La historia falsa

El consenso que conforma el paisaje

«Con tanto donaire como verdad respondió un pirata apresado a Alejandro Magno. Preguntado este hombre por el mismo rey si le parecía bien tener el mar infestado con sus piraterías, el pirata le contestó con insolente contumacia: ‘Lo mismo que te parece a ti tener infestado el orbe; sólo que yo porque pirateo con un pequeño bajel, me llaman ladrón y a ti, que con una armada imponente pirateas, te aclaman emperador’». Así escribía San Agustín en La ciudad de Dios.

En otro libro que recientemente reseñaba, La historia falsa, Canfora apreciaba que no pocas veces, cuando pensamos en el poder, oscilamos sobre dos ideas contrapuestas, la idea de que se trata de algo remoto, intocable, fuera de alcance –diría yo que abstracto– y también la otra de que se encuentra encarnado en personas visibles y concretas que solemos llamar ‘poderosas’. La cuestión, bajo mi punto de vista, es que ambas intuiciones son correctas.

El poder es un mecanismo de organización resultado de la aceptación tácita de todos. El poder se construye sobre el consentimiento ¿consciente? de los oprimidos, lo que significa que la realidad –entendida ésta como el panorama más estable dentro del fluir del paisaje– se conforma según una consensuada interpretación de todas las partes. En el momento en que deja de compartirse esa interpretación de la realidad, recomienzan las asperezas, las tensiones, los choques y hasta las revoluciones que enfrentan las partes y agitan la historia –de ahí que diga que recomienzan–.

El consenso es la base de la convivencia. Existe un consenso en cada grupo, un consenso familiar, de amistad, social y hoy podríamos hablar que hasta planetario. Son los miembros de la familia quienes señalan la oveja negra, los amigos quienes dan la espalda al vecino, los médicos quienes deciden quién está enfermo, los jueces quién es culpable y el rey quién es el ladrón; pero también el ladrón, el culpable, el enfermo, el excluido y el desheredado participan del juego –esa disposición con que están unidas dos cosas– cuando actúan movidos por la lógica que dirige el juicio. Cuando no, asoma la tragedia. En la práctica, el consenso es cosa de números. Por cantidad de apoyo una idea se hace posible. De ahí que Alejandro Magno sea emperador y uno cualquiera, un vulgar ladrón.

La base de todo el enjuiciamiento raras veces es el conocimiento sino el miedo –excepcionalmente la fascinación–. Podríamos decir que es el miedo al caos lo que organiza nuestras vidas. Sin embargo, el caos no es en sí malo, sólo que exige de nosotros una intensidad en la conciencia del gesto cotidiano verdaderamente agotadora. El caos anula las categorías que hacen habitable el paisaje.

Cuando el elemento caótico más que asustarnos, nos fascina, resulta una excepción. Es difícil concretar qué hace que algo nos fascine pero es posible que en ello intervenga la promesa de alcanzar lo inalcanzable, o incluso una paradoja mayor, que creamos que aquel elemento será precisamente el que ahuyente el caos. Sin lugar a dudas es este efecto el que provocan en las masas los grandes líderes. Mussolini fue uno de ellos. Sin embargo, en detalle, no se diferencia tanto el elemento que denosta el juicio de aquel que ensalza o viceversa. Los extremos, como comúnmente se expresa, se tocan. Que ocurra una cosa u otra depende de la ocasión, esto es, en último término, de un componente de azar.

En un libro de reciente lectura, La mujer que disparó a Mussolini de Stonor Saunder editado por Capitan Swing, el retrato en paralelo de dos personalidades que la historia situó como antagónicas resulta ilustrativa. De una parte, Mussolini, un hombre que sale de las clases bajas y que logra ascender a la cumbre del poder para luego de ahí, caer en picado y ser literalmente apaleado por el pueblo y colgado por los tobillos para mayor visibilidad pública del escarnio. De otra, Violet Gibson, una mujer de aristocrática cuna, cuya familia da la espalda debido a sus creencias religiosas, creencias que, del mismo modo que las que conducen a Il Duce, le hacen pensar que está llamada a salvar el mundo.

Violet Gibson disparó a Mussolini el 7 de abril de 1926 en la Plaza del Campidoglio de Roma. Los disparos fallaron su presa. En los siguientes veinte años –veinte hasta la muerte de Il Duce, diez hasta la suya propia– Violet estuvo confinada en un manicomio por prescripción conjunta (consenso) de la justicia, la comunidad científica (psiquiátrica), las necesidades diplomáticas, la opinión pública y la aceptación familiar. Entretanto, Il Duce, amparado por ese mismo consenso daba rienda suelta a su locura aún cuando ésta interfería en el destino de millones.

Que una locura fuera más que otra, que el gesto de disparar a un sólo hombre más asesinato que el de ordenar la muerte de muchos, que creer que uno ha sido llamado por Dios para intervenir en la historia más herejía que el de creer que uno es llamado «por el Genio a construir el nuevo mundo» es algo que, a la luz de las líneas de Stonor Saunders, queda decidido entre todos.

Una amiga de juventud de Violet, la condesa Winterton, se dirigió en 1946 al director médico de la institución donde estaba confinada Violet con estas reveladoras palabras «Naturalmente, en el momento en el que [Violet] disparó a Mussolini, decir que estaba loca era la única manera de salir de una situación incómoda, pero ahora, no se la puede declarar loca por ello».

El flujo de la historia alumbrado por la autora a través de estas dos vidas, la de Mussolini y la de Violet, que quedan imbricadas no sólo por el instante en que cuerpo a cuerpo se enfrentan en la plaza pública del Campidoglio sino, en contraste y paralelismo uno con otro por cuanto el impulso de fanatismos opuestos los acerca y aleja, alcanza a través del libro un relieve perverso. Las categorías del bien y del mal se dibujan notablemente dependientes de la opinión generalizada que hace suyo el lenguaje; vivir entre otros, una tragedia constante.

Lo que La mujer que disparó a Mussolini nos deja claro es que nada, ni el estado de salud mental, ni la opción política, ni el régimen de vida, ni el lenguaje, ni las creencias religiosas, ni las reacciones anímicas, ni el espíritu vital, nada puede sustraerse a las reglas del juego, es decir, al juicio colectivo–y posterior consenso– que ordena el paisaje para, supuestamente, hacerlo habitable. Pero sumada a aquella, también queda esta otra impresión, la impresión de que si es habitable es por puro milagro.

El sistema nervioso de un organismo vivo

La historia falsa y otros escritos es el último libro de Luciano Canfora editado por Capitan Swing, un compendio de textos donde el historiador y filólogo clásico reflexiona sobre el presente –en concreto sobre la situación política actual– en relación al pasado. Pero en Canfora, ese pasado antiguo no es estático sino continuamente contemporáneo. Es un pasado que se transforma no sólo a la luz de los datos que pudieran aportar nuevas investigaciones sino, principalmente, gracias al análisis que Canfora efectúa para señalar cómo los hechos se transforman en base al modo en que se narran.

Erudito excéntrico, observador perspicaz, puntilloso, irreverente, lúcido, irónico… Teniendo siempre como guía esa escurridiza (pesada) verdad que de estar en alguna parte –al menos en cuanto a la organización política se refiere– debería estar en el lugar de la justicia social, Canfora piensa y repiensa ese «devenir histórico que continúa incesante bajo nuestros ojos» empujado por la necesidad de entender.

Se trata de un pensar en libertad, un pensar que se articula al margen de lugares comunes, correctos o cómodos, sobrentendidos, medias verdades, modas léxicas o temáticas en vigor, pero también al margen de la polémica fácil, la arenga partidista o la extravagancia llamativa. Un pensar que acomete la titánica tarea de decir sin decir. De decir sobre hoy, sobre Europa, sobre el retorno a la esclavitud, la delincuencia bancaria, el final del bipartidismo o el imperialismo de los derechos humanos estudiando el pasado. Estudiándolo como historiador pero también –y ahí reside gran parte de su originalidad– como filólogo clásico.

Canfora estudia el pasado para pensar el presente como lo haría un acupuntor en el supuesto de que la historia fuese como el sistema nervioso de un cuerpo vivo; tocando puntos en apariencia aislados con la intención de hacer surgir resonancias, de aproximarse a través de nuevas vías, por analogía y diferencia pero también por asociación, alusión, oposición o contrapeso, no a un centro, pues no puede haberlo, sino al conjunto –ese acervo que nos define como cultura y sobre el que recae la necesidad de entender para poder contar, y contar para contar, esto es, para que lo dicho sea tenido en cuenta–.

El de Canfora es un pensamiento que explora los síntomas de un momento dado dibujando constelaciones de acontecimientos a modo de mapa de conocimiento que permitiría redefinir, reubicar e incluso renombrar la cuestión. La cuestión, como siempre (en términos sociopolíticos), de dónde estamos, cómo es posible que estemos donde estamos y hacia dónde vamos. En palabras suyas, hacer que «el conocimiento del precedente antiguo sirva de brújula frente a la nueva realidad con que tenemos que medirnos».

Se trata de un procedimiento de largo alcance. Por un lado, cada punto neurálgico, cada punto de luz en relación a los otros puntos de esa constelación, por así decir, tocados, traídos a colación, por ese Canfora acupuntor, necesariamente alumbran una nueva perspectiva que desencadena, cual cascada de piezas de dominó, otros interrogantes; –es entonces que se hace viva la impresión de que la historia, como el tiempo, es relativa si se la intenta mirar desde un único lugar–. Por otro, la certeza de que la imagen sobre la que construimos la realidad presente, y sobre la que gira la retórica política –hecha acto hoy–, se vacía quedándose desnuda como se queda el rey cuando los ojos del niño no pervertidos por construcción alguna lo miran.

Es el pasado que permite a Canfora devolver la mirada al origen, liberarla de construcciones falsas, mantenerla inquieta… Es acercándose a Atenas para observar qué no era la democracia, indagando en las vidas de Cesar, Napoleón o Espartaco los rasgos que definen a héroes y tiranos, observando el éxito y el fracaso de revoluciones y levantamientos, vigilando el recorrido de epístolas, testamentos y palabras dichas por –o falsamente atribuidas a– aquellos hombres y mujeres que finalmente son, tanto con sus pasiones como circunstancias sumados al azar que las pone en relación, quienes ceden su rostro a la historia, que Canfora entrevé otra posibilidad, otro cuadro, otro paisaje, donde los detalles y matices intervienen en el conjunto deformado por el desconocimiento, la inercia o más habitualmente el interés.

Aunque a lo largo del tiempo podamos reconocer esquemas semejantes, «por lo demás –como diría Canfora–, no hay fenómenos históricos eternos».

Democracia cadáver

A sus 71 años, Luciano Canfora, filólogo clásico, historiador y ensayista italiano, sigue haciendo cada día el trayecto entre la antigüedad y el presente sin perder el aliento. Es más, si uno queda con él después de una de sus clases en la Universidad de Bari o en la de Bolonia, tiene que tener en cuenta que sus alumnos siempre intentan que haga un bis como si se tratase de un cantante de moda. Debe buena parte de su fama internacional a sus investigaciones sobre el mundo griego, pero sus publicaciones —más de setenta— demuestran que su mirada crítica también se detiene en Julio César, Gramsci o la política italiana actual y su relación —de dependencia— con el verdadero poder.

PREGUNTA. Usted es uno de los más importantes historiadores del mundo griego, pero a la vez un observador constante, y muy crítico, de la situación política actual. ¿Cómo hace para ir y venir de un mundo a otro?

RESPUESTA. Nunca he sentido que fuese una contradicción. Es más, podría responderle con las palabras de un gran filósofo italiano que se llamaba Benedetto Croce que decía que “toda la historia es contemporánea, porque vive dentro de nosotros. Nos ocupamos del pasado porque tiene que ver con lo que ocurre hoy”. Pero la respuesta correcta es que yo comencé mi vida pensante partiendo de un ambiente familiar que era muy político y me he dado cuenta de que la antigüedad que me gusta tanto no es un cementerio, ni un museo de cera, es un campo de batalla, donde el enfrentamiento continúa. Me parece obvio. El pasado es el inicio de tantas cosas. Si, por ejemplo, yo pretendiese entender la democracia de un punto en adelante no entendería nada. Así que no es un capricho, sino una necesidad.

P. Una necesidad de investigar y una necesidad de contar. Usted empezó a publicar en 1968 —con 26 años— y sus escritos son ya más de setenta…

R. Al principio se escribe por búsqueda erudita. Me di cuenta de que había versiones contrapuestas del mismo hecho. Me gusta ver las variantes entre textos, tratar de confrontarlos y acercarme a lo que se llama la verdad. La verdad, que es una palabra gruesa, pero que tiene que estar en alguna parte, no puede no estar. Es como un hilo conductor único a través del cual yo he de afrontar una búsqueda. Y ese hilo es exactamente el de la política antigua, la relación entre los hechos y la narración de los hechos.

P. En El mundo de Atenas, uno de los últimos libros suyos —junto a La historia falsa— que se han publicado recientemente en España, usted sostiene que en el tiempo del imperio ateniense no existía ese mito, que esa idealización de Atenas viene después.

R. En su tiempo, Atenas no solo no era amada, sino que era odiada. El mito de Atenas comienza tarde, comienza ahora. Atenas al principio se convierte en una especie de universidad, un lugar donde hay muchos libros antiguos, las escuelas filosóficas todavía funcionan, es el tiempo de Cicerón. Es mucho después, podríamos decir que con la Revolución Francesa, con la Ilustración, cuando Atenas se vuelve a convertir en un modelo político. Es considerada una ciudad rica, dedicada al comercio, simpática. Montesquieu la amaba muchísimo. Atenas se convierte en interesante para la Ilustración digamos no jacobina. Durante la revolución se hacen un lío enorme porque hablan de repúblicas antiguas sobre el mismo plano, sin entender las diferencias. La reacción contra el modelo ateniense viene cuando comienza la Restauración, y se empieza a decir: “Nos habéis puesto como modelo una sociedad horrenda”. Por tanto, hay dos vías: una, la de los liberales radicales ingleses que pretenden que sea el precedente de whigs [el antiguo nombre del Partido Liberal Británico], y la otra, la de los conservadores alemanes, que decían que Atenas era peor que la Tercera República Francesa. Y ya se combate sobre tesis opuestas.

P. ¿Quién tiene más razón?

R. Seguramente los conservadores alemanes, que ven el aspecto negativo de una sociedad fundada por una parte sobre el privilegio, la esclavitud escondida pero enorme, y por otra, sobre un poder popular controlado. Esta es la situación al final del siglo XIX. Y se hace más dramática con la revolución rusa. Un gran personaje, alumno de Maier, de los conservadores, que se llamaba Rosenberg (como el teólogo), dice: “Atenas no es una sociedad comunista, es un Estado social en el que no se confisca la riqueza, sino que los ricos tienen que pagar para hacer funcionar la ciudad”. Atenas nos interesa por esto, porque es el primer experimento popular que no expropia, sino que utiliza, la riqueza para devolverla a fines sociales. Por otro lado, el pensamiento conservador o reaccionario dice: “Atenas es el precedente de Lenin donde el poder de todos es el sóviet, y por tanto es un modelo horrible”. La línea que idealiza Atenas es, por tanto, minoritaria.

P. Cuando habla de democracia, ¿se refiere al mismo concepto que entendemos ahora?

R. Me gustaría que fuese así, pero no. Yo me refiero a lo que decía el viejo Aristóteles. La democracia es el gobierno de los pobres, aunque no sean numéricamente la mayoría. El contenido de clase social cuenta para distinguir los sistemas políticos. Un sistema político en el que mandan, porque son la mayoría, los ricos no es una democracia, es una oligarquía. Hasta hace pocos años —ahora la crisis está cambiando las cosas—, en Italia las personas en buenas condiciones económicas constituían una mayoría numérica del país. Aristóteles habría dicho que “son la oligarquía” —esquemáticamente, porque lo puedes decir de una ciudad de 20.000 a 30.000 personas, no sobre un país de millones…—. Para mí la democracia no es el hecho de que gobierne la mayoría después de hacer el recuento de votos, es el Estado social, el hecho de que quienes no poseen la riqueza cuenten en la vida política y tengan el modo de hacerlo.

P. Teniendo esto en cuenta, ¿entonces ahora en qué sistema vivimos?

R. Ni en la historia ni en la historia política, nada permanece firme. Estamos asistiendo a un cambio importantísimo. El andamiaje es igual y sigue en pie —el Parlamento, las elecciones…— y aparentemente se sigue discutiendo sobre las leyes electorales, las coaliciones… Pero la realidad es que se ha desarrollado y consolidado un fortísimo poder supranacional, no electivo, de carácter tecnocrático y financiero que tiene en los organismos europeos los instrumentos para gobernar toda la comunidad, dando a un país más importante que los demás, Alemania, el papel de dictar las reglas. Uno podría decir, por tanto, que la democracia ha muerto, que solo permanece el cadáver que camina —se hacen elecciones, leyes…—, porque quien decide realmente lo hace sin contar con un parlamento.

P. ¿Quién decide entonces?

R. Una oligarquía fundada sobre los intereses de grandes grupos financieros, que son el verdadero poder. Comparada con ellos, la familia Agnelli, por poner un ejemplo, es una familia de mendigos, no pobres, pero cuentan poco y nada. Los grandes grupos financieros que tienen un poder mundial e ilimitado pueden decidir el destino de todos. El Parlamento Europeo que elegiremos en mayo es un seminario universitario, no tiene ningún poder real, solo aquel de crear una clase de parásitos muy bien pagados, preciosísimos para el sistema, porque sirven para hacer ver que existe un parlamento y que Europa no es completamente antidemocrática. Por eso les pagan tanto. Porque uno compra una persona si le da 10.000 euros al mes.

P. Pero si este retrato descarnado es cierto, ¿cuál es la salida?

R. Diré algo que igual parece anacrónico, pero en la situación actual de las cosas el único lugar en el que se puede explicar el mecanismo democrático es el Estado nacional. Porque tiene la medida en la que las clases contrapuestas pueden contar. Hoy el conflicto de tipo sindical de cualquier país es totalmente irrelevante, porque no tiene oídos que lo escuchen, solo dentro del Estado nacional. Así que o se cambia de raíz el pacto constituyente o cada uno se salvará a sí mismo saliendo antes o después. Creo que sería mejor la primera solución, que se haga con espíritu de justicia y se transforme en algo en el que todos se reconozcan, no solo los poderosos.

P. Y mirando el panorama de la política actual, ¿quién cree usted que puede acometer una obra de tal magnitud?

R. El momento es pésimo. Hace diez años yo estaba convencido de que los partidos socialistas tendrían un gran futuro. En Alemania estaba el Gobierno socialdemócrata; en España, también; en Italia, de vez en cuando aparecía algo así; también en Grecia… Parecía que, por una parte, Europa reconocía la necesidad de convertirse en una comunidad más grande y, por otra, una fuerza históricamente supranacional como el socialismo había alcanzado la dirección política adecuada. Pero no ha sido así. Y esto, ¿qué nos enseña? Nos enseña sobre todo que cuando llega una crisis terrible no somos capaces de dar una respuesta justa, que cada uno ha pensado en lo suyo y que no se ha conseguido contener a los poderes financieros. Un pensador liberal, Benjamin Constant, escribió que la libertad de los antiguos era opresiva, que prefería la libertad de los modernos. La riqueza es más fuerte que el gobierno. Y es verdad, él lo dice con entusiasmo, yo no, pero es cierto, los partidos socialistas no han sido capaces de plegar a la utilidad social el capital financiero. No era tampoco una empresa fácil. Pero no creo que haya alternativas al intento de volver a traer al movimiento socialista a los fines para los que nació.

P. Usted —no hay más que ver el entusiasmo que suscita entre sus alumnos— le ha dado un papel importante en su vida a la docencia. ¿Cómo está la enseñanza en Italia?

R. Una respuesta brevísima. El salario del profesor italiano es una quinta parte del salario del profesor alemán. De aquí viene todo, viene la desmotivación, la calidad escasa. Porque, ¿quién sale de la universidad para trabajar de maestro? Se puede decir que en la escuela terminan o los idealistas —y no son pocos y los admiro— o, sobre todo, una gran masa totalmente desmotivada y con una preparación pobre. En Italia más que en otros lugares las cuentas del Estado penalizan a la escuela. Ni en Francia ni en Alemania sucede esto. Y es grave que Italia haya hecho esta elección porque si la escuela va mal, en diez años todo irá mal.

“Atenas era una oligarquía; por eso es útil para comprender lo que hay tras la política”

“La lucha política abierta, el debate en público y el conflicto intelectual son la verdadera herencia de Atenas. Una herencia duradera, mucho más fecunda que la retórica banal omnipresente en la enseñanza escolar”. De esta manera, el veterano profesor de filología clásica de la Universidad de Bari Luciano Canfora explica a El Confidencial aquello que, a su juicio, debería recordarse de la Atenas clásica, principal protagonista de su último trabajo, El mundo de Atenas (Anagrama).

En él, el autor de La historia falsa (Capitán Swing) somete a escrutinio la actual capital del Ática para someter a prueba la idílica imagen que de ella se ha transmitido durante los últimos siglos, y revelar otra menos amable, donde la eliminación del enemigo político, la esclavitud o la concentración del poder eran mucho más habituales de los que sus defensores querrían creer. ¿De dónde surge tal mito? “Durante la Revolución Francesa, los políticos que se sentaban en la tribuna, los periodistas en la prensa y los profesores de los ‘colegios centrales’ volvían a menudo sobre las ‘repúblicas de la época grecorromana’ (Atenas, Esparta y Roma)”.

Su conocimiento sobre la Antigüedad clásica era “superficial”, en palabras de Canfora, que recuerda que durante el siglo XIX, “se admiraba a Atenas por su literatura y no por su política”, con contadas excepciones como George Grote –autor de la Historia de Atenas– y sus adláteres. “Por el contrario, los historiadores conservadores o simplemente de derechas no dudaron en documentar aquello que consideraban como los desastres de la democracia ‘a lo Atenas’”.

Sin embargo, Canfora considera que esta visión apenas ha inspirado a los políticos modernos. “Es el caso de Ségolène Royale cuando era candidata a la presidencia de la República”, explica el historiador. “Ella había imaginado el sorteo de los representantes del pueblo ‘a la manera de Atenas’, pero todo el mundo se mofó de dicha propuesta”.

La fiesta de la democracia

Si hay algo que resulta particularmente problemático con el mito de Atenas es que, unido indefectiblemente a él, se encuentra el de la democracia, la forma de gobierno existente en la mayor parte de países desarrollados actuales. ¿Sigue siendo útil este mito, a pesar de sus debilidades? Canfora propone revertir dicha pregunta, al señalar que “el descubrimiento de la verdadera naturaleza oligárquica de la ‘democracia’ ateniense es de una utilidad máxima para comprender mejor aquello que se oculta entre los bastidores de nuestros sistemas políticos”.

Esta oligarquía de la que habla Canfora contrasta con los alrededor de 115.000 esclavos que pudieron llegar a formar parte de la servidumbre ateniense, y que carecían por completo de derechos civiles y políticos. Esclavos tanto por nacimiento como por sentencia, el historiador recuerda que en el siglo XIX Alexis de Tocqueville escribió en La democracia en América que  “Atenas, con su sufragio universal, no era más que una aristocracia amplia”. Algo refrendado por el marxista Vere Gordon Childe, autor de Qué sucedió en la historia, cuando en 1941 señaló que “el ‘pueblo’ ateniense no era otra cosa que una clase dominante bastante extensa y diversificada”.

Pensadores de escuelas e ideologías contrapuestas que, junto con el “elitista-radical” Max Weber, llegaron a una misma conclusión: el poder estaba en manos de los menos, que utilizaban a la mayoría en su provecho. A tal respecto, Canfora añade que “la esclavitud, al igual que la explotación de los aliados, se encontraba en la ‘base’ de la democracia ateniense, que derivó en su opuesto”.

Cómo se construye una falsa democracia

La maquinaria ideada por los gobernantes de Atenas entre la reforma de Clístenes en el 508 a.C. y la muerte de Sócrates en el 399 a.C., ha utilizado herramientas semejantes a las de las naciones modernas para construir su identidad y eliminar al disidente. En ese sentido, Canfora destaca que la derrota del Gran Rey Jerjes durante las Segundas Guerras Médicas “fue largamente explotada para legitimar el imperio, es decir, la dominación sobre los aliados”, que habían apoyado al persa durante la invasión de Atenas. “Los aliados fueron acusados de no reconocer su lealtad”.

Es en ese punto donde irrumpe Heródoto, uno de los más importantes historiadores de la Atenas clásica, a pesar de haber nacido en Halicarnaso (entonces bajo el poder del Gran Rey), señaló que “quien diga que los atenienses fueron los salvadores de Grecia no faltará a la verdad, pues la balanza se habría inclinado a cualquiera de los lados que ellos se hubieran vuelto. Habiendo decidido mantener libre a Grecia, ellos fueron quienes despertaron a todo el resto de Grecia que no favoreció a los persas y quienes, con ayuda de los dioses, rechazaron al Gran Rey”. En opinión de Canfora, “la legitimación más clara del ‘derecho del imperio’”. Una estrategia retórica que “se ha observado por parte de Estados Unidos o la URSS después de la Segunda Guerra Mundial”.

El historiador advierte que todo imperio repite estrategias semejantes, y que al igual que Atenas acababa con sus enemigos a través de la violencia física, el ostracismo, el exilio o el asesinato, este procedimiento ha sido imitado por Estados Unidos desde el siglo XIX. Ejemplo de ellos son las muertes de Lincoln, John Fitzgerald Kennedy o Martin Luther King, que tienen sus ecos en la eliminación de Efialtes, Hiparco, Androcles o Frínico. “La historia ‘retórico-oleográfica’ dice una cosa muy distinta”, advierte Canfora. “Lleva a cabo su trabajo, que es el de la falsificación”.

Una de las víctimas más célebres del sistema ateniense fue Sócrates, una eliminación “de naturaleza política bien conocida”, tal como puso de manifiesto su contemporáneo Polícrates en su panfleto Acusación contra Sócrates, en el que enumeraba, entre los debes del filósofo, haber educado como un “mal maestro” a Alcibíades y Critias, considerados como “dos enemigos de la democracia”. Por si fuera poco, Sócrates, como su discípulo Platón, “no escatimaron ninguna crítica ante los considerables inconvenientes de la democracia ateniense”, lo que condujo a su eliminación.

Esparta, los nazis y la democracia actual

Paralela a la idealización de Atenas se ha producido una caricaturización de Esparta como una sociedad militarizada, racista y violenta que, no obstante, no se corresponde por completo con la realidad. “Isócrates ya dijo que el verdadero sueño de la ‘igualdad’ se había producido en Esparta, aunque cambió de opinión varias veces a lo largo de su vida”, recuerda Canfora. “Lo que es remarcable es que Esparta era un modelo al menos para parte de la élite ateniense. Decían que se trataba de ‘la Constitución perfecta’, y a veces se vestían a la manera espartana”.

No obstante, la reivindicación tardía de la sociedad espartana, en cuanto estructura militarizada y “aparentemente racial”, por los jacobinos y, en el siglo XX, por ciertos dirigentes nazis, quizá hayan generado otro mito, en el sentido absolutamente opuesto del de Atenas, es decir, negativo y autoritario.

“Hace unos años, Gabriel García Márquez protestó contra el ‘fundamentalismo democrático’ de la prensa y otros centros del poder político-mediático en Occidente”, concluye Canfora, autor a la sazón de Exportar la libertad (Ariel), en el que denunciaba la intromisión de un país en territorio ajeno para extender su sistema político. “Tenía razón y la fórmula que ha adoptado como síntesis de la dictadura oculta que nos oprime me parece completamente eficaz”, explica el historiador, aludiendo a esa mentira inherente a un gran número de democracias.

La historia falsa

Guerra y política, Oriente y Occidente, ideología y poder, libertad y justicia, son algunos de los temas que encontramos en esta antología de textos que conforman una lúcida reflexión política sobre nuestra actualidad y nos ayudan a comprender el correcto significado del vocabulario político de nuestros días