Indies hipsters y gafapastas

Currutacos, “maravillosas”, “increíbles”, hipsters, it-girls y gafapastas.

A propósito de Historia y de un libro de Víctor Lenore (1794-2016) Me he llevado una grata sorpresa esta semana pasada. Cuando creía muerto y enterrado en España eso que llaman “Periodismo de investigación” o limitado, casi en exclusiva, a esa labor de servicio público que es informar del grado de corrupción rampante (y sumamente Currutacos, “maravillosas”, “increíbles”, hipsters, it-girls y gafapastas.

«Dudo que escuchar música indie-hipster mejore mucho tu altura cultural»

Víctor Lenore (Soria, 1972), periodista musical y colaborador durante muchos años de la revista Rockdelux, acaba de publicar el ensayo «Indies, hipsters y gafapastas» (Capitán Swing, 2014), un ácido y provocador texto sobre la supuesta dominación cultural ejercida por la escena indie-hipster frente a una cultura popular de masas que, según el autor, sufre un arrinconamiento mediático y un desprecio inmerecidos.

El libro lo ha puesto en el ojo de un huracán alimentado por las polémicas afirmaciones vertidas por Lenore, pero también por la aparición de la asimismo polémica lista de los mejores discos de los últimos 30 años para la mencionada revista Rockdelux y el subsiguiente cruce de acusaciones entre defensores y detractores de la misma.

De todo ello hemos hablado con Lenore en una interesante y larga entrevista.

En primer lugar, ¿eres consciente de la que has liado? ¿Esperabas la repercusión que ha tenido el libro y, sobre todo, la polémica que ha desatado en ciertos círculos?

Los amigos que iban leyendo los borradores me avisaban de que podía provocar reacciones extremas. Por mi parte, ya había comprobado que en la mayoría de la prensa cultural cualquier tesis que se salga del discurso dominante es contestada con cierto nerviosismo: lo vimos en la respuesta de Rockdelux al artículo «Machismo Gafapasta», en la hostilidad de los medios presuntamente cool contra Resituación de Nacho Vegas y en la forma tan mezquina con la que se trató a No Age por denunciar los abusos laborales de Nike y Converse en mitad de un concierto patrocinado en el Apolo. En ciertos ambientes modernos, cualquier postura favorable al cambio social se trata como «ingenua», «incoherente» o «demagógica».

El título del libro me parece llamativo y pintoresco, incluso entiendo que a algunos les pueda parecer polémico, pero encuentro más motivos para el debate en el subtítulo. Al hablar de «dominación cultural» del indie y el hipsterismo, supongo que piensas en términos cualitativos más que cuantitativos. No olvidemos que estamos en un país donde la publicación más leída es el Marca y los discos más vendidos son los de Fito o Pablo Alborán.

El título del libro tiene una intención clara: hablar de los «hipsters» como ellos hablan de los «canis», «chonis», «costras», «perroflautas» y «pies negros». El hipsterismo es una cultura que defiende el modo de vida consumista. Podemos hacer un prueba sencilla: ¿a qué aspira un hipster que no pueda comprar con una tarjeta de crédito? Cuando hablo de «dominación» lo hago en sentido simbólico y político más que meramente comercial. La cultura hipster tiene un prestigio exagerado, diría que injustificado, que eclipsa a la vez la cultura popular y la alta cultura. Muchos modernos dicen que si Shakespeare viviera trabajaría escribiendo guiones para la HBO, pero luego no vamos a ver obras de Shakespeare cuando están en cartel en nuestra ciudad. ¿Otro ejemplo de esa dominación? Para mí Evaristo Páramos (La Polla Records, Gatillazo) es uno de los mejores letristas que tenemos. Si no se le reconoce es sencillamente porque el contenido de sus canciones es abiertamente político, en el sentido de favorable a la igualdad.

Tal como cuenta Nacho Vegas en el prólogo, a mí también me costaría explicar la diferencia entre el hipster y el moderno/pijo de toda la vida en pocas palabras. ¿Cómo lo harías tú?

No hay ninguna diferencia, excepto en la estética. Los hipsters añaden al pijerío tradicional un aire de superioridad cultural. Dicho esto, he comprobado de primera mano que muchas inercias se rompieron tras el 15M: cada vez más personas nos hemos dado cuenta de que el hipsterismo es poco compatible con una vida social plena. Por eso abundan ahora los procesos de politización entre muchos modernos, que despliegan actitudes más críticas y se acercan a movimientos como Podemos, Ganemos, la PAH etcétera. Me parece que este giro es un paso adelante para todos.

Por resumirlo de alguna manera, corrígeme si me equivoco, las dos patas de tu tesis serían el esnobismo y el consumismo. El primero es tan antiguo como la diferencia entre alta cultura y cultura popular; el consumismo y las ansias de las grandes compañías por ganarse a la juventud con mejor situación económica tampoco es algo nuevo. ¿Qué aporta de nuevo el hipsterismo, en tu opinión, a estos fenómenos tan bien conocidos?

Lo que aporta el hipsterismo es recubrir de un aire de superioridad cultural lo que antes nos parecía rechazable. Los yuppies sabían que estaban siendo individualistas y codiciosos, mientras que los hipsters nos venden que están siendo creativos y rompedores. Las dos patas que describes son exactamente lo que intentaba explicar en el libro. Si alguien esta interesado en esta tesis le recomiendo que profundice leyendo «Sociofobia» (César Rendueles), «Chavs: la demonización de la clase obrera» (Owen Jones) y «La conquista de lo cool» (Thomas Frank).

Ha habido críticas furibundas hacia tu libro que no comparto, pero algunas sí que las entiendo. Por ejemplo, creo que tiendes a tomar la parte por el todo en lo que respecta al fenómeno del que hablas en el libro. Cuesta creer, por poner un ejemplo, que algo que sucede en Silicon Valley o en determinados rincones de Nueva York pueda extrapolarse a un país tan enorme y variado como Estados Unidos, no digamos ya a todo Occidente. Lo mismo podríamos decir del Primavera Sound o Barcelona respecto a España. ¿No crees que los que estamos de alguna manera involucrados en el mundo de la música, la crítica o el periodismo cultural pecamos de una cierta endogamia que nos lleva a pensar que nuestro pequeño mundo es en realidad EL mundo?

Sin duda el mundo de la crítica musical es endogámico, casi diría que autista. En el libro comparo la lógica de Silicon Valley con la del Sónar, ya que ambos son lugares que parecen innovadores, modernos y excitantes pero su postura ideológica es muy reaccionaria. También es cierto que los hipsters son un problema en las grandes urbes, no en los pueblos o ciudades pequeñas. Lo que cuenta el libro, en realidad, es que «los modernos» son una especie de caricatura del hiperconsumismo imperante. Creo que estaremos de acuerdo en que el consumismo afecta a todo el mundo.

Efectivamente, afecta a todo el mundo. Por eso no veo tampoco tan clara esa asociación entre el consumismo, la modernidad y el indie como fenómeno musical. ¿Acaso no aspiran también a estar a la última, a tener los gadgets tecnológicos más modernos y las zapatillas más molonas, los jóvenes que escuchan y bailan música pachanguera en discotecas de extrarradio, por irnos a un caso extremo?

A eso se aspira en todos sitios. El problema es que los indies, hipsters y gafapastas han cocido un consumismo que produce orgullo en vez de vergüenza.

Yo creo que ha sido siempre así entre los jóvenes. De hecho hay una frase en el libro que me parece un buen ejemplo en ese sentido de que no hay nada nuevo bajo el Sol: «El planeta indie se ha convertido en una especie de cantera donde las grandes corporaciones tantean los cambios de gusto juvenil, buscando los superventas del futuro«. ¿No sería esto exportable a otras épocas y estilos como el rock de finales de los 60, el revival mod, el Northern Soul o incluso el hip-hop?

Nunca he dicho que el libro cuente algo nuevo. Sí creo que habla de un problema no resuelto sobre el que merece la pena ponerse a debatir (hasta ahora, en mi opinión, no se había hecho). Lo que llamamos hipsterismo es un enorme baúl de cultura pop que se alimenta de elementos muy diversos (hip-hop, Northern Soul, incluso la cumbia y mil estéticas más). Esos ingredientes se recombinan constantemente para crear nuevos estilos que los «modernos» adoptan para distinguirse de lo que consideran «masa» (un concepto elitista donde los haya). El problema lo explica bien la frase de Thomas Frank que he escogido para enmarcar el panfleto: «Las élites adoran la revoluciones que se limitan a cambios estéticos«.

Ya que has mencionado las revoluciones, pasemos a la supuesta desmovilización política de la que hablas en el libro. ¿Podríamos decir, así a grandes rasgos, que los festivales y las series norteamericanas son el nuevo pan y circo?

Las series tipo HBO tienen un prestigio totalmente injustificado. No deja de alucinarme que ver la televisión se haya convertido en una especie de medalla cultural. Sobre los festivales hay grados. Tenemos el podio pijo de Benicàssim, Sónar y Primavera Sound, con precios caros y dominio de los grupos anglo, pero también otros muy dignos como el Rototom, que hacen un esfuerzo por ser inclusivos. Los niños y ancianos entran gratis y los parados de Castellón tienen un día donde pueden acceder por cinco euros. Me gusta que se renuncie a montar una zona vip. Además no se sirve Coca Cola en las barras como protesta por las prácticas antisindicales de la compañía. Y en las actividades paralelas, en vez de concurso de cortos y pasarela fashion, organizan debates con profesores de sociología, portavoces de los indígenas y líderes feministas. Si comparas esas dos posiciones políticas las conclusiones salen solas.

¿Crees realmente que el mercado fagocita deliberadamente los movimientos contraculturales para desactivarlos política y socialmente? ¿No sería más una cuestión de aprovecharse de las estéticas que más venden en cada momento? Algo que tampoco es nuevo. Pienso por ejemplo no sólo en las camisetas de Joy Division o los Ramones, sino también en las del Che Guevara. O en como el mercado ha ido asimilado progresivamente todas las subculturas (rocker, punk, hip-hop) que han nacido como rupturas generacionales.

Tal y como explica el sociólogo antillano Stuart Hall, las subculturas eran refugios de los valores dominantes que creaban sus propios espacios de socialización. Por ejemplo, en el caso del punk, tenías las casas ocupadas o las radios libres, incluso los grupos de insumisos en nuestro país. Los hipsters, en cambio, socializamos en lugares plenamente sometidos al mercado como el club de moda, el festival de verano hiperpatrocinado o la tienda de discos de importación. La lógica del mercado es muy poderosa, pero en el caso de la cultura indie y hipster no había apenas nada que neutralizar, pues como formas artísticas son más bien un reflejo de la lógica del capitalismo posmoderno.

Identificas de alguna manera el inicio de la modernidad, tal como la entiendes en el libro (individualista y despolitizada) con los años 90 y la música indie. ¿Piensas que en nuestro país la música estaba bastante más politizada antes de la irrupción del indie, más allá de los típicos cantautores folk (por entonces ya en franca decadencia después de la transición) y cierto rock radical periférico?

El rock radical no era tan periférico. Se escuchaba en toda España y despachaba un montón de discos, camisetas y entradas. Es verdad que identifico cierta decadencia cultural con la revolución conservadora que aplicaron Reagan, Thatcher y Felipe González. Antes, por ejemplo, los grupos estadounidenses quemaban banderas de su país y cartillas de reclutamiento. Ahora piden el voto para Obama después de haber rescatado a Wall Street, mantenido abierto Guantánamo y arrasado Oriente Medio. Me quedan pocas dudas de que ha habido un cambio ahí. Los mayores índices de politización en nuestro país se dieron en los años treinta del siglo XX, donde se alcanza el récord de afiliación sindical y de militancia en general, a pesar de los altos niveles de analfabetismo.

Yo no identifico modernidad con individualismo y despolitización. Es el sistema quien lo hace. A todos nos sonaría rarísimo que alguien dijera «mira qué chico más moderno: se ha apuntado a la PAH, a la CGT y a Juventud Sin Futuro» En cambio, nadie se extraña cuando escucha «mira qué moderno: tiene un iPod, un iPad y va al Primavera Sound». Identificamos modernidad con consumo.

Se me ocurren pocos fenómenos más desmovilizadores, puramente estéticos y apolíticos que los Nuevos Románticos a principios de los 80 en el mundo anglosajón, y su reflejo en nuestra «movida». De hecho el paradigma de la banda sin conciencia social y basada casi únicamente en la estética es Mecano.

El otro día, leyendo un artículo de Ismael Serrano, me enteré de que Wham! habían dado un concierto para financiar la lucha de los mineros que se defendían de las agresiones políticas de Thatcher. Eso nos dice que algún miembro del dúo fue criado por una familia con cierta conciencia de clase. Es algo que he visto muy poco en los grupos españoles. Mecano son un buen ejemplo de grupo apolítico, léase reaccionario, pero tampoco me parecen mucho más a la derecha que la mayoría de grupos de La Movida, que además de apolíticos eran brutalmente esnobs. Si comparas a Ana Torroja con Alaska hay más similitudes que diferencias.

Efectivamente, la mayoría de los integrantes de la «movida» pertenecían a familias acomodadas, de clase media/alta. Blancos, por supuesto, y muy viajados para su época. ¿Definirías entonces la movida como el primer fenómeno hipster en España?

Para mí el indie fue una especie de sobrino autista de La Movida. El hipsterismo sería su nieto estirado, consentido e hiperconsumista. Pero, bueno, para contestar a tu pregunta, sí creo que La Movida puede verse como un germen de la cultura hipster. Todas estas formas culturales podrían reunirse bajo la etiqueta de «posmodernas», una corriente cultural donde la estética y la identidad tiene mucha más fuerza que el compromiso y los lazos sociales.

Antes has metido a Felipe González en el mismo paquete que a Reagan y Margaret Tatcher. Sin embargo se me ocurre que la posible tendencia apolítica y desmovilizadora de aquellos años pudiese tener que ver con el hecho de que España, a pesar de estar sufriendo también crisis, deslocalizaciones y reconversiones, estaba gobernada por un partido (supuestamente) de izquierdas mientras en EEUU o Gran Bretaña lo hacía el ala más dura del liberalismo.

Como explica el periodista Guillem Martínez, aquí hubo una especie de pacto tácito entre las élites y el mundo de la cultura que decía que las industrias creativas recibirían financiación a cambio de no meterse en política. Eso duró más o menos desde 1978 hasta el 15M de 2011, donde se vuelve a romper el relato. Creo que lo más interesante de la música de esa época está en los márgenes: Rock Radikal Vasco, ruta del bakalao, cintas de gasolinera, rumba barrial etcétera…Además, visto con la perspectiva del tiempo, creo que las políticas del PSOE pueden calificarse como «el ala más dura del neoliberalismo». Lo que pasa es que les tocó un ciclo económico mejor que este y no había tantos EREs ni tuvieron que desahuciar a tanta gente.

En España de hecho siempre se ha mirado un poco mal la politización de la cultura en general y de la música o el cine en particular. Pienso por ejemplo en los artistas «de la ceja», en las ceremonias de los Goya, en las críticas a Russian Red cuando se definió de derechas, en Fermín Muguruza o en el rock radikal vasco.

Sí, siempre se ha mirado mal el compromiso político. Es un pena porque la música es relación social y suele ser reflejo de la situación política. Quizá deberíamos atender menos a la música como producto y más a la relaciones sociales que genera.

Es curioso porque eso mismo dice Simon Reynolds respecto a la música dance y el rechazo intelectual que suele producir. Sin embargo, la música electrónica no es para nada política: las relaciones que genera son de otro tipo, más en un plano hedonista de disfrute colectivo que en uno de defensa de intereses comunes. Lo que quiero decir es que no todas las relaciones sociales implican posicionamiento político. ¿Quizás por eso triunfan los festivales?

La música electrónica no es automáticamente política, pero sí lo ha sido y lo sigue siendo. Los soundsystem jamaicanos se inventan como solución para cubrir las necesidades de una población demasiado pobre para acceder al disfrute musical. Creo que no cabe duda que ha sido la mayor revolución sonora del la música popular del siglo XX, ya que del soundsystem salen el hip-hop, el techno, el house etc. El disco es otra música electrónica hiperpolítica, ya que ofreció un entorno empático para colectivos discriminados como los negros, las mujeres y los gays. Sus letras de disfrute y fraternidad contrastaban con la hostilidad política y social de la Guerra Fría. Otro ejemplo son las raves autoorganizadas, que supusieron una alternativa de ocio para muchos jóvenes excluidos que no querían o no podían ir a los discotecas donde sonaba pop comercial, te exigían código de vestimenta y cobraban las copas a precios excluyentes. Además, las raves son políticas en el sentido de que reclaman el espacio público para el uso común. Viene de la cultura hippie de festivales tipo Woodstock y de la ética «hazlo tú mismo», que prefiere gestionar sus espacios culturales antes que comprar una entrada a una corporación de la industria del entretenimiento. Recomiendo mucho el documental «High on hope» para entender estas dinámicas. Incluso hubo colectivos específicamente políticos como Reclaim The Streets. También hay mucha tradición de sonideros (soundsystem) en América Latina. De nuevo es una solución para la incluir en la fiesta de las capas más pobres de la población. Allí se mantienen vivos géneros como la champeta, la cumbia digital, el reggaetón y tantos estilos innovadores….Lo que encuentro bastante pijo, reaccionario y excluyente son los festivales hiperpatrocinados, caros y anglófilos como el Sónar, Primavera Sound y Benicássim.

Tu obra ha aventado un cierto debate, o polémica si lo queremos llamar así, sobre el papel de los medios culturales y su aparente elitismo y desdén hacia la cultura más popular. Ese debate, sin embargo, ha tenido otros momentos «estelares» en los últimos meses. El primero, en mi opinión, fue la inclusión de Raphael en un festival como el Sonorama. Me interesa tu análisis sobre dicha inclusión y, sobre todo, sobre las airadas reacciones posteriores que hubo a favor y principalmente en contra. Por cierto en tu libro hablas de algunos antecedentes, como la presencia de Julieta Venegas en el FIB o Calle 13 en el propio Sonorama. La historia se repite una y otra vez.

Lo de Raphael lo veo bastante anecdótico. No hay casi nada en su música que choque con el mundo del indie y La Movida. Sí veo grave el rechazo a Julieta Venegas y Calle 13, que me parece provocado por restos de mentalidad colonial, los mismos que llevaron a muchos a estigmatizar a Manu Chao.

El otro momento estelar ha sido la aparición de la polémica lista de Rockdelux sobre los 300 discos de sus 30 años de vida. Más allá de que esté o no Sabina, que me parece también algo anecdótico y en mi opinión ha focalizado demasiado el debate, me interesan las discusiones que ha levantado sobre el papel de los medios. ¿Por qué, si se acepta que los diarios generalistas tengan una línea editorial marcada, se pide de los medios especializados en cultura que tengan «miras abiertas» más allá de lo que sus lectores demandan?

Tener miras abiertas es algo que creo que se debe pedir a cualquier ser humano y a cualquier proyecto periodístico. Cuando compro una revista lo hago para aprender cosas que desconozco, no para confirmar prejuicios preexistentes.

Por eso mismo, a estas alturas no creo que quede alguien que necesite que una revista o una web le descubra a Sabina, Bunbury, Fito o Pitbull. Quizás cuando llamas a superar los prejuicios estás pensando más en determinados géneros que en artistas concretos.

No creo que esos artistas necesiten ser descubiertos, pero sí ser mejor analizados. Sabina dice que tiene muchos detractores de chistecito y de insulto, pero que todavía no hay un artículo que exponga sus debilidades artísticas. Estoy totalmente de acuerdo. Además de analizar la música que hacen, me parecería chulo intentar explicar por qué el público les quiere tanto. Para mí la respuesta, en muchos casos, es la presión mediática, la homogeneidad de programación en las discotecas y la falta de cultura musical. Además hay artistas valiosos en el mainstream: Marc Anthony es el cantante de salsa más potente de nuestro tiempo y cuesta encontrar un análisis serio de su música en nuestras revistas. Ejemplos como ese hay a patadas.

Siguiendo con la lista de Rockdelux, me gustaría que valoraras el nº 1 para Public Enemy.

Me parece un paso adelante respecto a haber escogido a la Velvet Underground, los Talking Heads, Pixies, The Smiths o Bob Dylan. Los principales avances de la música popular reciente vienen de la música negra y escoger como número uno un clásico del hip-hop podría ser visto como un reconocimiento. Dicho esto, la lista me parece pobre, previsible y aburrida. Hay más discos de Radiohead que de toda Jamaica, algo que considero que bordea lo cómico. La presencia de África y América Latina es testimonial cuando han hecho aportaciones musicales muy importantes. Es la vieja anglofília que nos cuesta quitarnos de encima. Por otro lado, centrarse tanto en el formato elepé ya me parece un error cuando llevamos como poco quince años donde las innovaciones se dan en gran parte en mixtapes, soundclouds y formatos similares.

A muchos nos ha extrañado que no aparecieras entre los votantes, siendo un fijo de la revista durante mucho tiempo. ¿No fuiste invitado, o te invitaron y declinaste la propuesta?

Me invitaron. Preferí no participar. Desde hace al menos cuatro años hay muchas más cosas que me separan de la revista que las que comparto con ella. La distancia llegó a ser desagradable. Santi Carrillo, director de Rockdelux, me presionó un par de veces por teléfono: la segunda por una pregunta que no le gustaba en la sección Truco o Trato y la primera fue una bronca por un texto que firmé fuera de la revista. Me refiero al artículo colectivo «Machismo gafapasta» para Diagonal. Lo recuerdo como un momento lamentable: me llamó un domingo por la tarde, muy agitado, soltándome una bronca sin decir «hola» siquiera. Me exigió una disculpa pública, ya que cuestionábamos la escasa empatía de la revista con las mujeres. Por supuesto, no pedí perdón en público ni en privado, porque estoy muy orgulloso del enfoque de ese texto. Para mí, Carrillo tuvo una actitud bastante cercana al mobbing, aunque yo nunca haya sido su empleado. Todos hemos visto la tensión y la falta de autocrítica con la que Rockdelux trata posicionamientos igualitarios como «Machismo gafapasta» o las letras de Resituación de Nacho Vegas. Es flipante que descongelen a un colaborador que lleva años sin participar en la revista para hacerle a Nacho Vegas una entrevista con preguntas dignas de periodistas «fachas» como Alfonso Rojo o Eduardo Inda. Más allá de diferencias estéticas, políticas o profesionales, para mí Carrillo no tiene los mínimos de cortesía exigibles (hay que decir que siempre encontré mucha amabilidad en el resto de la redacción). Por si fuera poco, hace dos o tres años bajaron un 40% las retribuciones por los textos. Muchos aceptamos seguir colaborando a pesar de esta merma económica. Que hagas ese favor a un medio y el director pierda las maneras no me parece tolerable. Avisé a la revista que me marchaba en febrero de 2014, me pidieron continuar ocho meses más y acepté porque llevaba muchos años colaborando y me parecía mal dejarlo de sopetón. La prensa cultural debería ser un lugar de debate, donde se aceptasen diferentes posturas, pero en realidad es una exhibición de homogeneidad. En las dos llamadas de las que hablo, Carrillo me dejó caer que no le gustaba la línea periodística que estaba cogiendo: los enfoques sociales, mi posicionamiento político, la atención a las músicas de los guetos… Para mí está claro que existen unos dogmas en la prensa cultural que muy pocos están dispuestos a cuestionar. Me sorprendieron los textos de periodistas como Jordi Bianciotto, Sebas Alonso de Jenesaispop o Juan Manuel Freire (El Periódico de Catalunya) que venían a decir que el número 300 de Rockdelux demostraba que la revista es una maravilla y que no había prácticamente nada que mejorar. Cuando una publicación no se cuestiona siempre termina cayendo en la autocomplacencia. Mi panfleto se ha descrito como una «revancha» o «ajuste de cuentas», pero en realidad tiene mucho de autocrítica y de pensar cómo podrían ser más útiles e inclusivos los medios donde he trabajado durante veinte años. A Rockdelux, Primavera Sound y el Sónar apenas se les ha cuestionado en público y por escrito durante toda toda su trayectoria. Se está demostrando que llevan muy mal las críticas (bueno, el Sónar pasa más porque se le ha criticado menos). Creo que esta cerrazón no es buena para nadie.

Sin embargo, a pesar de lo que me cuentas y de que se ha intentado relacionar tu libro con la polémica por el supuesto elitismo de la revista, en realidad en el libro tú defiendes a Rockdelux por posturas valientes como la de escoger en su momento como disco del año el Clandestino de Manu Chao, seguramente en contra del criterio de muchos de sus lectores.

Rockdelux ha hecho cosas que me parecen positivas y otras que encuentro incomprensibles. Un ejemplo de las primeras es lo que cuentas de Clandestino y la defensa temprana del hip-hop. Entre las negativas está una glamurización absurda de la música depresiva. Abrí el número 300 y me encontré un crítica de Untrue (Burial) que decía que el efecto principal del disco era crear una depresión en cualquier oyente sensible. Me parece frivolizar con las enfermedades psíquicas y meterse por el camino cultural equivocado. ¿Quién quiere un disco que le deprima? Además no creo que sea para tanto. Lo que ofrece Burial es una puesta al día del trip-hop. Me suena a gentrificación de géneros negros para que entre en los patrones de Kiss FM. «Archangel» es una bonita balada de radiofórmula, lo que necesitaba Michael Jackson para volver a estar al día.

Como te decía, me interesa el debate de fondo sobre el papel de los medios. Algunas voces han aprovechado para reivindicar que los medios especializados actúen como «prescriptores», afirmando que su deber debería ser «educar» al lector, hacerle ver que hay otras músicas y otros acercamientos a la cultura más allá de los que ya conoce. ¿No es una visión un poco paternalista? ¿Acaso hoy en día no hay suficientes medios para que el lector que apuesta por una revista o una web lo haga ya totalmente convencido de qué es lo que quiere leer y lo que no?

La mayoría de la prensa cultural tiene una visión paternalista y condescendiente. Después de veinte años como periodista musical, me he dado cuenta de que tengo mucho más que aprender que lo que tengo que enseñar. Es lo que he intentado exponer en el panfleto. Quizá deberíamos dejar de limitarnos a pegar etiquetas de «cool» y «uncool» a cada producto que sale al mercado. Seguramente el paso adelante esté en tratar de aprender de negros, latinos, mujeres, bakalas, perroflautas y otros colectivos dominados y culturalmente estigmatizados. Hay muchísimos medios culturales cool hoy en día, pero su enfoque es tan parecido que muchas veces tengo la sensación de que solo hay dos: la versión solemne y la versión petarda del mismo discurso.

En el libro hablas del supuesto racismo implícito en la cultura hipster, que parece rechazar los productos que la industria cultural les ofrece si no son blancos y con referencias anglosajonas. ¿No es, sin embargo, la propia industria cultural la que lleva creando y fomentando ese estereotipo desde que, por ejemplo, apostó por Elvis Presley, un intérprete, en detrimento de artistas más completos como Chuck Berry?

Es una dinámica larga, cuyo primer hito podría ser Elvis Presley. Lo que denuncio es que en el medio siglo que va desde la aparición de Elvis hasta ahora esa forma de funcionar no se haya cuestionado, sino que se ha reforzado. Por eso explico con detalle el ejemplo de Diplo, un disc-jockey experto en saquear el talento de los pobres y venderlo a las marcas de moda y revistas de tendencias envuelto en papel de regalo «cool».

Hablas también de machismo. Tampoco creo que haya más machismo en el mundillo indie/hipster que en la sociedad en general. De hecho, creo que hoy sería imposible lanzar una canción como «La mataré» de Loquillo, que en su momento fue todo un éxito. Mira la que le está cayendo a Los Punsetes por su canción «Me gusta que me pegues». No lo tengo claro: ¿Hemos ido a mejor o a peor en ese asunto de la corrección política?

Cuando se publico el artículo «Machismo gafapasta» en Diagonal, el director de Rockdelux contestó que probablemente en el mundo indie había menos machismo por tener un mayor nivel cultural. Cualquiera interesado en cuestiones de género sabe que el nivel cultural no amortigua necesariamente el machismo. En Muzikalia conocéis muy bien el mundo indie. ¿No os da la impresión de que casi todas las secretarias y responsables de promoción son chicas, mientras que los directivos casi siempre son chicos? Ahí tenemos un problema que no se ha cuestionado, sino que se ha reproducido. Dicho esto, dudo que escuchar música indie-hipster mejore mucho tu altura cultural, más bien suele disparar los niveles de esnobismo. Por lo menos, eso es lo que he visto en los últimos veinte años.

Hay pocas mujeres en puestos de dirección, cierto, pero también hay muchísimas menos mujeres que hombres en el mundo de la crítica y el periodismo musical, y no creo que sea un problema de machismo. Yo al menos no lo percibo así.

Hay un problema claro de machismo. En la prensa domina una mentalidad masculina chunga que Nick Hornby describe magistralmente en sus novelas «Alta Fidelidad» y «Juliet, desnuda». Hace unos años fui a un congreso de etnomusicología en Valladolid y al entrar en el aula vi que el cincuenta por ciento de los alumnos eran mujeres. Si puedes escribir de etnomusicología puedes escribir reseñas en Mondo Sonoro y Rockdelux. El problema es que no hay intención de incluirlas. Para mí la prensa musical es un desastre: ¿por qué se margina toda la música bailable? Se diría que el motivo es que los críticos no bailamos. Eso es cerrarte a una de las funciones principales, sino la principal, de la música popular. Son reveladoras etiquetas como Intelligent Dance Music, que sirven a la crítica para decir «yo soy muy listo y los que bailáis otras cosas es porque sois idiotas».  Solo falta que llamen Stupid Dance Music a cualquiera que no edite su música en sellos cool como Warp.

Para acabar, volvamos al tema político. Hemos asistido en los últimos meses a la sorprendente irrupción de Podemos en la vida política. Hablamos de un movimiento liderado por profesores universitarios, así que supongo que los podríamos incluir en esa clase media tirando a alta de la que hablas. Además esa misma clase media, al contrario de lo que uno podría esperar, parece ser el principal vivero de sus votantes. ¿Sería Podemos un fenómeno hipster, aunque sea de una manera algo tangencial? De ser así, ¿no estaría contradiciendo en buena manera tu tesis sobre la falta de conciencia social y el sesgo hacia la derecha del hipsterismo?

Podemos se va a llevar un montón de votos hipster. No creo que eso contradiga mi tesis. En la coda del libro explico que el 15M supuso una fuerte ruptura cultural y que hay que aprovecharla para politizarnos. Muchos hipsters y exhipsters ya nos hemos animado a hacerlo. La vida es mucho más disfrutable y completa cuando atiendes a los problemas comunes.

«La cultura hipster está repleta de millonarios desquiciados y suicidas»

Tal vez el mayor peligro de Indies, hipsters y gafapastas (Capitán Swing, 2014) sea el de los falsos positivos. Y es que el despistado barbudo con gafas de pasta que se tope con la portada del libro en su librería/vinoteca preferida podría perfectamente llevarse a casa lo que a primera vista parece un libro moderno en toda regla y en realidad es un despiadado corrosivo de la mentalidad hipster, de su hiperconsumismo, su elitismo banal y su conservadurismo político. Aunque, pensándolo bien, tal vez resulte una ventaja. Al introducir semejante caballo de troya en su vida, el hipster dejaría automáticamente de serlo, pediría disculpas, se apuntaría, por ejemplo, a un círculo de Podemos, y Víctor Lenore (Soria, 1972) habría ganado una nueva batalla de una larga guerra. Porque la primera la ganó contra sí mismo.

Y es que Lenore, con más de veinte años de periodismo cultural a sus espaldas y fundador del grupo activista La Dinamo, fue el hipster del que habla su libro. Un indie «enajenado», un snob despreciativo al que pulirse quinientos euros en el Primavera Sound le parecía el mejor plan del mundo y la última de Michael Haneke, el colmo de la belleza. Y uno de esos periodistas culturales que se santiguaban ante la posibilidad de cubrir un concierto de Camela, que a fin de cuentas era lo que escuchaba masivamente la clase trabajadora, pero se cuadraba sin dudarlo ante lo nuevo de Los Planetas. Pero que nadie busque en estas páginas la reivindicación de un indie original y puro antes de la caída. No. No hay casi nada que conservar «de una cultura tan alienada y excluyente como la indie/hipster/moderna», escribe Lenore. Además hoy viven mucha más animación esas plazas que se repolitizan a toda mecha al sol de la crisis que nunca se pone que los insalubres locales pop malasañeros. Y concluye: «Vistas todas las opciones, la mejor salida para nuestros hijos es que se hagan perroflautas».

Pregunta.- Amarga victoria de lo hipster. La música indie se ha convertido en la banda sonora del capitalismo global y usted afirma que eso dice algo central sobre los valores de nuestra época.

Respuesta.- El periodista Thomas Frank explica que «las élites adoran las revoluciones que se limitan a cambios estéticos». Eso es lo que ofrece la cultura hipster. Nuevos grupos musicales, gadgets y series cada cuatro meses, casi todas sin sustancia social ni política.

P.- Y sin embargo, de un tiempo a esta parte, a propósito de la aparición de nuevos movimientos políticos, del 15-M a Podemos, lo hipster parece haber caído en descrédito.

R.- No creo que lo hipster haya caído en descrédito. Las secciones de cultura siguen encumbrando a Leonard Cohen, Sr Chinarro o Wes Anderson como si fueran representantes del «buen gusto» indiscutible. Las agencias de publicidad apuestan por Russian Red, Pixies y Vampire Weekend como papel de regalo para sus lemas consumistas. Los iconos de mayor prestigio cultural, pongamos Bob Dylan o David Foster Wallace, siguen siendo hombres blancos occidentales con complejo de genio y que militan en el nihilismo cool. La vida hipster es emprendizaje, meritocracia y elitismo. La cultura post-15 M debería ser más empática, igualitaria y colectiva. No me extraña nada que la reina Letizia opte por la primera.

P.- Usted fue un moderno. He leído que hay quien compara su historia con la de una salida «de la droga». Aunque a mí me recuerda más a la de quien ha logrado escapar de una secta. O del partido… ¿Se explicaría así tan fiera hostilidad contra los antiguos camaradas?

R.- La hostilidad no es contra las personas, sino contra los mecanismos de poder de la industria cultural. Hay crítica y autocrítica. No sé si es peor ser raeliano, adicto a la coca o militante del partido comunista esloveno. Las tres opciones son burbujas que te separan de la realidad. La cultura hipster funciona más o menos igual, pero usando las texturas «exquisitas» de Radiohead, la metaliteratura de Enrique Vila-Matas y los planos poéticos de la lluvia en Tokio de Isabel Coixet.

P.- Pero, ¿no encontramos también en su crítica de lo hipster una motivación no tan explícita? ¿Esa vergüenza que impone la madurez sobre nuestras actividades juveniles?

R.- Algo habrá, pero mis veinte o treinta años no me darían tanta vergüenza si me hubiera dedicado a participar en un sindicato, dar clases de español a migrantes o fundar una familia. Lo único que hacía era escuchar discos de moda, ver series de presunta calidad y currar como un esclavo para secciones de cultura y revistas molonas. Lo recuerdo como algo bastante vacío.

P.- Hay en su libro cierto desprecio por las clases medias, sustrato de lo hipster. Clases medias que despreciarían a su vez a las clases bajas de canis y chonis y su más baja cultura como ha denunciado Owen Jones.

R.- No tengo un odio especial por las clases medias. Sí rechazo los colegios privados, las urbanizaciones cerradas y los centros comerciales. Este año estaba viendo el documental El espíritu del 45 de Ken Loach y me emocionaba esa Europa que apostaba por la inclusión con programas de vivienda, educación y sanidad pública. Todo aquello terminó en los ochenta, gracias a las políticas de Reagan, Thatcher y Felipe González. Entonces el neón rosa se hizo cargo de las cosas. Me refiero a la cultura posmoderna que va de Alaska y los Pegamoides a raperos como Jay-Z o Kanye West. No hay que conformarse con la igualdad de oportunidades cuando podemos aspirar a la igualdad.

P.- ¿Y cómo se repolitiza un hipster?

R.- Hay ejemplos muy estimulantes de politización: pienso en músicos como Nacho Vegas, programas de radio como Carne Cruda e incluso periodistas como Jordi Évole (aunque no me gusten muchos capítulos de Salvados). En general, España se ha repolitizado a golpe de saqueo, recortes y desahucios. Según una encuesta de Metroscopia en 2013, un 72% del país piensa que el 15M tuvo razón en sus demandas. Eso implica que muchos modernos hemos salido ya de la inopia.

P.- Critica también a los hipsters de izquierdas y defiende que no se logrará un cambio político si no nos acercamos a unas masas muy poco cool…

R.- Intento evitar la palabra «masas» o ponerla entre comillas. Nuestro problema actual no son las «masas» aborregadas, sino las élites carroñeras. Hay libros que lo explican muy bien, por ejemplo Desigualdad de Wilkinson y Pickett o El problema de los supermillonarios de McQuaig y Brooks. La desigualdad económica no solo es rechazable, sino que tampoco nos hace felices. Eso se ve claro en la cultura hipster, repleta de millonarios desquiciados, neuróticos y suicidas como Kurt Cobain, Pete Doherty y David Foster Wallace.

P.- El gafapasta merece comentario aparte en su libro. Y definición impagable: «El cinéfilo que adora Lost in Translation pero detesta las comedias románticas de Tom Hanks y Meg Ryan, aunque no haya grandes diferencias entre ambas». ¿Qué le patea más del cultureta gafapasta?

R.- Yo he sido más cultureta y gafapasta que nadie. Cuando no tienes apenas formación, terminas un libro como Rastros de Carmín (Greil Marcus) y te crees un experto en punk, situacionismo y vanguardia europea. En cambio, lees autores como Eric Hobsbawm y enseguida se te bajan los humos y empiezas a tomar conciencia de lo paleto de tu posición cultural. Prefiero los libros que tienen el segundo efecto.

P.- Detecta un circuito cerrado cultural: la galaxia de publicaciones culturetas y de tendencias, los grandes medios, la publicidad, los sociólogos pop, etc, que se retroalimenta, lubrica el consumo y no crea ningún problema político.

R.- Le pongo un par de ejemplos de endogamia. Cuando Álvarez Cascos cerró el Festival de cine de Gijón, que sin duda fue una cacicada, toda la prensa cultural se levantó en armas. No creo que hubiera pasado lo mismo si se cerrase un festival de cine feminista o de documental político. El grupo pop-rock Los Planetas nunca ha sido disco de oro, pero les hacen diez veces más entrevistas y reportajes que a Óscar Mulero, que es un disc-jockey techno de prestigio internacional. La diferencia es que Los Planetas son un grupo para hipsters y Mulero un discjockey que gusta a gente de clase trabajadora. Podemos leer cada día seis secciones de cultura y ocho webs de tendencias, pero no significa que tengamos catorce enfoques. Quizá solo tenemos uno. La prensa cultural «moderna» es un circuito cerrado y a ratos un club de autistas.

P.- El ambiente hipster era refractario a «hablar de política» y ahora las tornas se invierten. Russian Red declara que vota al PP, Nacho Vegas se lo reprocha y se monta tal jaleo que la cantante sale escarmentada y rechaza volver a hablar del tema. Parece que siempre que se exige una actitud política se omite, por obvio, «de izquierdas» ¿No adolece hoy la izquierda cultural de ese elitismo (en este caso moral) que usted reprocha al hipster?

R.- Russian Red y Nacho Vegas son excepciones que confirman la regla. La mayoría de la cultura «moderna» vive de espaldas a la realidad. Podemos llamarlo burbuja estética o torre de marfil. Los grandes movimientos de posicionamiento pop recientes fueron la Movida en favor del PSOE (un partido neoliberal de libro) y la cultura hipster de Estados Unidos en favor de Obama (incluso en la reelección, tras rescatar Wall Street y mantener abierto Guantánamo). Sí veo mucha superioridad cultural entre estos artistas «progres».

P.- Hace bastantes años un grupo de manifestantes irrumpió en ese templo hipster que fue el Mercado de Fuencarral para denunciar «la comercialización de la revuelta». Como otros tantos movimientos políticos radicales, ¿no está su libro obsesionado con la «recuperación»?

R.- Me parece fenomenal esa protesta. Aunque suene ingenua, supone un grado mayor de participación que comprar. Estamos en una época donde hay que buscar formas de relación cultural que vayan más allá del consumo. Si el mercado es capaz de reciclar tantas subculturas juveniles es porque tiene demasiado poder. La única forma que veo de contrarrestarlo es que el Estado se tome en serio que la cultura es un derecho de todos que está obligado a garantizar.

Víctor Lenore: «A Bisbal nunca le darán el Príncipe de Asturias, pero a Bob Dylan sí»

La publicación de Indies, hipsters y gafapastas, crónica de una dominación cultural ha producido un pequeño terremoto en cierto ambiente musical español. En él el periodista Víctor Lenore, todo un renegado de la causa indie que fue coordinador de Spiral o firma destacada de Rockdelux, expone su punto de vista sobre lo que considera la imposición de una hegemonía cultural por parte de un grupo que responde a los valores del clasismo, el capitalismo y hasta el racismo. En esta entrevista el autor explica algunas de las claves de un ensayo escrito en tono confesional que sigue levantando ampollas.

-¿Por qué este libro?

-Aunque parezca mentira, yo no estaba muy convencido de escribirlo. Pero algunos amigos que tengo a mi alrededor, de la revista Ladinamo en donde escribí en los dosmil, me convencieron. Personalmente, me impactaron un par de libros muy interesantes de Chavs Owen Jones sobre el clasismo en Inglaterra y sobre el ciberfetichismo. La gente los leía y, en vez de ver cómo todos caemos en esas cosas del clasismo y el excesivo optimismo por la tecnología, no asumía su crítica. Es decir, cogía esos libros como un símbolo de distinción en plan: «Mira que libros más molones leo». Mi idea inicial era escribir un panfleto muy corto que sirviera como herramienta o lubricante para el debate y para hablar de ciertos prejuicios que he visto a mi alrededor en los 20 años que llevo siendo periodista musical.

-Al estar escrito en primera persona y con ese tono, a veces parece que estemos ante una crisis personal convertida en un ensayo. ¿Es así?

-Eso me lo dice mucha gente [risas]. J de Los Planetas me llamó para decirme si había sufrido algún trauma o había cambiado de droga. Y no, no es eso. A lo mejor estoy equivocado, pero yo creo que es un proceso de aprender a ver las cosas desde un enfoque colectivo en vez de un enfoque individualista, que es el que había tenido hasta hace poco. Para mí fue muy importante la revista Ladinamo, porque en vez de estar rodeado de periodistas musicales que tenían un enfoque muy parecido al mío y un ambiente muy endogámico y homogéneo, empecé a hacer una revista con gente que venía de la militancia social. Era gente de Filosofía, Sociología o Políticas, de familias de izquierdas, que me hicieron ver la cantidad de prejuicios que existen en lo que llamamos prensa cultural moderna. Yo los intuía, pero no había sido capaz de articularlos.

-¿No estaremos también ante alguien que se ha aburrido de la música después de haberle dado muchas vueltas?

-Totalmente. La música que recomienda Pitchfork, Rockdelux, Mojo, Uncut o NME me hace sentir ya no aburrido, sino aburridísimo. Creo que ahí hay pocas cosas interesantes. Pero eso no significa que me haya aburrido de la música. Ahora me interesan otras cosas, desde los cantautores latinoamericanos clásicos hasta el techno, el house, el kuduru y un montón de cosas. Para mí se ha abierto un mundo nuevo y la sensación que me da es que la prensa musical moderna cubre solo una parte muy estrecha del espectro musical.

-¿Lo he entendido yo mal o lo que plantea en su libro es que la música tiene que ser política o, si no, no tiene validez?

-Lo has entendido bien, pero hay un pequeño desajuste que muchas críticas apuntan. Yo creo que toda música es política. En en libro digo que toda la música expresa una posición política. Puede ser de desafección, de desinterés, de cinismo,… de un montón de cosas. Por ejemplo, el indie y la Movida creo que coinciden en unas posiciones bastante parecidas: el individualismo, la anglofilia y el elitismo. Para mí, coinciden bastante con la postura cultural del PP y el PSOE. Nacho Vegas en la presentación del libro dice que cuando se metió en el indie pensó que era una abreviatura de independencia y, al final, resultó ser de individualismo. Yo pienso que los valores del capitalismo, el indie y la Movida son totalmente coincidentes. Eso se puede ver en que son subculturas que nunca han tenido un conflicto político con el sistema. Los iconos publicitarios tiran de esa música, como Vans o Estrella Damn. Toda música tienen una posición política. En arte se describía ya hace tiempo eso como la torre de marfil. Es decir: «Somos una gente supersensible y supercultivada que estamos en una torre de marfil y no nos afectan los problemas políticos que nos rodean». Yo no me identifico para nada con esa posición. Por eso he perdido el interés. Le ha pasado a más gente. Le ha pasado a Nacho Vegas; le ha pasado a Javier Gallego, que tenía un programa cultureta y ahora Carne Cruda es político; le ha pasado a Jordi Evole que antes hacía un programa de entretenimiento y ahora ha tomado una posición política. Creo que es algo bastante generacional.

-¿Un grupo que hace solo canciones sentimentales y de amor ha de ser necesariamente de derechas? A La Buena Vida o Le Mans, que hablaban de su tranquila vida diaria, se les relaciona con ello. ¿Cómo lo explica?

-Bueno, a mí me encantan las canciones de amor de La Buena Vida y las de Camela. Creo que el amor es algo muy importante, porque es una forma de relación con los demás y de compromiso. La mayoría de las canciones hipster creo que tiran de una visión irónica del amor, no de un compromiso emocional. El campo amoroso es otro campo de batalla político en el que hay posiciones con las que identifico. Por ejemplo, Qué nos va a pasar de La Buena Vida es una especie de reflejo de la incertidumbre de que no nos queremos comprometer nadie con nadie. La chica que canta la canción sufre por no saber a dónde va su relación. Camela, aunque seguramente sea algo conservador, practican una defensa de la pareja. En un mundo en el que todo cambia tener un compromiso fuerte con alguien me parece una postura valiosa, casi de izquierdas. Lo que yo veo derechista en Le Mans y en Family, que también escriben canciones de amor, es ese desprecio por llegar al gran público. El sonido de lata de Un soplo en el corazón o estos discos que hace Ibón Errazkin, que coge una cosa de música marroquí, algo de CBGB y otra del último artista que le haya gustado de la revista Wire. Esos trabajos de Ibón parece que están demostrando lo guay que es su colección de discos. Eso me parece una forma de elitismo. Y Le Mans también: son discos que se los ponen a alguien en casa y te echan para atrás. Eso me parece elitismo y snobismo.

-Otro ejemplo. En su día se situaba Garzón como grupo de izquierdas, por sus letras y su posicionamiento, y Lori Meyers un grupo de derechas, por ser retro y copiar a Los Brincos. ¿No es una idea excesivamente simple?

-Bueno, si Garzón o Grande Marlaska eran de izquierdas lo eran porque no tenían alergia a tocar en un centro social, porque las canciones eran copyleft y optaban porque circulasen intentando nuevas fórmulas que no fuera excluyentes. A mí los Lori Meyers me parecen un grupo muy poco interesante, con unas letras un poco previsibles. Los veo como un grupo antiguo más que de derechas. Otro de los errores que veo en las críticas que se están haciendo a mi libro es que yo supuestamente creo que la música debe de cambiar las cosas o algo así. Y no, no creo que el papel de la música sea muy importante en los conflictos políticos. Pero sí que creo que es un indicio o un reflejo de nuestras posiciones políticas.

-Me apetece escuchar un tema de Kylie Minogue. Antes de pulsar el play hay que hacerse preguntas. ¿Esto es progresista? ¿Es de derechas? ¿Es pro capitalismo? ¿Es sexista?… Usted que parece que se hace todas estas preguntas. ¿No le parece algo asfixiante acercarse a la música así?

-Si, totalmente. Le asfixiaba hasta a Bertolt Brecht, que tenía una frase que decía «en qué tipo de mundo vivimos que hacer un poema sobre las flores es algo parecido a un crimen», porque el escapismo y el no mirar a las cosas malas de la sociedad también asfixia. Respecto a lo que citas de Kylie Minogue, decirte que ella viene de la escena disco y ahí tengo clarísimo que fue un movimiento hiperpolítico. Fue un movimiento de integración para muchos gais y negros, convirtiéndose en una espacio de libertad, de expresarse libremente y de empatía. Tampoco hay que dejarse engañar por las apariencias: el disco ha sido una de las cosas más políticas que le ha pasado a la música. Uno de los problemas de la prensa moderna es que estamos todo el rato fijándonos en el producto, el disco, y no en el tipo de relaciones que genera ese disco. Por ejemplo, si tú miras el Rock Radical Vasco había unos espacios de socialización que eran la casa okupada, la radio libre y tu grupo de insumisión. Si miras el indie o la Movida los espacios de socialización eran la tienda de discos de moda, como Delsur o la que fuera en la Movida; el club de moda, como el Nasti o Rockola; o el programa exquisito, como Mapa Sonoro o La Edad de Oro. Los espacios de socialialización del Rock Radical Vasco estaban fuera de los espacios de mercado y los del indie y la movida son todos espacios mercantiles. La crítica se tiene que fijar en eso. Dejar de mirar menos los productos y ver el tipo de relaciones sociales que genera.

-¿Está en contra de convertir la cultura en una industria? ¿Tiene que girar todo sobre la idea de centros autogestionados con estructura horizontal o admite que pueda haber un club que o festival como el FIB o el Primavera Sound que genere dinero?

-Yo no estoy, en general, en contra de la industria ni del mercado. Pero el mercado hay que usarlo cuando funcione y desecharlo cuando no. Citas Benicassim. Yo he estado en el FIB y he estado también en el Rototom, el festival de música jamaicana que se hace en el mismo recinto. Las dos son industrias, las dos ganan dinero, pero el Rototom tiene una empatía con los oyentes y la realidad social que no tiene Benicassim. Cuando tú entras al recinto del Rototom te das cuenta de que es muchísimo más grande que el de FIB. ¿Por qué es más grande? Pues porque no tiene zona VIP, que en el FIB es solo para el disfrute de una gente determinada. Luego, las entradas son mucho más baratas. Tienen un día especial en el que los parados de Castellón entran por 5 euros. Tienen un terrario con columpios para que jueguen niños y entradas reducidas para los ancianos. No venden Cocacola porque están contra las prácticas anti sindicales de Coca-Cola. Se nota que la directiva del Rototom se ha tomado en serio los problemas sociales que hay y ha intentado contribuir lo menos posible a las malas dinámicas y fomentar las buenas. Yo cuando veo en ese mismo espacio la diferencia de enfoque veo simbolizados, de una manera muy clara, los valores del indie. Y los deja muy a la derecha. Se trata de una industria muy insensible y muy reaccionaria.

-En 1995 los vecinos de Benicassim estaban en armas hacia lo que les venía encima con el FIB. Ahora se celebran como una de las grandes fortalezas económicas de la zona. ¿Se ha convertido el indie, en ese sentido, en el gran negocio turístico?

-Sí, es similar a los museos de arte contemporáneo. De repente, se impuso la idea de que todas las capitales de provincia tenían que tener un museo de arte contemporáneo, una réplica del Guggenheim para que así, en vez de estar un día en la ciudad, se quedasen dos. Son prácticas de la industria turística que las reproduce muy bien Benicassim. Si miras el mapa de festivales indie-hispers-modernos es la ruta del turismo internacional. Barcelona, el BBK y toda la costa de Levante. Se les acabó la costa para poner ladrillo y, como necesitaban seguir creando valor y negocio, optaron por la cultura juvenil. Son festivales empapelados con publicidad de grandes corporaciones. Desde que entras al Primavera Sound hasta que llegas al primer escenario seguro que te cruzas con cinco o seis anuncios.

-Habla en el libro de la necesidad de que la música hable a la colectividad, al nosotros, y no al yo. Eso, tomado así como un dogma, invalida casi el 90% de la historia del rock. ¿Lo ha pensado?

-Ummm, no sé si la invalida. A mí me gusta el rock n’ roll. Me parece una música que inventaron los negros en los guettos y sirvió para descongelar las relaciones sexuales. Había mucha represión y mucho puritanismo y el rock sirvió para incitar a la gente joven a soltarse y tener más sexo. Aunque las canciones fueran en primera persona, creo que tuvieron un efecto social positivo. Otra cosa es lo que me parezcan a partir de los noventa. Si coges el disco emblemático del indie, el primero de los Stone Roses, escuchas una canción como I Wanna Be Adored y me pregunto: ¿se puede hacer una letra más narcisista e individualista que esta? Me puede pasar lo mismo con I’ll Be Your Mirror de The Velvet Underground, que es un postura muy de la Velvet: somos el grupito de elegidos, super bohemios que estamos en el círculo de Andy Warhol y miramos, totalmente colocados y displicentes, todos los problemas que tiene Nueva York. Yo creo que el indie y el hispterismo son movimientos muy asociales y muy individualistas. Me han gustado muchísimo, pero ahora me causan rechazo.

-Bueno, en el caso de los Stone Roses, al tiempo que tenían «I Wanna Be Adored», tenían «Elizabeth My Dear» o «Made Of Stone», canciones con una lectura política muy obvia.

-Sí, pero Elisabeth My Dear es como dos minutos del disco, un tema hecho del tirón sobre una melodía de Simon & Gartfunkel, algo muy poco central. Las canciones centrales son las narcisistas, como también lo es I’m The Resurrection. De hecho, tal y como cuento en el libro, muchas de las metáforas sexuales de Stone Roses no son sexuales, es como si no se atreviesen a hablar del sexo como tal. Son todo cuerpos angelicales y puros, muy poco explícitas. Eso refleja ese punto del indie de sentirse especial, por encima de la masa y considerar una vulgaridad hablar del sexo directamente. Eso no ocurría en el rock n’ roll, en el reggae. Me parece una cosa un poco pija, de clase media.

-Según su punto de vista, el Bob Dylan post-«Blonde on Blonde» también tendríamos que cargárnoslo, ¿no?

-No, a mí me encanta Blonde on Blonde.

-Pues ese punto de vista de que hay que dirigirse a la colectividad y fomentar las relaciones con la gente podría haberlo en el primer Dylan. Pero, por ejemplo, un disco como «Blood on the Tracks» no deja de ser un tipo lamentándose de algo tan individual como la deriva de su matrimonio.

-Hay formas y formas de hablar de la crisis de tu matrimonio. Billy Bragg ha escrito sobre la separación de un modo muy empático con la mujer, muy humildes y muy autocuestionadoras. También Nacho Vegas, en cierto modo. El disco Blood On The Tracks tiene una intensidad tremenda. Segundo Premio de Los Planetas, también. Pero en muchos creadores hipsters o modernos lo que veo es muy poca empatía con las mujeres. Muy empáticos con lo que ellos sufren, como si su sufrimiento se agrandase y el de los demás se amortiguase. Los discos de divorcio son muy típicos porque a los hombres nos gusta tener la última palabra: yo soy famoso, mi mujer me ha dejado y voy a hacer un discazo contando mi versión y me quedo satisfecho. Eso lo veo como una estrategia un poco tramposa. Pero bueno, seguro que me pongo Blood On The Tracks y no me aburro en ningún momento. Pero creo que hay que tener en cuenta otras cosas. Tampoco tengo en la cabeza las letras de Blood On The Tracks.

-Bueno, yo hace tiempo que no lo escucho pero «You’re a Big Girl Now» creo que es una canción que habla de lo contrario a lo que usted dice: de cómo la mujer es mejor ahora sola que contigo.

-Seguro, la hizo Thalia Zedek. De todos modos Dylan ha hecho algunos comentarios un poco misóginos últimamente. Decía que Christina Aguilera y todas estas divas pop parecía que estaban en un desfile de zorras. Creo que con la edad se ha ido brutalmente a la derecha, como toda esa generación. Leonard Cohen es otro caso. Lo de meterse en un monasterio zen, como diciendo que los problemas colectivos no importan y solo importa la mejora personal y cultivar el ego. Muchos de estos artistas protestaron cuando fue la guerra de Vietnam, pero cuando fue la Guerra de Irak el único de los grandes que hizo un disco sobre ello fue Neil Young. Yo creo que esa generación que esta todo el día en la portada del Mojo y el Uncut han ido a valores bastante conservadores. Sus carreras han tenido mucho valor artístico, han tenido algunas canciones de empatía con las mujeres y empatía social, pero poco a poco se ha ido desdibujando.

-Con estos ejemplos, a lo que pretendía llegar es al hecho de que en el libro atribuye todos estos males a la cultura hispter, cuando en realidad se trata de la historia misma del rock. El individualismo, las ambiciones exageradas, los egos superlativos… Eso que cuenta usted de The Stones Roses ya ocurría en los Who o los Rolling Stones. Al margen de que sea positivo o negativo, es algo que no han inventado Los Planetas o The Stone Roses. También pienso que algunas de las actitudes de las que habla, como la misoginia o el racismo, son problemas sociales que esa cultura hispter reproduce al formar parte de la sociedad, no algo específico de ese grupo.

-Sí, estoy totalmente de acuerdo. Lo que pasa es que las subculturas intentaron combatir eso en muchas ocasiones. Hay que ver el salto. El último gran grupo británico antes de The Stone Roses seguramente fue The Clash. Su posición social y emocional para mí era mucho más avanzada que la de The Stone Roses. Por eso lo considero un paso atrás. Yo hablo de hispters, indies, culturetas y gafapastas porque es un ambiente en el que he vivido mucho tiempo y en el que puedo aportar algo. En Estados Unidos, ocurre lo mismo. El gran grupo antes de Nirvana podrían ser Dead Kenedys o Fugazi. Esos grupos tenían a Reagan delante y lo dieron todo. Fugazi eran muy sociales, con una sensibilidad muy grande con los desfavorecidos y criticaban el imperialismo en América Latina. De eso hemos pasado a grupos mucho más narcicistas, más metidos en sí mismos y más preocupados de molar. El rock n’ roll es todo lo que tú dices: algo reaccionario, que solo tuvo el valor de liberarse de un contexto de represión sexual. Es un género machista e hiperconsumista.

-Habla del racismo y pone, como ejemplo, las críticas que recibió el hecho de que la organización de Benicassim optase por incluir a Julieta Venegas. ¿No cree que ese rechazo fue más motivado porque el público la identifique con una artista de 40 Principales más que con «esa sudamericana nos viene a corromper la pureza de nuestro festival»? Si llevasen a M-Clan como un grupo de americana generaría el mismo rechazo.

-Buff, esa lectura la he visto y la he escuchado de primera mano. Prefiero no dar nombres. Por ejemplo, ver en Twitter como un crítico musical muy famoso de Barcelona le pregunten si baja a jugar al fútbol y él diga: «No puedo, que vienen los panchitos a ponerme los muebles a casa y no puedo salir». Veo cosas muy racistas en eso. A todos los artistas que citaban cuando fue lo de Julieta Venegas era ¿qué va a ser los próximo Ricky Martin? ¿David Bisbal? Lo mismo tiene que ver más con anglofilia que con el racismo, pero eso es otra forma de racismo: el creer que todo lo que viene de Londres y Nueva York es genial y lo que viene de Caracas o Marruecos es horrible es una forma de racismo cultural. Quizá me haya pasado de frenada con los términos, pero es que lo sigo pensando: el racismo cultural es una forma de racismo, igual que los micromachismos es una forma de machismo, aunque sean menos invasivos.

-Dice que la última etapa de Wilco se parece a The Eagles. Por tanto, a nivel de estética sonora se podría asemejar a Los Secretos, ¿no?

-Claro, pero Los Secretos eran también muy anglófilos, con su rollo Tom Petty.

-Si metes a Los Secretos en Benicassim seguramente se generen las mismas reacciones que con Julieta Venegas. Se diría ¿qué será lo próximo? ¿Joaquín Sabina?

-Sí, aunque Los Ilegales no tuvieron esa respuesta, aunque igual no se les asocie a la radiofórmula. Si queremos llegar a un terreno común podemos decir que es una mezcla. Que puede haber algún prejuicio racial y que puede haber algún prejuicio por ser la música de los 40 Principales. Pero eso último nos lleva a una cosa muy central del hispterismo que es ese pánico de pertenecer a algo masivo: «Oh, Los Secretos no, pero si me poner a Wilco que salen a la portada del Babelia, sí».

-Lo cual es bastante contradictorio, porque Los Secretos al final tocan en teatros para 1.000 personas y estos grupos solo tocan en festivales a los que van 50.000.

-Bueno, ahora esta la moda de tocar en el Liceo o el Teatro Real.

-Yo vivo en una ciudad pequeña y, a lo mejor, tengo una perspectiva diferente, pero cuando hablo de cultura dominante pienso en David Bisbal, no en Los Planetas, que es en lo que sugiere usted.

-Eso es otra confusión que se ha generado. Cuando yo hablo de hegemonía hablo de una mezcla de ventas y prestigio. J, por ejemplo, me decía ¿si el hisperismo es una cultura dominante por qué Malú toca en el Sant Jordi y Morrissey toca en el Sant Jordi II el mismo día? Ella llenó y Morrissey no. ¿Dónde esta la cultura dominante? Lo que decía él es cierto, pero no creo nunca que la autobiografía de Malú la vayan a sacar en Penguin Classics como la de Morrissey. Cuando yo hablo de hegemonía y dominación hablo de la combinación muy especial de ventas digamos saludables y máximo prestigio cultural. Malú nunca sería portada de Babelia. Morrissey lo podría ser perfectamente. A Malú, a Manolo Escobar o David Bisbal nunca le van a dar el Príncipe de Asturias, pero a Bob Dylan sí aunque él toque en la Riviera y Bisbal en el Palacio de los Deportes. Entonces, no me fijo solo en ventas, sino en el prestigio cultural que tengas, el tiempo que vayan a durar tus discos y la importancia con la que se va a tratar.

-Es muy difícil encontrase con una entrevista musical seria a Malú o David Bisbal, que al final terminan en el terreno del corazón porque los periodistas musicales especializados no quieren hacer nada con ellos ni sus jefes darle cabida en sus páginas. De todos modos, de un tiempo hacia esta parte, existe una cierta autocrítica en la profesión. ¿Usted lo nota?

-Totalmente. Es lo que me ha pasado a mí, lo que le ha pasado a Nando Cruz, a la web Nativa de Barcelona, que tiene artículos muy interesantes en ese sentido, o mismo Ladinamo que fue muy crítica con esa postura del crítico cultural como un sacerdote que te dice lo que es bueno y lo que no. Luego es que ni siquiera haces tú ese trabajo, porque es algo que hace Mojo o Pitchfork y tú eres una especie de delegación. Yo en Público, por ejemplo, proponía sacar a M.I.A. y me decían que muy bien. Pero un día propuse a Marc Anthony y el director me decía que era una horterada. Yo le decía: «Pues será una horterada pero es el mejor cantante de salsa vivo que hay en el mundo y va a llenar el Palacio de los Deportes, no sé que más hace falta». A final salió, pero hubo que pelearlo.

-Cargó especialmente las tintas contra Acuarela en alguna entrevista, el sello que usted fundó. Curiosamente fue uno de los pocos sellos indies que acogió a grupos con intenciones políticas. Por ejemplo, Mus con «El Naval» ponían sobre la mesa la lucha de clases, Lisabö también admitían una lectura política de su obra, Diariu, igualmente. ¿No es contradictorio atacar a quien hizo algo en ese sentido?

-Hay que tener mucho cuidado con lo que es político o no. Que un artista se considere a si mismo político no creo que lo convierta en un artista político. Esto lo dice muy bien la crítica de cine que entrevisto en el libro Ana Useros. Señala que muchos artistas tiran de la política para ganar relevancia social. Ahora mismo, con el 15-M, todo el arte es político y ella pone el ejemplo de que hasta Ocho apellidos vascos se vende no como una comedia, sino que las tensiones de los problemas que hay en el País Vasco se pueden resolver con humor. Lo político es una medalla que se cuelga mucha gente aquí. Para que un arte se considere político tiene que ponerlo en valor en algún tipo de movimiento social o crear algún conflicto político. Te pongo un ejemplo personal. Yo era muy fan de los Manic Street Preachers, un grupo que se vende como político pero que jamás ha tenido un conflicto con ninguna autoridad del mundo y ningún movimiento social lo ha reclamado como suyo, como sí hicieron los parados en la era Tatcher al punk. ¿Por qué es político? Porque lo dicen ellos. Pues si analizas bien las letras, que es en parte por lo que me dejó de gustar, ves mucho narcisismo, mucho hablar de conflictos políticos que ya están resueltos como la Guerra Civil Española o el Che Guevara. Cuando fueron a Cuba no criticaron nada de lo que pasaba allí. Tuvieron un meet and greet con Fidel Castro y nada más. Otro tipo de música, como el disco, se lo apropiaron los gais y negros excluidos; el punk, los parados; el rock radical vasco, mucha gente a la que se consideraba chusma social en Euskadi; el bakalao, un montón de gente de clase obrera en Valencia que estaba excluida de la fiesta… Político no es solo que Fran Gayo, el cantante de Mus, diga: «Esto es político porque hablo de El Naval». ¿Tú crees que alguien que haya estado en el conflicto de El Naval haya dicho: «Esto me apela mucho, esto me reconforta, esto me da claves»? A mí me parece muy improbable que algo así suceda.

-Sí, seguramente, pero igual que esas lecturas políticas que hace Simon Reynolds de las raves. La gran mayoría de la gente está drogada pasándoselo bien y el lunes ya se olvida de todo.

-Claro, Reynolds dice que hay una parte muy pequeña que fue política. Yo estoy de acuerdo con ello. La parte política fue la rave autorganizada. No es lo mismo ir a un club de moda, pagar la entrada, drogarte, pagar copas a 7 euros e irte, que tener que quedar un mes antes con tus amigos, ir por la ciudad, coger un sitio vacío que tenga que ver con la especulación inmobiliaria, alquilar un sound system, decidir los precios, ocuparte de la seguridad y de la hidratación de toda la gente que va a ir… Eso crea un lazo comunitario. Para cada rave hacen falta 15 personas que están haciendo do it yourself un mes. Eso es político. No todo lo que tenga un ritmo techno va a ser político y todo lo que sea indie va a ser de derechas. Por ejemplo, los Housemartins son un ejemplo brillante de un grupo político. Después de la época de los New Romantics, en la que los artistas eran como figurones, reivindicaban la normalidad, la amistad y los placeres sencillos y normales de la vida cotidiana de la clase trabajadora. Tuvieron mucho éxito. Lo que pasa es que claro yo no quería hacer un libro de 400 páginas, sino algo que se leyese. Y claro, se pierden algunos matices.

-Por eso ahora está dando tantas entrevistas. En plan broma, un amigo me decía: «Sé hipster, haz la entrevista sin leer el libro y ponlo a parir».

-Sí, el 90% de la gente que opina en la redes sociales no ha leído el libro y yo agradezco que tengan la honestidad de decirlo [risas].

-¿No habrá la postura de «No voy a contribuir a la causa ya que esto va contra mí»?

-Eso lo entiendo. Pero se lo hemos mandado a todo el mundo que nos lo ha pedido y se lo he ofrecido a la gente que creía que podría ser interesante que lo leyese. Es un libro que cuesta 16 euros, que se lee en tres o cuatro horas. Un ejemplar lo pueden leer cuatro personas. No creo que sea muy caro.

-Hace tiempo hice un artículo sobre el giro político que había dado el indie en Galicia. Hubo un lector que opinó que eso era imposible, porque la generación indie lleva la desafección, la épica individual y el narcisismo de serie. Lo podría haber escrito usted.

-[se ríe] Yo no sería tan radical. Es cierto que el indie es un género que tiene mucho de eso, pero si tú pones de tu parte puedes llegar a cuestionarlo y compensarlo por completo. Un ejemplo para mí es Nacho Vegas. Si tú escuchas Cajas de música difíciles de parar, que era un disco atormentado con esa estética del yonki torturado, y lo pones frente a Resituación, parecen dos artistas diferentes. Creo que fue producto de un cuestionamiento de Vegas. Pienso que el indie puede ser una música empática con las cuestiones sociales, pero que tiene que hacer un esfuerzo muy grande porque parte de unas premisas que no son muy propicias para eso. Aparte, creo que no hay que centrarse solo en las letras. Hay otras cosas. Por ejemplo, Benicassim o el Tanned Tin, ¿por qué tienen que ser empresas capitalistas al uso y no puede ser una cooperativa? En la época de los hippies y la contracultura estaban las comunas y las cooperativas, en un intento de organización más fraternal. En el indie no. Aquí hemos asumido que el modelo de empresa capitalista es lo que hay y que no se puede hacer nada. Y las empresas son como cualquier otra. El jefe siempre es un chico, la de promoción es una chica… Estamos reproduciendo el sistema dominante, en vez de cuestionarlo. A mí el indie me parece mucho más interesante cuando más haga un esfuerzo por ir contra eso.

-En los últimos años grupos como Vetusta Morla, León Benavente, Triángulo de Amor Bizarro, Ornamento y Delito, entre muchos otros, han dado un giro en sus letras. ¿Le parece algo válido?

-En la coda, meto una frase de Gari de Ornamento y Delito en la que decía que «muchos nos sentimos gilipollas en el Primavera Sound del 2011 estando ahí bailando mientras estaban los mozos dando palos en la Plaza de Cataluña». Me parece algo totalmente válido. Yo me alegro mucho que un grupo como Vetusta Morla se hayan politizado. Nada es instantáneo, es un proceso. O has tenido la suerte de tener padres que te han puesto en el carril de la conciencia política desde muy temprano o, si no, forma parte de un proceso. Para cambiar a mejor siempre hay margen. Casi todos los grupos que han dado un giro político no me chirrían, me alegro mucho de esa politización en los músicos indies. En realidad, estamos viviendo un reconocimiento de lo político, que para mí es un paso adelante y nos confirma que durante un montón de tiempo muchos vivíamos en una especie burbuja estética. Que esta politización esté mejor o peor hecha no tiene tanta importancia. Lo esencial es que ya no excluimos nuestros conflictos cotidianos del discurso artístico.

-Cuando se habla de política en la música siempre se mira al mismo lado: hacia una política de izquierdas tipo IU o más allá de ello. ¿Es la única opción válida? ¿No se puede ser político desde otras posiciones incluso de derechas?

-Se puede ser, mira Morrissey que apuesta por el partido político equivalente a la Falange Española.

-No hablo de llegar a esos extremos, por supuesto.

-Yo no tengo ningún apego a la palabra izquierda. Sobre todo después de ver lo que ha pasado con Podemos, que ha renunciado a esa palabra y ha tenido mucho más eco social. Hay palabras menos ideológicas y mucho más importantes, como igualitario. Me identifico mucho con eso. No quiero una élite de rojos que ganen mucho dinero y unos obreros que ganen como ahora. A mí me gustaría un mundo en el que David Bowie no ganase mucho más que una enfermera. No sé qué hace David Bowie que merezca que gane ocho millones de veces más que una enfermera. Hay que ir más a lo práctico. Por ejemplo, me gustaría que las revistas en donde he escrito o los sellos donde he estado se organizasen de una manera más horizontal, aunque bueno Acuarela era una empresa tan pequeña que funcionaba casi como una cooperativa. Me gustaría que en las revistas las redacciones fuesen más comunitarias, los sueldos iguales para todo el mundo, no muy grandes para los directos y muy pequeños para los redactores. Más que izquierdas, yo diría eso, igualitarismo. ¿Qué si me parecen bien las posiciones anti igualitarias en plan “Steve Jobs y Bob Dylan son gente súper especial y merecen ganar 35 millones de euros al año y tú como no eres tan especial te conformas con 900 euros al mes y, aún por encima, de forma precaria”? No me parecen posturas legítimas, sino rechazables.

-«Rockdelux» es quizá la única revista musical de las importantes en España que ha adoptado un posicionamiento político. Una vez escuché a un lector decir: “Cada vez que leo el manifiesto ya sé lo que va a decir y cómo se va posicionar”, indicando que casi siempre respondía a un planteamiento de izquierdas. Eso crea una necesidad dentro de la cultura indie de, al menos, aparentar que se es de izquierdas.

-No estoy de acuerdo con ese análisis. En Manifiesto hicieron un articulo muy contrario con Chávez. También otro muy pro-Israelí. Las posiciones que tú llamas de izquierdas eran calcadas de los editoriales de El País, posiciones de de buenrollismo liberal que yo llamaría progre. Lo que se ha hecho más a la izquierda o más igualitarios que El País ha sido gente muy contada, cosas de Roberto Herreros, de Nando Cruz o mías. Rockdelux pidió el voto en los noventa para Pasqual Maragall. Para mí es una revista muy en la onda del PSOE. Sacaron con el 15-M el articulo «PSOE-PP la misma mierda es» que hice yo. Pero eso fue una salida de la línea editorial más que una consecuencia. Yo creo que ha quedado claro que no son nada empáticos ni con la lucha feminista, ni con la canción política, tampoco se quisieron posicionar con No Age y lo de Converse en el Apolo.

-En la solapa del libro dice que «colaboraba» en Rockdelux, en pasado. ¿Va a dejar la revista?

-Sí, he dejado de colaborar. Mi línea de enfoque musical se había ido alejando de la de Rockdelux. Yo suponía que una revista cultural es un foro de debate y que se podían aceptar distintas posiciones. Pero he tenido bastantes roces con Santi Carrillo, su director. Me llamaba preguntándome por qué hacía una pregunta determinada, por qué hacía un determinado enfoque, por qué hablaba siempre de los guetos, por qué esa obsesión por la música negra… Luego, no me gustó nada la reacción de la revista al artículo del Machismo gafapasta del Diagonal. Me pareció muy intolerante, con muy poca autocrítica. No me ha gustado la violencia con la que se ha rechazado Resituación de Nacho Vegas, porque las preguntas que le hicieron en aquella entrevista parecían sacadas de El Gato al Agua de Intereconomía. No me voy porque esté en desacuerdo, sino que son un montón de cosas. Hay hostilidad al discurso que he cogido, no sintonizo mucho con la línea y, además, soy padre de una hija y en breve seré de otro. No puedo colaborar por tan poco dinero. Les dije que dejaba de colaborar y hacer el Truco o Trato. Ahora, aprovechando el número especial y el cambio que va a dar la revista, me voy. Ya hace ocho meses que lo sé.

-En su libro se refiere continuamente a Rockdelux como la revista hispter. Yo no creo que los hipsters lean Rockdelux ni que lo que diga Rockdelux tenga la importancia que podría tener en los noventa.

-De acuerdo, pero ¿digo que Rockdelux es hipster?

-La mete como la revista de referencia de todo al ambiente al que critica. Eso también es un problema: pasa de indies a hipsters y a gafapastas de un modo que uno no sabe dónde empiezan unos y terminan otros y si se confunden.

-Es una mezcla de todo, a mí eso no me importa tanto tampoco. Creo que tanto el indie, como el gafapastismo como el hipsterismo comparten una sensación de que tus consumos culturales supuestamente exquisitos te ponen por encima de los demás. Creo que eso sí se da en muchos lectores y redactores de Rockdelux. A mí me ha pasado, pensar: «Oigo a Mercury Rev, soy un oyente súper avanzando respecto a quien escucha a Extremoduro». O que la música jamaicana la escuchan los pies negros pero yo escucho un artista de dub de Warp que es superior a cualquier cosa que se haga en Jaimaca. Ahí hay una posición de snobismo y clasismo cultural. Y sí, son términos que se confunden porque son porosos, pero a mí me interesaba esa posición de superioridad cultural más que la taxidermia de hasta dónde llega el hispter, el gafapasta o el indie.

-Menciona como algo negativo el que los grupos no sean subversivos o generen conflictos. ¿No acepta que exista una música amable y válida?

-Sí, el folk, por ejemplo. Me parece una música muy política y muy amable, pero que crea conflictos políticos. Pete Seeger ha estado militando en mil sindicatos y ha sido la banda sonora de muchas luchas contra la contaminación. El folk es amable, suave y fraternal, pero ha creado conflictos. ¿Cómo se justifica que un grupo sea político y no cree un conflicto con nadie? Yo, por ejemplo, me pongo una camiseta de NWA en el Primavera Sound y puedo ser alguien guay. Pero si eres un negro en Los Ángeles y te pones esa camiseta al día siguiente de que pegaran a Rodney King, pues lo más seguro es que te crees un problema. En ese contexto NWA son un grupo político. En el contexto del Primavera Sound, no. Todo lo político siempre tiene que ver con el contexto. Si tú pones al Elvis joven a tocar en los Emiratos Árabes Unidos moviendo las cadenas en el 2014 se crea la revolución. Si lo haces en Las Vegas, sería lo normal.

-En «The Suburbs», que es el disco al que se refiere, el grupo hace un lamento igual que le puede pasar a mucha gente que, de pronto, se refugia en la nostalgia de cómo eran las cosas en el pasado. Puedes sentir empatía con ese sentimiento, sin tampoco proponer ninguna salida porque a lo mejor ni la conoces, ni la sabes. ¿No cree?

-Ese tipo de nostalgia es muy reaccionaria. Arcade Fire dice: «El mundo moderno es una mierda y nosotros somos gente super sensible y nos sentimos muy afectados por eso, pero no vamos a hacer nada. Vamos a recrearnos en nuestra nostalgia y nuestra hipersensibilidad en los dos próximos años que estaremos de gira con este disco». Eso para mí es reaccionario, en el sentido de encerrarte en ti mismo. Puedes ver que en el mundo también hay cosas buenas, hay gente que está protestando contra lo que se está organizando. Eso es lo que era la contracultura. Cuando Estados Unidos se tiraba hacia la derecha la gente organizó comunas, tomó drogas, intentó ser fraternal, quemó la cartilla de reclutamiento de Vietnam… Arcade Fire apoyó la reelección de Obama después de que rescatara Wall Street, mantuviera abierto Guantánamo y siguiera con la política militarista en Oriente Medio. ¿Si el mundo moderno es una mierda por qué pides el voto para Obama, que es una persona que lo está haciendo más mierda todavía?

-Ese tema lo toca en libro. Como existe una condescendencia hacia los artistas anglosajones que se posicionan políticamente con un lider como Obama o Clinton, cuando aquí se hacen mofas si se hace algo parecido con Zapatero. Aún siendo Obama más reaccionario.

-Sí, en cuestiones de género o la memoria histórica, Zapatero fue mucho más progresista .

-Hay una critica a su libro que se repite continuamente: que usted cuestiona esa postura de superioridad del hispterismo desde una postura igual de superior.

-Me alegra que alguien me haga esa pregunta, en vez de directamente la acusación [risas]. No sé qué posición de superioridad puede haber cuando reconozco en el libro que de los últimos 20 años que he escrito, 16 tienen muy poco valor. Yo creo que es un ejercicio de humildad, pero como tengo ese estilo de ir al grano y a ratos contundente pues puede parecer otra cosa. En el primer capítulo digo que cuando me meto con los modernos no es desde la superioridad porque yo he sido uno de ellos durante mucho tiempo. Creo que esa crítica está injustificada.

-¿Ese papel de “moderno renegado” no le dio un poco de apuro al principio?

-Sí, claro. No sabía cómo enfocarlo, si ponerme en plan lastimero diciendo que todo lo que había hecho era equivocado, si pasar de la primera persona y hacer como que no lo reconozco… Era muy complicado escoger un punto de vista honesto y que fuera cómodo para mí. Le he tenido que dar muchas vueltas para encontrar uno. No sé si ha sido el mejor, pero me he esforzado mucho en lograr hacer una crítica y, al tiempo, no excluirme yo de esa crítica. No ha sido un libro de pasarlo bien, sino espinoso.

-¿Hay cinismo en el libro?

-El libro entero es una denuncia del cinismo.

-No, lo digo respeto a su postura, si está criticando algo que, en realidad, no cree que es tan criticable.

-No, al revés. Hay un párrafo en el que digo que los hipsters saben que todo lo que digo es verdad. Que las empresas culturales donde trabajamos nos explotan. Que hay un gran acervo anglosajón en nuestros gustos culturales. Que hay machismo en el ambiente cultural. Que la música que viene de Latinoamérica se considera inferior a la que viene de Nueva York. Lo que yo estoy diciendo no lo discute nadie. Lo que discuten es quién soy para decirlo, el tono que empleo o las ganas de salpicar a la gente. Yo no quiero salpicar a la gente, sino compartir los argumentos que me han hecho cambiar de enfoque.

-Se queja de que le paguen tres euros por una critica de un disco en la prensa musical. Pues aún menos mal, porque en muchas la norma es que no se pagan las criticas de discos ni los conciertos.

-Claro, es que tenemos tan poco que perder que por qué seguir así. ¿Por qué seguir a Pitchfork habiendo tanto Soundcloud? El perfil de los críticos musicales es muy uniforme: chico universitario de clase media, que no baila, que es muy de escuchar la música en su habitación, pero siempre de un modo individual. Es imposible que exista una crítica musical competente si solo se presenta un enfoque en las radios, en la prensa y en los periódicos. Eso es bastante evidente. No se critican los argumentos, sino quién los dice. Es como cuando a Nacho Vegas le decían en Rockdelux ¿quién eres tú para tirar la primera piedra?

-Insiste mucho en la entrevista de «Rockdelux» a Nacho Vegas. ¿No cree que usted está atacando con la misma dureza a toda esa cultura hispter?

-No creo que sea lo mismo defender una posición de poder que una posición contra el poder. No es lo mismo que David Fernández saque una zapatilla delante de Rato y se ponga un poco hostil que un policía saque una zapatilla y se ponga a mirar a un manifestante en plan «te voy a dar una hostia». Si yo cuestiono la homogeneidad cultural delante de un artista que entrevisto en Truco o Trato estoy defendiendo un poco una posición de apertura, de heterogeneidad y diversidad. Pero si alguien están defendiendo que la música tiene que ser apolítica y que, si hace algo político, es panfletaria está defendiendo una posición muy pro sistema. Creo que son cosas diferentes. Me parece más aceptable un panfleto de Valerie Solanas diciendo burradas sobre los hombres y que hay que acabar con nosotros, que un panfleto de un hombre diciendo que hay que acabar con las mujeres o un hombre blanco diciendo que hay que acabar con los negros. No es lo mismo el Ku Klux Klan que los Black Panthers, aunque los dos tengan un lenguaje hostil. La música es una cosa mucho menos importante que la política y, por eso, yo me siento un poco mas liberad para tener un discurso más contundente. Escriba lo que escriba no va a afectar a la vida de nadie. De todos modos yo uso el mismo tono que he escuchado los hispters cuando hablan de las chonis, los bakalas o los perroflautas.

-Es que usted usa la palabra gafapasta con la misma carga peyorativa que se usa lo de perroflauta.

-Te doy la razón. Pero no hay un perroflauta en cada redacción de cultura de los periódicos, no hay una emisora perroflauta como Radio 3, no hay una web perroflauta con tanto poder como Pitchfock, no hay una HBO que haga series perroflautas cada tres meses. Son posiciones diferentes: una que es muy hegemónica dentro de la industria cultural, que es la hipster, y otra que está totalmente desprestigiada.

“Hijo mío, ¿tú también eres un ‘hipster’ de esos?»

Vale, todo lo que suena a «hipster» ya huele y hemos acabado hasta el gorro de la palabrita, más o menos igual que aquel verano en el que hasta mi madre decía «friqui» o ese otro en que los medios se empeñaron en convertirnos a todos en «metrosexuales». Lo mismo tiramos de ella para hablar de magdalenas de diseño que para referirnos a una editorial indie o para soltar alguna pulla sobre Malasaña y sus barbas. Y lo cierto es que es un término escurridizo que en los últimos tiempos parece representar todos los males de Occidente. ¿Qué diablos es un hipster? En estos meses hemos aprendido que nadie quiere ser uno, empezando por los mismos hipsters. Se ha convertido en una piedra arrojadiza. Y tú más.

Uno de los muchos aciertos que tiene el ensayo del periodista Víctor Lenore Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural, que estos días publica Capitán Swing, es que se esfuerza por sacar el término de las secciones de moda y estilo y también evita caer en el tono despectivo de esos artículos tipo «Manual del buen gafapasta» que parecen mirar al vecino por encima del hombro. Porque el hipster, como el cuñao, siempre son los otros.

El hipster que retrata Lenore no tiene nada que ver con aquellos jóvenes de la generación beat locos por el jazz ni su libro pierde el tiempo en hablarnos de camisas de cuadros, sino en analizar cómo consumimos cultura en época de torrents y marketing disfrazado de contracultura. Y cómo esta forma de consumir, completamente asimilada por el mainstream, nos aleja de posicionamientos políticos, de una «cultura política», lo que en su vertiente española no resulta tan diferente de aquel otro fantasma reciente, el de la llamada Cultura de la Transición.

De hecho, en su libro compara la posición de los músicos indie de los años noventa con la de Ana Belén y Víctor Manuel. Pese a quien le pese, el suyo es un acercamiento al término desde una perspectiva política y social post-15M, que nos habla del poder establecido y de cómo se ejerce esa «hegemonía cultural».
Indies, hipsters y gafapastas es también un necesario ejercicio de autocrítica para periodistas -el propio Lenore ha ejercido de crítico musical los últimos 20 años y se pone de ejemplo en numerosas ocasiones, lo que se agradece-, publicistas, personas que trabajan en las industrias culturales y, en general, eso que llamamos «modernos», responsables de imponer un punto de vista que se justifica en el buen gusto y que tiene mucho de burbuja alimentada por los medios de comunicación. ¿Quién demonios son Arcade Fire?

Así que, sí: lo más seguro es que si tienes entre 25 y 45 años seas un hipster. Lo siento. Creciste en las abundantes décadas de los ochenta y noventa y arrastras una pesadísima cultura pop mayoritariamente anglosajona que has colocado en la cima de tus prioridades, que es tu religión y tu ideología. Incluso tu trabajo. Has estirado la nostalgia por la adolescencia hasta las patas de gallo y te jactas de saber diferenciar con un solo vistazo a un genio de alguien sin talento. Crees que el coleccionismo es una forma de militancia, que tus discos hablarán de ti cuando hayas muerto y estar al día con (todas) las últimas series de televisión se ha convertido en una cuestión de vida o muerte. Todo es un drama, todo es dolorosamente intenso.

Sí, mamá, yo también.

Dicho lo cual, vamos a intentar asumirlo con toda naturalidad. Uno: de lo hipster se sale. En este libro hay algunas pistas sobre cómo hacerlo. Dos: si no lo dejas, a tu madre le va a dar igual porque todo esto no le importa y te querrá igualmente. Le hemos enviado un cuestionario a Víctor Lenore a partir de algunos subrayados en su libro, e intentar sacar así todo lo que hay detrás de un término nada inocente. Y sin llegar a las manos.

Soy lo que visto, soy lo que escucho: el hipster como pijo

«Durante demasiado tiempo, los que aspirábamos a la modernidad convertimos nuestros gustos en la parte central de nuestra identidad», escribes. ¿Qué problema hay con identificarse en extremo con la literatura, la música, el cine y, en general, con lo que llamamos cultura, algo que, se supone, «alimenta el espíritu» y nos hace mejores?

Victor Lenore: Antes que identificarnos con nuestros gustos, estaría bien que la cultura fuera algo que nos ayudara a solucionar nuestros problemas. En su día, muchos compramos una versión despolitizada de la modernidad, por ejemplo, la que proponen la Movida y el indie. Ambos géneros son de un individualismo militante y usan los gustos como barricada para separarse de lo que consideran «masa». A Alaska le espanta el igualitarismo de Podemos porque ella es parte de una cultura elitista, capitalista y mitómana. Los vínculos que unen a la gente joven que se apunta a estas escenas «modernas» suelen ser meramente estéticos, no basados en valores políticos o comunitarios. Otras subculturas musicales, como el Rock Radikal Vasco, tendían lazos grupales, había un «nosotros» (los de abajo, los explotados) contra ellos (los jefes, los directivos, los que manejan el cotarro). El 15M les ha dado la razón. Tampoco hace falta que un género musical tenga letras explícitamente políticas para conseguir eso. La escena hardcore, el folk, la música «disco», las raves autoorganizadas o las distintas mutaciones de la música jamaicana son corrientes culturales comunitarias que dan respuesta a la homofobia, la pobreza y la exclusión social.

Mira este, no sabe quién es Arcade Fire: el hipster como consumista ‘cool’

«Los hipsters proponen una rebelión que no se enfrenta nunca con el sistema, sino que desprecia a la gente que no le da la importancia suficiente a consumir». «Lo que buscan los hipsters es un consumismo que provoque orgullo en vez de remordimiento». OK, los hipsters nos gastamos una pastón en ediciones limitadas y objetos de coleccionista y no entendemos cómo puedes enfrentarte al día a día sin el último disco de Deerhunter, pero: ¿Qué hace al consumismo hipster especialmente condenable frente al de otras subculturas urbanas? ¿Por qué su actitud es «peor» que el afán por sentirse exclusivo a través de sus compras de lo que se denomina «un cani», por ejemplo?

VL: Intento no usar nunca palabras como «choni» o «cani». Me parecen estereotipos inventados desde arriba para degradar a la clase trabajadora. Todo el consumismo me parece condenable y hay mucha gente precaria que somos o hemos sido víctimas de esa actitud. Por poner un ejemplo personal: llevo diez años comprando ordenadores Mac cuando lo único que uso es el mail, Spotify y el procesador de textos. Sin duda he sucumbido a la idea de que Apple es la opción de los críticos musicales guays. Los hipster son los consumidores perfectos, por eso en los últimos cinco años la inmensa mayoría de los anuncios tiene banda sonora de Pixies, Vampire Weekend o Russian Red. Los «modernos» actuales se creen inconformistas por no aceptar menos que un vinilo de edición limitada, un gintonic de 10 euros y el último iPhone. Nunca una presunta subcultura había conectado tanto con la estética de las agencias de publicidad.

El primero disco es mucho mejor: el hipster y el buen gusto

«El moderno puede mirarte desde arriba incluso si escuchas la misma música pero no la has comprado con los rituales y distintivos correctos». ¿Hay que empezar a desconfiar de eso que durante tantos años hemos llamado buen gusto o criterio o coherencia, y que se presupone fundamental, por ejemplo, en un crítico de música? ¿Qué problema habría en entender al hipster como alguien que hace de filtro ante las novedades o como un selector de contenidos culturales?

VL: He sido crítico musical hipster durante veinte años. Mi impresión es que el principal criterio que manejaba era la inercia de repetir como un loro lo que decían las revistas culturales anglosajonas. Por supuesto, de todo lo que escribí en esa época salvaría muy pocas páginas. Eso me ha enseñado a desconfiar de mi gusto, de mi criterio y de mi presunta exquisitez. El problema es que el mercado tiene una fuerte carga de imposición: la mayoría de nuestros gustos reflejan aspiraciones de clase. Lo explica muy bien César Rendueles con esta frase: «Cuando leí La distinción de Pierre Bourdieu me quedé perplejo al comprobar que a todos los idiotas universitarios nos gustaba lo mismo: la fotografía en blanco y negro, los paisajes industriales y la disonancias musicales». No me parece casualidad que la mayoría de lo que nos gustaba a los críticos hipster fueran productos culturales individualistas y despolitizados.

Te gusta por razones equivocadas y no has entendido nada: el hipster como juez y parte

«La hegemonía cultural, en gran parte, consiste en decidir a quien se ‘perdona’ y a quién no». Dices esto en relación al papel que juegan los medios, las llamadas industrias culturales y la publicidad en una hegemonía hipster que en realidad no representa más que el gusto de una élite. ¿Es, por tanto, la popularidad un criterio más válido? ¿No nos llevaría esto en última instancia a darle solo relevancia a los libros o los discos más vendidos?

VL: Me parece un falso dilema. Hay cientos de contenidos populares de gran calidad: James Ellroy, Jeff Mills, Peret, Chimamanda Ngozi Adichie, El Ala Oeste de la Casa Blanca, La Polla Records, las películas de Mike Leigh… Pero creo que hay que centrarse menos en nombres propios y más en las relaciones sociales que generan. Me fascina el sentimiento de fraternidad que crearon cantautores como Víctor Jara o Violeta Parra en los tiempos más duros de América Latina. Eso es una victoria cultural emocionante que a la mayoría de «modernos» les espanta. Lo que fomenta la cultura hipster es el sentimiento de estar por encima de la gente «normal», vivir conectado a una serie de creadores geniales e hipersensibles. La mayoría de los iconos hipster son hombres blancos anglosajones con complejo de genio. Casi todos ellos apuestan por un nihilismo cool, que dice que el mundo no tiene arreglo y que lo único que podemos hacer es cultivar nuestra sensibilidad personal. Me refiero a artistas como Leonard Cohen, Antonio Luque, David Foster Wallace… Ese nihilismo es desmovilizador.

¡Es un genio! ¡Es una obra maestra! El hipster como cultureta

«Según mi experiencia, lo peor del hipsterismo es el lado cultureta. Me refiero a esos ‘modernos’ que nunca se recuperan del éxito de haber logrado leer enteras novelas como La broma infinita (David Foster Wallace), Libertad (Jonathan Franzen) o La casa de hojas (Mark Z. Danielewski)». Dios mío, ¡¿leer también es hipster?!

VL: Esos tres autores están entre los favoritos de los hipsters. Lo que me parece triste, como digo en la siguiente frase del libro, es que se considere que el colmo del prestigio son las novelas obsesivas, individualistas, ensimismadas, metaliterarias y tirando a estiradas. Además, cuando miro mi estantería, me da vergüenza las pocas novelas o ensayos que tengo que están escritos por mujeres o por autores no anglosajones. Frazen y Wallace son extremadamente inteligentes, escriben fenomenal, pero miran al mundo por encima del hombro, una actitud que encuentro rechazable. Cuando digo que los culturetas son la peor parte del hipsterismo es porque yo fui uno de ellos. Es increíble lo mucho que se te puede subir a la cabeza un libro gordo y pedante. Te da una sensación de lucidez muy loca. Esos libros parecen casi hechos para crear ese efecto. Te dicen «mira, este autor tan lúcido piensa que el mundo es un montón de vulgaridad y si te haces fan estarás más cerca de esa posición elevada».

Letizia es hipster y España también

«¿Se ha convertido la música hipster en la banda sonora de la clase dominante? Que la reina Letizia se escape del Palacio de la Zarzuela para ver en directo a Eels, Los Planetas y Supersubmarina parece una pista fiable». ¿España es hipster? ¿Hay motivos incluso para pensar que es más hipster que otros países?

VL: No tengo ni idea. Intuyo que Inglaterra y Francia nos ganan. Lo que es un hecho es que en los años treinta, con un cincuenta por ciento de población analfabeta, los niveles de militancia política en España eran mucho más altos que ahora. La cultura que se ha impuesto desde los ochenta ha disuelto vínculos sociales más que los ha fortalecido. Se ha perdido el concepto de ciudadanía y de fraternidad a golpe de zona VIP, colegios de pago, urbanizaciones cerradas, privatización de empresas públicas y esnobismo hipster. Lo explica muy bien el ensayo La rebelión de las élites, de Christopher Lasch.

Blanco, universitario y en botella: el hipster es clasista

[Clandestino, el disco de Manu Chao, no representa «nuestra música», se quejaba el público moderno de Madrid y Barcelona cuando la revista Rockdelux lo eligió como el mejor disco de 1998, según recuerda Lenore] «Y tenían razón: suena más como la que escucha la señora ecuatoriana que nos limpia el piso o el mensajero dominicano que trae los paquetes a la oficina». «Si un universitario de clase media escucha techno en un club caro de diseño, estamos ante un acto cultural, pero si un reponedor de Ahorramás se acerca a un polígono a bailar algo parecido solamente es diversión descerebrada». Estos días he leído a gente especialmente cabreada por estas declaraciones: al hipster le puedes llamar elitista, pero no clasista ni racista. Algunos venían a decir lo siguiente: ¿Debo pedir perdón por haber estudiado una carrera, por ser un blanco de provincias de clase media y con un gusto marcado por ello?

VL: No hay que pedir perdón por ser blanco, ni por ser hombre, ni por ser universitario. Sí que creo que debemos hacer un esfuerzo por cuestionar nuestros privilegios. En el libro hablo de un racismo inconsciente. Llámalo micro-racismo, si te ofende menos, pero es igual de grave. En la escena de festivales de música españoles, solo ha habido dos artistas cuya inclusión se ha protestado: Julieta Venegas y Calle 13. La cultura hipster quizá no es clasista militante, pero sí funciona como justificación del clasismo. Mola un festival pijo como el Sónar, pero no uno de clase trabajadora como Monegros. Mola Javiera Mena, que es de clase alta, pero no Damas Gratis, que vienen de las villas miseria argentinas. Mola el discjockey estadounidense Diplo, pero no prestamos atención a los artistas negros de funk de las favelas a los que él saquea impunemente. Muchas inclinaciones estéticas de los hispters no son casuales, sino fruto de un clasismo más o menos consciente.

Esto no tiene ni puta gracia: el hipster y la ironía

«Lo peor de aquellos años, siento la insistencia, fue el reinado de la ironía, en versión muy cercana al cinismo. Básicamente, la actitud más admirable que podías tener era la de reírte de todo y no implicarte en nada que no fuera tu propio placer o intereses». Aquí hablas en concreto de los años del indie, pero la ironía es uno de los recursos heredados por el hipster moderno. ¿Hay que sospechar que es por falta de sentido el humor? ¿Por qué al hipster le cuesta tanto reírse de sí mismo?

VL: Aquí hablo de los años noventa y de los posmodernos, que es algo de va desde la Movida a Kanye West, pasando por Madonna. La ironía es el escudo para justificar nuestros privilegios. Al hipster no le falta, sino que le sobra sentido del humor. La mayoría son incapaces de tomarse en serio otra cosa que no sea su bienestar material. El hispter prototípico no se conmueve por nada, ni por los desahucios ni por los recortes en sanidad y educación. Prefiere el humor cínico a la implicación. Por eso el facha de Rupert Murdoch está encantado de invertir cincuenta millones de euros en un emporio mediático como Vice.

Una semana en el interior de un televisor: el hipster y las series

«De alguna manera, hemos logrado autoconvencernos de que pasar treinta horas delante de una pantalla es un acto cultural de primera magnitud». ¿No habíamos quedado en que la posmodernidad era esto? ¿En que no hay alta y baja cultura y que las series de televisión son las nuevas novelas por entregas? ¿No supondría el mismo problema si pasásemos treinta horas delante de un libro?

VL: Me parece alucinante que alguien pueda creer que la ver la tele otorga algún tipo de estatus cultural. Yo soy adicto a las series, pero me parece un defecto más que algo de lo que estar orgulloso. De cada siete que veo hay una que merece algo la pena. Me convence la frase de Santiago Alba Rico que dice que, en realidad, no vivimos una superación de la modernidad, sino que estamos en una especie de Edad Media con televisión en color. La desigualdad económica actual es mayor que en ninguna otra época de la historia. Me gustan las escenas culturales que tienen eso en cuenta. El hipsterismo es una burbuja estética individualista que nos quita tiempo de tejer relaciones más sustanciales.

Nada de fluidos: los hipsters y el sexo

«Las canciones de amor indie abundan en experiencias psicológicas tipo ‘She’s So High’ (Blur), ‘You Trip Me Up’ (The Jesus And Mary Chain) y ‘She Bangs The Drums’ (The Stone Roses). Todas son metonimias asépticas del sexo, en las que se niega el contacto físico. La temática sexual abierta tiene un componente igualitario -a todo el mundo le gusta el sexo-, que se opone al principio mismo de diferenciación de la masa que constituye el centro del indie. Por eso los conflictos sexuales, sociales y políticos se llevan tan mal con esta escena». ¿Se puede desprender de eso que los hipster son malos en la cama? ¿Es el sexo hipster tan desastroso como lo pintan?

VL: No llego a tanta intimidad en el libro. Creo que en algún lado digo que las ficciones de sexo hipster van de transgresoras pero que reproducen los tópicos de Hollywood con un poco más de crudeza y toque malote.

Este es el libro que los fans de Morrissey van a odiar

Barcelona. Diez de octubre. Decenas de personas se muestran indignadas al comprobar que Morrissey no toca en el Palau Sant Jordi, sino en el Sant Jordi Club, un anexo basante más pequeño. En el recinto grande está programado un concierto de Malú a la misma hora. Hay confusión a la hora de saber qué cola es la que corresponde a cada una de las salas. Pero mientras los fans de la cantante preguntan y se resitúan, los que han ido a ver al exlíder de The Smiths no dejan de repetir su miedo a equivocarse de fila y terminar dentro de un concierto de Malú. «Imagínate que acabamos allí», comentan entre risas a la vez que intentan distinguir quién va a ver a quién. El rango de edad no es un criterio fiable; hay adolescentes, jóvenes y no tan jóvenes en ambos bandos. Sí lo es (o creen que lo es) la ropa que llevan.

Mientras contemplo la escena (y participaba en ella) me acuerdo de Víctor Lenore y de su ensayo Indies, Hipsters y Gafapastas: crónica de una dominación cultural (Capitán Swing). Me viene a la cabeza concretamente el pasaje en el que cuenta por qué, en el medio en el que trabajaba, nadie quiso ir a cubrir el concierto madrileño de El Barrio, a pesar de que este había llenado varias veces el Palacio de los Deportes, o cómo, mientras Camela arrasaban en ventas, los periodistas culturales los ridiculizaban. Hace algunos meses, la periodista Begoña Gómez Urzáiz publicó un experimento similar en esta revista: ninguno de sus conocidos sabía quiénes eran Henry Mendez o Abraham Mateo, auténticas estrellas nacionales cuyos vídeos eran los más vistos del año en Youtube.

Creemos que nuestro pequeño mundo es todo el mundo, o al menos el mundo legítimo. La tesis de la que parte el ensayo de Lenore se comprueba cada día: el modelo de consumo actual de ciertos grupos está íntimamente ligado al modelo capitalista. Hasta tal punto que nos ha puesto una venda simbólica en los ojos que nos impide ver otras formas de cultura, otras maneras de agruparse, otros modos de informarse.

Hilando su discurso a través de ejemplos y anécdotas (del cine a la música pasando por la moda o la televisión), Lenore analiza cómo los hipsters cultivan una especie de estilo de vida snob e individualista que se traduce en desprecio hacia lo supuestamente masivo. No cabe el posicionamiento político y la apropiación de lo «mainstream» (que siempre es sinónimo de vulgar) se hace desde la superioridad moral que precede a la ironía. El guiño irónico y la actitud cínica implican además una derrota, una rendición frente a la posibilidad del cambio.

Sin embargo, pese a que todos nos reconocemos en algunas de la situaciones que describe Lenore, no queda muy claro dónde empieza y termina el grupo social al que describe. El autor comienza su ensayo hablando de una situacion personal: como periodista cultural, vivió inmerso en esa carrera por ver quién era y parecía más moderno, hasta que se dio cuenta del asunto y decidió «deshipsterizarse». Entonces se enzarza en una argumentación que combina situaciones vividas con algunos hechos conocidos por todos y otros bastante reveladores para algunos. Y aunque afirma que pretende no demonizar ni culpabilizar a los hipsters del estado de la cultura, lo cierto es que, tras la lectura, ellos acaban siendo los causantes de muchos (quizá demasiados) problemas actuales: la gentrificación, la discriminación, el egoísmo, la fiebre consumista, la meritocracia y la vuelta o el afianzamiento de algunos valores conservadores.

Subculturas y grupos de consumo

Pero siempre la pregunta sigue ahí: ¿qué demonios es un hipster? Lenore habla de subcultura y lo cierto es que los modernos actuales poseen pocos de los rasgos que caracterizan a una tribu urbana en sentido estricto: no conozco a ningún hipster al que le guste ser llamado hipster. No hay sentimiento de pertenencia, no hay comunidad y por supuesto no hay un estilo de vida alternativo al sistema. Nos juntamos con gente que comparte nuestros gustos y nuestras formas de consumo, pero eso, si no hay orgullo de grupo de por medio, no nos convierte en miembros de un movimiento o de una subcultura.

Mucho menos si los rasgos definitorios no están claros: en una columna publicada en el nuevo número de la revista Icon, Lucas Arraut escribe sobre el sinsentido de la etiqueta hipster, una categoría que se anula a sí misma cuando se pone en práctica. Tal vez sea porque lo hipster no es un grupo social establecido, sino nada más (y nada menos) que un grupo de consumo, el efectivo modo que han tenido las industrias culturales y los medios de comunicación de segmentar en términos mercantiles nuestro modo de vivir y relacionarnos.

Pensemos, por ejemplo, en qué significaba ser hipster hace cinco o seis años, cuando todas las revistas escribían la dichosa palabra en sus titulares. Primero fueron las gafas de pasta y los cortes de pelo sesenteros, después el urbanita con nostalgia rural que tarareaba melodías folk, luego el consumidor de ropa de segunda mano de aspecto desaliñado… Si siguiéramos la estrategia de Lenore, nos saliéramos de nuestros propios círculos culturales y preguntáramos a cualquier persona ajena a todo esto qué es un hipster, las respuestas serían dispares pero bastante esclarecedoras: hipster es el que lleva barba, o hipster es el que lleva una bolsa de tela. O una camisa de cuadros. En eso se ha quedado la palabrita, en un epíteto que describe una característica tan concreta como banal.

Es cierto que el culto a lo hipster lo han creado los medios, las empresas y los individuos que hacen gala de este consumo distinguido y supuestamente elitistas, pero ninguno de ellos se considera a sí mismo como tal. Es más, hace algunos años, llamar así a tu colega (con el que, por cierto, compartías gustos) era insultarlo de forma cariñosa, tal vez porque todos éramos conscientes de las connotaciones de esnobismo y diferenciación que llevaba asociadas. Hoy ya ni siquiera hace daño. El «insulto» está tan sobreexpuesto que ya no connota nada.

El brazo fuerte del capitalismo

Tiene razón Lenore al hablar de lo hipster como uno de los brazos fuertes del capitalismo actual. El hipsterismo es un modo de vida confuso, que se adopta de forma inconsciente y se manifiesta de forma esquiva: una lógica de consumo formalmente perfecta (de planteamientos circulares que se anulan a sí mismos) que produce estragos en la práctica. Puro capitalismo.

Pero eso implica varios problemas: si no puedes acotarlos, no puedes culpabilizarlos. Hay mucho de inconsciencia en el consumo moderno, incluso de gregarismo y comportamiento masivo (pese a que paradójicamente se hable de elitismo).

Tampoco se puede definir al hipster de manera completa, aunque con más o menos acierto, Lenore presupone algunos rasgos. Considera que muchos son hijos de familias con recursos, se dedican a profesiones liberales y compran en las mismas tiendas. Tres características demasiado confusas: ni todos los hipsters son ricos, ni todos son diseñadores gráficos ni obviamente visten igual. Es más, a efectos prácticos y según está planteada la cuestión, hoy por hoy se puede ser más elitista llevando chándal que una camiseta de los Smiths.

Por lo mismo, no se puede medir el triunfo de lo hipster con parámetros prefijados: si, como dice el autor, las letras de los grupos modernos son políticamente inocuas, también habría que hablar de otros géneros populares que cantan al enamoramiento o al desamor. Aparte, si se argumenta que ciertos géneros no triunfaron pese a gozar de una amplia base de fans frente a otros que sí lo hicieron aupados por medios como Radio 3, igualmente se emplea la misma vara de medir que utilizaría un hipster: hablamos del éxito como la consecución de esos hitos sociales y mediáticos legitimados por la élite. Camela no aparece en Radio 3, ni es tenida en cuenta por las revistas de tendencias, pero Los Planetas tampoco aparecen en Cadena Dial, y es bastante poco probable que los lectores de ciertas páginas de musica sepan quiénes son.

De la Edad Media al hipster

Lenore apela a Bourdieu (como bien dice, ese manidísimo as en la manga que todos hemos utilizado en nuestras argumentaciones) para hablar del modo en que se construyen los gustos y cómo estos son la herramienta más efectiva para la distinción social. Los hipsters son el triunfo de las tesis de Bourdieu, un grupo de consumo prefigurado desde el modelo capitalista y encaminado a formentar la diferenciación, si no económica, sí social en sentido amplio. Ellos son la nueva barrera humana que ejemplifica las antiguas diferencias entra la Alta y la Baja Cultura, aunque ambas culturas ahora sean igualmente mayoritarias.

Pero si tenemos en cuenta esta tesis, acabamos concluyendo que hipsters ha habido siempre, aunque no hayan recibido ese nombre. El modelo socioeconómico necesita de connoisseurs, aristócratas del gusto y esnobs conscientes o inconscientes para legitimarse. Esto apoya la tesis del autor: la dominación cultural es profundamente capitalista, pero no puede circunscribirse únicamente al periodo actual.

Y, finalmente, se plantea la eterna pregunta: si lo hipster no es un grupo subcultural, sino una forma de consumo moldeada desde arriba, ¿cómo deshipsterizarse? Lenore habla de géneros musicales populares, de cine mainstream (y de películas de autor vistas por todos, aunque a los medios les encante decir lo contrario), de estilos de vida «marginales», pero lo hipster está basado en la diferenciación infinita, y tiene por eso tiene poca escapatoria. ¿Escuchar reggaeton no puede ser visto como la última treta hipster de los más hipsters? Hablamos de un esquema formal sin contenido: hoy es Arcade Fire, pero mañana puede ser un coplero. Importa el sentimiento de minoríaM la canción es lo de menos. No hay demasiados caminos abiertos a la deshipsterización.

En cualquier caso, es muy bueno que el ensayo de Lenore plantee estas confrontaciones y siembre amores y odios en cada párrafo, porque de esta forma logra su cometido: arrojar luz sobre la forma en la que se gesta y opera una cultura y no simplemente describir la forma en que se manifiesta. Resulta enormemente interesante sentirte identificado con lo que criticas y descubrir la falacia en la que todos andamos metidos. Más cuando somos conscientes de quiénes leerán ensayo y lo analizarán frase por frase: los hipsters (si es que aún puede llamárselos así). Ellos se reconocerán en sus páginas y, a la vez, se indignarán al ver cómo funciona el consumo de los otros (que son ellos mismos). Un ensayo antihipsters leído por hipsters. Claramente, estamos sumergidos en esta historia hasta el fondo.

El argumento definitivo para acabar de una vez por todas con la cultura hipster

Detesta Arcade Fire, adora el reguetón y Camela y por encima de todo quiere acabar con la hegemonía cultural impuesta por los modernos. Víctor Lenore es motivo de polémica cada vez que habla, y ahora acaba de publicar Indies, hipsters y gafapastas, un panfleto antihipster en donde carga contra la cultura del emprendizaje y el imaginario del moderneo. Para despejar dudas, hablamos con él.

En el momento de hacer esta entrevista, los vídeos musicales más populares en YouTube España son David Guetta y Pablo Alborán. Ambos son música popular; ninguno es música política ni música hipster. ¿Qué opinión te merecen a ti?

Me parece relevante el hecho de que el house se inventara en Chicago por comunidades negras excluidas; ellos crearon ese estilo musical. Sin embargo, quien más pasta se ha llevado a lo largo de la historia con este género ha sido David Guetta. Desde luego, es interesante pensar sobre un sistema en donde uno hace una innovación, y otros se llevan el dinero. La cultura house es algo muy descentralizado: en casi todos los pueblos hay una discoteca donde puedes escuchar house por un precio razonable. Sin embargo, David Guetta es sinónimo de la cultura de las entradas a 50 euros, el endiosamiento de la figura del DJ, etcétera. En cuanto a Pablo Alborán, no lo he escuchado mucho, pero yo estoy muy a favor de las canciones sentimentales y las canciones de amor, algo que está mal visto en el mundo hipster: si no son irónicas o cáusticas, parece que eres un cursi.

Precisamente en el libro dices que tu reivindicación no es solo un arte más político, algo que podría sospecharse de antemano…

A mí me gusta Camela, que no son nada políticos. Luis Troquel decía que Camela no querían ser los Chichos o los Chunguitos; querían ser Mecano. Pero a mí me gustan sus letras, su sencillez y el hecho de que han conseguido ser un superventas a pesar de todo lo que les han rechazado… Aunque a veces pueda tener un tono de comisario político de Podemos o de bolchevique, lo cierto es que a mí me gustan otro tipo de canciones.

Hace unos días estaba en el metro y delante de mí había una mujer negra trabajadora leyendo un best-seller romántico de Danielle Steele. ¿Qué diferencia hay entre esta mujer y una licenciada en publicidad en situación precaria que se evade con Arcade Fire?

Las obras de arte tienen un montón de factores políticos. Recuerdo que en Diagonal Belén Gopegui defendía 50 sombras de Grey. Decía que era de las pocas novelas donde se hablaba del clítoris y del orgasmo femenino con un mínimo de realismo. Creo que cuando alguien consigue vender tanto, como ocurre con Corín Tellado o 50 sombras, es que tiene algo, y el trabajo de un crítico cultural es encontrar eso. En el caso que planteas, supongo que habría que preguntarle a la lectora de Steele cuáles son sus motivos para leerlo.

Defines lo hipster como «elitismo al alcance de todos». No obstante, el hecho de que alguien de clase trabajadora lea un best seller romántico de Danielle Steele o 50 sombras, ¿se puede considerar elitismo al alcance de todos?

No. Lo que yo critico de la cultura hipster es esa sensación de creerte por encima de los demás: yo no he visto a ningún fan de 50 sombras diciendo «qué guay soy por leer 50 sombras». Es un libro que alguien se compra, que lo comenta con otra persona, que circula… Cuando oigo hablar a los fans de David Foster Wallace, en cambio, sí hay elitismo. Sí se mira por encima del hombro.

En ese caso, ¿qué es lo que está mal de la cultura hipster?, ¿el producto cultural en sí, o el afán de distinción? Porque si solo es el afán de distinción, entonces no debería haber ningún problema con -por ejemplo- Kanye West, sino con los oyentes que creen que escuchan música mejor que su vecino…

Con Kanye West hay un problema clarísimo. Yo he sido superfan de Kanye West, pero hay que atender a su evolución. Su último disco es musicalmente increíble, pero las letras lo estropean. Es un tipo que solo es ego, y que utiliza el Black Power y el apartheid para hablar de sus chicas y su dinero. Si las marcas de moda tuvieran que diseñar un rapero que hiciera justicia a sus valores, ese sería Kanye West, alguien que no tiene una letra comunitaria en su repertorio. Sin embargo, el rap era la CNN de los guetos. Ahora mismo, si escuchas a Kanye West, no tienes ni idea de lo que está pasando en los guetos o en las comunidades excluidas.

La mayoría de periodistas culturales se queja de la precariedad. Tú te quejas del elitismo que gobierna la prensa cultural. ¿Quién de los dos lleva razón?

Personalmente, yo de la precarierdad no me quejo porque la queja individual no creo que sirva de nada. Me gustaría poder tener un sindicato y mejorar las condiciones. Me encantaría que las empresas donde trabajamos, en lugar de ser empresas capitalistas con jefe y empleado, fueran cooperativas. Me gustaría que no hubiera tanta desigualdad en los medios de comunicación… La precariedad es indiscutible.

Antes me preguntabas qué hay de malo en la cultura hipster: la mayoría de los ídolos de los iconos hipsters son hombres blancos, anglosajones y con un complejo brutal de genio: Bowie, Cave, Cohen… Todos totalmente metidos en sus movidas individualistas y ajenos a lo que está pasando en el mundo. A mí eso me parece estar desconectado de la realidad.

En tu entrevista de Rockdelux a Eloy Fernández Porta le dices que parecía que sus ensayos estuvieran desconectados del 15-M. Con tu libro a mí me ocurre un poco lo mismo: tal es la magnitud que se le concede a la cultura hipster, que parece que no hubiera sucedido nada desde el 15-M hasta ahora…

Creo que los procesos culturales son muy lentos, y que lo que pasa en 2011 no se verá este año o el que viene. Son procesos que llevan una digestión lenta. No obstante, ya hay pequeños indicios.

Personalmente, yo estoy de acuerdo con que las canciones que se hacen con motivos políticos son un coñazo. No sirven ni para estética ni para política. Pero creo que la cultura hipster y posmoderna que viene de los 80 y los 90 es una cultura muy asentada. Sigue siendo hegemónica en los medios, y la cultura que salga del 15-M está por hacerse. Yo espero que no sea un panfleto ni algo tipo manual bielorruso…

Veo ahí una encrucijada: si la cultura dominante es lo hipster, el 15-M ha fracasado, y si lo hipster es la cultura de unos pocos pijos, entonces tampoco merece tanta atención.
Aquí hay dos cosas diferentes. El mundo cultural tiene unas dinámicas lentas y yo creo que lo hipster sigue siendo dominante en los medios. Desde arriba, la cultura hipster es algo que quiere imponerse porque tiene los mismos valores que el sistema: individualismo, meritocracia… Pero desde abajo se intenta romper con estos valores porque el 15-M y sus alrededores es algo muy fuerte. Eso sí, estas cosas no se rompen en tres años. Afortunadamente, la hegemonía de la cultura hipster ya está siendo cuestionada.

En el último capítulo hablas de que el hipster está en decadencia y que los modernos actuales son más relajados. Luego terminas con la siguiente frase: «vistas las opciones, lo mejor es que mi hijo se haga perroflauta». ¿Es posible una confluencia entre lo hipster y lo perroflauta?

De lo hipster yo no veo nada salvable. Hay un festival en Chile que se llama Viña del Mar donde van Julio Iglesias, El Puma… y que claramente refleja los valores de Pinochet: valores muy rancios, conservadores. Cuando vemos un vídeo del Viña del Mar, todos sabemos que detrás de todo eso hay unos valores políticos y de género… Pero cuando vemos a Arcade Fire parece que no hay valores. Sin embargo, toda música tiene implícitos unos valores. Por ejemplo, el rock radical vasco, además de música, tenía unos espacios de socialización que eran la casa okupada, la radio libre, la asamblea… ¿Pero qué tipos de socialización ha creado el indie? Eventos de un día como el Primavera Sound, clubs de moda como Nasti… Espacios elitistas.

Hablando de literatura, expones a la «Generación Nocilla» como muestra de literatura indie y despolitizada. Sin embargo, y al igual que ha pasado a la ciudadanía, varios de los autores asociados a ella han ido adoptando motivos políticos después de la crisis…
Puede que no conozca bien a los autores de la Generación Nocilla para hablar de todos ellos, pero tanto Eloy Fernández Porta como Agustín Fernández Mallo tienen una conexión evidente con la cultura indie. En el primer Nocilla aparecen Rockdelux, Señor Chinarro, Los Planetas… En los de Porta Magnetic Fields, Astrud…

De todas formas, y hablando de cine, en el libro hablo de un texto de Ana Useros en donde dice que vivimos una época hiperpolítica. Un ejemplo: una comedia taquillera como Ocho apellidos vascos no se vende como algo con lo que vas a pasar un buen rato, sino que también se vende como política. También hay un montón de cineastas jóvenes que han tirado por el lado político, aunque lo que manda en sus películas es la estética.

A mí en los 90 me encantaban los Manic Street Preachers, un grupo que está todo el día hablando de política, pero que en el fondo son hipernarcisistas e hiperindividualistas: es imposible que su música encuentre eco en los movimientos sociales. Que algo se declare político no significa que tenga ningún valor como tal.

¿Es la política el nuevo indie?

Está claro que ahora todo es política. Hay un momento de la historia de España reciente en donde a alguien de La Noria se le ocurre llevar a Diego Cañamero y al alcalde de Marinaleda y petan las audiencias; luego llevan a Ada Colau y petan las audiencias… Ahora Telecinco ha fichado a Pablo Iglesias. Está claro que la política es mainstream.

¿Qué hay de los hipsters de izquierdas?

Hay hipsters de izquierdas y hay mucho elitismo dentro de la izquierda; lo hubo también en Ladinamo, un proyecto donde yo he trabajado muchos años. Hace poco Alba Rico hablaba del «elitismo democrático», acerca de la gente que pedía más participación y más asambleas en Podemos. Alba Rico decía que no todo el mundo tiene tiempo para participar, y que es profundamente antidemocrático darles mucho más protagonismo a la gente que tiene todo el tiempo del mundo para estar en asambleas. Si eres un trabajador donde te explotan, no puedes ir a la asamblea…

De todo esto, yo me quedo con la frase de Owen Jones según la cual necesitamos más cajeras de supermercado en política. En cuanto a Podemos, una de las cosas que más me molestan de Pablo Iglesias es su insistencia en que «somos la generación más preparada de la historia de España, tenemos doctorados, carreras»… Esto es cierto, pero también cuenta el punto de vista de la gente que no tiene esas carreras. Por supuesto, en la izquierda hay elitismo, narcisismo y egos para parar un tren.

En este sentido, ¿tu libro no corre el riesgo de fragmentar más a los jóvenes precarios? Es decir, leyéndote, uno tiende a pensar que el consumidor de cultura hipster es elite, y no clase trabajadora…

Siempre he pensado el libro como un panfleto, un género que tiene unas reglas de estilo muy sencillas y muy directas, y puede que en ese estilo haya incurrido en razonamientos mecánicos. Pero si hablo desde mi experiencia personal, todos los gustos que yo tenía cuando era hipster me hacían creerme mejor persona. Tenía una interpretación distorsionada de la realidad. Tampoco encuentro mucha gente que escuche a Arcade Fire y tenga un gran interés por la política: sus letras están en contra del mundo moderno, pero no ofrecen soluciones, alternativas o críticas mínimamente sólida. Su único conflicto fue cuando pidió ir a sus conciertos en traje, cosa que ni Julio Iglesias se atrevería a decir.

Acerca de la fiebre por el vegetarianismo y la comida ecológica, niegas que comprar algo pueda ser un acto político progresista. ¿Podemos situar el hecho de comprar una biografía de Belén Esteban en El Corte Inglés con el acto de comprar tu libro, publicado por una editorial independiente, en una librería cooperativa?
Yo creo que las elecciones individuales no van a provocar ningún cambio importante. Zizek o Thomas Frank han escritor varios artículos contra la idea de que la revolución pase por la tarjeta de crédito. En el fondo, todo esto deriva en una mentalidad individualista.

Por otra parte, y aunque no he leído el libro de Belén Esteban, personalmente me niego a descalificarla. Owen Jones decía que todos estos personajes de la tele repiten esas torturas de la Edad Media, en donde se ponía un cepo de madera a un ladrón y la gente le insultaba o le tiraba verdura, mientras pensaban «hay una chusma que es más chusma que yo». Yo me niego a eso. Me niego a meterme con Belén Esteban o con la gente de Gandía Shore porque ese es el efecto que persiguen desde arriba: que nos peleemos entre nosotros en lugar de pelear contra ellos.

En los disturbios de Londres de 2011 se habló mucho de esto. Hubo quien condenó como chusma a los chavs que se dedicaban a saquear comercios y robar ropa o tecnología. También hubo quien pensó que tenía toda la lógica del mundo que los jóvenes de los suburbios quisieran tener esos productos: a fin de cuentas, les habíamos dado una educación capitalista… ¿Puede pensarse lo mismo de los hipsters? Es decir, que la culpa de que quieran ir a festival de música es nuestra…

Para empezar, yo a lo de Londres no lo llamaría disturbio, sino levantamiento. En estos casos el proceso siempre es el mismo: la policía mata o da una paliza a alguien, y la gente reacciona. Pasó en Ferguson, en Los Angeles, en París… Pero no son disturbios, son levantamientos en contra de los abusos y la opresión policial. En cuanto al motivo de los robos, se debe a que no hay una organización política para que la rabia y la frustración se canalice de una manera más constructiva. Y sí, es cierto que esa es la educación que se les ha impartido.

Sobre cultura hipster, nos la meten por los ojos. En España tenemos un problema de anglofilia: parece que todo lo que pasa en Londres, Nueva York o Los Angeles es genial, y lo que pasa en el resto del mundo es aburrido. Lo que intento explicar en el libro es que el mercado no es neutro; tiene un efecto de imposición. Es mucho más fácil meterte en una inercia que el mercado te mete por los ojos, que buscar una alternativa.

Para mí, el hipsterismo ha sido dejarse llevar por la corriente. Por ejemplo, los años ochenta son los años de los colegios privados, las urbanizaciones cerradas, las teles privadas y sus valores neoliberales, la moda de mandar a tus hijos a Inglaterra a que aprendan inglés… lo cual tiene un reflejo cultural. Todo esto se acaba convirtiendo en una identidad, pero no es una identidad que tú hayas escogido.

¿Qué música hay que evitar, sí o sí?

Personalmente no me siento muy cómodo en el papel de gurú. Me contento con que la gente se muestre crítica ante las recomendaciones que la prensa cultural le ofrece.

“La cultura hipster podría definirse como ‘el elitismo al alcance de todos’”

¿Cómo definirías lo hipster? ¿Por qué equiparas indies, hipsters y gafapastas?

Los hipsters son una falsa subcultura, que parece que se enfrenta a los valores dominantes, pero en realidad propone una versión más despiadada y esnob del capitalismo actual. Podemos decir que son contraculturales en la estética y yuppies en la ética. Sobre el indie, es una escena tirando a naíf, cuyos miembros adoran la ironía, la candidez y sentirse especiales. Básicamente, hablamos de una escena infantil y basada en la estética, sin ningún elemento que cuestione el sistema, ni siquiera en tiempos de emergencia social como éstos (esto es la regla, aunque dentro del indie hay excepciones que la confirman). ‘Gafapastas’ o ‘culturetas’ son aquellas personas que se sienten superiores a través de consumos culturales presuntamente exquisitos, pongamos un disco de Radiohead o una novela de David Foster Wallace. Lo que comparten indies, hipsters y gafapastas es la sensación de pertenecer a una élite cultural por encima de las ‘masas’, digamos el gran público, que ellos consideran vulgar.

El libro está escrito a partir de tu experiencia personal, ya que reconoces que pasaste demasiado tiempo inmerso en ese ambiente. ¿En qué momento empiezas a cuestionarlo? ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

He pasado más de la mitad de mi vida en el hipsterismo y me ha resultado muy insatisfactorio. Sobre todo, por el tremendo individualismo imperante. Poco a poco, empecé a ver la enorme carga de prejuicios que arrastrábamos. Por ejemplo: la mayoría de hipsters detestan la música popular sudamericana. Hay un fuerte rechazo a Manu Chao, simplemente por escribir canciones sobre la vida y los problemas de los migrantes en las grandes ciudades de Europa. Hubo polémica y protestas en Internet cuando Julieta Venegas o Calle 13 fueron contratados en festivales indies. También hay un rechazo explícito al arte político, especialmente si los mensajes son claros: desde Víctor Jara a Michael Moore, pasando por la cultura feminista, que se mira con desdén o abierta antipatía. Con el paso del tiempo, esas actitudes me fueron alejando del hipsterismo en busca de formas culturales más relajadas y empáticas.

Afirmas que el triunfo de lo hipster es una derrota política. ¿Podrías explicar esta afirmación?

La cultura hipster está llena de esnobismo, clasismo y anglofilia (parece que solo importa lo que pasa en Londres, Nueva York y Los Ángeles). También hay mucho racismo inconsciente, que reproduce las estructuras de poder de la industria cultural, manejada por hombres blancos de clase media. La cultura hipster podría definirse como «el elitismo al alcance de todos», ya que apuntarse no exige un gran nivel cultural, ni tampoco mucho gasto, porque ahora la mayoría de los contenidos están accesibles al precio de una conexión ADSL. Creo que una escena cultural mitómana, clasista y narcisista es incompatible con formas sociales igualitarias.

Desmitificas productos culturales que se presentan como refinados cuando, en realidad, se trata de lo mismo de siempre pero barnizado con una pátina cool. ¿Cómo hacer una crítica cultural que no caiga en el elitismo pero tampoco se convierta en una celebración acrítica de lo mainstream?

La cultura debería ser un derecho y un recurso, no una medalla que colgarnos para sentirnos por encima de los demás. Estaría bien dejar de pensar en productos y empezar a analizar las relaciones sociales que generan. La escena hipster fomenta relaciones elitistas, con conciertos a ochenta euros, vinilos de edición limitada y eventos culturales exclusivos patrocinados por marcas pijas. Casi todos los iconos son hombres blancos occidentales con ínfulas de genio. Me parece importante desmentir que cualquier cultura masiva es vulgar y facilona. Pensemos en el punk, las raves autoorganizadas, la ciencia ficción política o la novela policíaca francesa y estadounidense. El mayor laboratorio de innovación musical del siglo XX fue Jamaica, donde no había apenas industria cultural ni renta suficiente para cultivar el esnobismo. Yendo a lo institucional, el sistema público de teatros, bibliotecas y universidades es totalmente mainstream y a la vez muy eficaz y avanzado. No hay que tener alergia a lo institucional. Por otro lado, la mayoría de los teóricos culturales más sofisticados son profundamente antielitistas: ahora me vienen a la cabeza Stuart Hall, Raymond Williams, Gramsci, Barbara Ehrenreich, Terry Eagleton, Thomas Frank…

«Ya que no cobramos mucho más dinero que los obreros, al menos queremos distancias estéticas». ¿El rasgo central de lo hipster sería el elitismo cultural? ¿Quizá no se trate tanto de los productos culturales en sí como de la actitud elitista?

Exacto. La cultura hipster es una forma de elitismo degradadado, donde no cuenta tanto tu nivel cultural como tus preferencias de consumo. Cualquier tipo de elitismo me parece rechazable, aunque este resulta especialmente cutre e injustificado.

Leyendo el apartado de hipsters de izquierdas parece que consideras el elitismo como un rasgo propio de ciertas corrientes políticas…

Lo que tenemos que quitarnos de encima es el afán de distinción. Como persona interesada en la política, me causan mucho rechazo los textos militantes empapados de jerga, ya sea una newsletter posmoderna o un boletín estilo soviético. Muchas veces quiero enterarme de algo que explican en la web Madrilonia y me cuesta horrores por la falta de interés de algunos autores en expresarse de manera concisa y comprensible. Cuando defiendes valores contrarios a los dominantes es normal hacer piña con tu colectivo y acabar cayendo en actitudes identitarias. En los años en que estuve en el colectivo Ladinamo tampoco nos libramos del elitismo y hipsterismo de izquierda. En general, nos puede la tendencia a usar términos que nos ponen por encima de la comprensión de ‘las masas’. Cuando todo el mundo habla de defender servicios públicos, parece que mola centrarse en los commons, que es un concepto mucho más vanguardista y sofisticado. Mira, al final vamos a tener que apuntarnos con todo el mundo a protestar delante de un hospital al que han recortado fondos públicos, así que mejor encontremos un lenguaje comprensible por cualquiera, lo cual no implica rebajar el rigor. No tiene tanta importancia en la lucha que se usen los conceptos exactos que a mí y a mi grupito nos gustan. Hay un sector de activistas que rechazan a Podemos por participar en tertulias de televisión o que no soportan manifestarse junto a una pija contra el cierre de un hospital en Serrano. Son muy tristes esas formas de esnobismo.

A pesar de la aparente distancia de lo indie o lo hipster con los referentes culturales de la Cultura de la Transición, tú afirmas que no hay tal ruptura, hasta el punto de señalar que «la movida y el indie han sido la banda sonora del bipartidismo».

Es un hecho que el sistema cultural, público y privado, han apoyado generosamente esas dos escenas. Primero fueron los conciertos masivos subvencionados por el PSOE en los 80 para darse un aire joven, luego los festivales indies o hipster en Barcelona y la costa de Levante, justo la ruta del turismo internacional y la burbuja inmobiliaria (muchos de estos festivales los subvencionan ayuntamientos del PP). Esperanza Aguirre gastó un millón de euros de dinero público en un homenaje a la Movida. Pedro Sánchez, Patxi López y Eduardo Madina son fans de grupos como Los Planetas, Los Punsetes y La Habitación Roja. El festival Summercase de Boadilla del Monte (Madrid) está siendo investigado como parte de la trama Gürtel. Este mismo año, el Sónar descubrió que uno de sus patrocinadores figuraba en ese sumario. Los eventos ‘modernos’ y ‘molones’ son algo muy cercano a la construcción de la ciudad-marca como espacio presuntamente creativo y participativo. Está claro que el sistema se siente muy cómodo con la cultura indie y hipster, ya que comparte valores como el individualismo, la meritocracia o una versión despolitizada de la modernidad. También es evidente que lo indie y hipster domina las secciones de cultura de casi todos los medios de comunicación.

Alguien te podría decir: ¿qué tiene de malo que se ponga de moda la comida orgánica o el ir en bici? ¿El problema es pensar que el cambio social pasa por actos individuales de consumo y no por la acción colectiva?

No tengo nada contra las bicicletas ni contra la comida orgánica. Sí contra las revistas de tendencias, que están llenas de productos ecológicos, pero nunca encontrarás un reportaje investigando hasta qué punto son eficaces esos consumos. En realidad, a la mayoría de hipsters le da igual si sus compras contribuyen a arreglar los problemas del mundo porque la motivación es la autosatisfacción, sentirse diferente y especial. No buscan acabar con el consumismo, sino redimirlo a través de la etiqueta de «consumo consciente». Hay bastantes libros, documentales y artículos que demuestran los pobres resultados de los productos de «comercio justo». La mayoría de sus argumentos se pueden aplicar a estos consumos hipster. El problema, como dices, es que las estrategias individuales basadas en las compras son poco efectivas. Hacen falta movimientos políticos de contestación, programas públicos y también que las instituciones se hagan cargo de los problemas sociales.

¿Te has encontrado muchas veces con que la crítica a lo hipster se malinterpreta como un cuestionamiento de los estilos de vida o las aficiones culturales más que de los procesos económicos que hay detrás?

Constantemente. La gentrificación no es una cuestión de barbas, bicis y camisetas de Devendra Banhart, sino de expulsión de los vecinos más vulnerables del barrio. Muchas críticas culturales a los hipsters, desde la serie Portlandia hasta la novelas de Nick Hornby, pasando por los cómics Moderna de pueblo, parecen retratarlo como una cuestión de inmadurez personal, que mucho de eso tiene, pero en el fondo es un problema social y político, ya que la cultura hipster nos implanta en el cerebro una versión esnob de los valores dominantes.

Estrellas como Beyonce, Emma Watson o Lena Dunham se declaran feministas, la revista Playground o Smoda de El País saca reportajes sobre feminismo día sí, día también… ¿Puede ser que se esté hipsterizando el feminismo? ¿Cómo valoras esta «moda»?

Como periodista musical, me alegra que el feminismo vuelva a ser objeto de debate en el pop. Muchos fans de Beyoncé -entre quienes me cuento- han descubierto gracias a una de sus canciones una conferencia feminista muy potente de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. Eso tiene su valor. En general, creo que la versión del feminismo que domina entre las divas pop y revistas de tendencias dice que sacudirse el patriarcado es una cuestión de carácter personal, quizá añadiendo alguna ley de igualdad de salarios, cuando en realidad todos sabemos que es más complicado que eso. Beyoncé gana más que nadie y no por ello está exenta de conflictos con el machismo.

Indies, ‘hipsters’ y gafapastas al paredón

Pss, pss, amigo. ¿Se siente usted el más moderno de su clase/oficina/familia? ¿Cree usted que Wilco, Arcade Fire y Radiohead son lo mejor que le ha pasado a la música en las últimas cuatro décadas? ¿Se toma las recomendaciones musicales de Rockdelux y Pitchfork como un dogma de fe? ¿Tiene fobia a la cultura politizada? ¿Se ríe usted a mandíbula batiente de los gustos musicales de chonis, perroflautas y bakaladeros? ¿Se cree usted, en definitiva, único y especial? Pues no se preocupe: tenemos la solución a su problema, la lectura del ensayo Indies, hipsters y gafapastas. Crónica de una dominación cultural (Capitán Swing, 2014), del periodista Víctor Lenore, que más que escribir un libro ha inventado la primera máquina de deshipsterizar personas. El ensayo se publica la semana que viene.

De lo hipster hay que huir como de la peste, viene a decir Lenore, y sabe de lo que habla: él ha sido el primero en deshipsterizarse, al pasar de periodista musical deslumbrado por el indie en los noventa a crítico cultural embarcado en una misión en el siglo XXI: desvelar la impostura indie/hipster y, al mismo tiempo, acercar al gran público estilos y grupos en la periferia del gusto dominante.

Lenore, periodista cultural de referencia y colaborador de este periódico, responde así a los que airean su contradictoria biografía personal y laboral para desarmar sus argumentaciones. «Damos demasiada importancia a la coherencia personal y muy poca a los debates colectivos», espeta.

Y procede a explicar su caso para meterse en harina. O cómo Víctor Lenore escapó del infierno hipster y vivió para contarlo (y soltar unos cuantos mamporros a los indies): «En 1995 yo tenía 23 años y a esa edad la gente no suele ser muy fiable. Mi vestuario de entonces consistía en seis camisetas de Morrissey, seis de Sonic Youth y seis de Manic Street Preachers. Básicamente yo era una versión alienada y esnob de una belieber actual, con la desventaja de la carga de esnobismo que conlleva creerte ‘alternativo’ y superior a los demás. No sé si tengo razón en lo que escribo ahora, pero estoy seguro de que no la tenía entonces. Me conformo con que el lector se convenza de eso. En realidad, mi hipsterismo duró hasta pasados los treinta. Mitad por inclinación personal, mitad por imperativo laboral, me pasaba el día escribiendo alabanzas sobre Wilco, The Strokes, Animal Collective, Leonard Cohen, Los Planetas y otra serie de nombres ‘elegantes’, ‘exquisitos’ y ‘especiales’. Gran parte de mi vida era una burbuja estética ajena a la realidad, incluso a mis problemas vitales más inmediatos», cuenta a El Confidencial.Lenore, por tanto, sería la demostración en carne viva de que del indie, como de la droga, «también se sale». Es duro renunciar a ser especial, sí, pero se puede: el hipsterismo tiene cura, amigos. «Del indie también se sale. Puedo certificarlo. Ayuda cumplir años: te relajas y vas tomando conciencia de que muchos de tus códigos culturales son fruto de la inercia, la inseguridad y la idiotez individualista», espeta.
Todo esto suena un poco a la furia del converso, en efecto, como si Lenore hubiera decidido purgar sus pecados de juventud acabando a bombazos con el indie. Que el cantante Nacho Vegas prologue el libro, en un texto reflexivo y con mucho filo político, podría reforzar esa idea. Pero no. Lo que hace que Indies, hipsters y gafapastas sea muchísimo más que el desahogo de un crítico en dramática lucha freudiana contra sí mismo es la capacidad de Lenore para argumentar su tesis.

Estamos ante un ensayo con chicha -en la línea del traje que le hizo Thomas Frank a la mercantilización de la contracultura estadounidense en La cultura de lo cool- sobre un tema relevante, ya que refleja dinámicas sociales profundas; por ejemplo, la relación entre nuestros gustos culturales y el modo en que nos organizamos como sociedad. Por si todo esto no fuera suficiente, Indies, hipsters y gafapastas es también un libro beligerante que va a levantar ampollas: Lenore reparte mandobles a diestro y a siniestro (la lista de grupos, escritores, directores y medios de tendencias vapuleados en el ensayo es demasiado extensa como para comentarla con detalle). Toda una rara avis, por tanto, en el contexto del periodismo cultural cañí, más amigo de la reseña promocional y la obsesión con las tendencias que de los enfoques conflictivos.

Lenore ha tenido en los últimos años sonoros «desencuentros» con lo que él denomina «el ala dura del hipsterismo, la que «no soporta a Manu Chao por ser un artista que hace música popular latina». Su explicación a esta fobia hipster no le ayudará precisamente a limar asperezas con sus enemigos modernos:

«Siempre me ha interesado América del sur: Víctor Jara, Rubén Blades, el reggaetón….Son artistas que la mayoría de hipsters españoles no soportan, seguramente por una mezcla de prejuicios racistas y clasistas», afirma.

Y procede a poner un par de ejemplos sangrantes:

«A muchos indies les repatea escuchar la misma música que disfruta una señora ecuatoriana que limpia casas. Todo lo que sean problemas ajenos les suena a panfleto. Esta escena cultural arrastra un enorme cargamento de prejuicios. Pero no hablamos solo de una cuestión de gustos: un hipster puede pasar tres días de fiesta en un festival como el Sónar y despreciar a la gente que baila los mismos discjockeys en un club de extrarradio donde acude público de clase obrera. No es solo lo qué bailas, sino con quién lo bailas. Parece que escuchar una sesión de techno rodeado de diseñadores gráficos fuera más valioso que hacerlo entre reponedores del Ahorra Más. La cultura hipster, en gran parte, funciona como legitimación del clasismo», afirma con no poca dosis de vitriolo.

Para entendernos: lo hipster sería la actual degeneración de lo indie, y a todos ellos les podríamos agrupar bajo la etiqueta clásica de «los modernos». Término que en otra época se asociaba más al underground, pero que actualmente, según Lenore, vendría a poner nombre a una élite cultural del buen gusto. La casta de la modernidad (ejem).

Son élite porque están más atentos que nadie a los nuevos productos culturales. Unos dicen que los hipsters son jóvenes con gran curiosidad cultural, otros les vemos como los consumidores más inseguros y obedientes del mercado (por lo menos, yo lo era en mis años como hipster). El ‘buen gusto’ es un concepto vacío, variable y cuestionable. Cuando nuestra abuela compra una figurita de Lladró suele hacerlo en nombre del buen gusto. No encuentro mucha diferencia entre eso y pagar cien euros para escuchar los gorgoritos de Bjork en el Liceo o de Antony & The Johnsons en el Teatro Real, acompañados de una escenografía posmoderna. No se trata de depurar nuestro ‘buen gusto’ para llegar a otro mejor, sino de examinar qué tipo de relaciones generan nuestras preferencias estéticas. Una escena cultural elitista y mitómana no es compatible con una sociedad igualitaria. Los hipsters solo son élite en el sentido de que han hecho suyos los valores de la clase alta, empezando por el consumismo, la meritocracia y el emprendizaje. En muchas ocasiones, se trata de un proceso inconsciente», razona.

El libro de Lenore sería, por tanto, un intento por dinamitar la presunta neutralidad del gusto cultural. Apoyándose en los análisis del sociólogo francés Pierre Bourdieu, el ensayista trata de demostrar que los gustos no vienen determinados por la sensibilidad de cada cual, sino por factores tan poco bucólicos como la clase o el entorno social. El gusto cultural no es inocente.

«El mercado no es algo neutro: tiene una fuerte carga de imposición. Nos meten por los ojos ciertos productos como requisito para encajar en determinados ambientes sociales. Lo que marca ahora la pauta puede ser un Iphone, un disco de Kanye West o una exposición del fotógrafo porno punk Terry Richardson. Escoger esos consumos no es rebelarse frente a lo que propone Telecinco, sino ser obediente con lo que prescribe Radio 3 y las revistas de tendencias… Escoger entre los productos culturales que nos ofrece la industria es mucho más fácil que construir relaciones culturales propias. Por eso confundimos la cultura con la lista de la compra de la FNAC. Muchas pandillas indies no tienen más conexión que ser fans de Joy Division, Radiohead y Arcade Fire; son relaciones basadas en contraseñas estéticas. La mayoría de iconos hipster apuestan por un nihilismo cool: el mundo es un absurdo irreparable y lo único que merece la pena es acumular placer y refinar tu sensibilidad artística. Me parece una postura muy reaccionaria», espeta Lenore.

El periodista, que abre muchos frentes argumentativos en el ensayo, analiza también por qué los medios de comunicación priman la cobertura de lo indie/hipster sobre el resto de movimientos culturales. Una de las explicaciones tendría que ver con su condición de producto de consumo que encaja como un guante en el mainstream económico; lo que, según Lenore, convierte en entrañables las ínfulas alternativas de los hipsters.

«Thomas Frank dice que ‘las élites adoran la revoluciones que se limitan a cambios estéticos’. Lo hipster es una estética de aire moderno que, al mismo tiempo, no crea conflictos políticos con los directivos, los anunciantes, ni los lectores de los grandes medios. Conceptos como ‘creatividad’, ‘innovación’, ‘genio’ y ‘emprendizaje’ son los favoritos de la escena hipster y también de las grandes corporaciones. Por eso la mitad de las campañas publicitarias tienen banda sonora de estos grupos cool. Sonic Youth publican recopilatorio en Starbucks, los Pixies anuncian Apple y Russian Red se reparte entre Women’s Secret y Trinaranjus. El lenguaje de los hipsters y el de los ejecutivos publicitarios es calcado: si compras este producto o escuchas este grupo dejarás de pertenecer a ‘la masa’ y te convertirás en ‘especial’. Es un truco simplón y transparente, pero también muy efectivo. A mí me tuvo engañado durante unos veinte años», razona el periodista.

Resumiendo para acabar: Puede que los hipsters se consideren muy especiales por oír música experimental, en contraste con los merluzos que asisten al Viña Rock, pero lo que les define en realidad es algo tan ordinario y mainstream como sus gustos como consumidores. De ahí que, donde unos ven sofisticación individual, Lenore vea más bien «paletismo» borrego.

«La cultura indie, hipster y gafapasta se basa en comprar. Es verdad que los productos son distintos a los habituales: digamos comida orgánica, ediciones limitadas en vinilo y lámparas retro, pero al fin y al cabo lo que te define es el consumo. En realidad, lo hipster es una puesta al día de la mentalidad de los pijos de los ochenta. Por eso Alaska y Mario Vaquerizo hablan el mismo lenguaje que su amiga Carmen Lomana, aunque a unos les gusten los Ramones y a otra las rancheras. Lo que digo en el libro es que no eres superior a nadie por haber pasado un año en Berlín, leer a Foster Wallace y escuchar antifolk. Es cierto que hemos ganado en variedad de estilos de vida, pero no de posturas vitales, ya que sigue mandando el individualismo y el consumismo. Ser una persona culta, consciente y sofisticada requiere mucho más esfuerzo que el de usar tu tarjeta de crédito. En gran parte, los hipsters son una versión 2.0 de los yuppies, con mucho menos dinero pero igual de narcisistas», zanja Lenore

En dos palabras: haciendo amigos.

Indies, hipsters y gafapastas

¿Todo el mundo aspira a ser moderno? ¿En qué consiste lograrlo? Hace tiempo que expresiones como indie, hipster, cultureta, moderno y gafapasta son de uso corriente en nuestras conversaciones. Sus límites resultan borrosos, pero remiten a una realidad social que la industria cultural y las agencias de publicidad utilizan para designar