Miami y el sitio de Chicago

Arde Chicago

La suspensión de un mitin de Donald Trump en Chicago recuerda los brutales incidentes que agitaron la Convención Demócrata en agosto de 1968 La política estadounidense es cada vez más un show, un espectáculo de masas donde es más importante el protagonista que el contenido, la imagen que el mensaje. En un contexto de envilecimiento Arde Chicago

Nixon y Pla

 

Daniel Serrano. Renace el periodismo de sus cenizas en los blogs, las redes, el viejo papel y las tertulias televisivas. Y vuelven a editarse crónicas como estas, en las que nos reencontramos con maestros de actualísimo y vigoroso estilo.

Josep Pla y Norman Mailer, ahí es nada. Pla viene a Madrid en 1921 y se encuentra una ciudad convulsa y trepidante, donde se hace vida en los cafés hasta la madrugada y en la Puerta de Alcalá matan al ministro Eduardo Dato a tiros ante la indiferencia de la gran mayoría de los madrileños (“cuando, después de la salida de los teatros, la gente se ha ido a dormir, en la Puerta del Sol han quedado las mismas horizontales, los mismos tronados noctámbulos, los mismos vendedores de lotería y de periódicos habituales”). Escribe Pla (y parece que estuviera escribiendo hoy mismo): “Este país está organizado sobre la base de una monarquía constitucional y parlamentaria. Pero no hay ningún partido digno de ser tomado en consideración. ¿Cómo es posible mantener una monarquía parlamentaria sin partidos fuertes?”.

Se sorprende Pla de lo poco madrugadores que son los madrileños, acude a ver a Ortega y toma el tren a Salamanca para encontrarse con Unamuno, se admira una y otra vez del paisaje castellano, secarral de altos chopos y figuras minúsculas en medio de la planicie, aspira Pla el aire de Madrid, aire proveniente de un cielo azul purísimo. Afirma de la tertulia del Pombo que lidera Ramón Gómez de la Serna: “Casi todos los asistentes (…) van vestidos de negro y tienden, famélicos, a las formas del seminario clerical”. Pla es preciso, certero en el detalle, enorme en la capacidad de descripción.

Literaturiza Pla con esa complicadísima sencillez que le caracteriza, siempre socarrón y extranjero en un Madrid que a ratos le complace pero, sobre todo, le fascina por el primitivismo que late bajo su endeble aspecto de gran urbe: “Por el puente monumental y sin gracia de Toledo, sobre el Manzanares (o falta río o sobra puente, decía Quevedo), entran y salen carros con toldo, mulas y asnos que sirven que bestias de carga, arrieros con cara de facinerosos y manta como en la ópera de Carmen, gente que va de camino. Los veis salir del puente y adentrarse en la tierra yerma de Castilla, y os cuesta creer que se dirijan a alguno de esos pueblos de color tierra calcárea como una pella de barro reseco. Tenéis la sensación de que no van a ninguna parte y de que han entrado en Madrid para la composición de los últimos aguafuertes y grabados del lugar”.

Pla. Y luego Mailer. Relatándonos la convención republicana de 1968 en Miami y la demócrata del mismo año en Chicago, ciudad convertida por el alcalde Daley en un campo de batalla donde bajo las balas caían los hijos de las flores. Es verano, plena guerra de Vietnam, Nixon exhibe su sonrisa equina y los demócratas optan por el suicidio y miran arder las calles. Y Mailer, con su prosa ególatra e hipermasculina, prosa de boxeador y bebedor infatigable de whisky, con esa prosa cincelada a puñetazos, nos cuenta a qué olía aquel tiempo.

“El cronista, sin embargo, está obsesionado con Nixon. Nunca ha escrito nada bueno sobre Nixon”. Se refiere Mailer a él mismo. Él es el cronista que aborrece a Nixon. Así de honestamente se confiesa pero, en seguida, admite que el Nixon de 1968 tiene algo diferente, brilla en su mediocridad sudorosa muy distinto de cuando (una y otra vez) fracasó en su asalto al poder. Intuye que ahora sí puede ganar. Luego, en Chicago, todo será pólvora y violencia y Mailer simpatiza con los rebeldes pero no tanto, considera a los jóvenes universitarios un tanto pequeñoburgueses, subversivos diletantes, meros aficionados al gamberrismo en más de una ocasión. Aunque ha marchado con ellos sobre Washington y esa fuerza de la juventud vociferante no deja de conmoverle: “Un espíritu de belleza se respiraba en la atmósfera, por encima de los chicos envueltos en ropas sucias, el olor a vómito de los aerosoles tóxicos, los suspiros y los gemidos de los camiones del ejército, llegando y marchándose todo el tiempo”.

Nixon y Pla y Dato y Ortega y Ronald Reagan, crónicas de lejanas glaciaciones que, sin embargo, refulgen a veces de pura actualidad. Y, sobre todo, lecciones de estilo para quienes todavía creemos que el periodismo puede alcanzar la categoría de gran literatura. Aunque quienes lo ejerzamos estemos más cerca de ese atinado sarcasmo de Mark Twain: “Después de fracasar en todos los oficios, decidí hacerme periodista”.

 

Un retrato electoral en extinción

En 1968 Norman Mailer escribió para la revista Haarper’s algunas de las mejores crónicas sobre la convención republicana y demócrata de Estados Unidos. Ahora se publican en español en el libro Miami y el sitio de Chicago

Acodado en la barra del bar del hotel, Norman Mailer apura su cuarto whisky. Es la primera semana de agosto de 1968 y el periodista ha sido enviado por la revista Haarper’s a Miami para cubrir la convención republicana en la que saldrá elegido Richard Nixon como candidato a presidente de Estados Unidos. Lo que ve a su alrededor le entristece y le produce al mismo tiempo cierta gracia. «[Nixon] ha pasado de ser un mal actor a un actor sorprendentemente bueno», escribe en una de sus crónicas con cierta socarronería. Semanas después se encontrará en un paraje parecido, pero esta vez en la convención demócrata, en Chicago, donde será elegido el candidato Hubert Humphrey. Una elección que coincidirá con manifestaciones de hippies y yippies, y que le producirá escozor de estómago. Mailer, como periodista, escritor y ciudadano, nunca había negado que los demócratas eran los suyos y sabía que el rival elegido jamás vencería a Nixon, por muy malo que éste fuera. Humphrey era entonces el vicepresidente de Lyndon B. Johnson, al que el periodista despreciaba. Era el hombre del partido, la marioneta, y Mailer sabía que había nacido para perder. Ponme otro whisky y me voy a la casa de Hugh Hefner [dueño de Playboy], escribirá al final de uno de sus textos. La solución final cuando desaparece el entusiasmo.

La grandeza de las crónicas sobre ambas convenciones escritas por Mailer en 1968 y que aparecen ahora en España recopiladas en el libro Miami y el sitio de Chicago (Capitán Swing) está precisamente en la nula equidistancia que el periodista establece frente a los acontecimientos. El sentir, el respirar, la opinión de Mailer está en cada uno de los párrafos descriptivos sobre Miami o Chicago, o sobre los candidatos que se presentan. Y está sin faltar a la objetividad y sin convertirse en un comisario político más, enfermedad que hoy padecen muchos cronistas políticos. «Si no lo hubiera hecho así, hubiera sonado falso, ya que todo el mundo sabía que Mailer era demócrata. Por otro lado, un hecho como la campaña electoral es imposible fingir que no te interesa. Él humaniza el periodismo y eso es algo que ahora falta. Él era capaz de salirse de las obviedades y escribir los negros son unos pesados. El problema en el periodismo de ahora es que alguien critique, escriba con intención», cuenta Antonio García Maldonado, traductor de este libro.

Mailer en Miami

De Miami lo primero que nos hace saber el autor de Los ejércitos de la noche es que estamos ante una ciudad wasp (blanco, anglo-sajón y protestante). Este lugar «es la capital materialista del mundo», escribe. El mejor escenario para que se reúna el partido republicano, «el partido del conservadurismo y los principios, del éxito empresarial y austeridad, el partido de la higiene, la limpieza y el presupuesto equilibrado» que, sin embargo, como bien hace notar Mailer, «se daba un estilo de vida de sultán», con la llegada en coches de lujo, su alojamiento en hoteles de cinco estrellas y jets privados. La recua que rodea a los candidatos Ronald Reagan, Nelson Rockefeller, George Romney (sí, el padre de Mitt) y Richard Nixon son mujeres encopetadas, rubias, con vestido azul sin mangas. Personas de las que, con cierta distancia irónica, el periodista se apiada. Están tan lejos de sus ideas que sólo le sugieren lástima: «En su inmaculada limpieza se dejaba ver la sorda tragedia de los wasp: no habían venido al mundo a divertirse, ni siquiera para amar de alguna forma, sino para servir, y eso habían hecho en actos públicos con alguna finalidad caritativa». Los describe como esos férreos americanos puros que sólo desean recuperar la América perdida, la que sea igual que ellos. ¿Dónde podríamos encontrar hoy una crónica así, un artículo que no esté manchado por la cordial neutralidad?

A los candidatos republicanos, Mailer les da un repaso parecido. No le incordian porque sabe que, en ese atribulado 1968 en el que han asesinado a Bobby Kennedy y a Martin Luther King, en el que triunfa en el Verano del Amor en San Francisco y el consumo de drogas, duras y blandas, ellos seguirán defendiendo la guerra de Vietnam, que, dolorosamente para el escritor, inició un demócrata. Así, el empresario Rockefeller es para él una especie de Spencer Tracy «con voz honesta, creíble, viril, vibrante, aguda, con la fuerza de un vaquero de las llanuras e inflexiones del gutural acento de Nueva York», un tipo demasiado demócrata que jamás podrá arrebatarle la candidatura a Nixon, que tiene el halo del mesías de América. Por supuesto, ni Reagan, en ese 68, ni George Romney están a la altura. Mailer también nos reproduce algunos errores de la convención que hoy serían imperdonables, como la anulación de una rueda de prensa por parte de Nancy, la mujer de Reagan. Entonces las posibles primeras damas no contaban, y mucho menos para los republicanos.

Al final de la contienda, que de refriega externa tenía poco en ese ambiente de pulcritud extrema por más que por debajo de la mesa se trapicheara con los votos de los delegados, Mailer se deja llevar por las palabras de Nixon, el inexorable ganador de la convención. Nos recuerda que es un perdedor, que no supo ganar a John Fitzgerald Kennedy en 1960, que sudó como un ciudadano cualquiera en los debates televisivos, que volvió a flaquear en 1964, pero que éste es su momento. Para la historia queda el discurso de aceptación de la candidatura, que en España no debería sonarnos extraño: Nixon habló de ese niño necesitado de Estados Unidos; ese niño que puede ser polaco o italiano, pero que ante todo es americano, que quiere una América de principios, y sí, también en la guerra, porque Estados Unidos es un país grande, el imperio del mundo. Esas palabras fueron las que triunfaron mientras, paradójicamente, medio país se colocaba en los parques y gritaba «No War». Ante el caos, el orden y Dios.

Mailer en Chicago

Aturdido, sin saber muy bien qué opinar, Mailer abandona Miami para acudir a Chicago a la convención demócrata. El paisaje que ofrece el escritor de esta ciudad es brutal. Hemos salido del brillo de las aceras a adentrarnos en un lugar donde se respira sangre, suciedad y muerte. Chicago es la ciudad de los mataderos de animales. Y el lector sabe que el cronista se encuentra cómodo allí: «Chicago era la última ciudad americana, y por eso, la gente tenía la cara tan grande, carnal como la sangre, golosa, veraz, demasiado impaciente para resultar hipócrita, enamorada del robo honesto […]. Puede que haya bestias por las calles de Chicago, pero es una ciudad honesta, sin ninguna gana de incubar psicóticos en pasillos con aire acondicionado y puertas de cristal». El mandoble a Miami y los republicanos es elegante y ejemplar.

Pero Mailer da muestras de que no las tiene todas consigo en esta convención. No le convencen varias razones que sí han calado en otros escritores y periodistas como Jean Genet, William Burroughs y Allen Ginsberg, con quienes se encuentra allí y que han llegado para escribir para otras revistas como Esquire. En Chicago está prevista una gran manifestación por parte de los yippies —el animal más político de los hippies—, los cuales, además del fin de la guerra de Vietnam, tienen un pronunciamiento bastante ácrata: liberalización de todas las drogas, abolición del dinero, desarme total, incluido el de la policía… Mailer comulga con los postulados, pero algo chirría. Aún no estábamos en la era de los bongós ni las batukadas, pero la concentración en el Lincoln Park de los yippies no acaba de satisfacerle, ya que los ve demasiado alejados de la causa obrera. No están lo suficientemente ideologizados. «La sociedad está construida sobre mucha gente que hiere a otra gente […]. los hippies, y probablemente los yippies, no habían identificado todavía esa esquizofrenia sobre la que está fundada la sociedad», resuelve. Y, por ello, al final, después de asistir a asambleas en el Lincoln Park y de, incluso, tomar la palabra en ellas, su conclusión es desoladora:«¿Eran estos muchachos descuidados la clase de tropa con la que uno querría entrar en batalla?». Desafortunadamente, después de leer esto, en España nos merecemos un tirón de orejas: no hemos leído nada al respecto de hechos similares (¿15-M?) más allá de la crítica sin argumentos o el aplauso acrítico del fan.

Si nos adentramos en la convención política, la actitud de Mailer tampoco entusiasma. Hay tres candidatos, Eugene McCarthy, George McGovern y Hubert Humphrey. El suyo es el primero, pero sabe que el partido no le va a dar una sola oportunidad. Los demócratas siguen dominados por Lyndon B. Johnson, y el clan Kennedy, aún muertos JFK y RFK, conforma el apparatchick de la mano del alcalde de Chicago Richard J. Daley. Se imponen los dictados de arriba, como proseguir la guerra de Vietnam. No hay ninguna cara nueva que enardezca al votante demócrata, por lo que Mailer, más que asistir a las ruedas de prensa, se conforma con seguirlas por televisión desde su hotel.

Su desánimo es mayor cuando observa la brutal entrada de la policía en Lincoln Park. Muchos manifestantes son apaleados. ¡Y han sido enviados por el Daley, el alcalde demócrata! Mailer se da cuenta de la desorientación del partido demócrata. «Desde luego, mientras lo reeleía no podía dejar de pensar en la situación actual del PSOE, que han elegido a un candidato del aparato, que fue vicepresidente y que no entusiasma», conviene García Maldonado. ¿Y dónde tenemos un Mailer para contarlo?

Miami y el sitio de Chicago, además de una excelente recopilación de crónicas políticas, es la constatación de una formad de hacer periodismo que, o ha muerto o da sus últimos coletazos. Mailer podía permitirse el lujo de pasar una semana en ambos lugares oteando y apuntando todo lo que ocurría a su alrededor. Podía salirse del carril periodístico. Podía hacer crítica. Podía terminar su jornada y tomarse algunos whiskys. Podía ir después a la casa de las conejitas de Hugh Hefner y más tarde escribirlo. Y, lo que es más importante, Haarper’s le pagaba por ello.

Paula Corroto

Enjundia literaria

En el panorama editorial actual se publican muchas cosas, algunas buenas, otras pésimas, bastantes regulares y otras simplemente entretenidas. Seguro que también hay joyas ocultas en rincones de librerías, manuscritos perdidos en cajones de editores despistados y favores pagados en formato libro de tapa dura. De todo como en botica y entre tanto popurrí, pasando desapercibidos -por lo general- para el público masivo, también se publican libros con enjundia, de esos que hay que leer con detenimiento para que no se te pase ningún detalle, que invitan a la reflexión.

Capitan Swing es una de las editoriales responsables de que aún en estos días se sigan publicando libros como los anteriormente descritos. Responsables de la llegada a las librerías de “Prodigiosos mirmidones.Antología y apología del dandismo” de Leticia García y Carlos Primo, han incorporado a su catálogo dos nuevos títulos que agradarán a todos aquellos sedientos de lectura rigurosa y opuesta a cualquier bodrio editorial fácil de digerir y aún más de olvidar.

En el 50 aniversario de su muerte, publican “Ensayos y discursos” de Wiliam Faulkner, que reúne varios trabajos de la obra no narrativa del escritor: discursos (entre ellos el discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura de 1950) ensayos, prólogos, reseñas de libros y obras de teatro y cartas públicas (al editor del New York Times, al del Time…). El volumen supone una buena manera de indagar en la figura del escritor fuera de su obra más conocida a través de sus reflexiones y posiciones con respecto a temas de su actualidad.

No puedo entender la pasión que tenemos en América por dar a nuestros propios productos algún remoto significado geográfico . ¡Pollo de Maryland!, ¡aliño romano!, ¡el Keats de Omaha!, ¡Sherwood Anderson, el Tolstói americano! Parecemos estar maldecidos con una pasión por el cliché geográfico. Ciertamente ningún ruso habría soñado jamás con ese caballo.

Norman Mailer cuenta en “Miami y el sitio de Chicago” cómo estaban las cosas por Estados Unidos en el mítico verano del 68. Con la Guerra de Vietnam como tema del momento, los republicanos acaban de escoger a Nixon como candidato a presidente mientras que los demócratas optan por Hubert Humphrey y el país se echa a la calle a protestar contra la guerra. Conocido por ser un innovador en el género del periodismo literario, Mailer cuenta con detalle la situación que se vivía en el país en ese momento, que tuvo como consecuencia muchas de las características del Estados Unidos actual.

La Nueva Izquierda quería, sobre todo, perturbar a la sociedad (y siendo muy posible que ellos mismos estuvieran algo perturbados, no eran sino románticos) mediante el esfuerzo por un nuevo estilo de vida, partiendo de los guetos, de las ciudades universitarias y del movimiento contra la guerra. Si aún se insiste en calificarlos genéricamente como socialistas es porque el producto de sus esfuerzos era finalmente, me temo, ideológico (…)

 

“Miami y el sitio de Chicago”, la crónica política de Norman Mailer

El domingo por la tarde pudo verse de qué forma se había gastado el dinero. Algunos millonarios son famosos por su austeridad-al abuelo del mismo Rocky [Nelson Rockefeller] se le tenía por tacaño-, pero para el millonario la generosidad es como la histeria para el miserable: una vez comienza no hay forma de detenerlo, el mal ya está dentro. Dado que ya se había acostumbrado a gastar dinero, ¿cómo podía hacer para detenerse?

Tras la televisión llegaron las concentraciones y el alquiler de aviones, y ahora en Miami fue el alquiler de lanchas en Island Creek para los delegados que quisieran pasar la tarde bebiendo en algún yate, en algún canal de las islas, o las galas. Rocky consiguió que abrieran el Americana un domingo para una cena a la delegación de Nueva York.

El lunes, de cinco a siete de la tarde, tras la llegada de Nixon, ofreció una inmensa recepción para todos los delegados, suplementes y líderes republicanos. Los invitados abarrotaron el Salón Continental y el Gran Salón del Americana, donde fue imposible calcular la asistencia. Puede que 5.000, o quizá 6.000, el Times estimó 8.000 y un coste de 50.000 dólares. Es posible que la mitad de Miami Beach se aprovechase de la comida y bebida gratis. Sobre la mesa había dispuestos cientos de vasos con cubitos de hielo (ocho barras, dieciséis mesas con platos variados). También había cóctel de gambas, albóndigas, pavo, jamón, goulash, gelatina, éclairs, cerdo, hígado de pollo, pâté de volailles, cuencos con caviar (negro), lenguas de gato, tartas de fiesta, pero ¿dónde estaban los crêpes suzettes? ¡Qué prodigios del estómago americano!

El mariscal Haig

Sobre el estrado de cada salón había una banda; en el Continental, oscuro como un club nocturno, y de hecho era un club nocturno el resto de noches, Lionel Hampton hacía vibrar a la concurrencia con la actuación de un joven cantante negro que interpretaba soul a favor de Rocky. «Queremos a Rocky», cantaba. Sock… Sock… se oía el ritmo, persuasivo, ligeramente hipnótico. Pero Rocky no tenía intención de aparecer todavía, estaba en otra parte, de modo que sus familiares subieron al escenario, con Hampton y el feliz cantante negro que chasqueaba los dedo, y la feliz cantante negra llena de soul, energía y pechos.

Todos comían, bebían, y la familia Rockefeller seguía el ritmo de la felicidad juntando los brazos y dando pequeños saltos; los originarios de Miami Beach daban palmas desde el público, y América parecía lista para embarcarse en un viaje por la autopista de los sueños.

Y aquí y allá algún que otro delegado, o la familia de algún delegado de Ohio, Colorado o Illinois, con la insignia de delegado en la solapa y mirada de curiosidad, sorpresa y placer: «Si quiere malgastar su dinero en esto, que lo haga, no es mi labor impedírselo». Y el placer de la mirada se debía a que se veía ya contándole a sus vecinos la ordinariez, la torpeza y el despilfarro de aquella velada. «Derramaban la mitad de las bebidas por la prisa con la que las servían.»

En el pasillo entre el Salón Caribe y la sala de baile se habían acumulado muchos invitados. La aglomeración no avanzaba, atrapada en la hora de mayor concurrencia por segunda vez en el día. En la Primera Guerra Mundial el mariscal Haig solía enviar contra el enemigo a un millón de hombres en ataques frontales. Se perdían cien mil hombres por cada cien metros conquistados. Era razonable pensar que Nelson Rockefeller era el mariscal Haig de los aspirantes a la presidencia. Los ricos no deberían rodearse de más ricos si quieren ganar una guerra.

Tan solo un vistazo

Nixon había llegado más temprano ese mismo día. Un público no demasiado numeroso, puede que unas seiscientas personas, a la entrada del Miami Hilton, dos bandas tocando «Nixon es nuestro hombre», las nixonettes y las nixonaires, caras blancas, bondadosas, pulcras, cristianas, rubias y castañas, la misma pareja de negras, un racimo de dos mil globos soltados al viento, cintas de colores, y finalmente la visión parcial de Nixon en persona en medio de un semicírculo de cámaras que los fotógrafos sostenían por encima de sus cabezas. Tan solo un vistazo: parece que se ha quemado por el sol, con la frente de color rosa resplandeciente. Después consiguió entrar en el hotel, empujado desde atrás, estrechando manos por delante, con el pelo inconfundible -más rizado que el de los demás, peinado en ondas como olas creadas por una lancha, con recuerdos del cabello de Gore Vidal (¿pero dónde había ido a parar la ropa de etiqueta de Nixon?).

El público se había mostrado entusiasmado aunque sin alborotar demasiado y sin hacer de aquello un pandemónium. Era más bien un entusiasmo respetuoso unido al fuerte deseo patriótico de acercarse al que seguramente sería el próximo presidente americano. El cargo, no el hombre, es lo que los excita. Y Nixon se mueve entre ellos con esos movimientos extraños, rígidos, tan propios de él. Es como un actor con buena voz y muchas posibilidades que sacara de quicio a su profesor de técnica dramática (de nuevo volvemos al instituto). «Dick, tienes que aprender a moverte.» Hay algo incluso conmovedor en la forma en que camina, como si la carne sensible se retrajera ante la forma en la que ha de manifestar su auténtica falta de aptitud para mostrarse cálido y encantador con las multitudes, y sin embargo se esfuerza de todo corazón, como si ejercitar la voluntad pudiera liberar finalmente todas sus virtudes, sí, parece un misionero repartiendo biblias entre los urdu. Por Dios, están sucios pero merecen que se les toque.

No, no es tanto que sea un mal actor (dado que Nixon es capaz de mostrarse exultante en medio de una multitud intentando zafarse de sus torpes movimientos, y de su fatídica reputación, y procurando hacer creer que es sincero), sino que se formó en las peores escuelas para actores del mundo.

 

Miami y el sitio de Chicago

En el verano de 1968, en plena Guerra de Vietnam y tras turbios sucesos como el asesinato de Martin Luther King o el de Bobby Kennedy, los republicanos se reunieron en Miami y eligieron como candidato al impopular Richard Nixon, mientras los demócratas apoyaban en Chicago la candidatura del ineficaz vicepresidente Hubert Humphrey.