Getting Up / Hacerse ver

Lo mejor de 2012, por Koult

Getting Up. Hacerse ver. ¿Arte o van­da­lismo? El debate sigue abierto cua­renta años des­pués de que los pri­me­ros gra­fi­tis apa­re­cie­ran en Nueva York. Para acla­rar todas nues­tras dudas sobre esta forma de expre­sión urbana, Castle­man nos ofrece un com­pleto estu­dio en el que todas las par­tes impli­ca­das en la misma (desde los escri­to­res a los emplea­dos de la com­pa­ñía ferro­via­ria o los polí­ti­cos, pasando por los agen­tes de poli­cía encar­ga­dos de dete­ner a los pri­me­ros) tie­nen algo que decir. IZAS­KUN GRACIA

Sobre ‘Getting up’

1.

El 2 de diciembre de 1977, en el apartadero de trenes de Coney Island, Lee, Mono, Doc y Slave pintaron un tren entero, compuesto por diez vagones. Era un hito. No tanto por ser los primeros (en realidad fueron los segundos en pintar un tren entero) sino por el impacto de la pieza. Diez vagones, de arriba abajo, de un lado al otro, destacando sobre todo la composición central: un Papá Noel felicitando la navidad. Y junto él, en el resto de vagones, varios símbolos populares como Micky Mouse y otros elementos por el estilo.  Así lo recuerda Lee: “Este tren fue lo mejor que hemos hecho nunca; bueno, y lo mejor que se haya hecho nunca en esa línea, en la línea 4. Estoy seguro de que la gente que lo vio no puso la televisión esa noche al volver a casa. Hablaron del tren que habían visto”.

2.

Getting up. Hacerse ver. El grafiti metropolitano en Nueva York, de Craig Castleman, arranca con esta historia. La recreación por parte de Lee, uno de los miembros de los Fab Five, de cómo llevaron a cabo la peripecia de pintar un tren entero. Getting up fue publicado originalmente en 1982, siendo traducido al español a mediados de los ochenta. Aparece reeditado a los treinta años de su aparición sin perder un ápice de su fuerza histórica, más aún, reaparece con todo el peso de ser ya un clásico, una pieza central para todo aquel que quiera asomarse —con eso vale— al periodo en el que el grafiti toma el mando visual de las calles de Nueva York y, por extensión, de todas las grandes capitales mundiales. Sin embargo, si para empezar nos referimos a su sentido elemental lo que hallamos en Getting up es un documento, pero un documento que es a su vez la apertura de una posibilidad más amplia de reflexión. He ahí lo fascinante de este trabajo. No se trata de juicios de valor, no trata Castleman de elaborar teorías socio-políticas (que hubiera sido lo más sencillo), pero tampoco nos lleva al árido (y poco fructífero para un territorio como éste) documento estadístico, ni deriva hacia cuestiones de clase social, sino que trata de recoger datos, de exponerlos ordenadamente pero bajo el aspecto de una narración entre histórica y policíaca. No es una crónica, ni se trata de periodismo gonzo, ni de un informe a secas. Es todo eso, pero también es algo más (o algo menos). He ahí lo positivo (y lo negativo) del libro. Más positivo que negativo. De hecho, mucho más. Lo coyuntural del libro, permite, en una lectura entrelíneas, la posibilidad de ampliar sus lecturas, y ver en este libro la huella original de una mutación más global en lo referente al aspecto de las ciudades. Castleman, aconsejado por Margaret Mead a lo hora de emprender este estudio, se dedica a recopilar información, hablar con policías, con grafiteros, con políticos, seguir por la prensa los problemas que causa el grafiti en el marco político, etc.

3.

Podrían extraerse muchas lecturas de este libro, precisamente por su carácter descriptivo. En este caso, destacaremos sólo algunas de ellas. El arranque novelesco, con los Fab Five como protagonistas, permite visualizar tanto el ámbito social en el que se va a mover el libro como las intenciones de intervención/transformación propias de los grafiteros. O, mejor, podrían relacionarse. Buena parte de los grafiteros son portorriqueños, o más ampliamente, de origen latino. Otros son negros. Unos del Bronx. Otros de Brooklyn. Una de las cuestiones, precisamente, que relaciona el aspecto social y de transformación urbana que late tras el desarrollo del grafiti es la necesidad de ese hacerse ver tanto por parte de los individuos como de las comunidades. Pero quedarnos en este simple territorio social sería hacer trampa. El grafiti, desde su origen, parece esconder no una necesidad de expresarse (algo que parece demasiado cursi —lo es—) sino la necesidad de ver con otros ojos y desde otra perspectiva el continuo dinamismo de la ciudad. Entre los muchos datos que recoge Castleman no deja de sorprender cómo estos escritores tienden a ver la ciudad como un lugar destinado al movimiento y que este movimiento necesita a su vez de transformaciones visuales. Así, como Baudelaires o Constatin Guys portorriqueños estos artistas se sitúan en las estaciones de tren (o en las calles) y divisan durante horas el paisaje que frente a ellos se desarrolla, observando al mismo tiempo las posibilidad de hacer de ello un territorio más atractivo en su variación constante. “Muchos escritores —escribe Castleman— pasan también mucho tiempo sentados en las estaciones del metro mirando y comentando las piezas pintadas en los trenes que pasan”. Lee, uno de los escritores más conocidos, añade: “Todos los escritores estaban allí porque en las primeras horas de la mañana pasan más trenes”. La idea de permanecer en medio del flujo urbano del metro para ver el movimiento de los vagones parece alimentar a muchos de los primeros escritores.

4.

He dicho “grafiteros”, pero esa no deja de sar una palabra inadecuada. La palabra correcta es escritor. Sí. A sí mismos se denominan escritores. La escritura en su sentido más fuerte, como el hecho de dejar una huella.  Dice Castleman: “cuando ellos hablan de sí mismos, utilizan la palabra “escritores””. La escritura como imagen, entendida ésta como huella. Pero escritura desprendida. Pero ¿quién fue el primero? No hay dudas: Taki 183. Él fue el primero. desde finales de los sesenta se dedicó a escribir su nombre por toda la ciudad. ¿Por qué? Los resultados de una investigación realizada por el New York Times en 1971 revelaban que “Taki era un joven parado de diecisiete años que aquel verano no tenía nada mejor que hacer que andar pintando su nombre allí por donde pasaba”. En una especie de compulsión gráfica, Taki 183 reconoce, tiempo después, que no puede dejar de escribir allí donde va. Es más, añade: “no podría retirarme nunca… además… esto no hace daño a nadie. Yo trabajo, pago mis impuestos. ¿Por qué tienen que meterse con las más inofensivos? ¿Por qué no se enfrentan con las compañías de publicidad que llenan el metro de pegatinas en las épocas de elecciones?”

5.

Otro de los momentos importantes del libro es igualmente el proceso por el cual Castleman disecciona tanto el concepto de escritura como de escritor.  La escritura tiene la forma de una huella, de un indicio, de un hacerse ver. Pero ese hacerse ver en la escritura implica un doble movimiento: la cantidad y la calidad. Visibilidad en aumento y estilo en la composición. El estilo es importante, pero como señala Tracy 168, “el estilo no significa nada si tu nombre no aparece con frecuencia. ¿Cómo va a conocer la gente tu estilo si no ve piezas tuyas?”.  Esto genera debates en el mundo —tremendamente jerárquico— del grafiti. Parece, sin embargo, que la cantidad de veces que tu nombre aparece en el metro o en cualquier otro lado es más importante que la calidad de la escritura. De esta forma surgen lo que se denomina “throw-ups”, es decir, “potas”. El escritor que más veces escribe su nombre en una línea recibe el título de “rey de la línea”. Esto ha hecho que las “potas”, es decir, escritura chapucera y sin estilo, llena de churretones y sucia, pase de ser censurada a ser incluso alabada. De todos modos, no puede olvidarse que la fama (cuestión central para los escritores) se alcanza quizá —o eso parece— por el camino del equilibrio, como parece buscar el mencionado Lee, de los Fab Five. De Lee, P-Body dice lo siguiente: “Su estilo es el mejor de la ciudad. Además es un tío que se hace ver cantidad”. Escribe Castleman: “Los pintores especializados en vagones enteros, como Lee o Blade, calificaban abiertamente la “pota” de “montón de basura” y empezaron a lamentarse de que la popularidad que estana alcanzando suponía la muerte del grafiti”

 

6.

Escritores, estilo, cantidad, fama… Castleman lo tiene claro.  A pesar de su pulcro descriptivismo parece que en ocasiones hace decir a sus interlocutores lo que él está deseando que digan. Es así cuando uno de ellos describe cómo todos esos elementos (desde el mismo concepto de escritor hasta el de “pota”) forman parte de una realidad lingüística y social propia. Wicked Gary, un escritor de Brooklyn, dice lo siguiente: “Era un sistema de comunicación e interacción totalmente diferente de aquellos que estábamos acostumbrados a manejar en la vida normal, como la lengua, el dinero u otras cosas por el estilo. Teníamos nuestras propias palabras, nuestra propia tecnología, nuestra propia terminología. Las palabras que utilizábamos significaban cosas que nadie salvo nosotros podía identificar. […] Todo ello era algo exclusivamente nuestro”.  El sentido de comunidad socio-lingüística se hace evidente a lo largo del libro. Bama, junto a Lee, uno de los grandes nombres del libro, lo describe así: “Era divertido… lo más hermoso de todo. No sé, estás allí sentado pintando de madrugada con cuatro tíos más y miras a un lado y al otro y los ves trabajando en una sola meta: hacer que este tren sea más bonito. Hay tanta paz en todo esto. Te inunda ese sentimiento de creatividad, esas vibraciones que emanan de todo lo está sucediendo allí. […] Cuando estás pintando te sientes más cerca de los otros, tienes que confiar en el que está a tu lado, porque cuando tú no estás vigilando, confías en que lo esté haciendo él”.  Castleman lo describe así: “En los primeros días de la historia del grafiti en el metro neoyorquino, cuando los escritores hacían una expedición a las cocheras llevaban lo necesario: unos cuanto sprays y rotuladores. Hoy suelen llevar comida, bebida, hierba, radios, guantes, ropa para cambiarse y, en el caso de que se trate de una pieza grande, maletas o bolsas llenas de pintura”

7.

Robar es importante. Mangar sprays y rotuladores forma parte del rito de los escritores. Castleman describe algunas de las muchas técnicas. Nunca comprar. Y si lo hacen nunca reconocerlo.

8.

Junto al tema de la comunidad, de la convivencia, Wicked Gary se refería a unas palabras propias, a una tecnología propia así como a un terminología propia. Castleman recoge detalladamente todo ello. Tags, potas, piezas (de arriba abajo, de punta a punta), etc. Phase II inventó la llamada  “letra pompa”, así como Pistol I la denominada “letra 3-D”. Es importante saber quién y cómo inventó algo. Es una comunidad, como señala Castleman, donde la fama es importante, donde el novato (denominado “toyaco”) es menospreciado, y donde el hacerse un nombre es clave. Uno de esos nombres es Super Kool. Todos los escritores parecen deberle algo. En 1972 creó la primera pieza maestra. Así la denominaba el resto de escritores. Entre otras muchas cosas Super Kool desarrolló uno de los grandes avances tecnológicos, clave para el desarrollo del grafiti. “Super Kool —escribe Castleman— había descubierto que cambiando la válvula normal del spray por otra más gruesa del tipo de las de los sprays  de espuma o almidón, podía cubrir de pintura superficies más grandes, dándoles además un aspecto aterciopelado, y ello con una sola pasada”. Bama llega a decir que “Super Kool es el padre de todos los escritores del Bronx”, y sobre todo de aquellos que, como Jeff Kool, y otros, tomaron su apellido.  El mismo Bama recuerda cómo Super Kool lograba que sus piezas apareciesen, aunque fugazmente, en películas: “Super Kool aparecía en El exorcista. ¿Te acuerdas del metro que entra en la estación cuando el cura iba a visitar a su madre? ¡Qué estupendo era Super Kool!”.

9.

Los setenta es el década del hacerse ver. En el arte, parece evidente. Es la década en la que el feminismo introduce el debate de la visibilidad en los espacios del arte contemporáneo. Es una década de protestas y de visibilidades. Estos escritores no pretenden menos. Se trata de hacerse ver en todos los sentidos posibles de la expresión. Desde la teoría del arte uno de los aspectos más destacables —aunque el autor con su fantástico temple no entre en ello— es el de los límites del trabajo de estos escritores. De los límites, me refiero, entre arte y no-arte. De la línea de tensión que se crea entre la acción (o el happening según indica Castleman), el deseo, la intención y la recepción del trabajo de estos escritores. ¿Es posible generar un espacio de disrupción para estos escritores dentro del mundo del arte de los setenta? No queda claro del todo el marco artístico desde el cual estudiar el fenómeno del escritor de grafiti. A pesar de ello, a lo largo del libro no se aclara. Ni mucho menos existe esa intención en Castleman (afortunadamente). Ahora bien, en las diversas declaraciones de los escritores (y adyacentes) podemos leer la constante búsqueda de un lugar para el conflicto.  El arte —como institución impermeable— aparece ahí, frente a ellos, como territorio para compararse y abastecerse, para despreciar y aprovechar su mercado.  Los mismos escritores son los primeros en establecer metáforas: el vagón de metro como un cuadro en movimiento, el metro como una exposición en tránsito.  El mencionado Lee, tras pintar su primer tren entero afirmaba lo siguiente a Castleman: “Fue maravilloso. Parecía una exposición. Había un montón de gente mirándolo y, cuando el tren arrancó, sacamos la cabeza entre los vagones y dijimos: “¡Fabulous Five!”. Había allí escritores y dijeron: “Miradlos. Ahí van””.  En un momento dado Castleman lanza el tema: “Suele ser bastante frecuente que los escritores sean aficionados al arte. Muchos de ellos, a fuerza de dibujar en sus “cuadernos negros”, desarrollan técnicas de dibujo de lo más depuradas y confiesan que les gustaría abrirse camino como dibujantes […]. La mayoría de los escritores muestra un gran interés por todo lo relacionado con las técnicas de la ilustración gráfica, la fotografía, la caligrafía, la impresión y la pintura. La historia del arte también suele atraerles, y hay algunos escritores que cuando quieren crear nuevos diseños para sus “piezas” buscan la inspiración en los libros y los museos. En el caso de Lee y Fred, esta atracción dio lugar a un profundo sentimiento de identificación con ciertos artistas del pasado”.  Es esta tensión abierta entre el acto de escritura como ejercicio o acción urbana y la posibilidad de su institucionalización o su mercantilización algo que en parte ocupaba a los escritores en los primeros setenta. Y es eso lo que, en cierta medida, está detrás del surgimiento de las dos grandes asociaciones de escritores: United Graffiti Artists (UGA) y el Nation of Graffiti Artist (NOGA). Por resumir, fijémonos en el UGA. En este caso Hugo Martínez, un licenciado en sociología en el City Collage de Manhattan, figurará como propulsor de iniciativas tendentes a pasar el graffiti al lienzo y del vagón a la sala de exposiciones. A pesar de ello, los propios escritores consideran este tránsito como gratificante, aunque en ocasiones excesivo. Bama lo cuenta así: “Fue estupendo. Intentaban enseñarnos arte, nuestra herencia cultural, pero lo hacían de una manera tan cursi que aquello era más de lo que podíamos soportar”. En cualquier caso, añade el mismo Bama, tras las exposiciones “nos tranquilizamos y empezamos a considerarnos artistas de verdad”.  Castleman habla de su caso en concreto: “Aunque muchos escritores hablan sobre la posibilidad de seguir una carrera relacionada con el arte, en realidad son pocos los que llegan a acudir a las escuelas de arte, y menos todavía los que logran ganarse la vida como artistas. Un ejemplo notables es Bama, que siguió estudios en el Pratt Institute de Nueva York y hoy es un dibujante de dibujos animados en una compañía especializada en anuncios de televisión”. No es fácil cerrar este tema. Y a día de hoy, incluso, la institución arte —sea lo que sea— tampoco parece tenerlo claro.

 

10.

Es Getting up, aunque pueda no parecerlo, un libro con muchas lecturas e implicaciones bien diferentes. Con todo han de quedar necesariamente  muchas cuestiones en el aire, que quizá en otra ocasión puedan desarrollarse y que no son menos importantes. Por ejemplo, la relación de los escritores con la política, o mejor dicho la obsesión de los políticos de Nueva York por erradicar la “enfermedad del graffiti”. Esa obsesión por erradicar el graffiti conllevará un gasto excesivo para las arcas públicas, cuantificable en millones de dólares. Tampoco hemos hablado de las declaraciones de dos de los policías de la brigada antigrafiti que a fuerza de detener a los jóvenes acabaron por contraer con ellos una extraña y delirante sensación de dependencia. Así como otros temas, tratados y documentados de forma ejemplar por Castleman, como por ejemplo el tema de las bandas de escritores y sus relación (o no) con las bandas más violentas tanto del Bronx como de Brooklyn. En definitiva, un libro o un documento cuyo desarrollo permite al lector introducirse en un momento histórico y social clave para la transformación de la ciudad contemporánea. Es este libro un documento (y un acta) de esa mutación.

Alberto Santamaría

El mundo en un spray

Yo soy. Yo existo. Yo estuve aquí. Ésos son los tres sentidos que reúne todo grafiti. Al menos los que se escribieron durante la década de 1970 en Nueva York: taqueos, potas, piezas tan enormes como un vagón entero o apuestas arriesgadas que llegaron a hacerse realidad, como por ejemplo la pintada de todo un tren. Lo importante, en cualquier caso, ha sido siempre lo mismo: hacerse ver, establecer una marca que condense el acto de ser, de estar, de existir en cada trazo.

Así lo explica Craig Castleman en «Getting Up», un libro de culto que se publicó en Estados Unidos en 1982, cuando el fenómeno del grafiti llevaba más de una década revoloteando por el metro de Nueva York. Ahora el libro acaba de ser reeditado por Capitán Swing, con una introducción del especialista Fernando Figueroa.

Fuera de la ley

«Quien busque una guía para introducirse en los misterios del grafiti, sin duda habrá acertado. Pero habrá de ser consciente de que se encuentra frente a un documento histórico, el relato de una época a cargo de un cronista de su tiempo», señala con acierto Figueroa sobre «Getting Up», cuya traducción de 1987 se llamó «Los grafiti». En ese entonces, hacía tiempo que en Madrid un joven del barrio de Campamento, que firmaba como Muelle, se había dado a conocer y había puesto en marcha, junto a muchos otros, una expresión de cultura popular que enseguida se hizo sui generis. Pero la edición española, explica Figueroa, coincidió también con otro hecho: en el ámbito académico habían empezado a cobrar fuerza algunas posiciones rupturistas, como la de Roman Gubern, que se aproximaron con estusiasmo y sin prejuicios a la cultura de masas.

Los protagonistas de «Getting Up» son los escritores (así se hacen llamar) que en esa época llenaron de color y de letras casi todo el Bronx, Brooklyn y Manhattan, perseguidos por la Policía porque pintar los trenes, en casi todas las ciudades del mundo, es un delito. Son estos «artistas fuera de la ley», entonces, los que cuentan la historia de ellos mismos, una sociedad secreta que se maneja según sus propios códigos, sus propias leyes y estilos.

Los escritores también explican que al principio querían que el grafiti fuera entendido por cualquiera. Pero inmediatamente se hicieron una comunidad que se reconocía con una simple mirada, que se intercambian sus dibujos en libretas si se cruzan en el metro y que tienen como fecha de su gran gesta el 4 de julio. Ese día, pero del año 1976, pintaron un tren entero. Se tituló, en homenaje al bicentenario de la independencia, nada menos que el «El tren de la Libertad».

La conclusión de Castleman sobre el arte del grafiti no admite dudas. Es un fenómeno generado por la misma sociedad que lo condena y conforme a una pauta que no deja de repetirse: a más ciudad, más grafiti; si la ciudad cambia, el grafiti se transforma; en una sociedad compleja, el grafiti se complica; allí donde esté la civilización.  Más allá de que a lo largo de las últimas décadas se generó una discusión sobre la existencia de un grafiti europeo y otro americano, lo cierto es que el grafiti admite solamente siete formatos básicos, repartidos entre taqueos (escritura rápida, a menudo hecha con un trazo único y ágil), potas (letras gruesas, pintadas en un solo color), piezas (de arriba abajo o de punta a punta) y la pintada de vagones o trenes enteros.  Pero no se trata solamente de eso. También hay que hacerse ver, explican los escritores, como si en la década de 1970 ya presagiaran el futuro del comercio moderno: la importancia de tener un nombre, una marca, un estilo y decir: «Yo soy, yo existo, yo estoy aquí».

Diego Gándara

 

Getting Up

En la década de 1970, el grafiti invadió el metro de Nueva York. Fue tal la presencia que adquirió que numerosos funcionarios públicos declararon la guerra a los grafiteros (o, como se llaman a sí mismos, escritores), logrando que este fenómeno se convirtiera en un asunto político y que los medios de comunicación le dedicaran cada vez más atención. Se convirtió, de hecho, en un tema tan importante, que en 1982 Craig Castleman decidió publicar Getting Up, una obra en la que analizaba esta nueva forma de arte callejero, para unos, y otra manera de vandalismo, para otros.

Una de las virtudes de Getting Up es que nos lleva al origen de este movimiento, algo desconocido para la mayoría de nosotros. Nos explica cómo, dónde y cuándo surgió, quiénes fueron los primeros escritores (en general, adolescentes no mayores de dieciséis años pertenecientes a todo tipo de clase social) y nos introduce en la jerga (así, nos enteramos de qué es una pompa, una pieza, un taqueo, un vagón (o un tren) entero, qué significa “pisar” y “mangar” o quiénes son los toyacos) y las normas del mundo del grafiti.

Así mismo, mediante las entrevistas realizadas a los escritores más conocidos de la época, descubrimos cómo se las arreglaban para pintar en los trenes, burlar a los vigilantes o moverse por toda la ciudad sin ser molestados por las bandas juveniles que reinaban en ella.

Pero Castleman no sólo muestra el mundo de los escritores, sino que (y esto, en mi opinión, es un gran acierto) también nos enseña qué opinan las autoridades y la compañía ferroviaria sobre estas pintadas, qué medidas toman para evitar que los escritores “dañen” los trenes y cuánto dinero se gastan tanto en limpiar los mismos como en prevenir que los chavales hagan de las suyas. Así, también conocemos la patrulla antigrafiti y, en especial, el caso de Hickey y Ski, los dos agentes más conocidos de la misma y a los que todo escritor llegó a admirar, llegando a considerar un honor ser detenido por ellos.

Castleman nos ofrece en esta obra no sólo un excelente y bien documentado estudio sobre uno de los fenómenos artísticos contemporáneos más famosos (que, no lo olvidemos, sigue vivo cuarenta años después de su nacimiento), sino también un certero análisis de la ciudad de Nueva York, de lo que significa vivir en ella y de cómo sus habitantes vivieron –y todavía viven– día a día con esta forma de expresión artística.

Getting Up es, sin duda, un libro imprescindible para todos aquellos que deseen saber algo más sobre el mundo del grafiti, pero también es perfecto para conocer qué ocurre en una gran ciudad y reflexionar acerca de lo que consideramos “arte” hoy en día.

Izaskun Gracia

 

Cuando los túneles de la memoria rebosan color

En 1972 el grafiti en los trenes subterráneos de Nueva York se volvió un asunto político. Un año antes, la aparición del misterioso mensaje «Taki 183» había hecho aumentar tanto la curiosidad de los neoyorquinos que el New York Times envió uno de sus reporteros a determinar su significado. Gran variedad de funcionarios públicos, entre ellos el alcalde de la ciudad John V. Lindsay, desarrollaron políticas públicas orientadas al fenómeno. Los periódicos y revistas locales aparentemente ayudaron a moldear estas medidas.

«Getting up» es el término utilizado por los grafiteros para lograr dejar su sello personal en la red de metro. A través de entrevistas espontáneas, Castleman documenta las vidas y actividades de estos jóvenes artistas de la calle, a través de su jerga y mitología. Con un enfoque más descriptivo que analítico, deja que los «escritores» hablen por sí mismos, dando como resultado una historia concisa y descriptiva de la cultura suburbana, pero también de la elástica sociedad que la creó. Al margen del debate que suscita esta controvertida forma de expresión, cuando uno termina de leer Getting Up siente admiración por el ingenio de los jóvenes escritores.

INTRODUCCIÓN

Getting Up: Cuando los túneles de la memoria rebosan color

Fernando Figueroa Saavedra

(Doctor en Historia del Arte)

En 1987 la editorial Hermann Blume publicaba en España el libro Getting Up. Subway Graffiti in New York,1 bajo el título en castellano de Los graffiti.2 En aquel entonces, el grafiti de firma se mostraba por nuestras tierras y, en concreto en Madrid, como un fenómeno novedoso y de gran vitalidad; se podría incluso decir que con una gran virulencia en la capital, afectando desde los barrios periféricos hasta el centro urbano y el espacio suburbano. En 1982, Muelle (Juan Carlos Argüello), un joven del barrio de Campamento, había dado el pistoletazo de salida. Dejaba ver su firma en una escalada creciente que motivó que, en unos años, otros se sumasen a firmar por las calles o el metro y que, en definitiva, Madrid viviese un fenómeno paralelo y con una dinámica similar al del Writing de Filadelfia o al de Nueva York que retrataba aquel libro.

Los periodistas y los estudiosos del arte y lo social españoles, no muchos en verdad, empezaron a preguntarse seriamente acerca de su naturaleza, sus causas y sus directrices entre 1987 y 1988. En su búsqueda de respuestas, pusieron sus ojos en el referente neoyorquino, más popular y conocido por aquel entonces que cualquier otro. Hacía unos cinco años que el libro de Craig Castleman se había publicado en Nueva York, y fue el historiador, crítico de arte y escritor Juan Antonio Ramírez quien impulsó su traducción y publicación en España a través de la mencionada editorial, consciente de lo oportuno y esclarecedor que resultaba el que dicho texto fuese accesible. También era sensible respecto a lo que representaba culturalmente este tipo de manifestaciones y de la potencia que tenía Nueva York como foco irradiador de toda clase de influencias o antesala de precoces o anticipadoras experiencias culturales para el primer mundo.

[primeras páginas]

 

“La lucha antigrafiti es un pretexto para aumentar el control del espacio público”

El ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, recientemente definía el grafiti como una forma de “violencia”. Mientras, la editorial Capitán Swing publica Getting Up (“Hacerse ver”), auténtica biblia de este tipo de arte urbano que Craig Castleman, junto a las imágenes de Henry Chalfant, sacó del ostracismo académico en 1982.

Más allá de las generalizaciones, de los prejuicios y de las cortinas de humo, hablamos con Fernando Figueroa, doctor en Historia del Arte y experto en el tema, que se ha encargado de la introducción de la reedición con un título bello y clarificador: “Cuando los túneles de la memoria rebosan color”.

¿Qué supuso la publicación de Getting Up, en 1982, tanto para los practicaban el grafiti como para la Academia?

Fue la oportunidad, para los que eran ajenos, de conocer y comprender de primera mano y de boca de sus protagonistas qué era ese fenómeno llamado Writing. Poder observar especialmente su lado humano, la fraternidad y la cultura que se iba forjando alrededor de ello y todas las implicaciones sociales y políticas que afloraban en torno suyo. Al tiempo se convirtió en una especie de “evangelio”, de libro de referencia fundamental, para aquellos más inquietos que se sumaban a practicarlo fuera de Nueva York con la idea de entroncarse lo más fielmente a su filosofía, admirados por ese extraordinario fenómeno y deseando emular a sus protagonistas y construir una tradición.

Solemos hablar de grafiti para generalizar, pero el libro pone especial atención en el Writing. ¿Qué es exactamente?

Writing era uno de los términos con que los writers llamaban a lo que hacían, como también era Getting-up, el título original del libro de Castleman. La etiqueta de Graffiti se puso después e hizo fortuna cuando se presentó dentro del paquete cultural del Hip Hop. En sí, con Writing nos referimos al tagging (las firmas) y el conjunto de tipologías derivadas y a su desarrollo estilístico. En general lo que entendemos hoy por Graffiti es el desarrollo del Writing tras el nacimiento del Subway Graffiti. La palabra graffiti venía a asociarse, por tanto, con la vertiente más claramente artística del Writing, lo que algunos writers preferían llamar Aerosol Art por considerar que graffiti era simplemente una etiqueta impropia, impuesta y, finalmente, un mero reclamo comercial. En todo caso, se puede entender en concreto como Writing a esa primera fase del Graffiti en Nueva York y Filadelfia.

Capitán Swing reedita ahora el libro en castellano, con una nueva traducción de Nacho Villar, justo cuando el ministro de Interior ha calificado al grafiti como “violencia”. ¿Qué le parecen estas declaraciones como experto en la materia?

El ministro se acoge a la consideración de violencia simbólica que conlleva el grafiti para integrarlo dentro de un conjunto de manifestaciones incívicas. Algún estudioso entendía que el grafiti era la expresión más mínima de la violencia, incluso podría verse como una manera ingeniosa y civilizada de eludir el enfrentamiento físico, tan bárbaro. En todo caso, su visión se comparte en ciertos sectores políticos y sociales, ajenos a la calle y al conocimiento integral de nuestra sociedad y nuestra cultura. Incluso, esa visión parece incidir en ampliar el monopolio de la violencia atribuido al Estado o de legitimar el control por la Administración pública.

Pónganos más ejemplos.

Ya el señor Luis María Linde, actual gobernador del Banco de España, llegó por lo poco a coquetear en 2009 con la insinuación de que era un “terrorismo de baja intensidad” o “terrorismo simbólico”, para que ante tal exageración nos diese por aceptar su tesis de que detrás de un grafiti hay un deseo implícito de destrucción y que era necesario intervenir a saco contra el grafiti por el bien país. Sencillamente, absurdo. No todo el grafiti puede considerarse vandálico. Vandalismo es una palabra excesiva cuando vemos un poema o un corazón pintado sobre una pared, una pieza mural compuesta con esmero en un muro común, una pintada denunciando a un camello o un corrupto, o reclamando la atención o asistencia del poderoso. Es un despropósito establecer de partida su criminalización, apelando a que su naturaleza es incívica per se, cuando el grafiti en su pluralidad de funciones, desde la irreverencia hasta la poesía, tiene una vocación social y abierta en su enunciado en el espacio público.

Usted apela a la libertad.

Se da a entender que todo aquel que se sirva del grafiti es sospechoso de ser un enemigo social. Esa es una visión reduccionista contraria a los principios democráticos y a la defensa de la libertad y de la justicia, y una auténtica falta de memoria histórica, pero no de un siglo atrás, sino a milenios vista. Ciertamente, hay sociópatas que se mueven como peces en el agua por los cauces legales, dentro del orden con una actitud aparentemente impecable como hay sociófilos que se agitan fuera de ellos, edificando sociedad y contribuyendo al feliz futuro de todos; y entre ambos extremos un amplio abanico de personalidades sociales. En verdad, es la bondad de la intención, la nobleza en su exposición y la generosidad del objetivo final lo que hace en último término que algo sea cívico o incívico. El medio como llegar a ello también, pero no encuentro en el Graffiti como “arte vandálico” nada que pueda suponer considerar a su autor alguien carente de ética, un ser peligroso o un potencial criminal, como tampoco podría prejuzgar que alguien que tome la senda religiosa vaya a convertirse necesariamente en un santo.

Pero ciertamente hay “vándalos”.

Ciertamente, hay algunos que incluso alardean de su radicalidad por medio del uso de técnicas corrosivas o indelebles, pero surgieron como reacción al desarrollo tecnológico de la limpieza y en ello encontraron su justificación particular. Ellos sí serían unos vándalos en el Graffiti, pero su daño es más insignificante y superfluo para el destino de una sociedad que el que puede hacer un político pronunciando una mentira por televisión. En definitiva, la percepción de la violencia del grafiti no puede generalizarse a todas sus producciones o tipologías, ni sus autores son todos iguales, ni en el modo de pensar ni en el modo de hacer. No podemos guiarnos por las apariencias, por el aspecto formal o los tópicos o estereotipos recurrentes. Hay que desarrollar el sentido crítico y el sentido común, y en eso el ministro es bastante razonable, aunque adolezca de ese vicio de afirmar que vivimos siempre en el mejor momento de la historia o a punto de alcanzarlo si se deja hacer. Falta conocimiento y precisión en el análisis, además de un equilibrio en los baremos.

Jorge Fernández Díaz justifica su afirmación diciendo que se “intenta imponer mensajes en el espacio público”. Pero la publicidad, a través de vallas, lonas y todo tipo de soportes, también lo hace. ¿Cree que hay un intento de criminalizar a un colectivo?

Hay un intento de criminalizar un medio y de justificar ante los ciudadanos la ineludible e imperiosa necesidad del arbitrio y la intervención de los poderes públicos en el espacio urbano para conseguir vivir de un modo armonioso. Desde este planteamiento la expedición de un permiso, se figura como una especie de “bula civil” que exime habitualmente del pecado o convierte en virtud todo aquello que vemos en la calle. Nadie se escandaliza por ver forrada de publicidad la estación de metro de Sol o los vagones del tren, o hasta ver convertido su nombre en soporte de publicidad, pero ya una simple pintadita excita y pone nerviosa a cierta gente. En otros casos, se nos hace creer que el paso por una inspección le otorga garantías sanitarias y de seguridad de sus contenidos; con el sombrío recuerdo de los tiempos de la censura. ¿Pero en lo artístico esto tiene sentido, aunque se aprecie como un producto de consumo? ¿No resulta aún más absurdo en algo que se presupone “vandálico”? En el fondo de todo eso, el materialismo social y la necesidad de nutrirse económicamente obliga a la fiscalización de las producciones culturales que se ejercen en la calle y a la ausencia de espontaneidad, entrando así en la discriminación social de unas actividades positivas, a causa de su regulación y pago de tasas, y otras negativas, no reguladas oficialmente y que son “insolidariamente” gratuitas y sospechosas de “baja” calidad.  Si es imposición, no es sólo imposición, es además la prueba de que todos podemos contribuir a la composición social. El más miserable de los hombres podría escribir su propia nota en la partitura del día a día de su ciudad con dignidad.

Dicen que el grafiti ensucia las ciudades.

Curiosamente, cuando se ataca hoy en día al Graffiti o al Arte Urbano, para no parecer intolerantes o antidemócratas, se apela a términos tan inocentes y sacrosantos como la “contaminación visual”, la “suciedad” o a su “salvajismo” o “feísmo”. La estética y la higiene como comodines para ejercer la represión o aplicar un criterio estético particular desde arriba, aprovechando la ingenuidad o la ignorancia de unos y otros. Incluso, la etiquetación como vandálico parece colaborar en esa idea de caracterizarlo como una manifestación hueca, vacía, sin sentido, inútil, prescindible.

Hay más argumentos…

Otro argumento es el económico, los costes de limpieza. Pero los datos son a menudo tendenciosos. En este coste se contabiliza todo tipo de pintada o de acción gráfica, sin distinguir. Aunque lo peor es la magnificación de la cifras, incentivadas por la conversión de la supuesta “gran necesidad” en negocio subcontratista. En verdad, no se limpia tanto y la limpieza se concentra al fin y al cabo en la pintada política. Incluso, los picos altos de los ciclos de limpieza se acoplan extraordinariamente al calendario electoral.

¿Podemos hablar de cortina de humo?

La sobredimensión del grafiti como problema social se produce porque es muy visible y fácilmente identificable por el ciudadano de a pie; no como otras actividades más “invisibles”. Así se configura su ataque como una herramienta política oportuna u oportunista, que no tocará ninguna fibra sensible del entramado social, a menudo asociada a las cortinas de humo, las campañas de imagen que buscan dar la impresión de que el poder hace cosas de gran volumen e importantes por sus ciudadanos, los protege, los cuida; o se presta al negocio de los clientelismos políticos. Si el grafiti es una violencia simbólica, la actitud antigrafiti no deja de mostrarse como una “política simbólica”, pero, ojo, capaz de traspasar lo simbólico si oculta tras de sí la pretensión de tomar la lucha antigrafiti como un pretexto para aumentar el control o la potestad reguladora sobre el espacio público y toda clase de medios de comunicación, hacia algo que podría ser una lectura pervertida de la democracia, al modo de un “totalitarismo democrático” basado en aquel lema absolutista tan peliagudo y peligroso para las garantías constitucionales o los derechos humanos de la “tolerancia cero” o esa perniciosa idea de “mi libertad empieza allí donde se limita la del otro”.

Lo cierto es que, desde sus inicios, el grafiti ha sido una actividad polémica, con ciudadanos a favor y en contra. ¿Cómo puede convivir la exploración de la libertad y el respeto por el espacio público en las ciudades contemporáneas?

Mediante la formación de ciudadanos responsables, que no necesiten de la intervención de la Administración para resolver sus problemas. También desde la consciencia de la existencia de espacios naturales o adaptados a su dimensión actual, para el ejercicio del grafiti y el legítimo derecho a expresarse espontáneamente en ellos de modo libre. Incluso, la consideración de circunstancias especiales que justifican su empleo y ejercicio. El desarrollo de una democracia no se refleja en la ampliación de su aparato legislativo y controlador, más bien eso es un síntoma de su fracaso; sino en que sus ciudadanos alcancen una mayor autonomía con su pleno desarrollo, gracias a su educación social como ciudadanos adultos, cooperativos, conscientes de su entidad colectiva y de su personalidad individual, conocedores de los mecanismos culturales y estructuras organizativas de su sociedad, participantes activos en ella y responsables ante ellos y los demás. El respeto nace del diálogo, la comprensión y la aceptación voluntaria de una situación flexible.

¿Qué nos enseña la experiencia?

Cuando apareció el fenómeno en el Madrid de los 80, en los barrios había opiniones de todo tipo, pero había las suficientes circunstancias para que se hubiese permitido un desarrollo cívico y cualitativo del grafiti. Había hasta gente que borraba lo feo, pero respetaba lo que se había pintado con arte. Sin embargo, se ha ido criminalizando y potenciando la visión sospechosa, negativa del fenómeno, incluso de un determinado estilo gráfico, estigmatizando hasta la censura social a sus autores, constriñendo su presencia a ciertos barrios o al extrarradio y, con ello, excitando el lado marginal, segregado, rebelde y vandálico, gracias a la persecución sistemática, desproporcionada y sin distingos.

¿Qué habría que borrar y qué no?

Es una absoluta falta de sensibilidad y de criterio inteligente borrar a saco todo lo que está en una calle. ¿Se ha consultado al vecino? ¿Al propietario? Igual no lo quiere, pero igual lo acepta. Incluso lo encargó y se lo limpiaron. Si aquí se amase el Arte, el arte como riqueza social, hasta se apreciaría el valioso aporte que pueden suponer a nuestro patrimonio público ciertas contribuciones espontáneas animadas por la creatividad y hasta por el oficio. El grafiti es un medio y no todo en él alcanza una categoría de arte, pero no se le puede negar ese desarrollo en ese sentido ni apoyarse en la ignorancia de algunos, para no reconocerlo cuando alcanza ese valor; es más, ha de potenciarse.  Por otro lado, se puede hablar de un proceso de perversión desde los 90, de castración de la filantropía del Graffiti. Se le va obligando a ser malo, en resumidas cuentas, diciéndole que ese es su ser. Y al hilo de esto se deja entrever la imposición desde el poder de un determinado modelo de sociedad, de ciudad, de estética, de marco de relaciones, sin márgenes para el desarrollo gratuito de la libertad, que la mayoría parece no cuestionar por la confianza que deposita siempre el pueblo en aquellos que se supone que velan por el bien común, avalados por su preparación, conocimiento y capacidad.

Lo paradójico es que las autoridades denuncien esta actividad y que, al mismo tiempo, museos públicos expongan este tipo de obras o, incluso, que centros cívicos ofrezcan talleres donde formar a jóvenes en el mundo del grafiti.

Es una contradicción que muestra el doble discurso, el doble rasero, la mascarada que quiebra la fe en el sistema. Incluso, que estamos en una fase de transición hacia una condena absoluta del grafiti, tras unos tiempos de libertad o aspiración a la libertad. No se puede estar exigiendo democracia, participación, alabar la excelencia y el espíritu emprendedor, y, al tiempo, coartar el impulso creativo, domeñar la participación espontánea, condicionar el ejercicio de la autonomía y la autorrealización que se ejemplifica en el Graffiti o el Arte Urbano, o al menos hasta que en los años 90 la presión hizo que aquello se fracturase y se subrayase con orgullo una senda vandálica o activista, entre el delito y la subversión, la rebeldía y la revolución.

Existen múltiples ejemplos, entre comerciantes, vecinos y artistas urbanos que llegan a acuerdos para pintar en lugares prefijados por todas las partes. ¿Qué le parecen estas iniciativas?

Lo que el poder público no puede resolver, por falta de miras o incapacidad, es responsabilidad de la sociedad civil resolverlo y hasta una obligación tomar la riendas de la iniciativa. Se puede hasta afirmar que, más allá de algunos Ayuntamientos o, en el caso de Madrid, de algunas juntas de distrito, son las iniciativas particulares a nivel de barrio, por pequeños y medianos empresarios o asociaciones de vecinos o juveniles, incluso por parroquias, las que con más eficacia han creado puntos de encuentro interesantes. Algunos proyectos han enriquecido el paisaje de calles y plazas y han dado color y carácter a espacios con el beneplácito vecinal, convirtiéndose en algunos casos en portavoces de las demandas populares y sumándose al tradicional muralismo social y político que ayudó a devolver la democracia a España.

¿El riesgo de lo prohibido no es, en realidad, un aliciente y un reto que define al grafiti?

Es cierto. Un trabajo artístico no comporta esa adrenalina de lo prohibido, pero mantiene otras cosas, incluso más importantes como la libertad de acción o contraen otras como la emoción del directo o la vivencia de la calle. Ese furtivismo se ha ido fortaleciendo cada vez más hasta hacerse fundamental, pero a consecuencia principalmente de su irrupción en el espacio suburbano, en los vagones, o de su expansión y masificación por toda la ciudad.  La respuesta institucional a tal desmadre entre los años 80 y 90 en España no estuvo mal, pero quería resultados a corto plazo y se dejó llevar por la corriente represiva que venía de Estados Unidos sin plantearse reducir su tutela social y su intervencionismo en el asunto. Pasase lo que pasase la Administración tenía que hacerse notar, estar presente o no dejar hacer. Ahora cuesta mucho tratar de ver cómo salir de ese pulso que se ha convertido en imprescindible ganar para ambas partes desde la idea de que debe de haber un perdedor, en vez de dos ganadores. La elaboración de una legislación específica de persecución contra este medio de expresión, bajo la falsa premisa del infantilismo del grafiti junto a la desproporción del castigo, no es eficaz y menos aún nos lleva a crecer si no se acompaña de alternativas o salidas constructivas, de una mirada comprensiva y selectiva que permita al escritor sentirse vivo antes que útil. El grafiti en el peor de los casos es un revestimiento, una imposición fácilmente reparable, en cambio la represión sistemática ataca a la fibra humana y es un descrédito de la democracia muy difícil de reparar.

Un círculo vicioso…

Tal es la situación que los propios protagonistas tienen la impresión de que sin persecución no existe el Graffiti, de que no se puede actuar inadecuadamente o alegalmente, sino que se debe actuar ilegalmente y se necesita del castigo para existir como fenómeno. La escalada en la búsqueda de sensaciones y la asunción del discurso ilegal, incluso, de la asunción del placer de evitar el castigo como primera motivación antes que la satisfacción de ejecutar un buen grafiti ha sido directamente proporcional al clima de persecución y de criminalización, incluso, de falta de memoria histórica del Graffiti como movimiento.

Usted ha hablado en alguna ocasión del “Postgraffiti”. ¿A qué se refiere con este término?

Los fenómenos sufren transformaciones en sus desarrollos. Los movimientos maduran también, como sus protagonistas y las generaciones que se van sumando y fortaleciendo el fenómeno. Ya se usó esa palabra, Postgraffiti, para hablar en los 80 del Graffiti en las galerías de arte, otro modo para diferenciar aquello que se hacía en la calle y lo otro que no dejaba de ser una mercancía de comercio; pero yo lo aplico a todo un conjunto de propuestas gráficas, desarrolladas de modo libre en el espacio público, que jugando con algunos elementos claves del grafiti, se desarrollan rompiendo los patrones y convenciones del Writing o el Graffiti neoyorquino sin romper del todo su ligazón. Ha sido como una vanguardia dentro del Graffiti, que lo ha ensanchado, y que ha entroncado en ocasiones con las tendencias del Arte Urbano, con sus planteamientos lúdicos, experimentales, poéticos, performativos, iconoclastas, sociales, políticos, etc., procurando forjar lo que podría ser un grafiti del siglo XXI o el siglo XXI del grafiti.

Se ha querido ver también grandes diferencias entre el grafiti norteamericano (más individualista)  y el europeo (más político). ¿Está de acuerdo?

A mi entender es una falacia. Si en algo pudo haber unas diferencias indiscutibles, radicaba en la formación de sus protagonistas y lo que el contexto les ofrecía, pero no se puede caracterizar unos fenómenos mediante la exageración o simplificación de algunas de sus características con el propósito de crear dos realidades tan chirriantemente opuestas. Podrían entenderse, si acaso, como dos modelos idealizados de concebir el grafiti, pero no serían los únicos ni se limitarían a unas fronteras territoriales. El grafiti a ambos lados del Atlántico participa del mismo constructo cultural y a ambas orillas hubo siempre pintadas políticas, firmas y todo aquel grafiti que generase nuestro modelo de cultura, cada vez más homogéneo.  El Writing, sobre todo desde mediados de los 70 y ya en los 80 adquiría un peso político evidente, no generalizado, pero visible en algunas piezas del Subway Graffiti o en la vertiente muralista en los guetos y en el discurso declarado de algunos writers que pasaban de la adolescencia a darse de bruces en la madurez con la vanidad de un mundo de promesas e incongruencias, y comentaban o hablaban de ello en su piezas. En España, sin ser tampoco general la consciencia de su dimensión política ha crecido desde finales de los 90, lo que sí se esgrime más abiertamente en el Arte Urbano.

Con el 15M se han visto algunas pintadas que recordaban a las del Mayo del 68. ¿Cómo ve el mundo del arte urbano actualmente? ¿Existe un resurgimiento?

El grafiti como arma política del débil, del impotente, del no representado, del disidente, del crítico aflora y crece en la medida en que los políticos se alejan del ciudadano, no atienden las demandas ciudadanas por orden de importancia, se olvidan de su papel como servidores y  representantes de la ciudadanía, y de las reglas de juego democrático, al tiempo que los ciudadanos se ven extrañados de los discursos que se transmiten en los medios de comunicación o estos reducen hasta el paripé el abanico de visiones y la pluralidad de actores sociales en su retrato de la realidad. Después de la Transición, quizás tras el “No a la OTAN” de 1986, el momento clave en que asistimos a una nueva eclosión generalizada del grafiti como arma de lucha y de conciencia fue con el “No a la Guerra”, donde se concentraban también otros descontentos populares. Curiosamente, desde entonces, en Madrid no hay manifestación que no lleve detrás un retén de limpieza urgente con objeto de no dejar rastro físico alguno de su paso y existencia. Octavillas, pegatinas, carteles, pintadas, se procuran limpiar lo más inmediatamente posible. Ha de parecer que el mundo está en orden, que no ha pasado nada serio. El 15M fue otro gran festival de la creatividad gráfica, superior aún, pero no inventaba nada nuevo y como todo proceso impulsado por un vivo espíritu cívico y de regeneración de la Democracia se sirve de lo que se tiene a mano y de aquello que les dejan aquellos que tienen miedo al debate y la transparencia, y acaparan los medios de comunicación oficiales; entre esos medios extraoficiales se tiene al grafiti. Un medio con una clara vinculación revolucionaria, pero a causa de su carácter popular y su ubicación cultural.

Defiende que el arte callejero “constituye un exponente cuantitativo y cualitativo del desarrollo de nuestras macro sociedades urbanas”. ¿Cree que, en general, la sociedad lo ve así? ¿Y los historiadores del arte?

Quizás mi visión no sea compartida mayoritariamente, porque hay muchos prejuicios culturales contra el grafiti u otros enfoques también interesantes o atractivos y hasta discrepantes con mis planteamientos. Según yo veo, ha habido un proceso de “aculturación” del pueblo, de la ciudadanía, en el que se le ha dicho qué cosas son de la buena gente y cuales son cosas maleducadas o de gente de mala vida, o propias de pueblos incultos o incivilizados. Estos prejuicios se asientan en el imaginario colectivo con la creencia de que el modelo cultural de la alta cultura, su gusto y sus modales, es el rector o el referente más excelente respecto a la forma de vivir y expresarse o de que el modelo de cultura occidental es lo mejor. Bueno, en este concierto se ha tratado de extrañar el grafiti, de negarlo como algo nuestro, como algo que ha estado siempre con nosotros, pero que a veces no se ha podido manifestar por el miedo, la represión y el totalitarismo.

¿Simplemente se trata de un prejuicio?

En gran medida, es una cuestión cultural antes que política, y en el debate político, como pasa con otros temas, el debate se mantiene más en un marco de discusión asentada en el prejuicio o el gusto estético y la proyección de asociaciones simbólicas, antes que en un alineamiento ideológico, una opinión experta o una inteligencia que aprecie con corrección su complejidad y los valores constructivos y tradicionales que tiene. Creo recordar que durante la alcaldía de Álvarez del Manzano se planteó, sin consumarse, la idea de limitar el correr y gritar por la calle, con la imposición de multas. Igual era un modo de violencia desde la perspectiva de algunos, pero, aunque ahora se podría hacer, el poner puertas al campo no resulta muy inteligente y sí podría ser muy cruel. No se puede tratar de modificar hábitos a golpe de decreto. El despotismo ilustrado tiene algo de inhumano. Es mejor apostar por forjar ciudadanos libres antes que intervenir en sus manifestaciones. A la larga produce mejores resultados y se refleja en la nobleza y sinceridad de sus acciones.

El propio Castleman apunta que el grafiti aparece en Nueva York justo cuando atravesaba graves problemas económicos. ¿Hay más pintadas durante las crisis? ¿Por qué?

Hay más actividad en la calle cuando las circunstancias lo permiten, por ejemplo, al disfrutar de una democracia, pero el tipo de contenido o el grado de efervescencia que se manifiesta depende de muchos otros factores, no siempre positivos. En el Nueva York de los 70 ciertas áreas urbanas fueron dejadas a su suerte por la Administración pública y se especuló urbanísticamente de modo escandaloso, llegándose a producir incendios intencionados. Se potenció el deterioro vecinal, con el aumento del paro, la droga y la inseguridad ciudadana. Ante ese vacío de poder la gente tuvo que reaccionar y tomó conciencia de su poder, de ese poder que se suponía delegado en sus representantes, y se organizó, porque otros ambientes sociales, como el capitalismo depredador o el crimen organizado campaban a sus anchas. En ese contexto, grupos de chavales encontraron en el grafiti un pretexto para reunirse, cohesionarse y evitar otros marcos de desarrollo nada benignos. Del juego se pasó a una cultura y de la cultura a un movimiento. También, no siempre se requiere una situación paupérrima o desarraigada, podría darse cuando el poder se encuentra repartido, descentralizado. Entonces se permite y favorece el desarrollo de una actividad de calle de un modo tan normalizado que no haría falta legislarlo más que con el sentido común.

Ha establecido cuatro leyes básicas del grafiti. ¿Nos las puede comentar brevemente?

1. Plus urbs, plus graphitum

(A más ciudad, más grafiti)

Estas leyes se enuncian de un modo simple con una pretensión de generalidad y podrían aplicarse a todo tipo de culturas civilizadas, no sólo la occidental. En concreto ésta refleja el aspecto extensivo del fenómeno, que a su vez deriva de la generación en la trama urbana de espacios naturales u óptimos para el ejercicio del grafiti y la creación de un marco de circunstancias que permiten la ejecución del grafiti, por ejemplo, el anonimato o el favorecer el surgimiento de gente que persevera en la ejecución del grafiti hasta convertirlo en una forma de vida y constituir una comunidad reconocible.

2. Urbs mutat ergo graphitum mutatum

(Si la ciudad cambia, el grafiti se transforma)

La transformación de los sistemas de relación e intercambio en la población, la alteración del tejido urbano o de la población, el desarrollo tecnológico, las ordenanzas municipales, etc… tienen su reflejo en la práctica, los contenidos, el modo de mostrarse y los motores del grafiti presente. En esto, el estigmatizar negativamente el grafiti o incentivar su vertiente cívica depende de todo tipo de juicios y prejuicios ciudadanos, que no obstante se pueden conducir desde el poder, creando un estado de opinión afín al enfoque deseado. También se puede forzar la patrimonialización del grafiti por ciertos sectores. Por ejemplo, al ahuyentar a los actores constructivos y convertírselo en atractivo para los actores más antisociales, gracias a esa caracterización simbólica como actividad violenta o terrorista. También puede pasar lo contrario, su apertura, como pasó con el tatuaje o ciertas músicas exclusivas en un tiempo del lumpen o el underground.

3. Societas complicata, graphitum amplificatum

(En una sociedad compleja, el grafiti se complica)

El que el grafiti de nuestros siglos XX-XXI tenga tanta variedad de tipologías, hasta dé lugar a un movimiento como el Graffiti o participe del Arte Urbano, y juegue de manera extraordinaria con los códigos lingüísticos, la imagen, la palabra, la contextualización, el marco arquitectónico, el paisaje urbano y sus elementos, la mirada del espectador, la gran prodigalidad de técnicas, su salida de la marginalidad, su imbricación con las estrategias publicitarias, la cultura de choque o el espectáculo, sin duda es coherente con el altísimo desarrollo de nuestro modelo cultural, incluso producto digno de nuestra sociedad postmoderna y de consumo. Las sociedades analfabetas y sin normas respecto a la representación gráfica no tienen grafiti. El grafiti nace con la ciudad y con las regulaciones. Si se quiere cambiar el grafiti hay que empezar a cambiar la sociedad y desarrollar la humanidad.

4. Quacumque urbanitas est, graphitum est

(Allí donde esté la civilización, el grafiti estará)

Por tanto, es un fenómeno indisociable de la civilización. Lo genera ella misma y se ubica en la esfera de la marginalidad cultural, pero ello no significa que sea un medio ajeno y menos, puesto al servicio del mal. Forma parte de aquello propio de la esfera popular, del contrapeso de lo oficial, de las válvulas de escape de las tensiones generadas por las leyes y la presión social. Un excelente medio de autoafirmación, de manifestación espontánea, de contacto y de replica que encuentra siempre su hueco, adaptándose a las circunstancias.

 

Albert Lladó

 

Getting Up / Hacerse ver

En 1972 el grafiti en los trenes subterráneos de Nueva York se volvió un asunto político. Un año antes, la aparición del misterioso mensaje «Taki 183» había hecho aumentar tanto la curiosidad de los neoyorquinos que el New York Times envió uno de sus reporteros