¿Alguien ha oído hablar del realismo mágico canadiense? ¿Puede que tenga su origen en Ontario? Me explicaré. Imaginen a un hombre normal -si descontamos su llamativo sombrero morado- que entra en una sucursal bancaria del centro de Toronto. De repente, revólver en mano, dispara al techo y exige a los presentes que le entreguen el objeto con mayor valor sentimental para cada uno de ellos (no quiere dinero, mal empezamos). Una vez satisfechas las exigencias del misterioso ladrón, todos los clientes salen aparentemente indemnes de este inusual atraco. Sin embargo, no tardarán en sufrir las consecuencias: maridos que se tornan muñecos de nieve, tatuajes que cobran vida y persiguen a su propietaria, esposas que resultan ser extrañamente dulces o pobres diablos a la caza de sus corazones, aún palpitantes, a través del tráfico.
Y además tenemos a Stacey Hinterland, que se percata de que está menguando día a día. En este microcosmos kafkiano cabe esperar cualquier situación y los giros más sorprendentes, y la verdad es que la imaginación desbordante de Andrew Kaufman no decepciona. Con una prosa envolvente y precisa, nos sumerge con facilidad en la angustia vital de cada una de las criaturas que desfilan por la obra. Los esfuerzos individuales por salir de esta pesadilla originarán a lo largo de la novela diversos encontronazos entre las víctimas del atracador. Cada una de ellas se verá obligada a replantearse la realidad, a tomar decisiones y a apechugar con las consecuencias de sus actos, ya sea para bien o para mal.
En realidad, este relato es una fábula sobre cómo la vida cotidiana hace que a veces perdamos el norte, nos dejemos arrastrar por los acontecimientos y no reaccionemos hasta descubrir que en realidad lo más importante, lo que nos hace verdaderamente especiales, es el amor que nos ofrecen los demás.
Volviendo a mi pregunta inicial, no, la verdad es que el realismo mágico no ha rebrotado en Canadá. Simplemente asistimos al uso de la magia por parte de Kaufman como metáfora de muchas relaciones de pareja, de la soledad o de la angustia vital (a destacar que parte del botín del hombre del sombrero morado sea una copia manoseada de El extranjero de Camus). Así pues, cada situación surrealista no es más que una suerte de subconsciente ansioso luchando a tiempo completo por salvar vidas o empezar de cero.
En cuanto a las ilustraciones, obra de Tom Percival, tanto su aparente sencillez (todas son siluetas en blanco y negro) como su dinamismo resultan ser el contrapunto perfecto para la narración. Para los curiosos, no está de más dejarse caer por la web del artista (http://tom-percival.com/) para ver toda la fuerza de sus otros trabajos y una muestra de la primera idea que había pensado para ilustrar -a todo color- las aventuras de esta mujer menguante.
Andrew Kaufman (Wingham, Canadá), además de escritor, es director y productor de radio; actualmente trabaja como productor en la CBC Radio de Toronto. Entre sus obras destacan Todos mis amigos son superhéroes (2003), traducida a varios idiomas, y La Biblia impermeable (2009). La esposa diminuta (2010) es un buen ejemplo de su peculiar inventiva, aderezada siempre con un fino, mordaz, y a veces macabro, sentido del humor. Para los que busquen una historia nada convencional que les evada por un momento de la cruda realidad cotidiana, este es el relato ideal. Además, recomiendo un paseo por la atípica página web del autor (http://www.severalmomentslater.com/), un prodigio de minimalismo, fotos retro y detalles curiosos.
Por último, en esta ocasión no voy a incluir citas del libro para ilustrar la reseña, sino el tráiler de promoción, muy atractivo, en el que la animación habla por sí sola:
Pedro Ferrer
Más poderoso que el dinero y más ambicioso que todo capitalista: el miedo.
Todos lo padecemos. Hasta los tristes enriquecidos. Es, sin duda, el sentimiento/emoción más universal que existe. Globalizado/a también; compartido/a, cómo no.
Usted se despierta por la mañana. Se ducha, se viste, desayuna, coge el coche o el transporte público, va a trabajar o hace como que trabaja, vuelve a casa, ve la tele, habla, discute, calla, asiente, protesta, lee o duerme y ¿piensa en sus cosas?, no, piensa en sus gigantescos miedos. Qué vida más aburrida, ¿verdad?
Pero un día cualquiera acude a una oficina bancaria para realizar una transacción. Da igual de qué naturaleza. Espera usted en la cola. Vista al frente. Le sudan las manos. La de atrás habla como una cotorra por el móvil. El de adelante huele a un par de días sin ver el jabón. Algo de calor, también. Cuando menos se lo espera, ¡oh!, irrumpe un ladrón. Oiga, sí, parece que por un día voy a tener algo de emoción. Como en las pelis. Pero no, qué mala pata. Esto no es como me lo habían contado.
El ladrón no parece violento. No es de los que pegan tiros ni tampoco de los que se lleva dinero. Efectivamente, no desea su dinero, porque carece de valor. Usted no vale nada en este lugar ni en otros muchos, se lo aseguro. Es un ente infravalorado, una marioneta para uso y disfrute de los dominantes. Usted, dominado por garras invisibles es vulnerable. Claro, como todos.
Pero no se preocupe porque este peculiar bienhechor sólo quiere que cada uno de los presentes en el acto de humanidad (ad hoc), le entregue el objeto más valioso que porte en ese momento. Para un día que me toca un atraco, encima con buenas maneras. Vaya.
«Estoy usando un montón de metáforas hoy. Escuchen, tengo un poco de prisa, así que déjenme concluir. Cuando salga de aquí estaré llevándome conmigo el 51 por ciento de sus almas. Esto acarraerá extrañas consecuencias en sus vidas. Pero lo más importante, y lo digo bastante en serio, es que o encuentran la forma de lograr que vuelvan a crecer o morirán».
Se marcha. Nadie sabe adónde. Todos confusos. Todos nosotros. Los miedosos. De momento inmóviles. Ahora, se abren las páginas.
Esta novela corta de Andrew Kaufman es un exuberante manual existencialista sobre la capacidad del ser humano para manejar la peor de sus pesadillas. Fobias encadenadas por esposas sin una llave aparente con la que abrir y conseguir la más preciada de todas las libertades.
Los personajes/(víctimas) no saben que el ladronzuelo es (un dios menor), un elegante usurpador de almas (intranquilas) que lejos de hacer el mal pretende urgar en lo más sencillo y a la vez complejo del ser humano: la emoción. Manipular, pues. Sí, con valores que no cotizan en bolsa pero sí suben y bajan por el estómago de cada vecino. No se engañen.
Todo lo que se lleva de cada (ser) lo convierte en diminuto y, de esta forma, mediante una singular y mágica extrapolación consigue que el miedo más potente de cada vida se vuelva pequeño, tanto que usted lo podrá manejar, mover, pasear, llevar de un lado a otro y convivir con él a su antojo. De repente el gigante se hace enanito. Pero cuidado, las cosas pequeñas también se rompen.
Gran oportunidad, pues. Enfrentarse al miedo en una versión a escala particular de cada uno. La capacidad de manejo aumenta, claro, y convierte así, cada vida en un sincero traje a medida donde poder cohabitar con el temor de turno.
Como todo pequeño ser o criatura, los protagonistas deberán educarlos, hijos de un dios menor, tendrán la capacidad de amoldarlos y convertirse en cómplices de ellos mismos para así vencerlos y una vez hayan crecido poder convertirlos en simples compañeros con los que (convivir).
Esta obra maestra es un ejemplo de lo que el ser humano puede hacer cuando ve materializadas todas sus fobias. Ver, sentir, tocar… sencillos actos que más allá de lo cotidiano se alían en una atmósfera ataviada con la mejor de las fábulas posibles para llevarnos al fantástico viaje del humano poder contra todo.
Kaufman deambula por simples y llanas escenas que convierte en (parábolas) cargadas de simbología urbana para diseccionar una sociedad dominada por los temores más fácticos posibles.
Un complejo de personajes difuminados en el rostro del (monstruo) cruzan una peligrosa y mágica linea donde el equilibrio entre la voluntad y el azar juegan una arriesgada (batalla) anclada en nuestras siempre resbaladizas acciones.
Tan sencillo es temer como vivir.
Aunque morir aquí es lo de menos. La muerte es tan segura que nos da toda una vida de ventaja. No nos exige nada, tan sólo estar. Lo demás, no.
Vivir con miedo es doloroso, nos invade y paraliza.
Pero si alguien lo comprime, y nos lo sirve en pequeñas dosis, es la mejor de las curas posibles.
Para más información consultar el libro arriba citado.
Quizá algún día, ¿quién sabe?, estaremos todos fuera de peligro. Mientras tanto seguiremos buscando refugio en la literatura y en maravillosas creaciones como «La esposa diminuta».
Diego Moya
Parece que el libro no está dispuesto a caer en el olvido tras las nuevas tecnologías. Las editoriales de hoy, como Capitán Swing, quieren darle una vuelta de tuerca más a sus ediciones, así que no basta con un autor, una buena historia y extras como traducción, cubierta y corrección. Ahora, además, nacen los libros ilustrados. Aunque “La esposa diminuta” no va acompañado de imágenes en cada página, el trabajo de Tom Percival (autor también de la portada), hace que este libro siga siendo muy exclusivo. Más que nunca el mundo de las artes está unido, y eso favorece el mundo del papel en la literatura. El libro como objeto es un culto con cada día más adeptos.
Pero para que se sostenga detrás tiene que haber algo que atraiga al que, además de amante del libro, aspira a una buena historia. En el caso de “La esposa diminuta”, novela corta de Andrew Kaufman, se da una singular combinación que da un buen resultado. Ilustraciones y personajes se dan la mano y se convierten en sirvientes del lector. He leído, además de buenas críticas, que es una novela ingenua y sencilla. Y desde aquí quiero secundarlo sin teñirlo de argumentos en contra. “La esposa diminuta” no es una novela universal con miras de historia, de pasar a la eternidad de la Literatura con mayúsculas. Por suerte, nos quedan todavía historias sin grandes aspiraciones y sin caer en el temido y absorbente best-seller. Así, Andrew Kaufman creo que da con un cuento para niños-adultos que entretiene y aísla del mundo interior y exterior. Es ingenua, sí, y es sencilla, pero ésa es su mejor baza: que es fresca, que es amable. La historia de una mujer sin alma que va encogiendo tras un robo bastante especial (que se da en un banco pero podría darse en cualquier otro lugar) está hecha de un realismo diminuto: no quiero decir que es un realismo mágico porque no creo que sea la intención de Kaufman hablar de magia, o al menos no así me lo ha parecido, pero sí entiendo que este realismo es sólo en su medida (pequeña), y forma piezas de una realidad por la que podemos sentir empatía y otra realidad que pertenece al mundo de la imaginación. Si esperas de “La esposa diminuta” una revolución literaria, saldrás decepcionado. Si, en cambio, esperas una novela con fragmentos de vidas originales, llevadas sin grandilocuencia, con el simple objetivo de seguir contando, como en una narración oral, entonces quedarás satisfecho.
Un ladrón muy peculiar no busca el dinero de sus víctimas, sino el objeto personal más apreciado. Así, se entregan, entre otras cosas, calculadora, chupete, llave o una nómina del recién ascenso. Y del mismo modo que este hecho es ya en sí mismo sorprendente, las consecuencias que la entrega de ellos acarreará son igual de sorprendentes: un tatuaje de león que persigue a su dueña, la multiplicación de madres que miden lo que un alfiler, la historia de las vidas de los antepasados encima como una losa pesada… y la que ya sospechamos: una esposa (porque el narrador es el marido) que se va haciendo cada vez más pequeña. Kaufman va haciendo un despliegue de personajes con vidas antes del robo y después. Lo hace sin darle más importancia, sin dotar a la historia de un misterio. Quizá eso juegue en su contra, pero considero que la originalidad de la historia hace el contrapeso justo. Si se tratara de una novela larga, el fuelle se iría perdiendo hasta dejar de interesarnos, pero juega con la ventaja de ser breve. Insisto: es ingenua y sencilla, pero dentro de sus limitaciones se mueve con mucha soltura y obtiene un buen resultado.
¿Cómo se consigue hacer crecer el alma cuando se la has dado -en forma de objeto querido pero objeto al fin y al cabo- a un ladrón extraño y sin escrúpulos? La respuesta, en Capitán Swing.
“El robo trajo sus consecuencias. Las consecuencias fueron la clave del robo. Nunca se trató de dinero, ni siquiera el ladrón lo pidió. Que ocurriera en un banco fue algo completamente circunstancial.” Así da comienzo esta fábula del escritor, director y productor de radio canadiense Andrew Kaufman, que a través de la voz del narrador, se transmuta en el esposo de Stacey, una de las víctimas que protagoniza el extraño incidente.
Lo que quiso llevarse el atracador, en vez del dinero, fue el objeto con mayor valor sentimental que llevara cada uno de los presentes encima: un reloj de pulsera viejo, una calculadora antigua, un chupete, una fotografía… Unas horas más tarde, las víctimas de aquel robo extravagante empiezan a sufrir las increíbles consecuencias: una mujer que se vuelve de caramelo, un hombre al que se le multiplican las madres, un león que deja de ser tatuaje para convertirse en una pesadilla de carne y hueso… y Stacey, que va menguando de tamaño día tras día hasta llegar a hacerse diminuta.
Nadie sabe por qué ocurre lo que ocurre, pero a través de las páginas lo vamos averiguando, y aparece la moraleja que hay escondida detrás de las inverosímiles situaciones en las que se ven atrapados los personajes. La clave nos la ofrece el ladrón al principio, justo antes de marcharse del lugar del crimen. “Cuando salga de aquí, estaré llevándome conmigo el 51 por ciento de sus almas. Esto acarreará extrañas consecuencias en sus vidas. Pero lo más importante, y lo digo bastante en serio, es que o encuentran la forma de lograr que vuelvan a crecer o morirán.” Esta es la lección que nos ofrece La esposa diminuta, la necesidad de tener valor para pelear por aquello que realmente puede hacernos felices, y para enfrentarnos a aquello que amenaza con arrebatarnos la felicidad. En definitiva, la necesidad de saber cómo hacer crecer nuestras almas para no llegar a ser muertos en vida. ¿Y cuál es la forma de conseguirlo? Así es, a través del amor.
Por cierto, las inquietantes ilustraciones en blanco y negro de Tom Percival son toda una delicia para la imaginación y para la vista.
Ana Blé
La compartimentación en géneros y edades con que suele presentarse la narrativa provoca que determinados lectores se sientan inmediatamente excluidos al encontrarse con una de esas etiquetas. Entonces, de vez en cuando, aparece un libro no clasificado que se empeña en tumbar prejuicios o saltar con desparpajo de una casilla a otra jugueteando con todas. Además de un golpe de frescura nos hacen ver la inutilidad de reprimir o censurar nuestra curiosidad lectora, cuánto nos perdemos por estar demasiado atentos a las ramas de los árboles que forman bosque, en vez de apartarlas –y si acaso detenernos a contemplar su belleza- y seguir el rumor del río que encontraremos tras ellas.
“La esposa diminuta” es una fábula ilustrada, lo que en principio podría tentarnos para encasillarla. Pero si nos dejamos llevar por la primera impresión, cuando tenemos el volumen –primorosamente editado por Capitán Swing- entre las manos, nos perderemos una historia que ofrece sobrados alicientes para que la forma en que se nos muestra tenga algo de culminación estética de un fondo de por sí interesante.
No es difícil, a medida que van pasando las páginas, interpretar la metáfora que nos propone el autor a través de ese ladrón de objetos personales valiosos que estima estos más lucrativos que el dinero guardado en la caja fuerte del banco que atraca. Los personajes, al verse despojados de tales pertenencias, asisten al progresivo desmoronamiento de sus vidas.
Y es que cada uno de las posesiones entregadas tenía un carácter simbólico que definía, en realidad, la personalidad completa de sus propietarios, que asisten tan sorprendidos como el lector al modo en que aquéllas se revelan en su naturaleza definitoria y, más aún, se rebelan contra quienes las habían hecho imprescindibles.
A la esposa de la que habla el título le encantaban las matemáticas, su mundo estaba ordenado en números, así que entregó al ladrón una calculadora. El hecho de que, con posterioridad, comience a disminuir de tamaño la lleva a reaccionar del mismo modo en que siempre ha encarado las adversidades: midiendo y tasando, llevando un control detallado que se centra más en lo superficial de los hechos que en las causas profundas de lo que le ocurre.
Kaufman tiene el acierto enriquecer su relato con tonos surrealistas, a la manera de los grandes cuentos clásicos, de forma que la lectura no cae en la simpleza. Ayuda a ello una prosa transparente pero rápida y seca, que nunca explica y tampoco deja aliento para excesivas especulaciones, así que a veces nos obliga detenernos y releer con mayor atención. Mención aparte merecen las ilustraciones, como sombras proyectadas sobre una página blanca, que saben aunar, al igual que la escritura, lo real y lo fantástico con belleza y efectividad.
El final –así ha de pasar en toda buena fábula- permite que las cosas encajen pero, de nuevo, eludiendo escenas o frases trilladas. Aprendemos no obstante que a veces es necesario perder lo que consideramos más valioso para descubrir que no era eso, o no lo era tanto. Quizá lo que desea el malvado autor y los pérfidos editores es que todos los lectores/as de este libro delicioso pongamos en cuestión nuestras prioridades, precisamente en los tiempos que vivimos. Ah, bandidos…
Un ladrón que, en lugar de robar el dinero del banco, se lleva el objeto de mayor valor sentimental de trabajadores y clientes. Así comienza La esposa diminuta, una fabulosa historia con la que Andrew Kaufman (autor de Todos mis amigos son superhéroes) nos interroga sobre el lugar que la felicidad ocupa realmente entre las preocupaciones de la gente.
El tatuaje de un león que cobra vida, un bebé que caga dinero o Stacey Hinterland, que descubre que está encogiendo. Algunos lograrán superar la prueba, que parece ideada por un dios travieso e irresponsable, otros no.
Las ilustraciones de Tom Percival, la traducción de Leticia García Guerrero y la cuidada edición de Capitán Swing han conseguido que La esposa diminuta sea, además, un libro hermoso.
El clásico drama de la incomunicación humana nos parece, a estas alturas, algo demasiado existencialista. Perdió su indudable valía tras ser aceptado de forma colectiva. Asimismo, la cuestión alcanza un mayor grado de ambigüedad al identificar la soledad como una de las fobias más temidas por la sociedad. Andrew Kaufman recupera la citada problemática en su breve relato La esposa diminuta, editado recientemente por Capitan Swing.
Este cuento para adultos narra, con cierto humor macabro, la experiencia inexpresiva en las relaciones de pareja. La impasibilidad matrimonial se manifiesta a través de una excelente metáfora. Uno de los afectados, en este caso la mujer, se ve obligada a disminuir su tamaño paralelamente al grado de desvalorización afectiva respecto al cónyuge. Los milímetros extraviados simbolizan el progresivo desánimo frente a la lucha por la estabilidad emocional. El arrebatamiento de la fisicidad corporal y la consternación psicológica se articulan mejor que nunca gracias al embrujo de un ladrón que no roba dinero, sino artículos estrechamente vinculados a las preocupaciones atávicas de sus respectivos dueños.
Kaufman rescata de nuestro fuero interno una idea con tendencia a ser olvidada, sobre todo en momentos propensos al distanciamiento afectivo. El compartir nos hace grandes, mayores. Crecemos en compañía, no aisladamente. Menguamos hasta desaparecer cuando nos dejamos llevar por el profundo abismo de la soledad. La protagonista, Stacey, experimentará el cesar del empequeñecimiento de su cuerpo y alma una vez interiorice dicha proclamación.
Carlota Moseguí
Quizá fuera por lo arriesgado de la apuesta hecha por la editorial Capitán Swing, tan inclasificable como apasionante. Quizá por las serenas ilustraciones de Tom Percival. Quizá porque últimamente necesito libros que me sorprendan (debo de estar haciéndome mayor). Quizá haya despertado la pasión que sentí (y casi había olvidado) por los relatos de Julio Cortázar.
El caso es que me sigue resultando extraño haberme interesado por un libro con un argumento tan alocado y mágico: un atracador de bancos advierte a las víctimas presentes que no les sucederá nada si cada uno de ellos le entrega, de entre lo que llevan encima, su bien más preciado. Una petición que parece un alivio en un primer momento se convierte en una de las acciones más maléficas que alguien puede realizar, porque con los objetos, el atracador se lleva también parte de sus almas, de sus motivos para vivir y de sus mundos. Poco tiempo después del atraco, los afectados están viviendo en mundos irreales, mágicos donde Jenna despierta convertida en una persona de caramelo, Dawn es perseguida día y noche por el león que tenía tatuado en su pierna, Jennifer debe llevar a la lavandería a Dios (cogió muchas pelusas debajo de su sofá) o Stacey comienza a menguar de un modo aparentemente arbitrario.
Con un estilo narrativo sencillo, casi juguetón o distraído (quién sabe si no hubiera naufragado de haber optado Kaufman por una belleza estilística mayor), esta historia te atrapa, te empuja, te inmoviliza y te presenta un lógico laberinto, una serena locura de la que necesitas angustiosamente ver la salida, pero pides a gritos no salir. Una fabulosa sorpresa.
Javier Moriarty
No puedes negarte a ti mismo. Ni vivir en un letargo permanente equivocando sueños y costumbres. Cayendo viciado a la rutina y el auto-desconocimiento de ti mismo. No es que necesites que un ladrón entre a un banco en el momento preciso en el que tú estás y, en vez de vaciar las cajas fuertes de toda la sede de la entidad de ahorros, decida vaciarte el alma obligando a rellenarla de nuevo y a jugar al mismo juego que te había hecho caer en la planicie vital en la que estabas sumido/a, pero es una opción. Una opción que plantea Andrew Kaufman (no el mítico y transgresor humorista fallecido, sino uno de los liristas mejor valorados desde el comienzo de siglo) en una de las fábulas con moralina más fantásticas, futuribles, sociológicas (¿o antropológicas?) y ficticias que se hayan parido en los últimos años y sin necesidad de recaídas en formato El Principito ni en los ensayos humanistas en formato El Príncipe de Maquiavelo. Medianeras y puentes cruzados.
La esposa diminuta, editado por Capitán Swing Libros casi dos años después de su edición original en los states, narra una acción y una serie de reacciones en formato catastrofista bizarro: un ladrón decide entrar en un banco no para llevarse la pasta gansa de las cajas fuertes sino los elementos más valiosos en la vida de los allí presentes. Una vez sucedido esto y de llevarse diverso tipo de fetiches sentimentales tales como llaves, fotos o calculadoras, la mierda ocurre. Y ocurre a escala individual pero en aplicación global. Una deformación social de la cotidianidad de cada uno de los allí damnificados pero que Kaufman decide centrar en uno de los personajes: Stacey, esposa de David (narrador) y madre de Jasper y que comienza a sufrir, en escala gradual numérica, el empequeñecimiento de su propio ser día tras día. A la búsqueda de soluciones, tortazo en la cara. Al fin y al cabo lo que el escritor pretende no es tanto frivolizar sobre las catástrofes surgidas por arte de magia o la demonización en formato ilusionista de un ladrón-cabronazo que deforma la vida de a quienes hechiza, sino más bien cuestionar nuestro lugar en el mundo, el devenir claustrofóbica, la confusión de nuestros sueños, los amores envueltos, la renuncia del otro al uno, la omisión familiar, la adaptación de caracteres y el equilibrio en dosis únicas del querer y poder en formatos elásticos. Gimnástica pasiva.
De pequeños nos enseñan a soñar las cosas equivocadas y relatos como La esposa diminuta (Capitán Swing, 2012) dan cuenta de ello. Me refiero a cosas tales como la magia. La magia es un error. La magia no existe porque está construida únicamente de obviedades, de mundos posibles que se nos pintan como imposibles, de buenos sentimientos que sólo tratan de esconder lo triste de este mundo. La magia no cura la tristeza: la convierte en algo más fuerte. En algo más tremendo. En algo profundamente obsceno.
Cuando tenía seis o siete años se puso de moda la película Pulgarcita y de pronto todas las niñas queríamos ser diminutas para caminar entre las flores, bailar dentro de una caja de música y tener un novio de Playmobil o Polly Pocket que nos diera todo su amor de plasticuzo. Sin embargo en La esposa diminuta Andrew Kaufman advierte, a través de una narración preciosista y delicada, que menguar es terrible y que no debemos conformarnos con la idea de hacernos pequeños, pues hacerse pequeño significa desaparecer, dejarlo todo, abandonarse.
La esposa diminuta es una historia entre muchas historias que sólo suponen un pretexto para lo que realmente Kaufman nos quiere contar. El libro comienza con un extraño atraco en un banco en el que el ladrón pide a los presentes sus bienes más preciados. Conforme el cuento avanza nos damos cuenta de que el bien más preciado de cada uno de ellos no es lo que entregaron, sino su propia vida. Así Kaufman nos presenta a los verdaderos protagonistas: un matrimonio conflictivo cuya mujer (que también estuvo en el robo) comienza de pronto a menguar. Es aquí donde advertimos la verdadera intención del autor, la verdadera metáfora y moraleja: La esposa diminuta es otro retrato sobre las complicaciones de las relaciones de pareja. Porque el amor es una cosa enorme que puede volverse diminuta si no la cuidamos. Un gigante que desaparecerá en la niebla si no le prestamos la atención suficiente. Un sentimiento que de “real” pasará a ser “mágico” y por tanto “ridículo y falso”.
Los protagonistas de Kaufman no se dejan llevar por la magia porque se imponen a ella. Porque su creador la boicotea desde dentro. Porque no necesitamos magia. Necesitamos palabras. Y en La esposa diminuta hay palabras que son imprescindibles.
No sueñen, no decrezcan, no sean niños ni adultos pero guarden esta fabulosa historia en su biblioteca.
Un ladrón irrumpe en un banco armado con una pistola, pero no pide dinero. En vez de eso, ordena a cada uno de los clientes que le entreguen el bien más preciado que tengan en ese momento. Los clientes salen indemnes del singular atraco, pero pronto comienzan a suceder cosas extrañas. Una ve cómo un tatuaje se le desprende del tobillo y comienza a perseguirla, otro se despierta y descubre