La jungla

El leviatán de la Gran Novela Americana

Un leviatán. Blanco, rojiblanco, blanquiazul. Barriestrellado. Como sucede con la malencarada Moby Dick, aún es posible encontrar a lugareños –mascadores de tabaco y rednecks que empuñan grandes jarras de cerveza de raíces, sobre todo–, que aseguran haber visto, incluso leído, la Gran Novela Americana. Algunos, como Norman Mailer, consumieron su vida hablando de ella y, como el capitán Ahab, se fueron al infierno en su persecución. No hay juicio más eficaz para ponerse a salvo de leyendas que el de acotar el mito, moldearlo de acuerdo a una definición. El concepto “Great American Novel”, acuñado por John William de Forest en 1868, no es sino una manifestación literaria de la excepcionalidad de los Estados Unidos, un título de exclusividad por escrito asentado en la no existencia de la Gran Novela Europea, Francesa, Rusa o Española –esta última apenas sería un epónimo del Quijote–. La exaltación patriótica por las letras, asimismo, venía a cortar con la influencia de la literatura inglesa, de la forma como William Hogarth y los sátiros británicos se habían rebelado contra la pintura francesa cien años antes. El nacionalismo como reacción, la afirmación de un arte propio frente al padre. Según establece Eduardo Lago: “La Gran Novela Americana asume la función que desempeña en otras literaturas la épica nacional, elemento del que Estados Unidos, como nación joven, carecía”.

No nos encontramos, por tanto, ante una jerarquía asentada sobre el pilar exclusivo de la calidad. Tampoco sobre el de la prosa, pues, ¿qué sería de lo estadounidense en la literatura sin el Canto a mí mismo de Walt Whitman? ¿Acaso sea un disparate apreciar la influencia de TS Eliot en Robert Penn Warren, de Wallace Stevens en Hemingway o de Emily Dickinson en Faulkner? ¿Quién prescindiría de Hojas de hierba, del propio Whitman, de El cuervo, de Poe, o de Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, como integrantes del canon de las letras del imperio? Ni siquiera, y es difícil admitirlo, podemos ceñir nuestra definición al universo de las ficciones, ya que los Ensayos de Emerson y el Walden de Thoreau son las más estrictas aproximaciones por escrito al espíritu americano. De acuerdo con los valores e ideales imperantes en la cuna de la democracia moderna, que de eso se trata, la Gran Novela Americana habría de ser un canto a la libertad y al optimismo, a la primacía de la naturaleza y a la confianza en uno mismo, al esfuerzo y la superación y a los designios divinos que los guían. Se impone, asimismo, la narración dilatada, casi maratoniana, de enfoque realista no exento de fe y simbolismo, y la persecución de la felicidad. Lo explica mejor que ningún otro todo un enfant terrible como Norman Mailer:

Las novelas que revigorizan nuestra visión de la sutileza del juicio moral son esenciales para una democracia. Los norteamericanos fueron afectados durante décadas por ‘Las uvas de la ira’. Algunos buenos sureños incluso desarrollaron un sentido de lo trágico leyendo a Faulkner.

No me gusta decirme: “Quiero hacer entender esta idea”. Más bien trato de suscitar un estado de conciencia en el lector que acomodará el material que estoy presentando. Mi esperanza es que mi obra cambie sus mentes. ¡Que se entienda bien! No deseo cambiar la mente de todos en una dirección: eso equivale a propaganda.

Esta visión mormónica de América como Tierra Prometida excluiría, sin ir más lejos, a Faulkner, acaso el mayor talento estadounidense del siglo XX. Éste, como Updike, Philip Roth, Henry Miller y el resto de deconstructores del American Dream, se halla más cerca de los postulados intelectuales de Europa, fronterizos del nihilismo y definitivamente cínicos, y que culminan en la filosofía de la sospecha y en La Náusea de Sartre. Una tercera vía, la de Nathaniel West y Charles Bukowski, desaparece en la búsqueda del morboso placer supremo de la desesperanza manifestado por Dostoievski en sus Memorias del Subsuelo. Y el Nuevo Mundo, como deja claro la fundacional La letra escarlata, no es Europa.

La novela señera de Nathaniel Hawthorne, publicada en 1850, es el auténtico Génesis de la identidad cultural norteamericana; no en vano Harold Bloom considera a Hester Prynne, “por sus resonancias estéticas y culturales”, la Eva estadounidense. Cuando América estaba “desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”, el alma de Hester sobrevivió a su destino para establecer un matriarcado basado en la confianza de la persona en sí misma, un rasgo exaltado por los dos pensadores más importantes de la historia de los Estados Unidos: Emerson y Thoreau. Frente al puritanismo heredado como pecado original del Viejo Continente, la heroína de Hawthorne opone la dignidad del yo y convierte las leyes en una mera convención social. Esta idea se encuentra íntimamente relacionada con el concepto de rebelión cívica en Thoreau. Así las cosas, todos los personajes femeninos de la literatura barriestrellada acusarán la impronta de Prynne hasta el advenimiento de Mamá Joad, la Virgen María de Las uvas de la ira. Entre medias, obviamente, hubo arúspices bienintencionadas, como la Isabel Archer de Retrato de una dama. En lo referente a la genealogía de la ficción, Herman Melville y Henry James se destacan como los principales deudores de la obra de Hawthorne. Especialmente reseñable se demuestra la admiración del primero, pues su Moby-Dick (1851, se recomienda efusivamente la edición de Akal) conforma, junto con Las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn (1876 y 1884, respectivamente, Galaxia Gutenberg y Cátedra), de Mark Twain, y la mencionada La letra escarlata (DeBolsillo), la trinidad genesíaca de las letras americanas.

Los Lazarillos de Twain representan el ethos del Nuevo Mundo, la necesidad de mantener la pureza personal al margen de la civilización. Rómulo y Remo de América transitan un Edén fluvial, ajenos a la sangrienta historia que les precedió en otro continente. La exaltación cuasi anárquica de la libertad florece tras la represión de la monarquía y los clérigos ingleses, encarnados en el violento padre de Huck, del que el protagonista, el personaje más importante de la literatura americana, huye para mantener sus pies descalzos, o lo que es lo mismo, al Gobierno fuera de sus asuntos, o al Ejército de los Estados Unidos lejos de desiertos remotos y colinas lejanas. Hemingway, quien trató de mantener vivo a Huckleberry Finn a través de sus propias vida y obra, aseguraba que “toda la literatura moderna estadounidense procede de Huckleberry Finn. Todos los textos estadounidenses proceden de este libro. Nada hubo antes. Nada tan bueno ha habido después”. En la plasmación escrita de los patrones de la identidad nacional, Huck descubrirá un concepto, el de frontera, que articulará todas las obras genuinamente americanas, ya sean de cine o literatura: “Tengo que escapar al Territorio (el Oeste) antes que el resto”. Hablamos de la tradición del colono Daniel Boone, quien abrió el paso al Far West por el simple motivo de que le irritaba la compañía humana. La emigración al Pacífico, el paraíso prometido a los okies de Las uvas de la ira, tendrá su continuación en la frontera lunar fijada por Kennedy, en el on the road que mantiene vivo el Sueño Americano y evita el adocenamiento de las élites de El Gran Gatsby, trasuntos de la decadente y sedentaria burguesía europea que Fitzgerald describió más expresamente en Suave es la noche.

En lo referente a Moby-Dick, acaso sea la obra de Herman Melville la que más se acerque al concepto de Great American Novel como ente abstracto y absoluto, desde su órbita de epopeya descomunal y su excelente manejo del tiempo narrativo, ora enciclopédico con la calma chicha, ora zozobrante de acción con viento de popa. El texto se iza como una alegoría permanente, en la que el capitán Ahab atiza, aunque desde la grandeza de las obsesiones del honor y del orgullo, nunca del dinero, la hoguera de las vanidades en que se convertirá la manzana de Wall Street. Como en el Antiguo Testamento, el pueblo elegido se acerca irremisiblemente a la expiación de sus pecados a través de un naufragio, el del Pequod, en el que sólo sobrevivirá Ismael. Hombres de todos los continentes que conformaban una tripulación con reminiscencias de la Torre de Babel mueren ahogados en una clara alusión al diluvio universal. De acuerdo con las Escrituras, Ismael fue el primogénito de Abraham, y diversos expertos en el Corán no descartan que fuera éste, y no Isaac, el hijo que el patriarca entregó en sacrificio a Yahvé. En todo caso, Ismael representa el nacimiento del nuevo hombre americano a partir de la muerte de los pecadores del mundo. En efecto, Melville podría haber bautizado a su protagonista como Isaac, renacido del amor de Dios, pero este gesto habría supuesto un exceso de ortodoxia para una nación que se gobernaba ya con una orgullosa iconoclastia. Pese a la hecatombe de su final, el libro mantiene el imprescindible poso de optimismo encarnado en la figura de Ismael, si bien desprende una profecía inquietante: ¿Representa el Pequod el crepúsculo de los Estados Unidos dirigiéndose hacia el final inevitable, pero recurrente, de los imperios? ¿Tiene algo que ver George W. Bush con el cojitranco Ahab como señala el prólogo a la excelsa edición de Akal? En este caso, no habría duda de que nos encontramos ante la Gran Novela Americana, por su apreciación global, como una nueva Biblia, del nacimiento, abotargamiento y apocalipsis del imperio.

El encumbramiento de un triunvirato como la gran narración, unido al caminar de los años y el afloramiento de los vicios, obligó a reconsiderar el concepto de Great American Novel. El rubro, fíjense, emerge siempre en singular, una cualidad que alude de forma explícita a su carácter absoluto, cimentado sobre un consenso abstracto, “de formulación elusiva”, en palabras de Eduardo Lago. Se admitió, en esta ocasión de forma implícita, que distintas obras pudieran ostentar el cetro de Gran Novela Americana en cada vértice del tiempo, al modo como el distintivo de Campeón de los Pesos Pesados pasa de la cintura de un púgil a la de otro, pero nunca es compartido –éste sin duda era uno de los grandes sueños de Hemingway, quien se definía como “un hombre sin ambiciones, salvo la de ser campeón del mundo”, consciente de que “no libraría un combate a veinte asaltos con el doctor Tólstoi porque sé que me dejaría KO. Aunque, si llego a los 60, quizá pueda ganarle”–. Cada época, por tanto, enarbolará el tratado de ficción que refleje con aspiración de totalidad su zeitgeist particular. Piensen en el On the road de Jack Kerouac y en la Generación Beat, o en París era una fiesta, de Hemingway, y la Lost Generation. Para alegría de los mejores paladares, esta revisión de la categoría abriría de nuevo las puertas a Faulkner y a sus angostas psicologías sureñas, al racismo y las claustrofóbicas relaciones familiares del gótico meridional.

Apreciando el criterio de la temporalidad, un escritor hace las veces de puente para el salto del siglo XIX al XX, generando un efecto de cuello de botella por la poderosa atracción de su talento. Se trata de Henry James, el escritor fundamental de la literatura americana –su impacto en la tradición británica es sin duda menor–, un hombre que fue para la novela lo que Eugene O’Neill para el teatro, un gigante de la psicología y la erudición a cuya sombra crecieron sometidos otros brillantes autores como Jack London (La llamada de lo salvaje, 1903, y Colmillo Blanco, 1906, ambos en Alianza); Upton Sinclair (La jungla, Capitán Swing); Sinclair Lewis (Doctor Arrowsmith y Babbitt; ambos de Nórdica); Sherwood Anderson (Winesburg, Ohio, El Acantilado); Kate Chopin (El despertar, Cátedra) o Stephen Crane (La roja insignia del valor, DeBolsillo). Como recuerda Bloom en su Canon de la novela (Páginas de Espuma), James “representa lo que Emerson profetizó como el ‘hombre central’ que vendría a cambiar las cosas de una vez por todas y a celebrar lo Nuevo en Estados Unidos”. En la dialéctica emersonianos (Thoreau, Whitman, Robert Frost)-antiemersonianos (Hawthorne, Melville, TS Eliot), James, al igual que Dickinson y Wallace Stevens, opta por una elegante elusión del filósofo, aunque el pensamiento de éste coloniza por completo la obra del primero. Conviene recordar que Emerson es un filósofo que estima tan poco la moral como las costumbres; sus temas son el poder, la libertad, el destino y la prudencia. Así las cosas, resulta complicado seleccionar un título del prolijo corpus de James para presentarlo como candidato a Gran Novela Americana, ya que en su repertorio, pléyade más bien, lucen verdaderas joyas como Las alas de la paloma (1902, El cuenco de plata), Daisy Miller (1878, Espasa) o Los papeles de Aspern (1888, Alba y Tusquets).

Si hubiera definitivamente que destacar una obra de James para presentarla al concurso, este cronista se decantaría por Retrato de una dama (1881, Cátedra), pese a que el autor consideraba Los embajadores (1903, Literatura y Ciencia) su mejor novela. La protagonista de esta ficción, Isabel Archer, se erige en el personaje de mujer estadounidense más importante desde Hester Prynne, un arquetipo de inteligencia, audacia, hermosura y con una profunda consideración de la dignidad femenina, aunque carente del erotismo con que Hawthorne dota a su heroína. Las similitudes entre el retorno final de Prynne a la comunidad de Boston y la determinación de Archer de volver a casa con su esposo son evidentes. Obsérvese que las grandes mujeres americanas, a diferencia de Emma Bovary o Anna Karenina, no mueren; se reinventan. Este relato, asimismo, es paradigmático de la confrontación entre las realidades estadounidense y británica, un pulso creativo que se mantiene a lo largo de toda la trayectoria del autor que nació americano y murió inglés.

 

El capitalismo es un gran matadero y los animales somos nosotros

Abrí La jungla pensando que era un libro sobre la industria de la carne. Una novela sobre las grandes granjas y mataderos industriales que día a día alimentan a millones de personas a base de cadáveres, dolor, hormonas y antibióticos. Y sí, en La Jungla hay todo eso, hay animales enfermos que son sacrificados  y envasados en forma de fiambre, carne en mal estado mezclada con toda la demás, cerdos sacrificados a golpes en habitaciones donde la sangre llega a los tobillos. Prácticas que fueron denunciadas entonces pero que no han cambiado mucho:

No hace falta decir que hacinar aves deformes, drogadas y sometidas a un alto nivel de estrés en una sala asquerosa y llena de heces no resulta muy saludable. A parte de las deformidades, los pollos de granjas industriales sufren problemas de visión, infecciones bacterianas en los huesos, parálisis, hemorragias internas, anemia, tendones rotos, las patas y los cuellos torcidos, enfermedades respiratorias y sistemas inmunitarios debilitados. Los estudios científicos y los estudios gubernamentales indican que prácticamente todos los pollos (alrededor del 95%) presentan una infección de E.coli (un indicador de contaminación fecal) y que entre el 39 y el 75% de los que llegan a las tiendas siguen infectados. De un 70 a un 90% presenta infecciones de otro patógeno potencialmente letal: la campylobacteria. Suele recurrirse a baños de cloro para eliminar la suciedad, el hedor y las bacterias.

Pero La Jungla es mucho más. La novela de Upton Sinclair es la historia de cómo los de arriba torturan y asesinan a los de abajo, de cómo el capitalismo es otro gran matadero donde los animales somos nosotros. [Ostrinki le demostró que los conserveros habían sacado de él exactamente el mismo beneficio que obtenían de uno de sus puercos. En eso, obreros y animales se encontraban igualados, y de unos y otros obtenían los patronos idénticos beneficios] Durante treinta y seis capítulos asistimos a la explotación laboral, a la humillación, a la impotencia, a la destrucción de la masa de trabajadores que nutre la industria cárnica de Chicago. A un dolor que te hace un nudo en el estómago mientras estás leyendo.

Y, sin embargo, en el libro hay también esperanza. No la esperanza individual de encontrar la salida del laberinto, sino la esperanza colectiva de derribar sus paredes. La esperanza de acabar con un sistema que se alimenta del dolor de los que estamos abajo. Dicen que cuando un cerdo consigue escapar de la granja, levanta los pestillos de las cercas de sus compañeros. Quizá podamos aprender algo.

[La primera cita es de Comer animales, de Jonathan Safran Foer (Seix Barral). La segunda de La jungla, De Upton Sinclair (Capitán Swing)]

 

Upton Sinclair, La Jungla

No pretendemos convertirte en vegano, de la misma manera que no lo pretendía Uptown Sinclair cuando, cien años atrás, paría no sólo su novela realista más importante sino un auténtico acto de transgresión en la industria de la carne (con repercusiones políticas y sociales inmediatas y consiguientes investigaciones), pero a nadie amarga un baño de realidad. Aunque la realidad cuente ya con decenas de decenas de años, La Jungla sigue sonando activo, que no activista. Y Capitán Swing recupera el título y lo edita en castellano como está mandado: una novela que suena a ensayo documental sobre una industria tan gore y violenta como caótica desde lo ético a lo estético. Sangre.

¿Qué libros regalan los escritores?

Cuenta la leyenda que en un reino no tan lejano vivía un dragón terrible que causaba estragos entre la población y el ganado. Para apaciguarlo, se sacrificaba al monstruo una persona escogida por sorteo. Un día la suerte señaló a la hija del rey, que habría muerto de no ser por la aparición de un bello caballero con armadura, de nombre Jorge, que se enfrentó al dragón y lo mató. De la sangre derramada nació un rosal de flores rojas. Desde entonces, el día 23 de abril, los caballeros regalan rosas a sus damas, y ellas les corresponden con libros para que nunca dejen de existir hermosas historias como la de la conocida gesta que San Jorge libró frente al dragón.

Llegan días (y noches) de libros. De regalar (y que nos regalen) historias. Para celebrarlo, hemos pedido a diez escritores (y escritoras) que en el último año han publicado nueva novela (o poemario) que nos desvelen con qué libros van a obsequiar a los suyos y qué títulos les gustaría añadir a sus respectivas bibliotecas. Preguntamos a Álvaro García, Almudena Grandes, Luisge Martín, Eduardo Mendoza, Antonio J. Rodríguez, Marta Sanz, Jordi Soler, Ángela Vallvey, Vicente Verdú y Carlos Zanón.

[…]

Antonio J. Rodríguez:  La jungla, de Upton Sinclair (Capitán Swing), porque, más allá de las necias clasificaciones literarias entre novelas realistas o no realistas, es una enciclopedia de muchos de los temas que hoy precisan una revisión urgente: capitalismo, inmigración, género, condiciones laborales… además de un retrato salvaje sobre una cuestión muy preocupante como es la industria cárnica en las dietas occidentales. Y todo eso habiéndose publicado hace más de 100 años.

100% visceral

Llegué a La jungla de Upton Sinclair (Capitán Swing, 2012) sin demasiadas ganas. Era largo, de letra apretadita. Por algunas de las críticas que había leído parecía más una suerte de panfleto que un texto literario. Y yo llevaba, además, no demasiados meses sin comer carne: aunque este texto, definitivamente, me terminó de convencer de aquel proceso vegetariano que ya había comenzado tiempo atrás por influencia de mi amigo Ernesto Castro y de mi gata Delhi. Llegué sin ganas, pero después me encantó, pues La jungla no es un libro “para hacerse vegetariano” tanto como para “hacerse consciente” de cosas terribles e importantes relacionadas con la inmigración, el sexismo, el maltrato a los trabajadores, el nefasto sistema de producción de alimentos, y, sobre todo, de carne, las luchas de los sindicatos, la corrupción de los ayuntamientos, la maldad, la envidia, el terror a quedarse sin nada y el terror a sobrevivir cuando se tiene poco… parece mentira que este libro fuera publicado hace más de cien años y parece mentira que, al contrario de lo que dije que pensaba, todo esto quepa en una novela de tal bellísimo lenguaje, descripciones y escenas. Upton Sinclair construye una novela perfectamente medida y planeada (o esa impresión da al lector quizá hasta las últimas páginas donde las idas y venidas del protagonista ya se hacen más pesadas), envidiable a cuanto a trama se refiere. El libro provoca los justos sobresaltos, el justo asco, las justas ganas de vomitar o de llorar, pues no deja de ser un libro de desgracias en donde todo está perdido excepto la fe (aunque no sepamos realmente en qué).

100% Visceral.

0% Ñoñada

 

Upton Sinclair: La Jungla

En 1904, Fred Warren (editor del periódico socialista Appeal to Reason) encargó a Upton Sinclair una obra sobre las malas prácticas de la industria cárnica en Chicago. Después de siete semanas trabajando de incógnito en los mataderos, Sinclair escribió La jungla, una novela que llegó a ser una de las más influyentes del pasado siglo. No sólo se convirtió en un éxito de ventas, sino que fue utilizada por Roosevelt para poner en marcha las leyes sobre pureza de alimentos e inspección de carnes y, además, supone, como bien explica César de Vicente en el prólogo a esta edición, un alegato a favor del socialismo.

A principios del siglo XX, Chicago era la encarnación del capitalismo más feroz,  caracterizada por zonas residenciales circundadas por inmensas plantas industriales y barriadas inmundas donde se hacinaban los trabajadores. A esta ciudad llega Jurgis Rudkus, un inmigrante lituano que huye con su familia de las injusticias que sufre en su país natal, con la ilusión de construir un futuro y salir de la miseria.

Sin embargo, lo que encontrará al llegar a Chicago no será, ni mucho menos, lo que esperaba. A las interminables jornadas en los mataderos en unas condiciones pésimas y la falta de seguridad (tanto en las calles como en su lugar de trabajo) se les unirá el desconocimiento del idioma, lo que convierte a Jurgis y a su familia en el blanco perfecto para sufrir todo tipo de engaños y fraudes. A fuerza de sufrir todo tipo de calamidades se dará cuenta de que el sueño americano es sólo una pesadilla para la que no está preparado y de la que no puede escapar.

Pero Sinclair no se conforma con describir las penalidades de la familia del protagonista. A través de sus vivencias (desestructuración familiar, lesiones, desamparo, miseria…), denuncia de forma cruda y realista las condiciones a las que estaban sometidos los trabajadores de la época y las malas prácticas (carnes en malas condiciones, tratamientos dañinos…) de una industria corrupta, preocupada sólo por conseguir dinero fácil y rápido, y que pasaba por alto cualquier tipo de consideración con sus empleados o sus clientes.

Todo esto es La jungla, un lugar (una sociedad, en este caso) en el que no todo el mundo puede sobrevivir y al que sólo se le puede hacer frente, como aprenderá el protagonista después de innumerables desgracias, a través de la cooperación. Así, como afirma de Vicente, convierte Sinclair las penurias de Jurgis y su familia en demandas (derecho a una vivienda, condiciones laborales dignas, castigo a la corrupción, prohibición del trabajo infantil…) indispensables para poder salir adelante y para que la sociedad funcione como debe.

Estandarte, así, del realismo socialista y más de un siglo después de haber tenido una gran repercusión social, La jungla vuelve a nuestras manos, seguramente, cuando más se la necesita. Esto es, cuando vemos que el siglo XXI comienza (salvando las distancias) como comenzó el siglo XX: con la explotación de los animales, con miles de personas en movimiento buscando un futuro mejor y unas condiciones de vida y de trabajo cada vez peores.

Izaskun Gracia

Cerdos capitalistas

Con los, seguro, billones de palabras que se han escrito en todos los idiomas contra el capitalismo parece increíble que no pueda hablarse de él como de un modelo de organización social —nunca de producción— extinto. Cada envite, acometida o terremoto que sufre, incluso los generados por su propia entropía, acaban fortaleciéndolo, añadiéndole músculo e insuflándole más vida. El capitalismo es una plaga, una enfermedad que ha aprendido cómo neutralizar el efecto del virus de la disidencia: fagocitándolo y asimilándolo.

Porque salvo unos pocos eremitas que se alimentan de aire y viven físicamente mal —el rollo espiritual está muy arriba en la pirámide de Maslow—, aquí todo el mundo está inmerso en el sistema capitalista por mucho que se raje y se rece públicamente por su hundimiento definitivo. Mientras echamos pestes de los excesos y deficiencias del sistema capitalista, adoramos —no precisamente en secreto— al sistema capitalista. Escribo sobre el sistema capitalista en un ordenador construido por ese mismo sistema, su teclado iluminado por una lámpara fabricada y alimentada por ese sistema, en una casa inserta en el sistema y procurada remando a favor del sistema. Por mencionar solamente unos pocos detalles “sistémicos” que hacen posible mi diatriba acerca del sistema capitalista.

Hay una imagen en la página 55 del libro La jungla, de Upton Sinclair, que resume bastante bien esta paradoja. Miles de reses y cerdos hacinados en un terreno gigantesco de un matadero de Chicago cuyo destino inmediato es su sacrificio sin ningún miramiento con el objetivo de alimentar a la raza humana. Cámbiense cerdos y reses por personas y Chicago por la Tierra y a la raza humana hambrienta por un sistema cuya principal fortaleza reside precisamente en la necesidad que todas esas reses/personas tienen de que siga funcionando porque están tan hambrientas que pueden llegar a comerse unos a otros (“Haz con los demás lo que vayan a hacer contigo, pero sé el primero en hacerlo”, p. 33) para satisfacer esa necesidad básica (“Ganaré mas; trabajaré más duro” p. 39). Lo sabemos pero no lo reconocemos porque las alternativas —un prueba y error lento y sumamente doloroso— han fallado una detrás de otra. La perfección es una quimera. Así que lo que verdaderamente preocupa e indigna son los efectos nocivos de ese sistema, esa esquizofrénica capacidad connatural suya para dañar a sus integrantes e incluso para herirse a sí mismo.

Sinclair era un escritor de dramas románticos cuya visión de la literatura como herramienta de cambio social no le llegó hasta que se echó unas risas con unos nuevos amigos izquierdistas de Nueva York. Es algo que suele pasarle hasta al individuo de ideas más recalcitrantes, o sin ideas. Entonces comenzó a comprender, y a ver, lo cerdos que podían llegar a ser los capitalistas y escribió un libro en el que se narran matanzas de cerdos (“tecnificadas” —lo del killing floor es más que sugerente) y montones de degradación y sufrimiento humanos:

A los doce años tuvo que escapar de casa porque su padre le golpeaba por tratar de aprender a leer. [p. 89.]

La casa formaba parte de un grupo de viviendas construido por una compañía creada exclusivamente para robar el dinero de los pobres. [p. 99.]

…pero como [las orejas] estaban completamente congeladas, a las dos o tres fricciones, se le cayeron de raíz. … Los obreros se veían expuestos a que la sangre les empapase la cara, las manos, todo el cuerpo. Esta sangre se helaba en seguida. [p. 122.]

Y así todo el rato. Pensad una putada que pudiera hacérsele al proletariado y os quedaréis cortos; también valen la tortura y el asesinato. Quizá estemos muy acostumbrados a este tipo de imágenes en el sector del capitalismo alimentario. César de Vicente —un crack—, en el prólogo a La jungla, remite acertadamente a Fast Food Nation como documento icónico de los excesos de la industria alimentaria y los efectos sobre la población humana y animal a secas. Pero los hay a patadas. Por citar solamente unos pocos: en la baja cultura, la novela Toxina de Robin Cook; en la medio baja, la novela Todo un hombre de Tom Wolfe y uno de los ensayos incluidos en el libro Un antropólogo en Marte de Oliver Sacks; en la alta, por supuesto las cosas que en su día escribiera Vicente Verdú y, aunque con las miras puestas en la anarquía versus el capitalismo, la enorme novela de Thomas Pynchon Contraluz; en las trincheras del día a día de la vida adulta: el sábado pasado fui al mercado y los huevos blancos habían subido de 2 euros la docena a 2,80 por culpa de no sé qué norma comunitaria sobre el hacinamiento de gallinas en las granjas: han cerrado un montón de empresas por no cumplirla y la consecuencia obvia ha sido el encarecimiento del huevo en sí, como concepto físico y tangible y comestible. Nada de esto tiene sentido. Sinclair pretendía arreglarlo poniéndolo por escrito y publicándolo por entregas, y de hecho logró que Roosevelt tomara cartas en el asunto y apañase un poco las cosas, puesto que además de los abusos sobre cerdos y humanos resultaba que el producto final era de una calidad pésima. Pero no era ese el objetivo del viejo Upton. Él y sus amigos querían que los Estados Unidos de Norteamérica se convirtieran en una nación socialista de pro (“Todas las naciones civilizadas contaban con organizaciones socialistas”, 475) y para ello introdujo su manifiesto en el libro, cosas en las que cada uno ha pensado (?) en una u otra época de su vida:

Cuestionamiento:

¿Gobierno? [Su propósito] no era más que la defensa del derecho de propiedad, la perpetuación de esa antigua fuerza y ese moderno fraude.

¿Matrimonio? Éste y la prostitución eran dos caras de la misma moneda: una explotación que ese depredador que es el hombre hace del placer sexual. … Cuando una mujer tenía dinero, estaba en situación de imponer sus condiciones, a saber: la igualdad, el contrato de por vida y, en cuanto a los hijos, su legitimidad o, dicho de otro modo, su derecho hereditario. Si, por el contrario, la mujer carecía de fortuna, convertida en proletaria, debía venderse a sí misma para vivir. [p. 503.]

ETCÉTERA

Y Revolución:

Después de la revolución, todas las actividades intelectuales, artísticas y espirituales de los hombres serían atendidas por “asociaciones libres” … Los novelistas románticos tendrían el apoyo de los que se deleitan con la literatura sentimental … la existencia de una competición salarial obliga al hombre a vender, para subsistir, la totalidad de su tiempo libre, mientras que, con la abolición de los privilegios y la explotación, cualquiera podría atender a sus necesidades con sólo trabajar una hora al día. … no podemos ni siquiera formarnos un concepto del nivel que las actividades intelectuales y artísticas alcanzarían a partir del momento en que la humanidad se viese libre de la pesadilla de la competencia. [p. 509.]

 

ETCÉTERA

Comprensiblemente, Sinclair barre algo para casa…

Las cosas han mejorado bastante desde que se escribió La jungla y tuvo aquel éxito tremendo, pero al mismo nivel en que ahora se es capaz de curar enfermedades antes incurables: se tratan los problemas, pero no se erradican definitivamente las causas.

¿Hay remedio? Desde luego la resignación no parece ser la vía adecuada. Que un sistema se haya demostrado hasta el momento como a prueba de bombas y escupitajos no quiere decir que sea ni el mejor de los mundos posibles ni imbatible. Una de las principales causas de este inmovilismo radica en la propia raza humana, en su bestialismo difícil de erradicar. No cabe imaginar una sociedad en la que la mayoría de sus integrantes fuesen cultos y en la que esa fuerza, una cultura y una sabiduría reales, no diese con una mejor fórmula de organización. Evidentemente no considero este asunto como algo para tomarlo a la ligera. En este post defendía la idea de un quintacolumnismo basado en que la cultura comenzara a tambalear los cimientos del capitalismo salvaje desde adentro, obviando los intentos fútiles consistentes en arrojar huevos desde afuera. Leer, estudiar, interesarse por todo, no vegetar, provocar cambios de facto a pequeña escala: una estrategia cuyo éxito estaría basado en su oficiosidad. Decía entonces conocer casos, y ahora he sido consciente de otros incluso más grandes.

Umair Haque es “otro” nuevo gurú de la economía sostenible que tiene una, como la denominan, boutique consultora de negocios. Un tipo al parecer hiperactivo y empeñado en refundar el capitalismo que ha escrito un libro titulado El nuevo manifiesto capitalista. Ya en el prólogo Gary Hamel, un viejo y reputado economista inconformista, cuestiona el capitalismo de manera constructiva y, literalmente entre paréntesis, delinea sus defectos más flagrantes. De forma muy resumida:

• El objetivo de las empresas es ganar dinero (no mejorar el bienestar humano).

• A los ejecutivos sólo se les puede culpar de sus acciones (no de sus consecuencias de segundo y tercer grado).

• A los ejecutivos se les compensa en función del corto plazo (no de la creación de valor a largo plazo).

• Los clientes son compradores de productos (no los jodidos por las acciones de la empresa).

• Es legítimo que la empresa se beneficie de explotar la ignorancia del consumidor y de limitar su oferta.

• A los clientes sólo les interesa el funcionamiento de un producto y su precio (no los valores profanados en su producción y venta).

• Los empleados son recursos humanos y luego seres humanos.

• A la empresa sólo le mueven valores egoístas (no el amor, la felicidad, el honor, la belleza y la justicia).

• Etc. (Hamel leyó a Sinclair.)

Friedman, Nobel de Economía, estaba equivocado cuando dijo que “un sistema de mercado podía autorregularse”; Greenspan, discípulo del Nobel y antiguo gobernador del Tesoro norteamericano, estaba consternado porque “todas las sofisticadas matemáticas y maravillas informáticas no bastaban para reparar el fallo sistémico del egoísmo ilustrado”; el principal asesor de Barack Obama, Larry Summers, admitía que había que replantearse la economía en sí; y Krugman, otro Nobel más, dijo que “la macroeconomía moderna es espectacularmente inútil en el mejor de los casos y positivamente perjudicial en el peor”. Es decir, quienes se supone que llevan la voz cantante están de acuerdo en que urge una cirugía radical del sistema capitalista y en que la parte cerda del mismo debe ser expurgada de inmediato. Y sin embargo nada parece cambiar… a mejor. Quizá porque ese cambio ha de venir desde el interior, un interior ahora podrido.

Haque se dedica a analizar dónde están los fallos y cómo podrían solucionarse para eliminar las frases previas a los paréntesis, estos mismos y los noes de la lista anterior. Escribe mal, es decir: no sabe escribir o no sirve para escribir (no es Michael Lewis). Pero sus ideas son interesantes, sobre todo porque en realidad no son suyas sino que surgen de la colectividad: están probadas, no nacen de una reunión altruista y espontánea entre amigos sino del análisis empírico, de la observación más ramplona. Plantea una serie de presupuestos de partida de los que el más impactante es el ejemplo de los Hummers. Un Hummer es esa especie de vehículo supuestamente todoterreno —más o menos el equivalente norteamericano de nuestros repulsivos 4×4— cuya única función es servir de apoyo a la vanidad de su propietario; un elemento de atrezzo más junto con la ropa de marca y la tarjeta Platinum. Si sólo se tratara de un gadget identificativo de posición económica —que no social—, no habría mayor problema —o el problema lo tendrían, como de hecho lo tienen, los palurdos que gustan y gastan ese tipo de gilipolleces—, pero lo espantoso es que los Hummers del sistema capitalista, con sus motores de combustión interna gigantescos, sacrifican el futuro para “disfrutar” del presente. Son un ejemplo perfecto del egoísmo humano no sólo para con sus contemporáneos sino también para con las generaciones venideras. No añaden valor a la raza humana y, es más, la diezman física y moralmente. Hummers hay muchos: las viviendas surgidas de la especulación, la ropa confeccionada en condiciones infrahumanas, los productos que limitan la competencia, los Big Mac, por supuesto los malos libros… Y la culpa de que esos estúpidos Hummers existan es exclusivamente de un conjunto de cerdos capitalistas que se lucran inoculando necesidades espurias en una fenomenal manada de incultos —otro día escribiré sobre cómo se hace esto a un nivel cuasi científico, que también tiene miga—.

Partiendo de tales presupuestos, Umair Haque se dedica a desgranar las claves para conseguir que las empresas cambien de verdad desde un capitalismo eficiente (para con ellas mismas y sus accionistas) hasta un socialismo eficiente (“socioeficiencia”), lo que, paradójicamente, ya están haciendo algunas y les está yendo muy bien: Apple, Wal-Mart, Nike (aunque parezca mentira), Google, Nintendo, Starbucks, Wikimedia y un (corto) etcétera. Lo irónico es que todas estas empresas triunfan sobre sus competidores. Dedicándose de manera activa a no joder a los demás, teniendo cuidado de por dónde pisan y echando la vista hacia más allá del mero plazo anual de rendición de cuentas, ganan más dinero —Wikipedia aparte…—. Ser bueno, más allá de la clásica excelencia de producto y gestión implícita en este adjetivo, es rentable porque parece que la sociedad está deseosa de reconocer la diferencia. Los casos de Apple y Google, por todos conocidos, son paradigmáticos, dignos de remedo y copia ad infinitum. No quiere decirse con esto que se trate de empresas perfectas; tienen fallos a patadas, entre otros motivos porque la dimensión les afecta negativamente. Pero al compararlas con sus competidores clásicos —Yahoo!, Microsoft— y sobre todo con las clásicas empresas cortijeras —por muy número uno meramente numérico que sean, su éxito sigue estando basado en el sufrimiento ajeno— a que estamos acostumbrados en España, no extraña que levanten la ola de admiración que levantan.

La jungla demuestra que la literatura puede convertirse en una poderosa arma de destrucción de sistemas, y El nuevo manifiesto capitalista, con sus defectos expresivos pero con sus virtudes expositivas a modo de user’s guide, ofrece propuestas para cambiar desde adentro un capitalismo que, si hiciera caso de ellas, ya no sería capitalismo sino otra cosa totalmente distinta.

JOSÉ LUIS AMORES

Las entrañas malolientes del capitalismo… y el error del socialismo

Una descripción cruel del libre mercado americano de hace un siglo es útil para entender la crisis de hoy. Aunque la demagogia tarda en curarse, hay vicios que siempre tientan.

Supongo que nadie ignora a estas alturas que hay por aquí una crisis económica. No lo ignoran desde luego los escritores y las editoriales, que aportan cada semana ideas nuevas a los escaparates. Sin embargo, antes de elegir soluciones hay que saber qué tipo de crisis tenemos, y cuáles son sus síntomas más peligrosos.

Una valiente novedad en el panorama editorial español. Pueden compartirse más o menos, o nada, las ideas que transmiten los libros de Capitán Swing, pero no puede negarse que recurrir a Ezra Pound ó a Pierpaolo Pasolini como se ha hecho publicitando esta joven editorial, para argumentar los defectos que se quieran ver en el capitalismo y en el libre mercado es valiente, acertado, revelador (y arriesgado para la editorial, dada la cultura general española de 2012). Del mismo modo que el Canto XLV de los Cantos, con lo que hoy estamos viviendo, a nadie dejará indiferente, tampoco la lectura de La Jungla, a un siglo de su publicación, puede separarse de esta crisis.

Aunque en parte de la misma época y entorno época y experiencias, difícilmente se encontrarán dos escritores norteamericanos más diferentes que Upton Sinclair y Ezra Pound. Frente a la especulación y los cambios sociales económicos, Pound insistió en la denuncia, añoró un pasado que no volvería, pasó por el fascismo y buscó siempre una nueva vía de salida no materialista. El autor de La Jungla, en cambio, denunció los defectos del capitalismo –en prosa y no en verso, y con despiadado realismo y no con símbolos- sin por ello renunciar a la idea de progreso y a la identificación de éste con la mejora material. Fue, en definitiva, socialista.

A nadie debe asustar que Sinclair fuese socialista o que se suela adscribir su prosa, y esta novela en especial, al realismo socialista o al naturalismo. No estamos hablando de un pasquín de propaganda política, sino de una gran obra literaria, con todas las particularidades de una novela publicada originalmente por entregas y vinculada a una cierta idea de la sociedad. Hoy en día, ni Sinclair se llamaría a sí mismo socialista ni lo harían sus admiradores ni sus críticos: su denuncia, el sangriento y triste recorrido de Jurgis Rudkos desde Lituania hasta lo más bajo del proletariado industrial de Chicago, no reniega de los elementos básicos del sistema. Es una denuncia del mal funcionamiento, de la corrupción y de los defectos de éste, pero no propone su destrucción sino su reforma. En 2012 Upton Sinclair sería un clásico socialdemócrata, e incluso moderado.

No se nos debe ocultar que aunque muchos de los vicios del capitalismo denunciados en La Jungla han sido en parte o del todo curados, y aunque otros persisten, el capitalismo de 1904 y el de 108 años después se manifiesta de diferente manera. La especulación patológica existía y existe, así como la usura, la falta de certezas y seguridades y el culto casi religioso al Eterno Progreso Material. Pero era una variante del sistema que, a diferencia de la actual, no necesitaba preocuparse del uso ilimitado de unos recursos limitados ni se basaba por entero sobre una riqueza irreal, teórica por entero, desconectada de la verdadera situación material.

Ambientada en los mataderos de Chicago y en los ambientes lumpenproletarios más sórdidos, La Jungla tenía todos los elementos para ser una novela de difícil lectura, una obra de propaganda pura y dura. Sinclair tuvo la habilidad de crear un relato que engancha, que uno no puede abandonar hasta el final y que logra transmitir sus ideas sin imponerlas y sin renunciar a ser auténtica literatura de la que perdura.

Es verdad que La Jungla sirvió de argumento al entonces joven Roosevelt (sobrino) para su campaña hacia la “Pure Food Legislation” federal en 1906, y es cierto que mucha de su denuncia es sanitaria y hasta ecológica. Pero el meollo de La Jungla es la cuestión social, y el debate más espinoso levantado en torno a esta obra sigue aún hoy en día. ¿Son los trabajadores libres sólo si actúan individualmente o necesitan asociarse para defender su libertad ante los más poderosos? ¿Son los sindicatos la solución que nos muestra Sinclair, si son libres, o el mal absoluto que señalan todos los fieles al libre mercado? ¿La libertad de mercado significa la nula intervención estatal, o si se quiere la intervención sólo para garantizar las libertades?

Seguramente un debate entre corporativistas y liberalistas sería hoy un pasatiempo trasnochado. Pues igualmente lo es la eterna discusión entre socialdemócratas y liberales. Es innegable que muchos de los problemas de comienzos del siglo XX fueron solucionados, o al menos parcheadas sus peores consecuencias, con la intervención pública; y es también innegable que hoy estamos ante una crisis y un abismo que difícilmente solucionarán recetas del pasado, ni unas ni otras. Pero es muy bueno que La Jungla nos recuerde que hay riesgos que no han desaparecido, que ciertas tentaciones resurgen siempre y que un mal raramente se soluciona con otro del pasado. Una reedición oportuna y bien hecha de un libro que habría que regalar a esos líderes sindicales que no trabajan, a esos magnates ajenos al bien común de la nación y a esos gobernantes a los que la macroeconomía no deja ver bien la dimensión social.

¿Es el Estado del Bienestar problema o solución de la crisis, y en particular de esta crisis?

Todo cambia con la crisis… todo menos los problemas

Nos habíamos educado creyendo que todo era seguro, y ya no lo es. Al menos lo que parecía serlo se ha hundido, y lo ha hecho estrepitosamente. Desde 1914 en parte, y desde 1945 decididamente en Occidente, con extensión desde 1989 al antiguo Este, los principales nudos de las Revoluciones Industriales parecían resueltos. Estaba claro que el mercado ha de ser libre para que los seres humanos sean prósperos, materialmente, y esta es, o era, la prioridad. Y estaba claro también que el Estado, defensor de esa libertad, había de intervenir pero sólo en los bordes del sistema, garantizando el bienestar. Capitalismo internacional y Estados socialdemócratas habían llegado a un equilibrio. O si se quiere a una sucesión de equilibrios, en la que cambiarían los matices pero no la bipolaridad.

Raúl Eguizábal nos anuncia, sencillamente, que se ha acabado la fiesta. Que de esta crisis no vamos a salir con un poco más de iniciativa privada o un poco más de intervención pública, sino dejando atrás la organización del Estado y del mercado que conocemos y que creíamos duradera. No lo es porque ya casi nada de lo que teníamos es seguro.

El cambio del capitalismo, el capitalismo global, ha implicado un cambio no sólo económico sino, a la vez, político social y cultural. Cuando el ocio es una consola, cuando las relaciones sociales son internet, cuando el bienestar es low cost y la gastronomía un producto global homogeneizado, las soluciones que sirvieron –si sirvieron- hace unas décadas ya son sólo objeto de estudio histórico y, si se quiere, de nostalgia. Nada volverá a ser como fue.

Los hombres y mujeres de la segunda década del siglo XXI han de preguntarse por la identidad de esta nueva comunidad, y por los valores subyacentes a la misma. Los viejos mitos legitimadores del sistema ¿siguen sirviendo hoy? ¿Podemos seguir creyendo en el progreso material como fundamento de la convivencia? ¿Necesitamos otra salida? El libro de Eguizábal es más una pregunta, una larga y variada pregunta que no necesita empezarse a leer por el primer capítulo, una pregunta a la que hemos de dar una respuesta si no queremos que la crisis se convierta en nuestro sistema.

Pascual Tamburri Bariain

Carne de cañón

La editorial Capitán Swing publica ‘La jungla’, de Upton Sinclair, quien escribió un relato escalofriante sobre los mataderos de Chicago

Quién lo iba a decir. Cien años después, el realismo socialista vuelve a los estantes de las librerías. En realidad, la novela de denuncia social nunca desapareció del todo, aunque la Transición impuso de modo inconsciente en la mente de muchos escritores que literatura y política casaban mal. Hablar de política en una novela era de mal tono, salvo que se escondiese en las peripecias del género policiaco. Los editores de Capitán Swing, sin embargo, se han rebelado contra este divorcio y han recuperado un título fundamental que arremete contra los desmanes del capitalismo. Se trata de ‘La jungla’, de Upton Sinclair (Baltimore, 1878-1968), uno de los exponentes más relevantes de la Escuela Realista de Chicago.

‘La jungla’, publicado en 1905, es de esos pocos libros que tuvieron una repercusión social en su tiempo. Las revelaciones sobre las condiciones infrahumanas en que trabajaban los empleados de la industria cárnica y las repugnantes prácticas existentes en los mataderos indujeron al presidente norteamericano Theodore Roosevelt a ordenar una investigación en 1906. Con esta medida, el político pretendía erradicar la adulteración de la carne. Sin embargo, Sinclair fue más allá de la insalubridad de los productos cárnicos. Como escribe César de Vicente en el prólogo, el sistema capitalista, el verdadero monstruo del relato, “quedó intacto” tras la publicación de la novela.

¿Por qué se publica ahora ‘La jungla’? Para De Vicente, la respuesta no admite discusión. “El siglo XXI, podría decirse, se inicia como lo hizo el siglo XX, con la explotación intensiva de los animales, con el dominio de los procesos de racionalización y eficacia técnica industriales, con la preeminencia de los beneficios del capital sobre las condiciones laborales y de vida de los trabajadores y sus familias (…), con la lucha por la supervivencia de miles de proletarios venidos de todas de todas parte del mundo”.

En algunos de sus pasajes, Sinclair no escatima descripciones minuciosas y nauseabundas sobre la manipulación de la carne y los procederes negligentes que imperaban en los mataderos de Chicago. El escritor, que supo traducir a palabras el hedor de los lugares donde se desollaba el ganado, relató aspectos insospechados de la industria cárnica. Contaba cómo las ratas muertas a palazos eran introducidas en las máquinas de picar carne; cómo los inspectores miraban a otro lado cuando eran sacrificadas las vacas enfermas; y cómo las vísceras y las tripas eran recogidas del suelo y envasadas como “jamón en lata”. El libro conmocionó de tal manera a la sociedad estadounidense que Roosevelt presentó al Congreso una ley que creaba la Administración para Alimentos y Medicamentos.

“Fortaleza de la codicia”

Con apenas 28 años, Sinclair, un completo desconocido que empezó alumbrando páginas indigestas de dramas románticos, se convirtió en el héroe que había desafiado con éxito a la todopoderosa industria de la carne. Su gloria recién adquirida le llevó a abrigar la idea quimérica de que podía liberar a Estados Unidos del capitalismo. “Me pareció que las paredes de la poderosa fortaleza de la codicia estaban a punto de agrietarse”, escribió. “Solo se necesita dar un golpe, y luego otro y otro”.

Después de tomar contacto con grupos socialistas en Nueva York y conocer a activistas e intelectuales de izquierda, Sinclair cambió su escritura. Abominó del lenguaje moralista y los resabios religiosos de su estilo primigenio para abrazar los dictados realismo social.

‘La jungla’ se publicó por entregas en el periódico socialista ‘The Appeal to Reason’. El libro ahora editado por Capitán Swing contiene los 36 capítulos originales de la versión sin censurar.

Recibida con críticas virulentas, que acusaban a la novela de simplista y tergiversadora, ‘La jungla’ cosechó el apoyo entusiasta de Jack London. En Londres, el futuro primer ministro Winston Churchill no se anduvo con rodeos. Dijo que la novela “atraviesa la parte más gruesa del cráneo y el corazón más correoso”.

‘La jungla’ narra la historia de Jurgis Ridkus, un trabajador inmigrante procedente de Lituania que ve cómo su sueño de alcanzar una vida decente se desvanece y deviene una pesadilla desde el momento en que pasa a engrosar la plantilla de un matadero. Su magro salario le impide mantener a su familia. Estas y otras razones le mueven a incorporarse al movimiento socialista.

No es casualidad que la carne desempeñe un papel protagonista en las revueltas sociales. Como recuerda el prologuista de la novela, el motín de ‘El acorazado Potemkin’, la célebre película de Sergei Eisenstein, un levantamiento que se produjo precisamente en 1905 (el año de publicación de la ‘La jungla’) tiene su origen en las condiciones deplorables en que se hallaba la carne con que se alimentaba a la tribulación del barco.

Antonio Paniagua

La jungla

“El hombre que no puede ofrecer más que su trabajo, está condenado por la naturaleza a encontrarse casi completamente a merced del que lo emplea”.

Eden Firdes, s.XVIII

“Si los obreros conocieran verdaderamente su condición, se suicidarían en masa o se sublevarían sin tardanza”.

Rosa Luxemburg

Upton Sinclair eligió Chicago a principios del siglo pasado como escenario de su novela industrial, La jungla (Capitán Swing, colección Polifonía, 2012). Eligió la mayor ciudad industrial del país, la única ciudad del país que fue industrialmente el especímen más perfecto de civilización-jungla que podía hallarse. No cabe duda de la sabiduría de la elección del autor, pues en efecto Chicago era la industrialización encarnada, el ojo de la tormenta del conflicto entre capital y trabajo, una ciudad de sangrientas luchas callejeras, con una organización capitalista con conciencia de clase y una organización obrera con conciencia de clase, donde los maestros de escuela se unían en sindicatos obreros y se afiliaban con los peones y los albañiles de la Federación Americana del Trabajo, una ciudad donde, desde las ventanas de los racacielos, incluso los empleados administrativos hacían llover muebles de oficina sobre las cabezas de la policía, que intentaban añadir carne de esquirol a la huelga de la ternera, y de donde salían en ambulancias casi tantos policías como huelguistas.

La jungla es uno de los libros más influyentes del siglo XX: Roosevelt lo utilizó para sacar adelante la estancada ley sobre pureza de alimentos y medicamentos, y la de inspección de carnes. Es una cruda y, en ocasiones, nauseabunda crónica basada en incidentes reales ocurridos durante la huelga que protagonizaron en 1904 en Chicago los trabajadores de los mataderos y corrales de aves. Como manifiesto por un cambio social, revela salvajemente la decepción del “Sueño americano”. Sinclair desmantela el mito de unos Estados Unidos convertidos en la meca de los fatigados, de los pobres, de las masas que acuden ansiosas de respirar libertad. La tierra dorada del destino manifiesto resulta ser una pesadilla dickensiana, en la que los esclavos asalariados apenas pueden sobrevivir y donde los inmigrantes sin recursos se ven engullidos por una maquinaria capitalista engrasada por la corrupción y la pura codicia.

Pero la novela va más allá de la polémica: es un relato apasionante y desgarrador. Sinclair no escogió como protagonista a un americano nativo que de algún modo consigue ver, a través de la bruma de la retórica del Cuatro de Julio y de los cantos de sirena de las campañas electorales, la atroz realidad de la vida del trabajador americano. Sinclair no cometió ese error. Escogió a un extranjero, a un lituano, Jurgis Rudkus, que huye de la opresión y la injusticia de Europa, para llegar a una tierra nueva y prometedora con la idea de crear una familia. Su vida se verá impregnada por la pestilencia de la basura y los despojos de una industria  cárnica primitiva y por la lucha diaria para ganarse en pan. Los sueños de Jurgis, junto con su familia, serán sistemáticamente aniquilados. Y él mismo, amargado por los crímenes cometidos contra su familia, desciende hasta actuar también como un criminal.

Es difícil imaginar una novela que haya tenido semejante importancia social.

Es un libro estremecedor que me ha dejado clavado en la butaca. Desde Si esto es un hombre, de Primo Levi, no había experimentado un desgarrón semejante. Uno no es dado a la sensiblería, pero la conmoción ha sido debida a mis recuerdos de cuando trabajaba en las fábricas de producción y montaje. Allí experimenté la destrucción humana, de pobres engranajes rotos en la despiadada molienda de la máquina industrial. Esto solo lo sabe el que  ha pasado más de media vida en esos lugares.

La amenaza actual del desempleo, lejos de una posible solución, parece ser que se está decantando de nuevo a lo que Sinclair denunció en su obra hace más de cien años. El libro se publicó en 1906. Es una novela altamente recomendable donde podemos apreciar por primera vez  los 36 capítulos de la versión original que fueron censurados en su día.

Francisco Machuca

La jungla

Cuando La jungla se publicó por entregas en el periódico socialista The Appeal to Reason en 1905, era un tercio más extensa que la edición comercial y censurada que se publicó en forma de libro al año siguiente. Esta expurgada edición eliminaba gran parte del sabor étnico del original, así como las más brillantes descripciones de la industria cárnica y algunos de los comentarios más punzantes