos como una nueva generación llamada a ocupar ese vacío, pero puede haber quien ponga en duda sus méritos. Si movimientos como el espectralismo francés de finales de los 70 o los compositores británicos asociados a la New Complexity apenas suponen una anotación en los márgenes de esos libros de historia de la música del siglo XX, ¿cuáles serían los motivos por los que habría que ensalzar a los jóvenes cachorros neoclásicos como esa infusión de nueva sangre que necesitaría el mundo de la modern classical? ¿Es más relevante, valiosa o contemporánea una pieza de Ólafur Arnalds o Dustin O’Halloran que una de James Dillon o de Gérard Grisey? ¿No habría que empezar por reclamar a estos y a otros tantos autores antes que a los jóvenes neoclásicos? ¿A la hora de juzgar a estos nuevos compositores crecidos fuera de los márgenes de la academia dentro de un contexto más amplio, no puede ser que estemos cayendo en una trampa similar a la que ha dado lugar al boom de las “classical beauties”?
Estoy de acuerdo con buena parte de esta reflexión. Hay artistas que han ganado resonancia en estos últimos años y que todavía tienen que demostrar mucho. La atención que reciben, muchas veces, es más por cuestiones como juventud, infiltración en territorios ‘accesibles’ (bandas sonoras para películas, colaboraciones con artistas de otros ámbitos más digeridos, remixes) que por méritos reales demostrados. Algunos de estos artistas tienen discos notables, pero ciertamente son muy tiernos y todavía no podemos tener una perspectiva completa de sus carreras, y además todavía estamos esperando a que alguien componga un equivalente a La Consagración de la Primavera. Pero por otra parte, están haciendo de imán que atrae lentamente a nuevos públicos. Hay mucha gente que gracias a algunos de estos músicos se ha atrevido a abrir la puerta a nuevos terrenos. Es una situación delicada como para adoptar posiciones muy combativas, porque se podría caer en el mismo error de siempre. En el caso de Ólafur Arnalds, por ejemplo, sus primeros discos me llamaron la atención muchísimo y el último, justo cuando firmó por Decca, me pareció muy flojo, muy sensiblero, con mucho miedo de demostrar su talento. Me interesan más George Benjamin o Thomas Adès. Pero es más fácil llegar a Adès y a Benjamin si antes se ha pasado por una música más fácil de digerir. Para llegar al final de la escalera, a menos que se tenga una gran potencia de salto, hay que empezar a subir desde abajo.
La escena neoclásica sobre la que gira buena parte del libro suele ser vista como “avanzadilla” de algo, vemos —o hemos visto, en su momento— a sus artistas como gente que está abriendo caminos, cuando en realidad, si los enmarcamos dentro del plano general, sus posturas son más bien revisionistas. La adopción de elementos barrocos, post-románticos o impresionistas no supone ninguna innovación. Tampoco el uso de aditamento electrónico es realmente novedoso. Por ejemplo, Gordon Mumma estaba tratando electrónicamente fuentes sonoras en directo a mediados de los 60s, y en la misma época Milton Babbitt estaba combinando música electrónica e instrumentos convencionales en piezas como Philomel. Visto así, la única novedad sería contextual: es música que se está creando fuera del entorno de influencia de la academia y que nos llega por canales distintos, más propios de la música popular, y por tanto apela a otro tipo de público. ¿Ves eso como ventaja o como desventaja a la hora de enfocar esa invasión del espacio clásico que el libro busca delimitar?
Sería una ventaja si esto despierta el hambre por conocer más. Si escuchar a Nils Frahm se limita únicamente a verlo en el Sónar y chillar un poco y luego no se hace el esfuerzo de descubrir el The Köln Concert de Keith Jarrett o el Music in 12 Parts de Philip Glass, entre otros muchos tesoros del pasado, la cosa se quedará en un simple disfrute estético y en el momento. No deja de ser el mismo tipo de consumo que se daría en una rave EDM o en un concierto de garage-punk. Así que la existencia de estos artistas liminales, intermedios, que apelan a un público joven y educado en el pop y la electrónica para atravesar el terreno que lleva a nuevos territorios, sería una ventaja si finalmente consiguen que haya movimiento de públicos. Sobre todo, hay que tener en cuenta que muchos de los artistas citados en el ensayo no corresponden a lo que llamaríamos ‘avantgarde’. El avantgarde está en otra parte, mucho más oculto. Pero al avantgarde no se llega porque sí, de un día para otro. Cuesta mucho. Ocurre en todas las escenas.
¿Pero encajar a estos jóvenes compositores en la evolución de la clásica contemporánea no supone aceptar un retroceso?
Es aceptar un retroceso porque ES un retroceso, y en el texto queda dicho. En el momento en el que hay un regreso a un lenguaje puramente tonal, la música da un paso atrás. Pero había otro problema: y es que en su afán por avanzar, la música contemporánea se había olvidado por completo del lenguaje tonal, que tampoco se puede abandonar por completo de un día para otros. Curiosamente, la prueba de que el oído colectivo está educado en la tonalidad se encuentra en el pop: como bien dijo nuestra profesora de música en el instituto, los Beatles vienen de Bach, sin apenas transición. Más allá de eso, creo que esta escena se está diversificando lo suficiente y se está ampliando de tal manera que ya no hace falta pedirle riesgo. Por ejemplo, a Max Richter: en su lenguaje se suma minimalismo cinematográfico, ambient y un poco de barroco. Bien, es su elección. Sería un problema si no hubiera otras opciones, pero si busco riesgo lo voy a encontrar en Thomas Adès o incluso en Nico Muhly, cuando Muhly se arremanga.
En la entrevista que le hiciste a Alex Ross para PlayGround, él comentaba lo siguiente: “¿Si fuese joven, yo querría rebelarme contra esa gran máquina capitalista, encontrar algo que esté en los márgenes. La música clásica es una cultura outsider en muchos sentidos. Hay algo en ella que es indómita, casi explosiva. Por ejemplo, ¡Wagner! Aquí hay un compositor que, 200 años después de su nacimiento, aún se considera peligroso. Eso es algo”. ¿Crees que alguno de los jóvenes compositores neoclásicos esté desarrollando un lenguaje o un corpus de trabajo que vaya a dejar marca como para que alguien dentro de 80 años le cite de la misma manera que Ross cita a Wagner? En un sentido más amplio, ¿crees que las dinámicas culturales y de mercado actuales permiten el desarrollo de artistas capaces de causar un impacto en el largo plazo o es algo que no se va a repetir?
Dudo que nadie en la historia vaya a dejar una marca similar o mínimamente comparable a Wagner. Lo de Wagner es titánico, posiblemente inimitable. De todos los grandes compositores, es el único que todavía infunde miedo, admiración hooligan, todo lo que quieras, y eso es valiosísimo. Es una figura que todavía no se comprende por completo. Por otra parte, estamos en un tiempo en el que reina lo efímero. No sólo en música contemporánea, sino en música en general, en arte en general, en cultura en general. La sobreabundancia, y el reclamo que tiene todo el mundo por que se le preste atención y se valore ‘lo suyo’ —un momento, además, en el que el público se ha hiperfragmentado hasta casi la atomización; no hay prácticamente dos consumidores iguales—, ha creado un marco estresante en el que todo vale, pero vale durante poco tiempo. Obras que han dejado huella no hay muchas, y veremos durante cuánto tiempo aguantan. Y no es una cuestión de valor per se, sino casi de memoria: cada vez tenemos menos memoria a corto plazo, apreciamos menos el pasado. Hay también una tendencia a pensar que el presente es tan excitante que hay que vivirlo al límite. Y bueno, sí, hay cosas excitantes sucediendo ahí fuera, pero muchas de las que se hicieron antes pueden proporcionar un placer y una riqueza intelectual mucho mayor.
Muchos compositores significativos de la segunda mitad del siglo XX, gente como Berio, Nono, Cornelius Cardew o Lachenmann, por citar algunos, se han mostrado activos en el frente político, casi siempre defendiendo posturas de izquierda, e incluso de izquierda radical. La influencia y la inspiración política suponen de hecho una narrativa fundamental dentro de la música clásica que se puede rastrear hasta el barroco. Los nuevos compositores neoclásicos, sin embargo, no parecen tener ningún interés en posicionarse políticamente. En un momento en el que el entorno del pop y el rock parecen volver a mostrar cierta conciencia política, ¿ves algún tipo de significación en esa ausencia de ideología?
Lo de que el rock y el pop vuelven a mostrar conciencia política lo pondría en duda. Comparado con el compromiso que había en los 60, demostrable con las letras y la participación de los músicos en actividades de protesta, lo que está ocurriendo ahora mismo es más parecido a la colina de Heidi. Y por otro lado es normal: ahora hay más medios para denunciar, compartir críticas, y la canción ya no es necesariamente un vehículo de transmisión de ideas y energía. Esta especie de vacío ideológico es aplicable a cualquier género: no hay apenas un rap comprometido o politizado, lo mismo ocurre con el rock, algo menos con el folk, y de los cantautores me abstendré de hablar. ¿Debe tener ideología el ambient? ¿Y el impresionismo? En cualquier caso, aunque la música no transmita cierto tipo de ideas (que no tiene por qué), las personas sí lo hacen. Si sigues a Francesco Tristano en Twitter, verás que continuamente hace RT de temas relacionados como desahucios, el auge de Podemos o la masacre de Gaza. En el extremo opuesto, un director como Valeri Gérgiev ha afirmado su posición gracias a la proximidad con Putin, elevado casi a músico que encarna los valores de la nueva Rusia, una figura central del régime para asentar su poder cultural. Y eso no significa que alguien que vote al PP no pueda y deba extasiarse cuando Tristano toca a Bach, ni que un militante de izquierdas no pueda ir a escuchar “Tristán e Isolda” dirigida por Gérgiev. Se puede admirar o despreciar a una persona, pero la música no debe cargar con esos condicionantes periféricos, sólo con lo que dice por sí misma.
En el libro se plantea la idea de que el compositor, entendido como alguien que se sienta a escribir música sobre un papel, es una figura del pasado. Han cambiado las herramientas, y los nuevos compositores tienen además ideas muy claras sobre cómo debe sonar su música, más allá de la partitura, en términos de producción, de color o textura o ambiente. Esa atención al diseño sonoro y no sólo a la gramática compositiva ha resultado en experiencias excitantes en, por ejemplo, el mundo de la música electrónica. ¿Te parece una vía a explorar dentro del mundo de la clásica?
Siglos atrás, la partitura era una guía aproximada de lo que había que tocar (con muchas secciones que se dejaban a la elección del intérprete, cadenzas y da capos, etcétera), y sólo en el siglo XIX se convirtió en una ley rígida con todas las anotaciones dispuestas por el compositor para que se interpretara la pieza tal como él quería. Pero cuando el compositor puede dirigir al conjunto que toca su música, o incluso la toca él, el papel vuelve a ser un papel, y no una imposición. Está claro que, a la hora de hacer música, no sobra ninguna herramienta ni tampoco ningún conocimiento. Antes, los compositores eran, además de escritores, también magníficos intérpretes. Ahora quizá tengan que ser también ingenieros de sonido y “productores”. Esto empieza con la música concreta y la electroacústica, y se sigue canalizando por otras vías. Tiene que ser el futuro porque no se le puede dar la espalda a la tecnología.
En estas páginas has reflexionado en el pasado sobre la posibilidad de que la ópera pudiera convertirse en un nuevo reducto hipster. Me pregunto si todo el interés mediático de los últimos tiempos y también el interés de cierto tipo de público por estos nuevos contemporáneos no responde un poco a ese mismo afán de consumir algo por el simple hecho de “sentirse diferente”. ¿Crees que el público joven existe un interés real por esa nueva sensibilidad clásica o ves rasgos de tendencia pasajera?
Sólo puedo hablar por mí y por la gente que tengo más cerca, y de momento no he notado que haya ese esnobismo. Conozco gente que lleva mucho tiempo escuchando a Bach y que de ahí han pasado a Arvo Pärt y John Tavener y más tarde a nuevos autores más light como Eric Whitacre, y que de manera natural aprecia este tipo de música. No he percibido una aproximación superficial y por pose a todo esto, aunque supongo que habrá de todo. Por ahora, creo que hay más curiosidad (y un punto de intimidación) que no la típica arrogancia hipster: imagino que de las 30.000 personas que se han comprado El ruido eterno de Alex Ross se lo habrán leído entero unos pocos, y de esos pocos a alguno le habrá cambiado la vida. Ahora bien, la transición de los autores jóvenes a otros más difíciles es más complicada. Aunque todo puede suceder. Sería un escenario deseable.
Sobre la ópera, una apreciación: es difícil que se convierta en un refugio de hipsters banales porque, si se quiere apreciar bien, es un espectáculo caro. Y la superficialidad intenta siempre ser barata. De todos modos, un consejo: un espectáculo de ópera bien montado es muchas veces más vistoso, más satisfactorio y, sobre todo, más vanguardista, que una gira de Lady Gaga. Desde hace años, la ópera está siendo un vivero fértil de vanguardias a nivel de iluminación, vestuario, coreografía, adopción de nuevas tecnologías (mapping 3D, por ejemplo) que rara vez veo en conciertos de rock o electrónica. Es mucho más moderno lo que hay en el escenario que lo que hay en la platea.
¿Podría ser que esta creciente apreciación popular por los nuevos contemporáneos pudiera tener que ver con los tiempos que corren? Lo digo en el sentido de que puede haber más gente buscando una música más sensible, profunda, tranquila y reflexiva precisamente porque la vida moderna se ha convertido en todo lo contrario…
Es posible. Sylvain Chaveau me dijo algo en esa línea. También puede tener que ver con el agotamiento que podemos percibir en otras músicas. Cuando buscas novedad, o sea, algo inesperado, y no únicamente “escuchar” por rutina, encuentras más cosas distintas en estas zonas. Pero no es algo de hoy, y tampoco es un argumento que haya que blandir con autoridad, porque se decía lo mismo en los 90 con las “nuevas músicas”, que a la postre se convirtió en un reducto extraño para meter en el mismo saco, desordenadamente, a minimalistas, cantantes folklóricas griegas, Enya y jóvenes autores de música celta. Lo más terrible que podría ocurrir es que todo esto se redujera a una nueva reencarnación de la new age, algo que por ahora está bastante bajo control.
En el libro citas a Adam Harper y su Infinite music. Imagining the next millennium of human music-making, aludiendo a su argumento de que la nueva música del futuro será fruto de las posibilidades de combinación casi infinitas de los elementos que ya conocemos. Al leer me vino a la cabeza lo que me contaba Morton Subotnik en esta entrevista, cuando mostraba su sorpresa por “la cantidad de gente que aún hoy intenta hacer cosas nuevas usando un instrumento de teclas blancas y negras”, o trabajando con la notación de siempre. Tú mencionas el caso de las partituras gráficas, por ejemplo, que fue un método bastante utilizado décadas atrás, pero que parece haber perdido significancia. Da la impresión de que está nueva generacion de compositores jóvenes con bagaje más pop se conforme con volver a las “teclas blancas y negras”. De ahí que pregunte: ¿están las nuevas generaciones realmente explorando todas las posibilidades a su alcance para crear música que supere las convenciones conocidas? ¿Son los encuentros incestuosos, la combinatoria de lo ya conocido, suficientes para llegar a nuevos lenguajes, como sugiere Harper?
Por ahora no parece dar esa impresión. Se han renovado las texturas, pero no las estructuras. Esto es un problema que viene de largo. La cuestión es que para crear una música distinta tienes que utilizar un lenguaje distinto, y la música contemporánea de hoy no está preocupándose por la ordenación del lenguaje, como en otras épocas. A principios del siglo XX la atonalidad fue una ruptura importante con el lenguaje precedente (intensificó otros aspectos de la música, antes mantenidos a raya, como el ritmo o el ruido, en los casos de Stravinski y Varèse), y el serialismo fue el intento de crear una música nueva para un mundo que se había caído a trozos tras el final de la Segunda Guerra Mundial: una ambición demasiado grande para un espíritu colectivo tan frágil. Desde entonces, los lenguajes más radicales han venido del uso del ruido o de la aleatoriedad, algo que la primera música electrónica puso en el tablero de juego y que pronto se perdió, simbolizado en el duelo entre los sintetizadores Buchla y Moog; ganó Moog cuando añadió un teclado, que era el movimiento lógico y fácil, pero el que impidió que se desarrollara una nueva música completamente alienígena. Probablemente no surja un nuevo lenguaje hasta que no haya una nueva tecnología que lo facilite. Por ahora, suena a arte ficción.