Monsieur Proust

Unos cuantos instantes de eternidad

Acabo de leer un libro bellísimo: Monsieur Proust (editorial Capitán Swing), las memorias de Céleste Albaret, que fue la criada del novelista durante los últimos nueve años de su vida. Yo no sé si el texto producirá la misma impresión en las personas que no sean tan apasionadamente proustianas como yo (incluso hice mi tesina de periodismo sobre él), pero tiendo a creer que sí, porque es un retrato íntimo, delicado y agudo de un personaje singularísimo, un enfermo real e imaginario que apenas salía de su cama, que sólo se alimentaba de café y algún que otro cruasán, un chiflado evidente, un friki notorio que, contra todo pronóstico y toda expectativa, como el patito feo que deviene en cisne, fue capaz de crear una obra no sólo rompedora, colosal y diferente a todo, sino que además sigue siendo única. En busca del tiempo perdido no ha tenido continuación ni seguidores, no ha creado escuela. Es una cumbre de la historia de la literatura que permanece solitaria y aislada, como un inmenso, rutilante iceberg que flota majestuoso en mitad del océano.

En realidad el libro de Céleste es la historia de una extraña pareja, porque ella es otro personaje. Con 21 años y recién casada cuando comenzó a trabajar con Proust, era una campesina inocente e ignorante que, con increíble generosidad, se adaptó enseguida a la exigente, extraordinaria vida de su señor, tirano de guante de seda. Y así, la pobre Céleste terminó viviendo de noche como Proust, acostándose a las nueve de la mañana para levantarse a las doce o la una como muy tarde, trabajando sin cesar, sin vacaciones, sin domingos, siempre pendiente de las maniáticas necesidades del escritor. Un régimen de vida agotador que sólo su fortaleza y su juventud le permitieron aguantar. Además Proust le pagaba poco y mal, y fue tan poco previsor o tan miserable que no le dejó absolutamente nada en su testamento. Unas condiciones laborales durísimas.

Pero es que, claro, había una compensación inigualable. Estar con Proust era alcanzar una intensidad, una complejidad de vida que, sin él, Céleste no hubiera podido ni imaginar. “Mi día equivale a tu año”, cantaba Lou Reed; y sin duda los nueve años que la mujer pasó junto al escritor fueron los más importantes de toda su existencia. Inteligente y sensible, Céleste pudo desarrollar esas cualidades junto a Proust. Murió nonagenaria y echándole de menos. Su libro es una historia de amor, de descubrimiento estético e intelectual, de entrega, de lucha y maravilla; es, sobre todo, el relato de una feroz pelea contra la muerte.

Porque Proust era un neurótico aterrorizado y obsesionado desde la infancia por la muerte; y toda su obra es una tenaz batalla contra el tiempo, contra ese corrosivo fluir de los días que nos lleva a la nada. Pero esa batalla se multiplica en los años finales, en la época de Céleste, cuando Proust era consciente de que, en efecto, la muerte se acercaba a paso rápido y él aún tenía mucho libro que escribir. Consiguió poner fin a En busca del tiempo perdido apenas un mes antes de fallecer.

En realidad el emocionante texto de Céleste plantea a la perfección el viejo dilema entre vida y obra. Proust es uno de esos autores que, como Kafka o Pessoa, tuvieron unas existencias áridas, carentes, rutinarias, pobrísimas. Pero les cabía el universo entero en la cabeza. El caso de Marcel Proust parece especialmente sangrante, porque vivió la vida de un esnob; era adulador hasta la bajeza y se moría porque le hicieran caso una serie de personajillos de la buena sociedad totalmente insulsos, vacuos o despreciables. Pero luego todo ese tiempo dedicado a pisar salones, que en efecto podía parecer miserablemente perdido, se convirtió en el Tiempo Perdido con mayúsculas, en la sustancia misma de la vida, porque en cada existencia, por mínima o mediocre o estúpida que sea, puede contemplarse, si sabes mirar bien, la conmovedora y grotesca tragedia de la vida.

Proust murió en 1922, con 51 años. Céleste, tan joven entonces, falleció en 1984, a los 92. Sus conmovedoras palabras fueron recogidas magistralmente en 1973 por el escritor francés Georges Belmont, que murió en 2008 con casi cien años. El texto ha sido traducido por Esther Tusquets (junto con Elisa Martín Ortega), desaparecida en 2012 a los 76. Todos fallecieron. Esa dura batalla contra la muerte y el olvido que vemos reflejada en el libro de Céleste, esa esforzada pelea de los dos, a solas, en la frágil barquita de la cama de Proust, sufriendo las embestidas de la tempestad del tiempo, acabó en naufragio. Al final, la Parca siempre gana. Aunque, en esta ocasión, Proust consiguió herirla y, a fuerza de belleza, le robó unos cuantos instantes de eternidad.

La prisionera agradecida

 

Cuando Céleste Albaret entró a trabajar en casa de Proust, por entonces el 102 del Boulevard Haussmann, el escritor ya estaba inmerso en el encierro creativo que depararía En busca del tiempo perdido. Publicada ya Por el camino de Swann, la novela que la joven pueblerina recién llegada a París se encargaría de distribuir entre amigos, conocidos y críticos como primer encargo doméstico, Proust, que comenzaba a ser famoso, se encontraba -como diría Maurice Blanchot- en el espacio de la obra, fuera entonces del tiempo, más cerca del “él” que del “yo”, experimentando los tormentos y favores creativos de una muerte repetida, puesta a distancia, mientras la verdadera, la física, se intuía ya demasiado cercana. Es de esos años de escritura febril y a contrarreloj que van de 1913 a 1922 de los que versan las memorias de Céleste, su última criada, gobernanta, mensajera, madre y enfermera; también y sobre todo su última testigo, cómplice y entregada víctima masoquista. Una convivencia de casi una década en la que Proust, subvertida la jerarquía día-noche, pasaba la mayor parte de las horas encamado, escribiendo o dictando, sin apenas ingerir otro alimento que ese café que inauguraba la jornada bien pasado el mediodía. Reveladas por primera vez en 1973, cuando la mujer sobrepasaba los ochenta años y más de cincuenta habían transcurrido desde la desaparición del escritor, con ellas Céleste, de natural reservada y desinteresada, pretendía final y definitivamente salir al paso de las muchas falsedades e inexactitudes con las que se había tropezado al leer la numerosa bibliografía que ya se acumulaba sobre el Proust escritor e íntimo.

“Usted es la única que me conoce de verdad. Nadie sabe tan bien como usted lo que hago, ni puede saber lo que a usted le cuento. Después de mi muerte, su diario se vendería más que mis libros. Sí, sí, se vendería como rosquillas y usted ganaría una fortuna”. Unidos inesperadamente tras una Gran Guerra que sacaría al antiguo servicio -el matrimonio Cottin- del domicilio de Proust y a su vez espaciaría las visitas al mismo del servicial taxista Odilon, ya marido de Céleste y la llave de su acceso a la particular caverna proustiana, el escritor y la criada empezarían a estrechar lazos afectivos tras un viaje (el último) a Cabourg, vínculos que luego reforzaría el tiránico día a día punteado de timbrazos al que Proust sometiera a una tan joven e inexperta como fascinada muchacha que apenas tardó en advertir las dimensiones del azaroso privilegio que le regalaba la vida. De ahí que sea verosímil ese comentario que según Céleste le repetía “el pequeño Marcel” y con el que hemos abierto el párrafo, la invitación a que escribiera un diario que recogiera la neurótica y ritualizada cotidianidad del escritor enfermo y, en especial, diera cuenta de las largas conversaciones que ambos solían mantener de madrugada, sobre todo tras los regresos de Proust de cenas o recepciones, salidas por entonces contadas. Y es en su negativa a llevarlo a cabo donde nos parece que se encuentra la clave que explicaría la naturaleza de este tardío Monsieur Proust así como su inequívoca condición de libro enunciado desde la admiración y la ternura; esclarecería, asimismo, la vocación sublimadora con la que Luis Antonio de Villena resume en su prólogo la tentativa de la criada por “limpiar el retrato” de Proust y, lo que más parece molestar al autor de Huir del invierno, obviar o poner en duda sus inclinaciones uranistas. Pues si Céleste influyó en Proust -es una de las personas reales tras la sirvienta Françoise del libro-, cómo calibrar la profunda señal del escritor sobre la mucama. Si casi cincuenta años después aún Céleste describe su metamorfosis personal en observadora ave nocturna, por qué no reparar en el lógico ascendiente formal y de sentido de En busca del tiempo perdido (que Céleste demuestra conocer en profundidad) sobre su Monsieur Proust. No hay que olvidar que, como muchos y grandes pensadores han expuesto, no se trata en Proust del tema de la memoria, sino de cómo el arte la trasciende, recobrándola. Es el profundo respeto al artista, nos parece, y no por lo tanto el supuesto moralismo de una provinciana que callase para santificarlo, lo que impulsa este emocionante libro donde Céleste, como recomendara expresamente su “señorito”, no hace sino convertirlo en un ser monstruoso, es decir (y así terminaba El tiempo recobrado y su obra) en uno de esos personajes que ocuparían “un lugar sumamente grande […] comparado con el muy restringido que se les asigna en el espacio, un lugar, por el contrario, prolongado sin límite en el Tiempo […]”. Al igual que Proust resucitó mediante la literatura los días de la camelia en el ojal, así Céleste hace lo propio con sus vivencias alrededor del escritor, y también cuando presentía que no le quedaba demasiado por vivir.

En definitiva, y contra lo que cabría esperar del relato de una sencilla criada con todo su patrimonio de secretos a cuestas, Céleste, con sus limitaciones, escribe para la obra. Y eso es lo verdaderamente emocionante. Sus recuerdos sobre el proceder de Proust con sus cobayas humanas y, luego, con la colección de cuadernos y añadidos desde los que emergían los libros, apuntan a la interpretación que diera Deleuze en su clarificador ensayo Proust y los signos: la amistad, el amor y el arte como regímenes de signos a interpretar; la novela como máquina que funciona y que cada uno debe adaptar a sus necesidades.

 

Proust vivía en el sueño de su memoria

 

Céleste Albaret estuvo al servicio de Proust desde 1913 hasta la muerte del novelista en 1922. Aquella joven, recién casada con el taxista de Proust, fue primero la recadera que llevaba cartas a los distintos corresponsales del escritor y pronto se convirtió en su ama de llaves, en su confidente y casi en su secretaria en aquellos nueve años esenciales en los que escribió A la busca del tiempo perdido.

Entró a su servicio cuando acababa de aparecer Por el camino de Swann, el primer tomo de la serie, y sus primeros recados consistían en repartir los ejemplares dedicados de la novela entre amigos y conocidos de Proust.

Se ocupó de los asuntos domésticos en el 102 del Boulevard Haussmann y en la Rue Hamelin donde vivió Proust, se adaptó a su vida de recluso y le defendió de las visitas, protegió su intimidad y adoptó los mismos horarios extravagantes del novelista que dormía de día y escribía de noche.

Lo recuerda Painter en la biografía monumental de Proust: el príncipe Bibesco, su amigo, decía que el escritor sólo había querido a dos personas: a su madre y a Céleste, por quien se sentía comprendido y a quien inmortalizó como personaje en Sodoma y Gomorra  y en La prisionera.

Cincuenta años después de la muerte de Proust, Céleste evocó al novelista con la ayuda de Georges Belmont, que puso por escrito este Monsieur Proust, el resultado de cinco meses y setenta horas de entrevistas.

Belmont transcribió, reelaboró y organizó en treinta capítulos que combinan el enfoque temático y la secuencia cronológica este relato oral de la memoria privada de Céleste Albaret en sus casi diez años años al servicio del novelista.

Se publicó en 1973 e inspiró en 1981 una espléndida película del director alemán Percy Adlon sobre esta Céleste que, como señala Belmont en su nota introductoria, “era el testigo capital, estaba en el centro de todo.”

Con traducción de Elisa Martín y Esther Tusquets y prólogo de Luis A. de Villena, Capitán Swing reedita este retrato íntimo de la vida diaria de Proust en los años de mayor actividad creativa y de reclusión más radical para dedicarse obsesivamente a terminar su obra hasta esos últimos días en que corrigió febrilmente las pruebas de La prisionera porque sabía que se estaba muriendo.

“A veces me sentía como si fuese su madre, y otras como si fuese su hija”, escribe Céleste acerca de un Proust íntimo y educado, inapetente y sensible. Pero este libro va más allá de la mera imagen doméstica del escritor visto por una sirvienta sobreprotectora: revela también detalles de la cocina de la escritura de A la busca del tiempo perdido, que además de muchas otras cosas es una novela en clave, un reflejo de los ambientes y personajes del círculo social o privado del novelista que le relataba sus veladas o le hablaba de política o de sus amigos.

De hecho, ella misma –además de dar nombre a la mensajera de una aristócrata- aparece transformada en el personaje de Françoise, la sirvienta del narrador que recorre las páginas de todo el ciclo. Y en un breve poema de circunstancias que le dedicó unos meses antes de morir, la llamaba “espiritual, activa, incorruptible.”

Aquella mujer, que lo acompañó en el último viaje a Cabourg tras superar un episodio de rivalidad con otros sirvientes, explicaba que Proust “sólo vivía en el sueño de su memoria y para este sueño.”

Algo parecido se puede decir de ella, que se convirtió en la memoria viva del novelista, de sus crisis asmáticas y su trabajo frenético, de su inapetencia y su aversión a los ruidos y los olores, de sus noches negras en París durante la primera guerra mundial, del cuidado de su imagen o del largo túnel en el que la enfermedad confundió las noches y los días de sus últimas semanas en los que una gripe precipitó el final.

“Lo sabe todo acerca de mí”, decía Proust de Céleste Albaret, que no sólo fue la depositaria de su memoria doméstica, sino que también contribuyó a preservar sus textos, por lo que obtuvo la orden de Commandeur des Arts et des Lettres que otorga el Ministerio de Cultura francés.

Santos Domínguez

 

Un repaso maligno por algunas de las intimidades de Marcel Proust

 

Este año se está celebrando un aniversario especial para los letraheridos del universo: han transcurrido cien años desde la publicación de En busca del tiempo perdido. La efeméride ha dado lugar a reportajes, reediciones y libros sobre Proust. Todo ello me ha llevado a reflexionar sobre hasta qué punto ser hoy un letraherido es una forma de resistencia no tan pacífica: un autor integrado y elegíaco como Proust, por obra y gracia del efecto que provoca en cierto lector desatento o vertiginoso, se convierte en una especie de escritor antisistema. Por la paciencia y la concentración que exige la lectura de una prosa que funde los principios de observación, memoria y sensualidad. Esto se me ocurría cuando, desde un suplemento literario me pidieron resumir en un tuit la trascendencia del proyecto proustiano y yo, ahogada en la gran paradoja Proust-tuit, pensé que ser hoy iconoclasta contra Proust implicaba asumir el discurso hegemónico sobre realidad y cultura: brevedad, superficialidad, consumo, literatura kleenex, analgesia, grandes superficies. Pim pam pum.

Sin dinero ya no hay rock and roll

Hace algunos años Soledad Puértolas escribió una novela sobre asuntos de familia, la relación materno-filial y el tránsito por las edades. Lo hacía a partir de la peripecia de un abrigo y se titulaba Historia de un abrigo (Anagrama). Hoy la escritora italiana Lorenza Foschini reconstruye en El abrigo de Proust (Impedimenta) las aventuras del bibliófilo, fetichista, proustiano y perfumero Jacques Guérin en su afán por recolectar las pertenencias de Proust.

Su máximo tesoro acaba siendo el desgastado abrigo del escritor francés que desencadena la reconstrucción de una historia de amor tan obstinada como casi todas: la de Guérin hacia los objetos del hombre que admiró más que a nadie en el mundo. La aparente asequibilidad del libro, su facilidad de lectura, encubre temas que, como Guérin o las urracas acaparadoras de fetiches brillantes, yo también colecciono: la mezcla de lo exquisito y de lo sórdido en esa belleza que, según Baudelaire, siempre es rara; el filo que distingue la devoción de la admiración y el fanatismo de la tenacidad…

Entre todos esos temas, destaca uno: la existencia de una gran pasión que mueve la vida y que, sin embargo, se coloca fuera de la propia vida. Las vicisitudes de las vidas ajenas sirven para construir nuestra identidad y, en este libro, vinculan la homosexualidad de Proust con la de Guérin. La vivencia problemática del homoerotismo, por parte de las familias de homosexuales con proyección pública, convierte el secreto, tal vez la ocultación, en un asunto central de El abrigo de Proust. Como las quemas purificadoras de papeles que puedan comprometer el “buen nombre”. Hay familias que salvaguardan su fama de cualquier salpicadura sodomita activando un avieso sentido de la rectitud. No sé por qué me habrá venido a la cabeza el caso de Jaime Gil de Biedma.

Lorenza Foschini sumerge al lector en un juego detectivesco de investigaciones dentro de investigaciones y voces dentro de voces: ella sigue la pista de Guérin quien, a su vez, sigue la pista de Proust. La decisión de incluir fotos sacia la morbosidad de lectores que, mientras leen este libro, se preguntan cómo se puede ser creíble formulando tantas hipótesis sobre lo ajeno. A lo mejor es que escribir sobre los otros es una manera de robar. Escritores y asesinos suelen ser los protagonistas de este tipo de libros que evocan la figura de personajes reales: pienso en las espléndidas El adversarioy Limónov de Emmanuelle Carrère (ambas en Anagrama) o en José Ovejero, último premio Alfaguara con La invención del amor, que combina escritura y pulsión delictiva en Escritores delincuentes (Alfaguara).

Con la referencia a títulos como estos, trato de reivindicar esas librerías que conservan obras de más de seis meses de edad en sus anaqueles. Esa aspiración se relaciona con El abrigo de Proust y su retrato de un mundo casi irreconocible para una sensibilidad no analógica. Aquí lo más importante es el poder evocador de los objetos como justificación del coleccionismo y de la propia escritura; a su vez, la escritura fija una memoria que cristaliza en un objeto, el libro –según Proust, estuche del alma del escritor-. La bibliofilia sería un pleonasmo del fetichismo en su proceso de fijación doble de la memoria: primero, la escritura casi convierte en fetiche la vida; luego, el coleccionista hace del libro un fetiche que está lleno de fetiches: trozos de vida, recuerdos, disecados o embellecidos, dentro de los estuches para el bijoux.

En las imágenes dentro de las imágenes, en el desdoblamiento infinito, hay una connotación de muerte de la que también se nutre El abrigo de Proust. Como señala Hugo Beccacece, en su brillante prólogo, el abrigo es el vacío del cuerpo que abriga y el objeto es un modo de conjurar la ausencia. Los abrigos, los libros. Yo me permito añadir que en estas páginas el dinero es un sobreentendido y es obvio que, sin dinero, ya no hay rock and roll.

Un libro maligno

Monsieur Proust es la evocación que del escritor lleva a cabo Céleste Albaret, su criada, cuidadora, asistente y asistenta, secretaria, recadera, cancerbero y no sé sabe cuántas cosas más, durante los últimos ocho años de vida del autor. Monsieur Proust, publicado en Francia en 1973, ha sido rescatado por Capitán Swing con traducción de Esther Tusquets y Elisa Martín, y prólogo de Luis Antonio de Villena.

En el libro de Foschini se menciona a Céleste Albaret: se parece a esa criada, fiel y contestona, que retrata en Señor Sueño el escritor suizo Robert Pinget (Antonio Machado). La visión de Céleste, que deja entrever Foschini, se deshace cuando leoMonsieur Proust y Céleste toma la palabra. Aunque lo haga a través del filtro depurador de Georges Belmont. Porque Céleste Albaret no es solo un personaje de guardarropía, la actriz de carácter apropiada para el segundo plano. Es muchas más cosas. No todas mejores, pero todas interesantes.

Monsieur Proust acaba con una detallada descripción de la muerte del escritor a causa de un absceso pulmonar que revienta. Como si a Céleste Albaret, para relatar la agonía, la hubiese abducido un amo que es un maestro que es un amo. A partir de esa circunstancia se pueden sacar un montón de conclusiones porque este libro, además de la vívida pintura de uno de los autores más relevantes del siglo XX, puede leerse también como la novela de aprendizaje de la propia Céleste. La criada desbanca al señor y tal vez solo en ese punto podamos encontrar la puntita de resentimiento que echamos de menos en la narración de esta criada. La apología que hace del patrón se opone a esos retratos hogarthianos de los criados de Fielding en Tom Jones (Cátedra): Céleste se sitúa en un lugar un poco abyecto como si la defensa a ultranza de un amo listo, la complicidad que solo ella establece con él, la engrandecieran y le dieran lustre.

Sin embargo, la complicidad es una palabra difícil de digerir entre criada y amo. La digestión resulta aún más difícil cuando nos damos cuenta de que, tras la fachada admirativa de la Albaret hacia Proust, tras su intención de refutar los infundios sobre él, a los lectores nos llega la historia de un hombre enfermo, maniático, excéntrico y tiránico en sus costumbres, que obliga a sus servidores a permanecer despiertos durante la noche entera o a escuchar a pata firme el relato de una velada en el salón de cualquier princesa parisina.

Céleste Albaret opera con una sutileza casi maquiavélica: dice que Proust no es drogadicto, como afirman algunos maledicentes, y sin embargo lo retrata tomando Veronal para dormir y cafeína para despertar… En el capítulo de los entuertos que la Albaret, como heroína salvadora, se empeña en desfacer se sitúa la refutación de la homosexualidad de Proust. También el sadomasoquismo o las torturas a animales que supuestamente protagonizó en la casa de Le Cruziat formarían parte, según Céleste, del proceso de documentación para la escritura. El lector sospecha que, si la Albaret aspiraba a proteger la fama de Proust, quizá hubiera sido más sensato correr un tupido velo sobre este asunto. El silencio mejor que la alusión.

En el retrato de Proust, su proceso creativo, la construcción de los personajes, su amistad con personalidades de la época o su buen gusto musical se combinan con la disección de sus pequeñas miserias hipocondríacas: con ese lado tan íntimo que se revela en nuestro cubo de basura y en los medicamentos que descansan sobre nuestra mesilla de noche. Pese a las mentiras para encubrir verdades o las verdades para anular mentiras, al final, las palabras de Céleste logran que la imagen de Proust aparezca un poco más nítida al fondo del espejo…

No se pierdan Monsieur Proust: es un libro maligno que nos enfrenta con nuestros prejuicios al hacernos repensar lo que significa sentir afecto, cariño, incluso amor, por las personas que están por debajo o por encima de nosotros. Como en En la jaula (Alba) del siempre grandioso Henry James.

Marta Sanz

Cómo los grandes trabajan sus obras

 

Son muchas las biografías de Proust que hablan sobre su vida literaria y personal, y son muchas las que merecen un lugar preferente en la bibliografía sobre el autor francés. Pero si tuviera que elegir una como referencia, sobre todo de los últimos años de la vida de Proust, esta sería sin dudarlo la de Céleste Albaret, de soltera Gineste (1881-1984). Casada con el chófer de Proust,  Odilon Albaret, y de condición humilde y campesina, entró a servir a las órdenes del escritor en 1912, le dedicó tan bien sus cuidados y atenciones que algunos biógrafos han llegado a afirmar que el artista francés sólo había llegado a querer a dos personas en su vida: a su madre y a la propia Céleste.

Varios decenios después de la muerte del escritor, esta campesina, vino a bien rememorar los nueve años que pasó junto a él, haciendo testimonio del ímpetu creativo del francés, que dedicó los últimos alientos de su vida a la culminación de su majestuosa novela “En busca del tiempo perdido”.

La autora hace gala de una memoria casi fotográfica y de un gusto exquisito en la redacción, amén seguramente por las incontables conversaciones que mantuvo con su amo, el cual le recomendaba imperiosamente la lectura de los “buenos”, como Balzac. Ella comenzó su relación con el autor trabajando como recadera, a lo que pronto pasó a servir como criada, y luego en gobernanta de la casa, en confidente, y por último en su mano escribiente, la cual escribía al dictado del autor. Hay numerosas anécdotas que llenan el libro de curiosidades que solo una persona muy cercana a Proust podría describir, así como las referencias literarias, que plasman la personalidad del escritor francés en unas páginas llenas de sensibilidad exentas de cualquier sentimentalismo gratuito.

Es muy revelador saber cómo los “grandes” han trabajado sus obras. En “Monsieur Proust” se nos revela la mecánica de trabajo del escritor, como llega a ser una obsesión para él el trabajo, su manera de envestir el manuscrito y de finalizar, cueste lo que cueste, lo que se había planteado hacer desde un principio. Fue tal su dedicación que Celeste nos narra cómo fue capaz de descuidar su salud, hasta el punto de  no curarse una gripe que evolucionó a neumonía y septicemia, por no interrumpir las pruebas de un manuscrito.

Cuando la entrañable viejecita de 82 años decidió publicar estas memorias, que ante todo es un retazo conmovedor de un amor puro, desmoronó, además de revelar para el gran público al Proust humano, cotidiano, “mortal”, y afable,  los numerosos chismes injuriosos que rodeaban el halo de este genial novelista. Gracias a ella, hoy conocemos un poquito mejor el alma de este grande de la literatura universal.

 

La sirvienta de Proust

Céleste Albaret (1891-1984) fue la última sirvienta que tuvo Marcel Proust. Céleste –muy joven- se casó en 1913 con un taxista de París, Odilon Albaret que había trabajado para Proust como recadero o chófer en sus ya pocas salidas nocturnas… Odilon fue compañero de Alfred Agostinelli, uno de los grandes amores de Marcel, taxista también, antes de hacerse aviador y morir en un accidente junto a la Costa Azul. En 1913 se publicó –hace ahora cien años- el primer tomo de “En busca del tiempo perdido”, “Por el lado de Swann” que Proust pagó de su bolsillo. El primer contacto de Marcel con Céleste  -todavía lejano- fue que ésta hizo de recadera, llevando paquetes que contenían el libro a amigos o conocidos de “Monsieur”

Pero cuando estalló la gran guerra y el señorito Marcel rompió con el matrimonio que le atendía antes y que no se avenía bien a los extravagantes horarios de señor enfermo, entonces entró Céleste como ama y señora, esto si entendemos que tenía que seguir a rajatabla las órdenes de Proust, que incluían pasarse toda la noche en vela, mientras él trabajaba, por si sonaba la campanilla. Entre 1914 y la muerte de Proust en noviembre de 1922, Céleste fue criada y confidente. Claro que Proust no le podía contar todo (sobre todo no los mayores secretos de su vida, la relación edípica con su madre, y sus estancias en el mundo de Sodoma)  de todo lo demás le habló a Céleste mientras descansaba de su magna tarea, de sus amigos o no tan amigos, de príncipes y princesas, de sus parientes, del arduo trabajo en que estaba… Si lo podemos entender (no es fácil) sin dejar de ser nunca la criada, Céleste fue también la amiga, que se iba fascinando por las rarezas del señor y que, poco a poco, lo fue mitificando al intuir que ese ser desvalido y con graves crisis de asma, iba a ser (en el futuro) alguien muy importante. No se equivocó. Por eso Céleste –desde 1923 prácticamente desaparecida del ámbito proustiano, regentó con su marido un hotelito muy corriente en París- reapareció, triunfalmente, viuda, cuando en 1973  salió este “Monsieur Proust” (que ahora reedita en español Capitán Swing) con las confesiones que Céleste le hace al periodista Georges Belmont que llanamente las “recoge”. El libro no es la Biblia sobre Proust pero tiene valor y amenidad porque nos mete en su vida cotidiana de los últimos tiempos, cuando se esforzaba por concluir su novela-catedral. Informativo, rico en datos y chismes, un tanto sobreprotector con el “señorito”, Proust está vivo en el libro/recuerdo de Céleste. La engaña, a veces, pero no le miente. Cuenta que va al burdel de Le Cuziat (Jupien en la novela) pero no como asunto personal, sino en tanto investigador de los “vicios” que debía narrar en su libro.  Céleste (le cae bien Morand, no Gide) hace que se lo cree. Pero esa será la gran incógnita. ¿Sabía lo que calló? ¿Los camareros del Ritz que visitaban de madrugada a su señor, mientras ella estaba en la cocina? Como sea, es obra fundamental, incluidos los respetuosos silencios.

 

Una emocionante historia que contar

 

Todo el mundo tiene una lista de libros que leer antes de morir. Me refiero a los libros que han pasado a la historia de la literatura como narraciones precisas que explican mejor cómo somos, qué pensamos, qué nos gustaría ser o cómo no seremos nunca. Y si nos ponemos a pensar en ello, muchos de estos libros son más atractivos aún si logramos desnudar a quiénes los escribieron, sobre todo si ellos mismos son los protagonistas de su prosa. Marcel Proust es uno de los nombres que encontraríamos en la temida lista. Y digo temida porque es, precisamente, la sensación del tiempo que se escapa la que hace que de miedo pensar en todas las cosas interesantes que nos quedan aún por leer. Hace ya cien años de la publicación de “En busca del tiempo perdido” y para celebrarlo se reedita la mejor de las biografías del autor: “Monsieur Proust”, hermosos pasajes y anécdotas de su vida contados por Cèleste Albaret, la mujer que mejor conoció sus debilidades, miedos y excentricidades durante los nueve años que trabajó como ama de llaves en casa del maestro ya enfermo. Y ahora, releyendo mi lista llena de autores famosos, me doy cuenta de que debería añadir en algún renglón pequeños libros como este, escritos por secundarios como Cèleste, que tuvieron también una emocionante historia que contar./Angie

 

 

Una privilegiada con decencia

Céleste Albaret fue una privilegiada con decencia. Durante una década fue algo más que la chica para todo de Marcel Proust. Una amiga y confidente, enfermera y testigo de un anómalo prodigio metido en una cama, escribiendo incesantemente con la obcecación de quien quiere recuperar el tiempo perdido desde la memoria para conseguir la obra, algo que debería escribir en mayúsculas.

La autora del libro que recupera Capitán Swing calló durante cincuenta años, justo hasta que sintió cercana la muerte y decidió que sus vivencias eran útiles para los demás como justo homenaje al hombre que admiró entre cuatro paredes. Quién le iba a decir que de su pueblo natal cruzaría fronteras simbólicas hasta alcanzar la habitación del detalle supeditado a su inquilino del que, al fin y al cabo formaba parte de su trabajo, captó todos los matices, recogidos en este espléndido volumen.

Primero nos desplazamos al Boulevard Haussmann, donde aprendemos los ritmos del brillante paciente, inquieto hasta los topes, siempre con una petición en su cartera verbal, desde una carta que mandar hasta un capricho que satisfacer. Celeste se acostumbró a sus hábitos. La noche era para estar despiertos entre escritura, esporádicas visitas para corroborar matices y dejar que las plumas cayeran del lecho mientras la escritura avanzaba.

Dicho esto podríamos pensar que la autora se limita a narrar la humareda del despertar para combatir el asma, registrar las filias de su amo y llorar su pérdida. Pues no. Como si se imbuyera del estilo del monumento de su protector, Céleste plasma en su prosa la precisión del maestro, lo que lleva a entender un microcosmos que surgió de forma definitiva con el estallido de la Primera Guerra Mundial, momento en que París pierde el aura de la belle époque y queda como una especie de isla para pocos adeptos. Llegado ese instante, constatado el fin de una época, Proust decide clausurarse y así adquirir la paz necesaria para afrontar su desafío. Mientras tanto come poquísimo, como si fuera una máquina obcecada que no requiere siquiera de un croissant para su calmada y furibunda energía creativa.

Su existencia entre sábanas no era simple. El famoso abrigo hacía las funciones de un batín. Se lo ponía para salir de la habitación, algo que sólo acaecía en situaciones excepcionales porque tenía clara su misión. Ir al Ritz o frecuentar sus antiguos círculos de amistades eran labores de investigación, pruebas para apuntalar datos y perfilar personajes. En este sentido algunas de las amistades que visitaban su hogar eran más bien víctimas incautas, fuentes informativas inconscientes que eran retratadas por el ojo del genio, bien ayudado por su asistenta, inventora entre otras cosas de un método para añadir correcciones al gran borrador, historia de nunca acabar que pedía a gritos acordeones de papel para mantener un cierto orden en la inmensidad.

Las anécdotas abundan, como si ello fuera producto de un reloj congelado donde la rutina se vestía de imposible. Entre ellas recuerdo vivamente algunas que definen el carácter del protagonista, que no era huraño, sí exigente, siempre desde el perfeccionismo. Su irascibilidad era frustración de agonía. Sabía contenerla hasta cierto punto por elegancia. Lo aprendió André Gide, que con su petulancia rechazó el manuscrito para Gallimard. No sabía que su autor averiguaría que ni siquiera lo abrió a partir de unas pesquisas basadas en el lazo del paquete. Nadie lo había tocado. Uno de los monstruos de la literatura del siglo XX fue desdeñado como un diletante por otro grande de las letras. Ver para creer. El hecho hizo que la ironía fuera el factor dominante en la relación entre ambos, la ironía y la sutil mala leche del pálido enfermo que amaba y detestaba a Cocteau a partes iguales, ideal para unas risas, cansino por su constante exhibicionismo.

El empecinamiento de Proust era de una claridad meridiana. Se metió entre ceja y ceja que el único valor seguro para su inmortalidad era terminar su templo. Por eso, ya en la rue Hamelin, su último suspiro parecía hasta deseado. Un absurdo resfriado mal curado fue su colofón hacia la tumba. Renunció a la salvación porque ya había conseguido lo que quería. Impresiona el ritual fúnebre. El reposo, la exaltación del santo laico con el cuerpo incorrupto, Man Ray y la foto del cadáver, el entierro y el adiós que fue un desalojo de inventario que quien quiera puede también apreciar en El abrigo de Proust de Lorenza Foschini.

El defecto de la narración de Albaret radica en un pudor para con la homosexualidad del maestro. Sus amantes aparecen como amigos, nada se habla de las relaciones que pudo tener a lo largo de sus días. Para mi gusto, que ese aspecto no aparezca me sugiere un todo incompleto que no desluce el conjunto. El disfrute radica en conocer la intimidad del ídolo, analizar sus teselas, sentirte en el interior de ese domicilio y derribar mitos demasiado bien instalados en mentes de personas que sólo conocen la leyenda y no han abierto La recherche porque, dicen, es muy larga. En principio no es una obra para un siglo veloz, una centuria de videoclip, pero quizás la lectura de Monsieur Proust sea el acicate necesario para que caigan esos estúpidos velos del convencionalismo.

 

Monsieur Proust

Céleste Albaret trabajó en casa de Proust como ama de llaves, mensajera, amiga y enfermera los últimos nueve años de su vida en los que, ya gravemente enfermo, escribiría En busca del tiempo perdido. Pero fue mucho más que una mera sirvienta: su sensibilidad, su innata inteligencia y el enorme cariño y devoción que sintió por él