Los filántropos en harapos

Explotación del hombre por el hombre: reflejos de la Gran Depresión

La Gran Depresión posterior al hundimiento de la Bolsa en 1929 ha ilustrado desde entonces la historia moderna de la explotación del hombre por el hombre, y se ha convertido en filón literario y cinematográfico, laboratorio de análisis social y económico, parte de la explicación del estallido de catástrofes como la Segunda Guerra Mundial, y referente obligado a la hora de estudiar las consecuencias de la crisis mundial que estalló en 2008, así como de las fórmulas para superarla.

Hacía muchas décadas, por ejemplo, que no se citaba ni se releía tanto Las uvas de la ira, del Nobel John Steinbeck, la más conocida de las novelas que reflejaron los avatares de las víctimas más vulnerables de aquel cataclismo (en ese caso, los granjeros expulsados de sus granjas tras las grandes tormentas de polvo), elevadas a la categoría de iconos por mitos pioneros de la canción protesta como Woody Guthrie.

De forma paralela, se rescatan obras que, sin estar ambientadas en los años treinta, reflejan que sigue sin erradicarse la explotación de la mano de obra que marcó esa época atroz. Una muestra clara de esta tendencia es la reciente publicación en España de Por cuatro duros. Como (no) apañárselas en Estados Unidos (editado por Capitán Swing), de Barbara Ehrenreich . Se trata de una incursión a finales del siglo XX –en plena burbuja de prosperidad – en el submundo del trabajo precarios y mal pagado, único disponibles para la población no cualificada. La conclusión -que un empleo o garantiza siempre una vida digna- sigue siendo válida 15 años después,  no solo en el paraíso americano, sino mucho más lejos, como en España.

Otro ejemplo es Historias desde la cadena de montaje, de Ben Hamper (también en Capitán Swing), publicada en 1998 en EE UU, prologada por Michael Moore y que, con un estilo irónico y desenfadado, no trata exactamente de explotación laboral y de retribuciones de hambre, sino de la castrante alienación que provoca el duro y rutinario trabajo de las cadenas de montaje por las que Henry Ford ha pasado a la historia. En este caso, el escenario es una fábrica de camionetas y autobuses de General Motors.

He citado ya dos libros de Capitán Swing, y no serán los únicos, porque esta modesta editorial está empeñada en ilustrar los males del capitalismo con el rescate de obras emblemáticas y con frecuencia relegadas al olvido.

Así ocurre con Los filántropos en harapos, de Robert Tressell, un clásico de la literatura obrera publicado por vez primera hace justamente 100 años. Los benefactores a los que alude el título son los obreros, explotados con jornadas agotadoras y salarios de miseria, que financian en el fondo con su sudor a empresarios explotadores y políticos corruptos. Este mismo concepto permeaba también Por cuatro duros, donde Ehrenreich afirmaba  que los trabajadores no cualificados “son los grandes filántropos de lasociedad norteamericana (…), pasan privaciones para que la inflación se mantenga baja y el precio de las acciones alto (…), [y se convierten en] benefactores y donantes anónimos”.

Volviendo a los siniestros años treinta del pasado siglo, citaré todavía un ensayo histórico, una novela y un largo reportaje periodístico. El primero, publicado en 2006 por la Universidad de Valladolid, es obra del profesor José Ramón Díez Espinosa y se titula: El desempleo de masas en la Gran Depresión. Palabras, imágenes y sonidos. Lástima que esta obra que debería ser un referente de obligada consulta haya quedado recluida al ámbito de las publicaciones académicas, porque, incluso por su estilo, resulta perfectamente accesible para el gran público. Ya desde su presentación, se resalta que “el desempleo representa sobre todo inseguridad material, hambre y frío, degradación personal y exclusión social, resignación o violencia”, y supone “un viaje perturbador desde el pesimismo al fatalismo”. Más actual no podría resultar esta caracterización.

La obra, ilustrada con impactantes fotografías de época, no se limita a la situación en Estados Unidos en aquella época, sino que se proyecta más allá, y especialmente hacia Europa. Además, y con la rotundidad que le permite apoyarse en las técnicas de la investigación histórica, con la recopilación de datos incontestables, llega desde lo general a lo particular e inmediato. Tanto como para buscar respuesta a “las preguntas de cada día, como ¿qué comer? o ¿dónde dormir?”, e incluir un extenso capítulo dedicado a los trastornos psicológicos que provoca el trauma de estar sin trabajo y sin perspectiva de conseguirlo.

La novela a la que me refería, ha sido ya glosada aquí. La escribió Woody Guthrie en 1947 y se perdió su rastro durante más de 60 años, hasta ser publicada en 2013 gracias al historiador Douglas  Brinkley y el actor Johnny Depp. Una casa de tierra (Anagrama) describe la dura lucha por la vida de un matrimonio de aparceros en los años treinta, en las tierras más áridas del norte de Texas. El símbolo de esa lucha sin esperanza es el intento de sustituir su vieja y destartalada cabaña de madera por una sólida construcción de adobe, que identifican como su victoria sobre una naturaleza implacable y la esperanza de escapar de la explotación de los terratenientes.

Acabaré con otro libro editado también por Capitán Swing: Algonodoneros. Tres familias de arrendatarios, de James Agee, con espléndidas fotografías de la época de Walter Evans. Se trata de un largo reportaje periodístico, realizado en 1936 por encargo de la revista Fortune, que no llegó a publicarse, y al que se considera el germen de una de las obras mayores de su autor: Elogiemos ahora a hombres famosos. El manuscrito se perdió durante décadas y, rescatado por una hija de Agee, fue publicado en Estados Estados Unidos en 2012.

Como se señala en el prólogo de Adam Haslett, que considera que Age era capaz de “convertir en épico lo cotidiano”, se trataba de texto para ser predicado y contenía un mensaje perturbador: “Una civilización que por la razón que sea pone la vida en desventaja, o cuya existencia radica en poner vidas humanas en desventaja, no merece llamarse así ni seguir existiendo”.

Y quienes están dispuestos a sacar ventaja de ello son “seres humanos solo por definición, y tienen mucho más en común con el chinche, la tenia, el cáncer y los carroñeros del hondo mar”.

Algodoneros retrata sin florituras, con una sequedad casi documental doblemente efectiva porque su mensaje es imposible de rebatir, la dura lucha por la supervivencia de tres familias de arrendatarios de tierras dedicadas al cultivo de algodón en la Alabama de la Gran Depresión. Agee no buscó casos dramáticos, personajes de los que abusaban terratenientes sin escrúpulos, tragedias personales capaces de perturbar las malas conciencias, sino prototipos que reflejasen la realidad en su justo punto.

Aun así, fue demasiado para que Fortune lo recogiera en sus páginas. La existencia de las tres familias, endeudadas con frecuencia y siempre al límite, se centra en cuestiones básicas que dan título a los diferentes capítulos: Dinero, Cobijo, Comida, Ropa, Trabajo, Temporada de recolección, Educación, Salud y dos apéndices, Sobre los negros y Terratenientes, que casi resultaban obligados. En el primer caso, porque un tercio de los arrendatarios eran negros y, a los problemas comunes de su condición, se unían los derivados de la discriminación y el recelo– cuando no el odio- de la población blanca, incluso de quienes compartían su destino de víctimas. Este hecho diferencial, que habría podido alterar la esencia y el objetivo de su trabajo periodístico de campo, le llevó a no incluir en su investigación a una familia negra. Sin embargo, no podía dejar de señalar los elementos que situaban injustamente a esta minoría racial en una escala todavía inferior a la de los arrendatarios blancos.

En cuanto a los terratenientes, considera Agee que eran “la piedra angular de la estructura social y económica del Sur rural, un problema de una sutileza y complejidad casi inconcebibles”. Su objetivo era desacreditar viejas y engañosas etiquetas, como la del latifundista con látigo negro y pistola, o el aún más peregrinos de Caballero del Sur. Valga una frase para despejar cualquier duda: “El terrateniente no piensa en sus arrendatarios, sean blancos o negros, exactamente como pensaría en un ser humano o en sus mulos. Sólo piensa en ellos en tanto arrendatarios, y así los trata, y así exige que se comporten y que se relacionen”.

Sostiene Haslett que aquel reportaje maldito constituía “un ataque sin ambages contra un sistema de clases retrógrado, un ataque firmemente fundado en las vivencias particulares de quienes se encuentran en el escalón más bajo del sistema”. Aún más, que es un espejo en el que mirarse desde el presente, “cuando la mejora de la eficiencia y el aumento de la productividad laboral que tanto celebran los economistas se han convertido en mecanismo de trasferencia desde las clases pobre y media [los nuevos filántropos] a los dueños del capital”. Y cuando el sistema crediticio “ha establecido una impersonal variante financiero-capitalista de la trampa del endeudamiento que Agee describió” hace 78 años.

¿Dónde estaba tu dealer cuando estudiabas Periodismo?

«—Tú te vienes con nosotros.

Iban a encerrarle en un garaje y a tenerle allí atado hasta que llegara la coca.

—Tú puedes venir si quieres —le dijo a Alice.

Alice no podía dejar de llorar.

—Bah, no harías más que estorbar, en realidad —dijo Leslie.

Swan tenía la ropa llena de sangre. Tendría que cambiarse, dijo Leslie, para pasar delante del portero. Swan se inclinó hacia delante en el sofá y le goteó la sangre en los zapatos. Tendría que cambiarse también los zapatos.

Cuando se lo llevaron, Alice se echó en el sofá y lloró. Y rezó. Llamó a Trude daniels para pedirle que le cantara un salmo pero nadie contestó.

En cuanto Alice cogió el teléfono, éste volvió a sonar. Era Swan. Se había escapado.

—Coge todo el corte que puedas encontrar, mételo en una bolsa y sube a casa de Jeannie. Yo llegaré en seguida y nos largaremos.»

Ciego de nieve, Robert Sabbag (Capitán Swing, 2013)

No estamos en Hollywood ni en una teleserie rocambolesca sobre traficantes de mediopelo en los suburbios de Nueva York. Escrito en 1976, este fragmento de Ciego de nieve es el trabajo periodístico más exhaustivo acerca del tráfico de cocaína en Estados Unidos hasta la fecha. Lo leían periodistas que querían salir de sus exasperantes jornadas de oficina a los propios dealers de alto vuelo como Swan, el tipo que vertebra la obra. Roberto Saviano, con su recién publicado CeroCeroCero, esnifa directamente del libro de Sabbag.

Hoy es una pena que en las facultades de periodismo, en lo que se refiere al ya de por sí escaso interés de los profesores por el periodismo literario, el temario apenas alcance a Truman Capote y Tom Wolfe. Pedir algo de Gay Talese sería un milagro, igual que exigir a Hunter S. Thompson. No es cuestión de morbo. Tampoco se trata de buscar los tiros, las putas y las drogas.  En realidad, la idea al reclamar estas preciadas obras periodísticas es, precisamente, subrayar que un profesional de la comunicación puede intervenir y adentrarse tanto como considere oportuno en ámbitos cuya presencia pueda llevarle a marrones tan grandes como los riesgos que corre. Incluso el mencionado caso de Saviano, bestseller mundial y reclamado por el periodismo, resulta un nombre exótico en las universidades, y su puesta en valor una anomalía que complica los menesteres del académico de turno.

Una estrechez de miras similar sucede en las facultades de economía —risas—, donde quien suscribe pasó un par de años. Allí la pluralidad tampoco es un bien preciado. Sí, es más que obvio comentarlo a estas alturas, pero es lo que uno piensa cuando saluda en librerías la llegada de Los filántropos en harapos, de Robert Tressell (Capitán Swing, 2014). Ni corto ni perezoso, Tressel publicó en 1914 una novela documental —por decirlo de algún modo—que plasmaba, con todo detalle, el día a día de los obreros de la Inglaterra de la época. Veamos un breve ejemplo de cómo se lo monta Tressell en los albores del siglo pasado, a partir de un personaje de la novela:

«—Primero distinguiremos a quienes no sólo no hacen nada, sino que ni siquiera aspiran a ser de ninguna utilidad; las personas que se considerarían desgraciadas si, por casualidad, realizaran algún trabajo útil. En este grupo se incluye a vagabundos, los mendigos, la «Aristocracia», las gentes de «Sociedad», los grandes terratenientes y, en general, todos aquellos que poseen riqueza heredada.»

Un siglo atrás, Tressel lo tenía claro: la utilidad de las elites iguala a la de aquellos que están fuera del sistema.

Hacia 2005 las batallas que teníamos en clases de microeconomíaa para encontrar el equilibrio de Pareto y el Coste Marginal eran alucinantes. Los Pitagóricos fundamentalistas, que resolvían matemáticamente la existencia de Dios, son ahora grises profesores universitarios de economía —de la pública y de la privada— que llevan décadas apelando a modelos de los que sus propios creadores renegarían si estuviesen vivos: «la buena salud de la economía española se fundamenta, en esencia, en el fuerte aumento de la productividad continuada desde mediados de los noventa hasta la actualidad», decían. En efecto, mi profesora de Economía Española, joven, dinámica y molona, sentenciaba de un plumazo a tres años del crack el majestuoso porvenir de mi generación de fuckers. Robert Tressell, como tantos otros senseis del lado oscuro del capitalismo onfierista, brilla por su ausencia como lectura recomendada. Ni siquiera para cumplir con una cuota de mirada alternativa.

La venganza de la historia

Volvamos ahora al siglo XXI:

«La mayor concentración de ingresos y riqueza en manos de una minúscula élite no sólo constituye una grave afrenta a la justicia social y al más mínimo sentido de la igualdad de cualquier comunidad de individuos, sino que los datos muestran claramente que una mayor desigualdad alimenta la criminalidad, erosiona la democracia, divide las ciudades, impide el acceso a la vivienda, distorsiona la economía, genera marginación social, intensifica las tensiones étnicas, es una barrera para las oportunidades y ahoga la movilidad social.»

Al habla Seumas Milne en La venganza de la historia.

¿Y a qué nos suena este discurso? Cualquiera diría que, en efecto, se trata del mantra que todo indignado conoce y difunde cagándose en todo, y con razón. La constatación de esta delirante brecha que separa el jacuzzi y el Cayenne del Lidl y el Primark es un discurso necesario que está en boca de casi todos desde hace años. La gracia de este fragmento, en cambio, no es otra que su fecha de publicación: agosto de 2007. Justo un año antes del epicfail de Lehman Brothers. Costaba esfuerzos y sudores fríos creerse antes de 2008 lo chungas que podían ponerse las cosas: ser apocalíptico nunca ha molado especialmente, y menos cuando estás molestando en la cola VIP de una discoteca con descuentos para universitarios que llevan dos años de carrera y todavía nadie se ha dignado a enseñarles algo más allá de la fascinante Historia Medieval.

Vale que culpar a alguna institución concreta —profesores, estudiantes, el Sistema— de esta asincronía académica suena a recurso fácil y loser, además de una generalización injusta. Sin embargo, la historia demuestra que mantener una cierta prudencia y memoria siempre es necesario, y los tres libros que aquí se refieren son literatura necesaria para cualquier momento. Ciego de nieve, Los filántropos en harapos y La venganza de la historia son tres títulos imprescindibles para todo aquel cansado de encontrarse lo mismo en las bibliografías académicas de ciencias sociales. Ahora y siempre, buena merca.

Ciego de nieve, Los filántropos en harapos y La venganza de la historia son tres títulos imprescindibles para todo aquel cansado de encontrarse lo mismo en las bibliografías académicas de ciencias sociales. Buena merca.

Los filántropos en harapos

Publicada en 1914 e inédita en nuestro país, Los filántropos en harapos es una novela explícitamente política, considerada un clásico de la literatura obrera de todos los tiempos. Ofrece una visión global de la vida social, política, económica y cultural de Inglaterra en un momento en que el socialismo estaba empezando a ganar terreno