Europa en ruinas

Ruina de Europa

En el año 1990, Hans Magnus Enzensberger edita Europa en ruinas (Europa in ruinen. Augenzeugenberichte aus den Jahren 1944-1948), libro que selecciona, compila e introduce una serie de crónicas periodísticas escritas tanto por reporteros de periódicos cuanto por escritores que, recorriendo algunos lugares de Europa durante el final de la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra, ofrecieron a los lectores de prensa de la época (1944-1948) una descripción directa y palmaria de lo visto y oído en lo que había quedado del Viejo Continente. Duros y crudos documentos que permiten disponer también a quienes posteriormente se han acercado a ellos de la viva descripción de un continente devastado y moribundo. Si bien varios textos allí incluidos ya han conocido versión en español, contenidos en libros correspondientes a los autores respectivos, es en 2013 cuando el volumen tal y como fue concebido por Enzensberger, ha sido editado, finalmente, en nuestra lengua.

Repárese en el registro de la primera edición: Alemania, año 1990. Acaba de consumarse la reunificación alemana. El lugar y la fecha no pueden ser más significativos. Enzensberger, que coloca la integridad por delante de la nacionalidad, propone al lector echar una mirada hacia atrás en un presente continuo que acaso sólo piensa en el futuro, lo cual sería «políticamente correcto», pero moralmente bastante ligero y políticamente muy incierto. No es posible conservar la memoria y la dignidad, desconociendo o relativizando la ira, la infamia y el horror que recorrieron Europa durante su primera mitad hasta el punto de convertirla en una masa de escombros y una pila de millones de cadáveres. Una catástrofe que no cabe entender como accidental calamidad, cual si se tratase de un terremoto o cualquier otro siniestro desatado por las fuerzas de la naturaleza. La tragedia que referimos tiene carnet de identidad y denominación de origen, causas con nombres y apellidos propios, rostros humanos descompuestos, pero reconocibles.

Alemania no fue la única culpable de aquella atrocidad, pero sí la principal responsable de la misma. Un pueblo (Volk) con antecedentes y actitud reincidente, que además pierde (otra vez) la guerra. En 1945, el totalitarismo nazi fue derrotado por las fuerzas aliadas. Ahora —esto es, en 1990— tras la caída del Muro de Berlín, que simbolizaba el derrumbe del totalitarismo comunista, las autoridades políticas alemanas habían encontrado la ocasión propicia para cerrar página y volver a la situación territorial y fronteriza anterior. Pero, ¿cuál es ésta…? Y, sea cual fuere, ¿será esta vez la definitiva, la dada finalmente por aceptable?

Adviértase, asimismo, otra circunstancia relevante: la edición española, 2013, coincide en el tiempo con la abrumadora hegemonía evidenciada por Alemania (independientemente del partido gobernante) en la denominada «Unión Europea». Después de todo, de país derrotado ha llegado a erigirse en potencia dominante. ¿Es esto la pax europea? ¿Tiene Europa futuro? Y, en tal caso, ¿puede o debe avanzar al precio de borrar el pasado?

«Nadie se atrevía a creer que aquel continente arrasado pudiera tener aún un futuro ante sí. En lo que se refería a Europa, la historia parecía haber llegado a su fin con un abrumador acto de autodestrucción que los alemanes habían urdido y llevado a cabo con obstinada energía» (pág. 15)

¿Ha aprendido Europa —Alemania, muy en particular— la lección de la historia? Aunque, bien pensado: ¿es esto posible? La historia, arte de la recapitulación, petrifica el pasado irremediablemente, con tendencia a condensarse en fría sucesión de informes y con inclinación muy profesional a explicar a menudo lo inexplicable. Los libros de memorias, por su parte, ofrecen bastantes muestras de subjetividad, cuando no de autojustificación. Los documentales y películas sobre la guerra y la devastación, combinando frecuentemente imágenes reales con otras de ficción, se les antojan a muchos espectadores una variante del mero espectáculo y el reality show. En suma, a gran parte de la opinión pública —incluso, la más sensibilizada—, el Holocausto judío y la catástrofe general que lo envolvió, en el fondo, les parece algo increíble.

Pero lo más serio de este asunto es que cuando se habla de la reconstrucción europea como un renacer de las cenizas y un volver a empezar, es imposible no percibir en dicha declaración una resonancia inquietante y aun un eco amenazador.

¿Cómo hacerse cargo, entonces, de la terrible herencia recibida? ¿Cómo soportar el peso del pasado? Porque estamos hablando, debo insistir, no de una simple desgracia ni sólo de ruina y destrucción contables en términos de miles de ciudades arrasadas y millones de personas aniquiladas. Estamos poniendo sobre la mesa de la historia un cataclismo político, social y moral, cuya reparación no se satisface ni concluye con aportaciones económicas a cargo de los presupuestos de los Estados, ni su restablecimiento es resultado de pomposas declaraciones de intenciones.

«Al final de la Segunda Guerra Mundial, Europa no era solo materialmente un montón de ruinas; también su bancarrota política y moral era absoluta.» (págs. 14 y 15).

Lo sucedido en los años 30 y 40 del siglo XX en Europa nos remite a espacios y tiempos que cabía considerar muy alejados de ella: el Tercer Mundo y la Edad Media. Pero, sólo en apariencia. Enzensberger menciona en la Introducción situaciones lacerantes habituales en Luanda, Beirut, El Salvador, Sri Lanka. Crónicas, afirma el escritor alemán, que podemos leer a diario durante el desayuno. Pues bien, hechos semejantes —y aún peores— tuvieron lugar por entonces en Roma, Frankfurt am Main, Berlín o Atenas, en la civilizada y arrogante Europa, tan habituada a dar lecciones al mundo entero de gentilidad y alta cultura. Matanzas y torturas indiscriminadas, crueldades indecibles, hambre y miseria generalizada, familias hacinadas sobreviviendo en sótanos durante años, buscando el sustento por medio del estraperlo, la prostitución, el robo, el fraude, en la basura. Todo esto fue moneda corriente durante años de encanallamiento, perversión y corrupción en Europa. Algo equiparable a una nueva Peste Negra medieval en versión parda.

He aquí una realidad tan dura, tan atroz, tan difícil de encajar y asumir —literalmente, tan siniestra— que tiende a ser suavizada y debilitada, en el mejor de los casos, para hacerla más soportable. A fin de no perder credibilidad ni perspectiva es oportuno, entonces, acudir a cronistas, testigos oculares, de los hechos para poder ser narrados del modo más abierto, desnudo e inmediato posible. Este es el principal interés del presente volumen, al margen del valor documental y a menudo también literario, de los textos agrupados en Europa en ruinas:

«Las impresiones más lúcidas nos han llegado de la mano de los autores que siguieron a los ejércitos vencedores de los Aliados. Entre ellos destacan los mejores reporteros de América, periodistas como Janet Flanner y Martha Gellhorn y escritores como Edmund Wilson y Norman Lewis, que no tenían a menos trabajar para la prensa. Todos ellos se sitúan en la gran tradición anglosajona del reportaje literario, que no tiene parangón alguno hasta hoy entre los europeos continentales. A esto se añaden fuentes que se deben más bien al azar, como el informe interno de un redactor americano que trabajaba para los servicios secretos estadounidenses, o los apuntes de emigrantes que intentaron retornar al Viejo Mundo. Más tarde también se pusieron en camino autores de países que se habían librado de la guerra, como el suizo Max Frisch y el novelista sueco Stig Dagerman.» (pág. 20)

Leemos en estas páginas retratos en carne viva de unas sociedades europeas desahuciadas, deshumanizadas. Cada uno escrito con el estilo y la calidad propios de quien las firma, mantienen en su conjunto más de un elemento en común: prescinden de hacer propaganda —y aun denuncia— del panorama reinante, así como obvian cualquier género de sentimentalismo en la narración, no importa el horror descrito. Sus autores se limitan a hacer su trabajo, que no es otro que levantar acta que aquello que han escuchado y visto. A veces, no pueden reprimir un comentario irónico o una leve y contenida mordacidad; por ejemplo, cuando las declaraciones de la mayor parte de los alemanes —ellos no son nazis y no sabían lo que estaba ocurriendo— o cuando el lamento proferido es a causa de los bombardeos de los aliados y por las desdichas que están padeciendo; o cuando recuerdan, amenazadores y orgullosos, a los aliados triunfantes que sin la intervención de ellos mismos no va a ser posible reconstrucción; o cuando insisten en que si han perdido la guerra ha sido más que nada por la superioridad militar y técnica de las fuerzas aliadas. No hay palabras de perdón, sensación de vergüenza, amago de arrepentimiento. Sólo prisa y ansiedad por volver a la normalidad cotidiana, a la recuperación económica, por acabar con las cartillas de racionamiento y la ocupación militar. Un ansia no aplacada de volver a lo de antes.

Europa en ruinas

Hace casi setenta años, toda una vida, acabó la Segunda Guerra Mundial -dejando a Europa convertida en ruinas-, con el suicidio de Hitler en su búnker y la llegada del ejército ruso a Berlín, un ejército que poco tenía que ver ya con el celebrado por Nikita Mijailkov en su deliciosa película El barbero de Siberia.

Hace setenta años –hay muchos todavía que lo pueden contar de primera mano- en París, Roma, Nápoles, Berlín, Londres, Colonia, Hamburgo… la gente que había vivido una vida burguesa más o menos acomodada, o que pertenecía a una clase trabajadora que iba llevando el sustento a casa con más o menos dificultades, esa gente toda lampaba por las calles destruidas, sin casa ni cobijo, vestida de harapos, hambrienta, muerta de frío y desesperada.

Las jóvenes se vendían por una onza de chocolate a los soldados aliados, los niños sustituían la escuela, que no existía ya, por el merodeo de los restaurantes, donde los extranjeros comían, a la espera de pescar alguna migaja que llevarse a la boca, para ser expulsados sin contemplaciones, de vuelta con su hambre a su inexistente casa.

Hans Magnus Enzensberger ha recopilado una selección de textos de testigos de primera mano – Europa en ruinas (Capitán Swing, 2013)-, que escribieron en directo lo que se encontraron en aquella Europa superviviente, donde ‘la historia parecía haber llegado a su fin con un abrumador acto de autodestrucción que los alemanes habían urdido y llevado a cabo con obstinada energía’, según palabras del propio autor, alemán de pura cepa.

Alemania, en efecto, urdió y ejecutó una guerra devastadora en la que también ella salió perdiendo. Al recopilador no le interesan las memorias posteriores a los hechos, siempre estilizadas en favor de la poesía, sino lo que escribieron en caliente los observadores directos del drama. Escritores y periodistas como el Alfred Döblin de Berlin Alexanderplatz (1929), el crítico literario Edmund Wilson, la corresponsal de guerra, Martha Gellhorn, el suizo Max Frisch,   la corresponsal de The New Yorker, Janet Flanner, el agente del servicio de inteligencia británico, Norman Lewis, el anarquista sueco Stig Dagerman, el periodista norteamericano John Gunther, y Robert Thompson Pell todos ellos, recorriendo la Europa herida de muerte, de 1944 a 1948.

Como ocurre con las pirámides de Egipto, que una cree haberlas visto tantas veces reproducidas que su contemplación directa no va a impresionarle, el relato directo, contado a través del alma de cada uno de sus autores, golpea profundamente en quien lee este libro. Un libro extremadamente pertinente en estos años en los que parece haber planes contra Europa, contra su gran logro tantos años después, de procurar bienestar a sus habitantes, de organizarse para tratar de ser más justa.

La gran prueba de fuego que los desmanes financieros hicieron estallar en 2007, ha colocado a Europa en peligro de muerte otra vez, sin que se escuchen los silbidos de bombas, sin que las ruinas humeantes de los edificios supongan el atrezo del escenario. Alguien sigue urdiendo un plan que causa dolor en Europa y por el que el horizonte vuelve a mostrarse sombrío.

Janet Flanner, recordando los procesos de Nuremberg que ella cubrió para The New Yorker, destaca lo que sólo unos pocos clarividentes asertaron al comienzo de los ataques de 1940: ‘Geniesst den Krieg! Der Frieden wird fürchterlich!’ (Gozad de la guerra; la paz será terrible). Y así fue.

Avive el seso y despierte…

Tenemos una memoria adecuadamente frágil como para poder aguantar el peso de nuestra maldad. Si recordáramos un poco más, nos hundiríamos. Por fortuna, en el siglo XIX inventamos la Historia como aparato técnico capaz de tranquilizar una memoria engañadora y sectaria. Ahora lo engañador y sectario es la Historia escrita por los expertos y así nuestra conciencia puede quedar al margen. C’est la faute a l’Histoire, repetimos. Así que recordamos perfectamente la maldad de los enemigos consagrados por la Historia y gracias a ello nosotros somos inocentes.

Un ejemplo adecuado de esta relación inversa entre historia y culpabilidad es, a medida que se aleja en el tiempo, la monstruosa carnicería que produjimos entre los años 1939 y 1945. Seis años y cerca de 70 millones de muertos. Diez millones de muertos por año. Más los que siguieron muriendo en años posteriores como daño colateral. Por ejemplo, los infectados de Hiroshima.

Un fenómeno semejante, aunque ha sido analizado por cientos de miles de historiadores, sociólogos y políticos, aún espera una explicación que sólo podría ser filosófica, pero por desdicha quizá la filosofía ya no tenga base suficiente para interpretar un caso moral tan gigantesco. Sus robustas piernas ahora no pueden apoyarse en fondo ninguno y pedalean en el aire como una figura de dibujos animados. Contra lo que pensaba Adorno, después de Auschwitz no es solo que la poesía haya dejado de tener sentido, es que la filosofía lo ha perdido por completo.

No obstante, la ingente obra de historiadores, sociólogos y políticos ha ido apaciguando a la memoria, acunándola y adormeciéndola, de manera que hoy es ya casi imposible hacerse una idea cabal de lo que aquello fue. No porque hayan muerto sus protagonistas, también murieron los de la Revolución Francesa y eso no impidió la reflexión continuada desde Marx hasta Horkheimer. Sino porque quizá hubo demasiados muertos para tan escasas consecuencias reales.

La Revolución Francesa impuso un mundo nuevo desde Filadelfia a Tokio, una sociedad nueva, unas relaciones entre naciones perfectamente nuevas. La II Guerra Mundial y sus añadidos no trajeron nada, tan solo la sustitución de un imperio, el Británico, por otro, el Norteamericano, y un campo de concentración llamado la URSS. La guerra dejó, eso sí, una memoria de podredumbre moral, cobardía, asesinatos, dirigentes psicóticos, naciones enteras envilecidas y violencia delirante. Todo lo cual, por supuesto, está en trance de desaparecer de nuestra memoria.

Fue (una vez más) Walter Benjamin, otra víctima de aquella guerra, quien nos advirtió sobre el Ángel de la Historia y las montañas de muertos que se acumulaban crecientemente a sus pies. La enseñanza es clara. Nos advertía de lo habitual que es, entre los pueblos civilizados, matar constantemente a sus muertos. Y la forma más frecuente de hacerlo, así como la más eficaz, es convertirlos en Historia. Los muertos de las novelas continúan conmoviendo nuestro ánimo, aunque sean muertos de la época napoleónica, siempre que nos los cuente Tolstói. Los de la Historia no conmueven ni deben conmover porque la tarea de la Historia es esa, descargarnos de culpa o echársela a otros. Seguramente por esta razón necesitamos cada vez más libros de historia, los cuales van siendo cada día mejores y con mayores ventas. En tanto que ya no sabemos qué hacer con las novelas.

Hay, sin embargo, un terreno privilegiado que sin ser Historia se aproxima a ella y no renuncia a hacernos vivir lo que narra, como en las novelas. El periodismo mantiene con vida lo que la Historia embalsama o petrifica en la urna del museo universal. También mantiene lo que la novela lanza al infinito de la suspensión de credulidad en un confuso avatar de sexualidad, guerra, robo, y matrimonio. Un periodismo en sentido lato en el que la literatura es tan esencial como en la novela y la exactitud del dato tan importante como en la Historia.

Solo como ejemplo traigo aquí un caso extraordinario, una antología que permite volver a vivir con presencia emocional los espantosos años de la posguerra mundial. La recogió en 1990 Hans Magnus Enzensberger, modelo de intelectual que no renuncia a la literatura, y por fortuna lo acaba de publicar la editorial Capitán Swing con el título de Europa en ruinas. Es un conjunto de reportajes escritos por testigos oculares durante los años 1944 y 1948.

¿Quién reconocería en la actual ciudad de Colonia aquel desierto de cascotes y fúnebres figuras que describe la gran Janet Flaner en marzo de 1945? Trató de hablar con los supervivientes, pero solo consiguió que le dijeran mentiras. La gente no podía soportar la verdad: nadie había conocido a un nazi. “Los escombros de Colonia se componen de las alfombras de las casas bombardeadas, de los vidrios de las ventanas, de libros, de las tejas caídas de las bellas y antiguas casas, y también seguramente de la sangre de los 200.000 muertos, un cuarto de la población de la ciudad”. Uno de cada cuatro, a los que hay que sumar los jóvenes que estaban en el ejército viviendo otra destrucción.

En Nápoles cuenta el soberbio narrador que fue Norman Lewis cómo un príncipe superviviente se acercó a los servicios de ayuda británicos rogando que a su hermana, una muchacha palidísima de 24 años que le acompañaba, se le permitiera ingresar en un burdel del ejército. Cuando le dijeron que no existía tal institución exclamó “A pity” y se retiró muy contrariado. En Nápoles, con el mar rodeando el paisaje por todas partes, no era posible beber un solo vaso de agua. La población moría de sed y la ciudad se había convertido en una leprosería.

La espantosa miseria de la población parisina, aquel Londres que a Edmund Wilson le llevó a exclamar que “se parecía a Moscú”, el horror de un continente en ruinas, contrastan con la altivez insoportable de los dirigentes de la industria química IG Farben, la que fabricaba el gas Zyklon B para los hornos de exterminio, que se permitían despreciar a los servicios de información americanos y exigían que les mandaran un coche para ir a declarar (R. Thompson Pell, Fránc-fort, abril 1945). Aquellos tipos (algunos serían luego condenados en Núremberg) tenían la certeza de que el Gobierno americano los necesitaba para reconstruir la industria alemana.

Son cientos los relatos de primera mano que nos permiten vivir desde dentro el infierno que fue, no ya la guerra, sino la posguerra europea. Un ejercicio de memoria que, como decía al comienzo, es imprescindible ahora que aquella Europa ha desaparecido y sus muertos parecen haber muerto definitivamente. ¿Cómo no va a ser posible una nueva destrucción cuando vemos que al fin y al cabo en unos años los causantes de semejante horror son ahora quienes dirigen el continente? ¡Y menos mal que no nos dirigen los ingleses, los rusos, los italianos o los franceses!

En la edad clásica, cuando un monarca o una nación eran derrotados, por lo general desaparecían sin hacer ruido. Allí se fueron los griegos vencidos por los romanos, y los cartagineses y los iberos y más tarde los imperios centrales o el Sacro Imperio, los Caballeros Teutones o la Sublime Puerta. Nuestro tiempo es particularmente enigmático y una nación causante del mayor asesinato masivo de la historia de la humanidad, derrotada y hundida, se convierte de nuevo en la jefa de sus víctimas al cabo de unos escasos 50 años.

A los pies del Ángel, 70 millones de cadáveres observan estupefactos el presente. ¿Para esto hubo que matar a tanta gente? ¿Para que todo siguiera igual? ¿Para que Alemania unificara de una vez a Europa? ¿Después de Auschwitz no más poesía? Después de Auschwitz todo es Historia.

 

Cómo ser nazi, rojo y amigo de los judíos

 

Estamos ante un caso digno del Quién sabe dónde de Paco Lobatón. Cómo la periodista estadounidense Martha Gellhorn llegó a Alemania en 1945 y no logró encontrar nazi alguno. Hablamos de la asombrosa desaparición de todas y cada una de las personas que una vez apoyaron al régimen. Como si se los hubiese tragado la tierra. O dicho al revés: la fascinante multiplicación de los luchadores antifascistas, como en una extraña variación del milagro de los panes y los peces. Atentos:

«Nadie es un nazi. Nadie lo ha sido jamás… Nosotros siempre tuvimos fama de ser unos rojos. !Oh! ¿Los judíos? Bueno, en realidad por aquí no había muchos judíos. Tal vez dos, o quizás incluso seis. Se los llevaron. Durante seis semanas tuve escondido en mi casa a un judío. Yo oculté a un judío durante ocho semanas. (Yo oculté a un judío, él ocultó a un judío, todo Cristo ha escondido a judíos). No tenemos nada en contra de los judíos; siempre nos hemos llevado bien con ellos. Los nazis son unos canallas. Estábamos hasta las narices de ese gobierno. Ay, cómo hemos sufrido… Todos hablan así. Uno se pregunta cómo es posible que ese detestable gobierno nazi, al que nadie apoyaba, fuera capaz de mantener esta guerra durante cinco años y medio. Según lo que ellos nos cuentan, en Alemania ningún hombre, ninguna mujer y ningún niño vio con buenos ojos ni siquiera por un instante la guerra. Nos quedamos con una expresión de desconcierto y de desprecio en nuestros rostros y escuchamos esta historia sin benevolencia y ciertamente sin ningún respeto. Un pueblo entero que declina toda responsabilidad no constituye una visión edificante».

Lo escribió Martha Gellhorn tras hablar con varios alemanes en su viaje a Renania, en abril de 1945. El texto de Gellhorn se incluye ahora en  Europa en ruinas, que la editorial Capitán Swing publicará en noviembre. Una antología de relatos de testigos oculares de la posguerra europea (1944-1948) recopilados por el ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger, premio Príncipe de Asturias de comunicación y humanidades en 2002.

El libro incluye un largo prólogo donde Enzensberger justifica con estas palabras el sentido histórico y político de una antología publicada originalmente en Alemania en 1990:  «Es difícil, y según pasan los años resulta aún más difícil hacerse una idea del estado de nuestro continente al final de la Segunda Guerra Mundial… Algunos viejos noticiarios muestran monótonas imágenes de ruinas; el sonido se compone de frases hueras; no proporcionan ninguna información sobre el estado anímico de los hombres y mujeres que caminan por aquellas ciudades arrasadas. La literatura de memorias posterior carece de credibilidad… En la visión retrospectiva se pierde precisamente aquello que aquí nos ocupa: la contemporaneidad del observador con aquello que ve. En consecuencia, las mejores fuentes serían los testimonios oculares de los coetáneos».

 

Dice Enzensberber que en 1945 «no solo había quedado devastado el entorno físico, sino también la capacidad de percepción» de los europeos. Los textos de los afectados por la guerra no tenían validez histórica porque la conmoción nubló los análisis: «Toda Europa estaba como si le hubieran propinado un porrazo en la cabeza», escribe. La falta de «juicios sobrios, análisis inteligentes y reportajes convincentes» en los periódicos y revistas de la época no sólo tuvo que ver con las «restricciones de las fuerzas de ocupación», sino con la «autocensura interior» de los periodistas. Un ámbito en el que los escritores alemanes hicieron gala de una «gran maestría»:  «Los intelectuales se refugiaron en la abstracción, en lugar de constatar con sangre fría lo que había sucedido. En vano buscaremos los grandes reportajes», dice. En cambio abundarán las «disquisiciones filosóficas sobre el tema de la culpa colectiva», las «menciones a Goethe» y al «humanismo». Conclusión: «Uno tiene la impresión de que ese idealismo desvaído es tan solo otra forma de inconsciencia «.

Al rescate de la memoria y el sentido llegaron los corresponsales extranjeros. «La mirada del outsider es la que nos proporciona la transmisión más segura. Las impresiones más lúcidas nos han llegado de la mano de los autores que siguieron a los ejércitos vencedores de los Aliados. Entre ellos destacan los mejores reporteros de América, periodistas como Janet Flanner y Martha Gellhorn y escritores como Edmund Wilson y Norman Lewis, que no tenían a menos trabajar para la prensa. Todos ellos se sitúan en la gran tradición anglosajona del reportaje literario… Esta mirada ajena es la que nos puede hacer comprender de la mejor de las maneras lo que entonces estaba sucediendo; porque no se atiene a las reglas gramaticales de la ideología, sino al detalle elocuente. Mientras las editoriales y los escritos polémicos de aquellos años nos parecen extrañamente anquilosados, estos testimonios oculares siguen desprendiendo frescura.».

 

Periodismo sobre el terreno

Que Hans Magnus Enzensberger (Kautbeuren, 1929) es uno de los mejores ensayistas europeos del último medio siglo se ha dicho ya. Lo que quizás no se haya destacado suficiente es su buen ojo para la edición y la recopilación de testimonios históricos, como demostró en el magistral El corto verano de la anarquía (Anagrama, 1988), donde narró la vida de Buenaventura Durruti basándose exclusivamente en textos sacados de reportajes, discursos, octavillas, panfletos y entrevistas con testigos oculares. Enzensberger es un maestro del arte del copia y pega de la Historia y Europa en ruinas es un libro asombroso por muchos motivos. Entre otros, por el alucinante vigor de sus reportajes. Dos ejemplos:

«En un campo de concentración cercano a Nimega (Holanda) encerraron a 1.200 judíos. Los alemanes los deportaron a Polonia en vagones de carga… Esos 1.200 judíos, viejos y jóvenes, hombres, mujeres y niños fueron conducidos a un edificio en buen estado y les dijeron que allí podían tomar una ducha. Como hacía meses que vivían en la miseria y rodeados de inmundicia se alegraron mucho. Les ordenaron desnudarse y dejar sus ropas, sobre todo los zapatos, fuera del cuarto de las duchas. A través de ranuras que parecían rejillas de ventilación los alemanes bombearon lo que ellos llamaban ‘gas azul’ en aquel baño pulcro y cubierto de blancos azulejos. Al parecer, ese gas produce un mayor efecto en los cuerpos húmedos y desnudos. En un par de minutos 1.200 seres humanos habían muerto, pero antes el guardián de las SS les había oído gritar y les había visto morir con sufrimientos atroces que nosotros nunca tendremos ocasión de experimentar. Después clasificaron cuidadosamente todos los zapatos y los enviaron a Alemania para ser usados de nuevo; además, antes de incinerar los cadáveres, les extrajeron todos los empastes y dientes de oro» (Martha Gellhorn, Nimega, Holanda, octubre de 1945)

 

«Existe el temor manifiesto de que este año no se produzca la licuefacción de la sangre de San Genaro y de que tal excepción pueda ser utilizada por grupos anti aliados y por agitadores para desencadenar grandes alborotos como los que se producen en la historia napolitana siempre que el milagro no tiene lugar. El ansia de milagros y curaciones milagrosas prolifera por todas partes. La guerra ha retrotraído a los napolitanos a la profunda Edad Media. De repente las iglesias están llenas de imágenes que hablan, sangran, sudan, mueven la cabeza y segregan fluidos curativos. Estas excreciones se enjugan con pañuelos o incluso se conservan en frascos. Una multitud temerosa y extática se congrega a esperar que se produzcan esos milagros… La imagen de Santa Maria del Carmine, que al parecer durante la ocupación de Nápoles por Alfonso de Aragón ladeó la cabeza para evitar un cañonazo, hace ahora lo mismo como una rutina diaria… Nápoles tiene los nervios tan destrozados que las psicosis colectivas están a la orden del día y las supersticiones cuentan más que la realidad» (Norman Lewis, Nápoles, marzo de 1945).

 

Un documento definitivo

No obstante, por encima de textos en concreto, el verdadero valor de Europa en ruinas reside en su función de documento definitivo de una época extrañamente poco estudiada de la historia europea, que suele saltar de las trincheras a la guerra fría, pese a que, según Enzensberger, en esos años bisagra (1944-1948) se enterraron los conflictos pasados y se cocieron los presentes. Europa como gigantesco laboratorio político entre ruinas.

El ensayista alemán pone como ejemplo de esto un informe de un oficial del servicio secreto americano, Robert Thompson Pell, que en la primavera de 1945 viajó a Alemania a investigar las actividades de los directores de la empresa química IG Farbenindustrie, que había fabricado el gas (Zyklon B) con el que fueron ejecutados miles de judíos, soviéticos y gitanos. Aunque algunos serían juzgados años después, los directivos de IG se dedicaban entonces a colaborar con los aliados en la reconstrucción de Alemania. Entre tarea y tarea, le confesaron a Thompson Pell lo que pensaban de la guerra:

 

«Ardían en deseos de decirme que el pueblo alemán había sido víctima de una conspiración universal que tenía como objetivo dejar aquel hermoso país en manos de poderes ocultos; que Alemania había llevado a cabo una guerra defensiva… Muchos de ellos, si no la mayoría, esperan confiados que el capital americano los contrate de inmediato para las tareas de reconstrucción y se declaran dispuestos a poner su fuerza de trabajo y sus conocimientos al servicio de esos patrones provisionales; de todo esto esperan sin ningún disimulo reconstruir una Alemania más poderosa y grande de lo que era en el pasado».

Enzensberger defendió la contemporaneidad de Europa en ruinas en un prólogo sombrío publicado en 1990; es decir, en plena euforia de la reunificación alemana, la caída del muro y la llegada de la plenitud democrática por la vía de la economía liberal. Leídas ahora, sus palabras asombran por su intuición histórica. He aquí la demoledora conclusión de Enzensberger (que, no lo olvidemos, es tan alemán como el chucrut) sobre el pintoresco episodio histórico de los directivos de IG Farbenindustrie:

 

«La ironía de esta historia, o mejor dicho, su sarcasmo ha conducido a que esas fantasías del año 1945 se hayan convertido en realidad en cierta medida. El hecho de que los vencidos de aquel entonces, los alemanes y los japoneses, se sientan hoy en día como los vencedores es más que un escándalo moral; es una insolencia política. Naturalmente nuestros dirigentes no se cansan de proclamar que entre tanto todos somos pacíficos, democráticos y civiles, en una palabra, dóciles, y lo más curioso de esta afirmación es que es cierta. Esta mutación es lo que ha convertido a los alemanes en eso que ellos reprochaban a otros: una nación de mercachifles. Y de ninguna manera son los únicos. Todas las naciones de Occidente luchan entre sí con diversa fortuna para imitarles, y desde el fin del monopolio político del comunismo parece haberse impuesto también en el este del continente la primacía de la economía».

 

La economía nos llevará por el mal camino, vaticinó Enzensberger en 1990, cuando Europa creía haber encontrado la fórmula de la felicidad vía mercado común. El ensayista concluye así su analogía histórica entre épocas:  «No nos gusta hablar de los muertos que tenemos en los armarios. Mejor volvamos el rostro al futuro brillante del Mercado Común y a la apertura del este de Europa en lugar de pensar en esos tiempos deplorables en los que nadie hubiera dado ni un centavo por el renacimiento de nuestra península: este parece ser el consenso general. Una estrategia bastante funesta porque en retrospectiva se pone claramente de manifiesto que entre los años de 1944 a 1948, sin que los actores se dieran cuenta, se estaban sembrando las semillas no solo de los éxitos futuros, sino también de los conflictos futuros».

 

 

 

 

 

Europa en ruinas

Este libro nos arrastra como un torbellino, introduciéndonos en un momento de la historia que parece lejano, una época que nos gusta describir insulsa y nebulosamente como “la hora cero”: Europa, en los años en que la gente vivía en agujeros y entre los escombros, un tiempo en que nadie era capaz de imaginar un futuro para el continente