Locus Solus

Año Locus Solus

Capitán Swing recupera la novela fetiche de las vanguardias con una nueva traducción y los comentarios de la pléyade de admiradores de lujo; Breton, Foucault, Ashbery, Deleuze, Robbe-Grillet. La publicación sucede a la exposición monográfica del Museo Reina Sofía, una selección con piezas de Dalí, Duchamp o Max Ernst, todos ellos influidos por el libro.

No recuerdo si fue la cuarta o la quinta generación, pero hubo un grupo de aca­démicos de la patafísíca, la ciencia feliz­mente enfocada en las excepciones y las soluciones imaginarias, que inventó, en los años setenta, una máquina, la Rayuel-O­Matic, para leer la novela de Julio Cortázar. Con ello refrendaban la dimensión espa­cial del libro, que había dejado de perte­necer en exclusiva al ámbito casi siempre displicente de la literatura para sumarse a la categoría de acontecimiento, de cuerpo perceptivo. Resulta que Cortázar era un ad­mirador confeso de Rayrnond Roussel y de Locus Solus, quizá lo más parecido que haya dado nunca la narrativa a una má­quina infinita, con un recorrido tan largo y profundo en las vanguardias como deshilachado en la edición española, donde ha estado décadas sin reeditarse, después de la propuesta de Seix Barral —ay, qué pasó con su verdadera biblioteca—, en 1970.

La influencia del libro de Roussel, pu­blicado por primera vez en 1914, cuartea el siglo de corrientes como si fuera el núcleo de una extraña sociedad secreta. Si Rayuela, por ejemplo, regurgitó la novela y alteró de­cisivamente la sangre de los lectores, es­pecialmente de las jovencitas de buena fa­milia, en esa época mucho más potables que bajo las cursilerías de Amelie, Locus Solus descarrila sobre el conjunto del lenguaje artístico, desde el dadaísmo a los juegos su­rrealistas de Marcel Duchamp o Salvador Dalí. Recientemente el Museo Reina Sofía ha dedicado una muestra a los tentáculos pictóricos de la novela, que inspiró, de ma­nera explícita, a Max Emst, Chirico o Ioseph Comell. En literatura, su estela llega toda­vía más lejos, hasta medirse, al menos cualitativamente, con la pisada de los grandes renovadores. Roussel pudo surgir perfectamente de una costilla revolucio­naria de Cervantes, un sustrato eléctrico sin el que quizá no hubiera germinado el uni­verso de Perec o del nouveau roman, al que legó sus descripciones en movimiento -en el poema La Vue el autor dedica cientos de alejandrinos a la imagen de un cortaplu­mas-o Muchos de estos nombres, a los que se añaden otras referencias mayúscu­las, Robbe-Grillet, Butor, Breton, Deleuze, Foucault, Blanchot o el neoyorquino Iohn Ashbery, que estudió frenéticamente su po­esía, acompañan la magnífica edición de Locus Solus de Capitán Swing; un volumen que amplía y compila el aparato de estudios sobre Roussel, pero que prescinde, quizá para no saturar a la imaginación, de los cro­quis de J ean Ferry que clausuraban la edi­ción antigua.

Locus Solus, actualizada ahora con la tra­ducción de Marcelo Cohen, sigue siendo una novela totémica, a ratos delirante, de una eficacia demoledora en el plano fabulístico. Roussel introduce al lector, a través de la visita de un grupo de amigos, en la mansión de Martial Canterel, donde se multiplican los hallazgos, las atracciones y las bestias. Enanos que viven en cajones, escenas de ejecución que se reproducen continuamente, capillas, gemas mons­truosas y gigantes, máquinas que compo­nen poemas en serie; los números y los in­ventos de Roussel se suceden en la casa, que funciona casi como un vértice de leyendas y posibilidades simultáneas.

El autor, al fin y al cabo, tenía fama de in­ventor. Muchos de los ingenios extremados en la mansión de Canterel fueron fabricados posteriormente. Roussel era un cons­tructor de quimeras, a ser posible metáli­cas, un genio extraordinariamente lúdico, cuyo imaginario excitó a las vanguardias, que vieron en él a un creador cercano no a la narración, sino a la fabulación total. Las posibilidades de Locus Solus, como las de los poemas en bucle de Queneau, son inagotables, cada pieza de la casa contie­ne un nuevo arsenal de motivos literarios, grotescos, monstruosos, metafísicos. Rous­selllegó a decir que su método de escritura, especialmente en el periodo que abarca el jardín de esta novela, se basaba en las po­sibilidad de los retruécanos; el autor aga­rraba varias palabras y retorcía sus posi­bilidades fonéticas y semánticas hasta armar una historia aparentemente azarosa, pero que, en su resultado, tiene muy poco que ver con el ejercicio de laboratorio. En el libro asoma el espectáculo de una ima­ginación portentosa, declinada en bruto, lo que confiere al texto una cadencia de es­tructura laberíntica, extraña y, al mismo tiempo, legible; las puertas de Locus Solus se han vuelto a abrir, con todos sus pro­digios.

Los itinerarios de Roussel

Las novelas de Raymond Roussel son puzz­les gigantescos de imágenes e historias con una extraña lógica carnavalesca. Locus Solus hace un recorrido por el jardín-museo de un excéntrico millonario que, como el propio au­tor en la vida real, colecciona insólitos obje­tos con frenético y psicodélico racionalismo. Escrito tras las Impresiones de África, Locus Solus está presidido por Martial Canterel, un personaje como recién salido de una novela de Julio Verne, de quien Roussel dijo una vez que no se debía pronunciar su nombre «si no se está de rodillas». Canterel, docto científico cuya inmensa riqueza no limita su prolífico ingenio, lleva a un grupo de visitantes a reco­rrer Locus Solus, su apartada finca situada cerca de París. Uno por uno irá presentando, demostrando y exponiendo los descubrimien­tos e invenciones de su fértil y enciclopédica mente. El flujo de su imaginación se convierte en una riada.

LUCAS MARTÍN

El poeta incomprendido

Raymond Roussel volcó su imaginación en ‘Locus Solus’, libro que ahora reaparece para recuperar el universo del escritor

El escritor francés Raymond Roussel creó un universo fantástico que le convirtió en inspirador del surrealismo y precursor del arte moderno del siglo XX, aunque su obra no fue reconocida por el público de su tiempo.

“Nací para alcanzar una gloria deslumbrante”, pregonaba Raymond Roussel, extravagante escritor francés de la primera mitad del siglo XX, precursor del surrealismo. Aunque hablaba de sí mismo con esa exaltación, fue un autor incomprendido por la mayoría y admirado por un grupo de artistas que le consideraban un descubridor de maravillas o un magnetizador. Esos admiradores fueron los surrealistas, relevantes artistas plásticos como Duchamp, Dalí, Max Ernst, Man Ray o Roberto Matta; filósofos (Michel Foucault) o escritores (Julio Cortázar), a quienes Roussel abrió nuevos horizontes. Este excéntrico personaje inspiró muchas de sus obras, como ha podido comprobarse recientemente en la exposición del museo Reina Sofía de Madrid titulada Locus Solus, igual que el libro ahora reeditado (Ed. Capitán Swing), que nos da pie para reconstruir la peripecia creativa del autor francés.

Rayrnond Roussel (París, 1877- Palermo, 1933) nació en el seno de una adinerada familia de la alta burguesía francesa. Educado en la música y la literatura, Roussel eligió pronto el camino de la poesía y lo hizo, como repetiría siempre, de un modo extremo, ya que se consideraba un ser excepcional destinado a alcanzar las más altas cotas. Así, mientras escribía La doublure, una extensa novela en verso, experimentó, según confesaba, “una sensación de gloria universal de una extraordinaria intensidad”. Pero la obra fracasó y solo obtuvo la burla de la sociedad parisina, lo que le llevó a recluirse en su mansión de Neuilly para seguir investigando. De la novela pasó al teatro esperando mejor acogida y así costeó los estrenos de Impresiones de África y L’ etoile au front, que fueron recibidas entre abucheos. Solo sus fieles surrealistas (Breton, Aragon, Éluard, Masson) le aplaudían como locos. Los artistas se reconocían en Roussel al que Louis Aragon llamó “presidente de la república de los sueños” y Cocteau, “el genio en estado puro”.

“Me siento seguro … hoy todo es nuevo”

Sin embargo, la desesperación por el rechazo del público le marcó y le llevó a la consulta del psiquiatra. La extraña sensibilidad, fobias o manías del escritor fueron conocidas por el testimonio de Charlotte Dufréne, amiga íntima (o amor platónico) de Roussel. Por ella se sabe que el escritor sufría a la vez fobia a la suciedad y horror a las cosas lavadas. Tenía por norma utilizar una sola vez los cuellos de las camisas; los tra¬jes, abrigos o sombreros quince veces y las corbatas solo tres. Era una obsesión, de modo que cuando estrenaba decía: “Me siento seguro … hoy todo es nuevo”. A ello se añadía la necesidad de ordenarlo todo igual que hacía con las palabras, lo que él llamaba reglomanía.

Le angustiaban tantas cosas que a Roussella vida se le hacía imposible. Admiraba a Víctor Hugo yJulio Verne, e incluso imitó a Phileas Fogg en la “vuelta al mundo en 80 días”, pero abandonó los viajes nocturnos en tren por temor a la oscuridad y los túneles. Devez en cuando odiaba la comida y se sumergía en ayunos que cortaba atiborrándose de pasteles. Muy llamativo era su temor a recibir ofensas en una conversación, por lo cual hablaba sin parar a su contertulio para que éste no le pudiera responder.

Al margen de la realidad

Pronto Rousselse situó al margen de la realidad, en el centro de su universo literario formado por juegos de palabras y combinaciones fonéticas. Por eso para leer Locus Solus hay que colocarse en la misma longitud de onda que su autor, lo cual no es sencillo. Escrita en 1914, está protagonizada por Martial Canterel, un rico cientifico que invita a unos amigos a recorrer su finca Locus Solus, un lugar fantástico lleno de inventos y artilugios imaginarios -máquinas solteras, un diamante lleno de agua en el que baila una joven, un gato sin pelo o la cabeza conservada de Danton … – extraños objetos que Cantarel enlaza con relatos.

Sin resignarse a un nuevo fracaso con esta novela, Roussella llevó al teatro, pero ni el acom-pañamiento del ballet ni los decorados la salvaron de las carcajadas del público y las malas críticas. El escritor se volcó así en viajes interminables aunque infructuosos ya que su único o bjetivo era crear un mundo ficticio, sin ninguna relación con lo que pasabaasu alrededor. Poco a poco, voluntariamente, abandonó la escritura y la vida. En 1932 se instaló en Palermo junto a Charlotte Dufréne. Allí se suicidó el 1 de julio de 1933. Tenía 56 anos.

Roussel dejó una obra literaria reservada a unos pocos, cuyos secretos y juegos de palabras fueron la semilla de algunas de las corrientes estéticas de la primera mitad del siglo xx. En Locus Solus, que se publica ahora acompañado de textos de Jean Cocteau, Michel Leiris, André Breton o MichelFoucault, entre otros, se reconstruye la trayectoria de este personaje singular que invirtió su fortuna en ali¬mentar una pasión creativa que fue toda su vida.

M’ Jesús Gandariasbeitia

 

Locus solus,de Raymond Roussel

Aprovechando que mañana cierra en Madrid la acumulación de trastos que el Museo Reina Sofía ha dedicado a Raymond Roussel, let´s talk about Locus Solus, la obra maestral y menestral del sujeto activo y título asimismamente de la exposición de cacharrería artística que mañana cierra en Madrid sus puertas abiertas hasta mañana que cierran.

Locus solus la ha reeditado hace un mes Capitán Swing, una de esas nuevas editoriales que sacan los colores a las viejas editoriales porque sus libros son más bonitos y más gustosos de tocar; algunos llevan 15 años haciendo el mismo libro por fuera, con otra foto, y ya cansinean.

La edición de Locus Solus es muy aparatajeada -¿por qué estoy escribiendo como un subnormal?, porque me sale de los cojones- y lleva un epílogo y veintena de prólogos. O al revés. Entre medias van los trastos de Roussel, vernales o verneicos o submarinos.

El prólogo es de Coucteau, cacho quitado a su diario del Opio, y no es una pipa, no, pero tampoco un prólogo. Un cacho no es un prólogo. Creo yo, que de opio sé. Lo prologacional debía haber de sido lo de John Ashbery, que va como epílogo, y es muy correcto y exacto y cuenta cosas. Los demás prologosios son pajas mentales francesas, de pajilleros consumados con Deleuze Defoucault Derrida y Debord. Creo que me lo estoy inventando.

Los prólogos -dejen que me demore- pues son simpáticos, al cabo, porque hacen referencia unos a otros, y también a Opio de Coucteau, y acaba uno leyendo la misma cita en cuatro de ellos, y en Coucteau, y no sabiendo si lee lo que dice Deleuze o lo que dice Deleuze citado por fulano. Pero marearse también es leer.

Locus Solus yo mismo no la veo como una obra maestral. Como Enrique Vila-Matas nos ha convencido de lo contrario hasta me la he leído enterilla sin enterarme. Esto era por jugar con las palabras. Me he enterado de que un tipo, narrador testimonioso, va de la mano de un ricacho cientifista por su mansión y predio inmenso viendo las subnormalidades que subraga con su inacabable fortuna personal e intransferible. Las subnormalidades son cosas que conectan con estrellas y gitanas que ven a Dios y muertos que viven para morirse otra vez: y así. Lo parti de esta novela es una prosa centrada en contar las ruedas catalinas de las maquinadas máquinas inexistentes que tiene en su villa Canterel, lo que nos lleva a leer durante 20 minutos la descripción de una manivela. Hay que tener grande la paciencia, aquí.

Y cuando acaba el recorrido por la maravilla y la cámara de las mismas se van a cenar y se acaba el libro.

Yo lo he visto así.

 

Raymond Roussel, sólo yo os pongo los ojos borrosos

Se puede proponer que la literatura avanza o se pervierte, se renueva o contamina, por el afán de gloria de los autores. A Raymond Roussel se le adjudican estas desproporcionadas pretensiones: “Alcanzaré las más altas cotas; nací para alcanzar una gloria deslumbrante. Puede que tarde en llegar, pero alcanzaré una gloria mayor que Víctor Hugo o Napoleón… Ningún autor ha sido ni será superior a mí.”

Roussel se suicidó el 14 de julio de 1933. En enero de 2012, la editorial Capitán Swing recuperó en castellano su obra más conocida, Locus Solus. Han pasado ochenta años. Me pregunto si esto era la “gloria”.

Locus Solus nos descubre a un autor obsesionado con los objetos. La descripción de un objeto, normalmente un mecanismo que sólo existe en la mente de Raymond Roussel, a la manera de las invenciones de Julio Verne, puede durar tres y cuatro y cinco páginas, para luego ponerse en funcionamiento durante otras tantas y desempeñar una función maravillosa, de cientifismo ficcional y resultados trascendentales. Revivir, conectarse con una estrella, interactuar con seres fantásticos.

En su tiempo, ni los intelectuales ni el público consiguieron tomarse en serio a Raymond Roussel. Ayudaba a marginarlo su estrafalaria forma de vida, que se desarrollaba entre su mansión y un hotel italiano, al que acudía en su propia rulot de lujo, cuya fabricación había dirigido él mismo. Sus novelas y piezas teatrales partían de caprichosos sistemas combinatorios exclusivamente lingüísticos que generaban textos tan crípticos como aburridos. Podría adjudicársele a Roussel ese juego de palabras tan potencial del rapero Kase.o, ese que dice: Sólo yo os pongo los ojos borrosos.

La gente no entendía nada de sus libros.

Fue a mediados de siglo XX cuando su obra empezó a ser reivindicada. Los fundadores del nouveau roman vieron en él a un digno precedente, y algunos miembros de OULIPO entendieron también glamurosamente primitivo el quehacer literario de Raymond Roussel. En la edición de Capitán Swing se acomodan casi veinte epílogos, signados por las cabezas más ilustres del pensamiento y la teoría literaria franceses: Deleuze, Foucault, Blanchot… La palabra que más se repite en estos panegíricos es “genio”. Sin embargo, parece que el clamor por reparar el olvido que pesa sobre la obra de Roussel no ha hecho más que legitimar esa proscripción, convertir su figura en el punto de encuentro del snobismo y en la piedra de toque de la exquisitez intelectual.

Roussel mantuvo sus anhelos de inmortalidad artística entregándose a las drogas. Durante un tiempo, pudo seguir trabajando en sus demenciales libros y alimentar su fe en el éxito. Finalmente, se empachó de farmacopea y fue encontrado muerto sobre un colchón tirado en el suelo.

El Museo Nacional de Arte Contemporáneo Reina Sofía de Madrid le ha dedicado recientemente una extensa exposición. Quién sabe si ese era el “éxito”.

Alberto Olmos

 

Regreso a Locus Solus

Es curioso, ¿y tal vez sintomático?, que en poco más de dos meses me ocupe de esta figura  única  e inclasificable de la literatura universal que fue Raymond Rousell. La culpa la tuvo, en el primer caso, la exposición que le dedicó el Reina Sofía  el año pasado, y  ahora, la publicación  en castellano de su novela más accesible,  y por tanto más famosa, Locus Solus (Capitán Swing) en una cuidada edición que incluye textos de Jean Cocteu, Michel Leiris, Alain Robbe-Grillet ,entre otros rousselianos convencidos.

Aparecida en1914, Locus Solus fue escrita como homenaje al que  consideraba el mejor escritor del mundo: Jules Verne. Pero la forma de rendir pleitesía  a su adorado Verne  no consistía  en copiar su estilo, sino en dinamitarlo con una poderosa y destructiva carga llevándose por delante todas las convenciones de  la novela decimonónica de aventuras  sacrificando, de paso, cualquier tipo de verosimilitud o apariencia de realidad en beneficio de una exploración fantástica del universo escrito: el del lenguaje, intentando a la vez resolver por la forma los problemas que en la novela tradicional se acostumbraba a tratar por el fondo. De esa forma surgió la maravillosa  y única aventura del lenguaje rousseliano.

En Locus Solus, Rousell nos hace visitar  la finca que posee en las afueras de Paris un tal Martial Canterel, el cual nos servirá de guía a través de una sucesión de escenas  de brillante simbolismo. Nos encontramos, pues, ante una especie de feria de la locura descriptiva, donde el autor juega con los arquetipos e imaginería de la novela tradicional sometiéndolos a sus propias leyes, las de la fascinación del poeta, y logrando de esta forma la unión de dos corrientes literarias opuestas.

Como el resto de su obra, Locus Solus se basa también en esa tentativa de hacer retroceder los límites de las contingencias reales de un mundo que para él representa la encarnación de un fantasma que debía ser destruido. En ella desaparece todo entramado psicológico y demás aditamentos propios del género de aventuras, y así en el panorama novelístico francés de principios del siglo pasado como un huracán que traía en sus vientos furiosos las imágenes terroríficas y dementes de la cosmogonía interior de su autor, donde el paisaje realista de la novela clásica se desvanecía tomando su lugar el decorado atormentado de la psique del poeta.

A pesar de ser considerado por todos los artistas y escritores de la época como un auténtico genio, Roussel nunca obtuvo  el aplauso del público, ni su aceptación, lo consideraban un escritor “extravagante”, y ciertos sectores de la crítica lo denostaban porque ponía en juego su nula capacidad para entender y aceptar el cambio que propugnaba.

Su obra, sepultada en el olvido, tendría que esperar  bastantes años  a ser rescatada ─en ciertos aspectos─ por el movimiento  del noveau roman, con Alain Robbe-Grillet a la cabeza, que le restituyó con todos los honores al importante lugar que debía haber ocupado en la historia de la literatura moderna. Pero, inesperadamente, aunque no tan ilógicamente como pudiera parecer a primera vista, al rescate de su recuerdo vino también la ciencia-ficción de los años setenta.

Varios autores ingleses reunidos en torno a la revista inglesa New Worlds inventaron un término para una nueva forma de entender un “género” ─considerado sub-género, absolutamente infantilizado hasta esa fecha salvo raras excepciones─ y al que bautizaron como la New Thing (la Nueva Cosa), género que tomó los postulados del noveau roman (y tras él, de Roussel, Alfred Jarry, etc.). Para esos autores, el problema de fondo: credibilidad, linealidad del relato, realismo en los personajes, quedó reducido a un simple problema de forma.

Esta Nueva cosa, conocida también como Ficción especulativa, impuso y opuso sistemáticamente una estructura novelística  que obedecía a unas simples reglas formales, es decir, que mientras en el relato rousseliano raramente advertimos otra cosa que el decorado mental propuesto por el autor, el mismo esquema le sirvió a Ian Watson para realizar un trabajo de lingüística-ficción en El Proyecto Jonás bajo las convenciones de una clásica novela de suspense : aquí la forma tomaba las apariencias del fondo  relegando a éste al desván de los trastos inservibles. Watson es asimismo el autor de la metáfora que, de una forma más acertada, ha sabido descubrir las conexiones  existentes entre la Ficción especulativa y el universo de ficción propuesto por Roussel bajo la forma  de una fabulación apasionante y que responde al título  de Empotrados.

Jim G. Ballard, otro de los grandes de la literatura moderna, nos hizo visitar el Locus Solus de sus fantasmas particulares  acompañados de dos personajes símbolos en su novela, La exhibición de atrocidades.

Podría seguir  citando autores que se internaron en estos mismos jardines: Philip K. Dick en casi la totalidad de su obra, Kurt Vonnegut, y en España, un jovencísimo ─por entonces─  autor  llamado Mariano Antolín Rato, cuyas primeras novelas (Cuando 900 mil mach aprox, De vulgari Zyklon B manfestante y Entre espacios intermedios:WHAMM!) fueron la puerta por donde Locus Solus y Roussel entraron  en la literatura española actual, a través de los mundos virtuales y cibernéticos.

Y no serán los últimos en regresar a ese espacio del no-lenguaje…

Fernando P. Fuenteamor

 

La secta de Roussel

Raymond Roussel es uno de los escritores más «raros» e influyentes del último siglo. Su obra «Locus Solus», un ejercicio de estilo cuya impronta aún se siente en la literatura y en el arte

André Breton dijo de Roussel que, junto a Lautréamont, era «el más grande magne­tizador de los tiempos modernos». Fetiche absoluto de las vanguardias, precur­sor de todos los pres posibles (fue presurrea­lista, prefuturista. preoulipiano y prepatafí­sico), ajedrecista, consumado músico, ren­tista y millonario que rompía todos los es­quemas del poeta bohemio, pobre y decaden­te de comienzos de siglo, Raymond Roussel (París, 1877-Palermo, 1933) originó, después de suicidarse en el siciliano Hotel des Pal­mes, más teoría y aparato crítico que ningún otro autor del siglo XX. Paradójicamente, en su época tuvo que costearse la publicación de casi todos sus libros y fue el que más in­sultos y burlas concentró por parte tanto de la crítica conservadora y realista como de un público acostumbrado a autores «digeribles», del estilo de Pierre Loti y Anatole France, y muy poco predispuesto a sus febriles e in­comprensibles fantasías alucinatorias.

Alabado por Gide, Giacometti, Georges Perec, Duchamp —con el que compartió su pasión por las máquinas y el ajedrez—, Michel Leiris, los escritores del Nouveau Roman y los surrealistas —«Roussel es el genio en es­tado puro, inaccesible para la élite», según Cocteau—, pocos escaparían a su genio. Así lo atestigua la magnífica recopilación de textos dedicados a su obra, que aparecen ahora jun­to a su enloquecido puzle científico o perver­so paseo por un jardín de los suplicios, entre Sade y Verne, que es su novela Locus Solus: desde los firmados por Roberl Desnos, Paul Éluard, Breton o Leiris, hasta los pertene­cientes a los años 60, cuando se produce la gran recuperación de su figura, con exégetas de lujo: Ashbery, Foucault, Robbe-Grillet, Sollers o Blanchot.

La magia de un excéntrico

El título del artículo que Michel Foucault publicó en Le Monde en 1964 ya era signifi­cativo: «¿Por qué se reedita la obra de Ray­mond Roussel? Un precursor de nuestra literatura moderna». La de Capitán Swing es una estupenda y muy completa edición que coincide con Locus Solus. Impresiones de Raymond Roussel, la muestra que el Mu­seo Reina Sofía dedicada a su mundo y sus numerosas influencias.

Desconcertante y comparable a la revo­lución llevada a cabo por Joyce, su figura esquiva y misteriosa solo sería conocida, a lo largo del tiempo, por unos cuantos inicia­dos en su culto y por los distintos laborato­rios experimentales de artistas, escritores, filósofos y psicoanalistas que se fueron sucediendo. Encasillado en el irracionalismo con el apelativo de «excéntrico», el gran es­pecialista en la obra de Roussel, Jea Ferry, que consagró cuarenta años de su vida a su descodificación, siempre defendió que se lo leyera por puro placer y para «maravi­llarse». Es decir, buscando la «magia» que emana de sus textos, lo mismo que sucede con Verne, del que Roussel se había queda­do totalmente prendado desde su infancia, devoción que compartía con su contempo­ráneo y vecino del Boulevard Malesherbes, Marcel Proust.

Opciones estéticas

Su escritura procede por acumulación y repeticiones. Homofonías, juegos de pala­bras y construcción de incisos dentro de los incisos, al modo de los paréntesis en el cálculo algebraico, explicó él mismo en su testamento literario, Cómo he escrito algu­nos de mis libros (1935), Opciones estéticas que no venían de Mallarmé («del que nunca había oído hablar») ni de Breton («del que no entendía una palabra») y que plasmaban su rotunda independencia.

Poeta hermético o loco visionario, depen­diendo de quién lo juzgara, Roussel publicó su novela Locus Solus (1914) tras su otra gran obra, o gigantesco laboratorio de experimen­tación literaria, Impresiones de África (1909), Locus Solus es el nombre del museo-parque propiedad de Martial Cantarel, un sabio de vastos conocimientos enciclopédicos, inven­tor demente de artilugios extravagantes que va mostrando a un grupo de visitantes. Alternándolo con cuentos, vaticinios, episodios históricos y leyendas fantásticas, guiará a sus invitados a través de un mundo terrorí­fico, entre infantil y macabro, que contiene, entre otras cosas, un mosaico compuesto por dientes multicolores, un diamante de gran­des dimensiones habitado por una bailarina de largos cabellos, una enorme vitrina donde se conservan en un líquido llamado resurrec­tina varios cadáveres intactos y, por fin, el mismísimo cerebro de Danton, cuyos mús­culos y nervios son activados por un galo sin pelo llamado Jong-dek-lén.

Mercedes Monmany

Defectos especiales

¿Cuál es la diferencia entre un rostro bello y uno realmente atractivo? Pues que el bello omite los defectos y el atractivo los tiene, pero irresistibles. La perfección que respeta todas las normas clásicas merece el encomio gélido del museo, pero cuando la imperfección acierta nos la queremos llevar a casa y vivir con ella y para ella. Se hace admirar lo que cumple las pautas y se hace amar lo que las desafía. Y eso en todos los campos, eróticos o artísticos. Hasta en política…

Desde luego, así ocurre en literatura. Hace pocas semanas, confidencias internas de esas que nunca faltan en los jurados más opacos nos hicieron partícipes de los motivos por los que Tolkien no consiguió en su día el premio Nobel, como tampoco Graham Greene o Lawrence Durrell (por cierto, ese año se lo llevó Ivo Andric, que no era desde luego mal escritor). El presidente de los académicos suecos estableció que la prosa de Tolkien no estaba a la altura de las exigencias del reputado galardón. Probablemente la misma insuficiencia aquejaba a los otros dos escritores ingleses rechazados, por no hablar de Patricia Highsmith o Agatha Christie, que jamás fueron siquiera tomadas en cuenta a la hora de calibrar méritos.

Por lo visto para el académico sueco, de cuyo nombre no quiero acordarme ni me acuerdo, la prosa de los novelistas tiene vida propia: debe cumplir unos determinados requisitos ideales de excelencia, hable de lo que hable. Es como un rebozado, que debe ser crujiente y sin grasa tanto si cubre una gamba como un calamar. Yo puedo entender perfectamente que a alguien no le guste El señor de los anillos, allá cada cual con sus miserias, pero en cambio no comprendo que se desdeñe a Tolkien por su prosa. Vamos a ver, ¿qué prosa debería haber utilizado para contar su historia? ¿Una modelo Proust? ¿O quizá mejor tipo Lezama Lima? Y que conste que tampoco estos autores fueron premiados con el Nobel… Según ese exigente escandinavo ¿qué tono debería haber sido el de Tolkien para que no olvidásemos a Frodo y a Sauron? Porque da la casualidad de que con su prosa defectuosa no se las arregló mal del todo para hacerlos memorables. Pedirle una prosa mejor suena casi a reprocharle que no escribiera un libro peor…

Quizá en el fondo de lo que se acusa a Tolkien (como a Graham Greene y los demás) es de ser demasiado popular. ¡Cuándo sus libros gustan a tantos algo debe ser de baja calidad, por lo menos la prosa! Pero veamos otra prosa nada elevada, en este caso la de un autor más bien recóndito y desconocido del gran público: Raymond Roussel. Acaba de aparecer en castellano una excelente edición de Locus solus (Capitán Swing Libros), su obra principal, enriquecida con los comentarios de sus admiradores: Jean Cocteau, Michel Leiris, Michel Foucault, Gilles Deleuze, etcétera. Uno de ellos, Clément Rosset, habla precisamente del estilo de Roussel: “de una banalidad paradójicamente admirable… no admite en él más que el lugar común conocido y constatado, la expresión gastada y convenida, la palabra absolutamente plana y muda… que va victoriosamente en contra de todo lo aconsejable y recomendable”. Sin embargo, no a pesar de una prosa tan censurable sino precisamente gracias a ella, Locus Solus es uno de los libros más original e imaginativamente literarios del siglo XX. Qué le vamos a hacer, habrá que resignarse a ello…

Desde luego, lo del Nobel es una anécdota que no debe magnificarse. Quienes lo han ganado sin duda lo merecían, aunque otros tampoco hubiesen desentonado en su palmarés: Tolstoi, Proust, Joyce, Kafka, Baroja, Borges… Cada uno con su prosa y sus defectos especiales, que les censuran los académicos y tanto les agradecemos los lectores.

Fernando Savater.

 

El universo imaginario y carnavalesco de Raymond Roussel

Difícilmente se podrá comprender el calado y la carga diegética de este libro, Locus Solus, si el lector ignora ciertos hechos y avatares que alimentaron y formaron la figura de su autor, Raymond Roussel (1877-1933). También su gloria fecunda o su negatividad. Porque Locus Solus es a primera vista un libro extravagante, pero tan suturado a la vida de su autor -igualmente extravagante- que se ha convertido por eso mismo e una de las obras literarias más originales del siglo XX. Y ello es así porque la vida y la obra de Raymond Roussel forman un único todo. A Raymond Roussel apenas se le conoce. Su obra, como escribe Philippe Sollers, es  objeto bien de culto, bien de un secretismo radical, bien de un alejamiento a causa de su originalidad absoluta.

La audacia de la imaginación que encierran los escritos de Roussel, escandalizó en su tiempo al gran público. No así a algunos de los más innovadores escritores y artistas de Francia (Cocteau, Aragon, Guide, Duchamp, Giacometti, los surrealistas, Oulipo, el Noveau-Roman…) que siempre le han considerado como un genio. Pero este genio en estado puro nunca se mezcló con los surrealistas, porque no apreciaba su trabajo, que encontraba “un poco obscuro”.

Impopular en su época, personaje excéntrico que en los momentos de bonanza económica publica su obra literaria sin reparar en gastos y realiza en dos ocasiones la vuelta al mundo, pero sin apenas salir de su roulette o de las habitaciones de los hoteles, porque para Roussell el mundo exterior era el que ensoñaba su imaginación. En el momento en que su fortuna se agotó, se encerró en un modesto hotel de Palermo suicidándose con una dosis de barbitúricos. Un “digno” final, que cuestiona Leonardo Sciascia, para una vida repleta de geniales excentricidades.

André Breton escribió que con Lautréamont  Roussel es el mayor magnetizador de los tiempos modernos y que sus obras, largo tiempo ignoradas, ascenderán un día al rango de luminarias perpetuas. Para el público entendido esta ascensión ya se ha producido, especialmente desde que Michel Foucault escribió una monografía dedicada enteramente a estudiar la obra de Roussel a la que consideraba a la vez precursora y epifánica. La “culpa” de todo ello reside en la estética y en el método escritural de Roussel. Creía que la literatura debía ser exclusivamente el producto de la imaginación pura: “(…) la obra no puede contener nada real, ninguna observación acerca del mundo o del espíritu, nada, excepto combinaciones totalmente imaginarias” (R. Roussel, Cómo escribí algunos de mis libros). Y junto a esta imaginación que lo es todo, un peculiar método de escritura que el mismo autor describe de esta manera en el libro citado:” Escogía dos palabras muy similares. Por ejemplo, billard (billar) y pillard (bandido). Luego añadía palabras parecidas pero tomadas en dos sentidos diferentes, y obtenía con ello dos frases casi idénticas…Una vez encontradas las dos frases, se trataba de escribir un cuento que podía comenzar con la primera y terminar con la segunda. Y de la resolución de este problema extraía yo todos mis materiales”.

Un sueño prodigioso, un curioso arabesco que no revela nada de los real, pero es poseedor de una intención esencialmente poética, que sustenta la arquitectura y el procedimiento de escritura de Locus Solus, convertido así en un crucial experimento sobre las fronteras de la literatura.

Locus Solus es un puzzle gigantesco de imágenes y de historias hilvanadas con una extraña lógica carnavalesca. Su trama, resumida en una breve sinopsis, nos presenta un día en la vida de un científico e inventor, Martial  Canterel (alter ego del autor) que ha invitado a un grupo de amigos a visitar su finca, “Locus Solus”, a las afueras de París. Durante el largo paseo, el anfitrión muestra a sus invitados invenciones  de su propia cosecha. Asombrosas y a la vez extrañas, tales como una máquina voladora que compone un mosaico de dientes, un gato sin pelo y la cabeza conservada de Danton, una gran caja brillante llena de agua en la que flota una bailarina y, sobre todo, un enorme recipiente de cristal poblado de actores muertos que Canterel ha revivido con “resurrectina”. El paseo se completa con una cena festiva.

Locus Solus está compuesto con ese método de escritura ya aludido, con lo que Roussel redescubre uno de los moldes creativos más usados por la mente humana: “la formación de mitos creados desde las palabras” (Michel Leris). La transformación de un simple acto de lenguaje en una acción dramática o en uno de los acervos del inconsciente colectivo. Un poderoso flujo, pues, de la imaginación, premonitorio de muchos de los acontecimientos que conformarán las artes y la sociedad en el siglo XX. El panteón estético de las vanguardias históricas y de otros creadores hasta nuestros días.

Capitan Swing Libros nos agasaja en este volumen con un nutrido epílogo compilatorio de los textos más emblemáticos de la recepción de la obra de Roussel, en el que quedan fielmente representadas las interpretaciones de las tres primeras generaciones de lectores de Roussel: la de los coetáneos, la de los años 40 y 50 y la posterior, suscitada por la monografía de Michel Foucault (1963). Un epílogo pues que se nutre con textos de la más conspicua intelectualidad del siglo XX: Paul Eliard, André Breton. Michel Butor, John Ashbery, Michel Foucault, Gilles Deleuze, Alain Robbe-Grillet, Philippe Sollers, Maurice Blanchot entre otros, interpretando la obra de este “Presidente de la república de los sueños” (Louis Aragon).

Francisco Martínez Bouzas

Raymond Roussel, una constelación desconocida

El Reina Sofía rinde homenaje al gran escritor francés, un autor de imaginación indagatoria que dejó huella en Apollinaire, Duchamp, Breton, Max Ernst y Dalí.

Una cabeza de Kant, hecha de misterioso metal, se ilumina con radiantes ideas, cuando una urraca amaestrada se posa en ella; una chica baila bajo agua tratada y sus cabellos, al rozarla, emiten bellos sonidos; una máquina pinta, otra maneja el florete como un experto en esgrima y una tercera produce por energía térmica todos los sonidos de una orquesta; una escultura elaborada con ballenas de corsé y un globo aerostático que compone un mosaico con dientes humanos extraídos sin dolor (y sin anestesia). Estos ingenios de las novelas de Raymond Roussel (1877-1933) entusiasmaron a Apollinaire, Duchamp y Picabia, después a Breton, Max Ernst y Dalí, y más tarde a Tinguely.

A principios del siglo XX, una literatura fantástica, impresionada por la cultura técnica, trazaba paralelos entre la máquina y el afecto. Jarry, creador de Ubú Rey y el Dr. Faustroll, ideó al insaciable Supermacho, muerto en intenso romance con la Máquina del Amor (que también quedó destrozada). Pero la obra de Roussel va más lejos porque sus extraños objetos no surgen de la relación entre la máquina y el automatismo del afecto, sino del lenguaje. Parte de palabras que cambian de sentido según la frase en que se usan, expresiones fonéticamente ambiguas, retruécanos o palíndromos. Es así la suya una literatura fría, de una imaginación indagatoria. Ese modo de escribir (que también dejó huella en Duchamp) interesó, en los años 50, a los promotores del nouveau roman y dos décadas después a algunos autores conceptuales.

Roussel fue un personaje extraño. Heredero de una gran fortuna, la empleó en viajar (dio la vuelta al mundo siguiendo los pasos de Phileas Fogg) y en financiar sus libros y la producción teatral de sus novelas. No interesó a la crítica ni fatigó columnas de diarios, pero la suya fue una obra seminal: fermentó muy diversos estratos del arte moderno. A diferencia de esos artistas pródigos en entrevistas, Roussel apenas habló. Hablaron sus obras.

La muestra del Museo Reina Sofía presenta la gran constelación de su influencia. Partiendo de la versión de Carelman en 1975 del célebre diamante de Locus Solus, se documenta su vida y sus obras para pasar enseguida a obras en la que se advierten sus huellas: del Gran Vidrio de Duchamp a los trabajos conceptuales de Kelley o Ruppersberg, la sugerente escultura de Cristina Iglesias y el reciente Diana y Acteón de Tropa, pasando por Dalí, Fasio (Máquina para leer a Roussel) o Tinguely (Meta-matic, máquina de pintar). Es así un ambicioso trabajo sobre este autor, casi desconocido en España, aunque sus dos novelas (Impresiones de África y Locus Solus) y el breve texto Cómo escribí algunos de mis libros se tradujeron hace ya algún tiempo.

JUAN BOSCO DÍAZ-URMENETA

 

Regreso a ‘Locus Solus’

Enrique Vila-Matas

Fue Duchamp quien a principios de los setenta me situó en la pista del enigma Roussel: “En 1911, asistí con Picabia y Apollinaire en el Teatro Antoine a la representación de Impresiones de África, de Raymond Roussel. ¡Fue formidable! En escena había un maniquí y una serpiente que se movían muy poco, todo muy loco, muy insólito. Ese hombre fue un revolucionario: al nivel de un Rimbaud. Rompió con todo (…) ¡Qué personaje sorprendente! Vivía encerrado en sí mismo, en su roulotte, con las persianas bajadas. ¡Tuvo una vida extraordinaria! Y, al final, ese suicidio…”.

Aunque el suicidio era lo más enigmático, todo en aquel comentario de Duchamp me dejó intrigado. Unos días después, supe que si Roussel vivía encerrado en sí mismo y con las persianas de su roulotte bajadas era porque pensaba que estaba rodeado de esplendores todo lo que escribía y temía la menor fisura que pudiera dejar escapar los rayos luminosos que salían de su pluma. Quedé impresionado, no podía ni creerlo. Fui a comprar su novela Locus Solus, que acababa de publicar Seix Barral. Y hoy ese ejemplar es una de las cinco piezas más queridas de mi biblioteca.

Recuerdo la primera vez que terminé Locus Solus. Al cerrar el libro, tuve la impresión de que cerraba la losa que caía sobre mi propia tumba. Supe que a partir de entonces iban a quedarme obsesivamente grabados, en una atmósfera de descanso eterno, todos los secretos de aquella finca singular, sin similitud alguna con otras que pudiera uno encontrarse por aquí o por allá, por los senderos de la vida o de la literatura. Y también supe que no tardaría en variar notablemente el rumbo de mis lecturas. Porque Locus Solus de Roussel (1877-1933) no sólo me pareció una propuesta literaria que se tomaba insólitas libertades sino que, además, estaba muy alejada de lo que hasta entonces en mi tierra me habían dicho que era una novela.

Decía Leopardi que la vista del cielo es quizá menos agradable que la de la tierra y de los campos, porque es menos variada, y también menos semejante a nosotros, no nos es tan propia, pertenece menos a lo nuestro… Y sin embargo, si la lectura de Locus Solus me pareció tan agradable y me conmocionó con fuerza fue precisamente porque el libro no lo sentí nada cercano y propio, sino lo contrario: seductoramente extraño y extranjero, profundamente glacial y ajeno.

La novela es una tarde interminable. Así la recuerdo, en un primer momento, siempre que me decido a recordarla. Luego, si me acerco más al libro, voy viendo que Locus Solus es también un paseo por ese Lugar Solitario que es la propiedad monumental de Martial Canterel, un itinerario iniciático a lo largo de una tarde en la que este científico va mostrando a sus invitados los inventos y máquinas solteras que pueblan la villa de Montmorency, rarezas e invenciones que a medida que avanza la narración van haciéndose cada vez más geniales. Y así, por ejemplo, tras un martinete formado por un mosaico de dientes y un enorme diamante de cristal relleno de agua en la que flota una chica que baila, un gato sin pelo y la cabeza conservada de Danton, llegamos al pasaje central, el más inolvidable, el que nos persigue muchos años después de haber leído este libro: la descripción de ocho escenas que tiene lugar en una enorme galería acristalada. Descubrimos que los actores son en realidad gente muerta que Canterel ha reanimado con resurrectina, un fluido de su invención que si se inyecta a un cadáver reciente hace que represente el incidente más importante de su vida.

“Cubierto de pieles, un ayudante de Canterel ponía o quitaba a los ocho muertos su autoritario tapón de vitalium, y si era preciso hacía sucederse sin interrupción las escenas, cuidándose regularmente de animar a un sujeto poco antes de hacer dormir a otro”.

Anoche soñé que volvía a Locus Solus, aquella gran finca y lugar solitario que en los días del pasado tanto me fascinó. Y esta mañana, ya perfectamente despierto, me he dedicado a revisar la novela. Más allá del deslumbramiento inicial irrepetible, he visto que lo que más pervive hoy en mí de este libro es el procedimiento que inventara su autor para crearlo; un método basado en retruécanos y combinaciones fonéticas y juegos de palabras, tal como lo testimonia el conmovedor y alucinante texto póstumo del propio Roussel, Cómo escribí algunos libros míos: “Escogía dos palabras casi iguales (al modo de los metagramas). Por ejemplo billard (billar) y pillard (saqueador, bandido). A continuación, añadía palabras idénticas, pero tomadas en sentidos diferentes…”.

Ni una sola línea de las historias que Roussel cuenta en Locus Solus y en algunos otros libros suyos surgió de su imaginación, sino del artificial procedimiento, de sus infinitas combinaciones fonéticas. A veces, pienso que si en mi literatura he exasperado y llevado al límite el uso de las citas literarias distorsionadas, es decir, si en ocasiones mi falsa erudición ha funcionado casi como una sintaxis o modo de darle forma a los textos, todo eso es deudor de la distorsión de los ecos de aquel procedimiento rousseliano descubierto a una edad en la que aún sabía canalizar mis hallazgos de lector.

Me pareció asombroso ayer volver a observar cómo en Roussel las combinaciones fonéticas funcionan perfectamente como una sintaxis incesante y un modo arbitrario y a la vez riguroso de darle forma a los textos, de darle sentido a todas esas historias que no salen de la vida, sino de la cibernética particular que inventó en su laboratorio de las persianas bajadas. Nada de lo que contaba procedía de su imaginación, a pesar de que era muy imaginativo. Y es que en realidad Roussel jamás viajó. Aun habiendo dado dos veces la vuelta al mundo, jamás le llegó algo desde fuera, jamás el exterior hizo mella en el paisaje interior de su cráneo. En todos los países visitados veía tan sólo lo que había previamente escrito de antemano en su -avanzado para su tiempo- revolucionario laboratorio cibernético.

Fue un hombre que vivió siempre en un lugar solitario, tan aislado como incomprendido, o sólo comprendido por los surrealistas, a los que él no comprendía. Su forma de ser parecía triste, pero él pensaba que llevaba una vida de frecuentes alegrías, ya que escribía sin parar, hasta la extenuación cada día. Navegando por los mares del Sur, recibió una carta de un amigo en la que le decía que le envidiaba por las puestas de sol que estaría viendo. Le respondió inmediatamente que no había visto ninguna, ya que trabajaba en su camarote y no había salido de él desde hacía semanas.

Ayer, tras soñar que volvía a la finca de Canterel y pasar después a leer Locus Solus por enésima vez, me pareció ver que en el camino de la vida, y ya desde la primera lectura de ese libro, me viene acompañando la confortable sospecha o gran revelación de que puede uno crearse un procedimiento propio, perfectamente artificial, para construir una obra inmensamente verdadera.

 

Locus Solus

Las novelas de Raymond Roussel son puzzles gigantescos de imágenes e historias con una extraña lógica carnavalesca. Locus Solus hace un recorrido por el jardín-museo de un excéntrico millonario que, como el propio autor en la vida real, colecciona insólitos objetos con frenético y psicodélico racionalismo