Diario de Rusia

Una historia rusa

“No es la historia rusa, es simplemente una historia rusa”. Así describe John Steinbeck el libro del viaje que hiciera a la antigua Unión Soviética con el fotógrafo Robert Capa en 1948. Steinbeck ya tenía el Pulitzer –aunque le faltaban doce años para ganar el Nobel– y era uno de los más emblemáticos escritores de Estados Unidos (hablamos del autor que concibió piezas como “De ratones y hombres”, “Las viñas de la ira” o “Al este del paraíso”). Capa, por su parte, era un fotógrafo ilustre que ya había retratado la Guerra Civil española (donde tomó algunas de las fotografías más conocidas del siglo XX) y acababa de fundar la agencia Magnum junto a Cartier-Bresson.

Sin embargo, en 1948 tanto el escritor como el fotógrafo estaban en un momento creativo algo bajo. Así que un día, “en el bar del Hotel Bedford en la calle 40 Este”, y bajo los efectos de una Suissesse (o dos, o tres) decidieron unirse en la aventura soviética y compartir reportaje –escrito y visual– para el New York Herald Tribune. El “Diario de Rusia”, que así se llama el libro que acaba de publicar Capitán Swing en español, reúne al completo los textos de Steinbeck (y algunas fotos de Capa).

Hay que decir que tanto el novelista como el fotógrafo se encontraban algo deprimidos con el periodismo: “no tanto por las noticias como por su manejo”. Cansados ambos de los expertos en teletipos y acostumbrados ambos a pisar el campo minado de los acontecimientos. Así que, a esas alturas, les importaba poco lo que todos manejaban: la maldad o la grandeza de Stalin o las decisiones del Soviet Supremo. Querían reportar, de primera mano, cómo eran los individuos soviéticos. “¿Cómo se viste la gente allí? ¿Qué sirven para cenar? ¿Hacen fiestas? ¿Qué comida hay? ¿Cómo hacen el amor y cómo mueren? ¿De qué hablan?¿Bailan, cantan y juegan? ¿Van los niños al colegio?

Y así se lanzaron a aquella aventura, persuadidos de “que debe de haber una vida privada de la gente rusa, sobre la cual no podemos leer porque nadie ha escrito sobre ella y nadie la ha fotografiado”.

No puede decirse que fueran ellos los primeros occidentales intrigados por desentrañar la verdad de Moscú –John Reed o George Orwell ya habían dado a conocer sus experiencias- pero tanto Steinbeck como Capa, en su “Diario de Rusia”, pueden considerarse pioneros de ese género que alguna vez he llamado “Eastern”, y que han compartido varios artistas, escritores e intelectuales occidentales intrigados por lo que pasaba en aquellos países “enemigos”, ocultos tras el Telón de Acero. En el caso de la URSS, su aventura se asemeja a la del dibujante Saul Steinberg, y anuncia la de personajes tan disímiles como los Beatles o Mohamed Ali.

Steinbeck y Capa se lanzan, pues, sobre la vida cotidiana de la Unión Soviética. Una tarea poco promisoria, si recordamos que en 1948 estamos en pleno estalinismo, el Gulag vive su apogeo y el control burocrático es tan absurdo como asfixiante. Así que el retrato humano que se proponen escribir y fotografiar no va a tocar –aunque se lo hubieran propuesto no lo hubieran conseguido- los puntos más críticos de la represión estalinista. Lo curioso es que, pese al celoso control de las autoridades, “Diario de Rusia” consigue entregarnos (unas veces explícitamente, otras por alusión) un reportaje de los usos y costumbres de los soviéticos y una buena traducción de esa vida a los occidentales.

Así las cosas, nos encontramos con georgianos, ucranianos y rusos, con fiestas y discusiones, con las inquietudes de esos hombres y mujeres sobre la vida en Occidente o la pregunta de los escritores acerca del futuro de la literatura norteamericana después de Hemingway o Faulkner. Por mediación de este libro, sabemos de las penurias de la postguerra en Moscú o de los ardides de las muchachas para vestirse medianamente bien. De cómo los hombres iban de uniforme porque no tenían otra ropa mejor o de lo que bebían y comían. De una manera secundaria, el libro funciona asimismo como una pieza para emprender el puzle completo de la personalidad de Robert Capa.

Al final, fotógrafo y novelista saben que su relato “no satisfará ni a la izquierda eclesial ni a la derecha reaccionaria. La primera, dirá que es anti-ruso, y la segunda dirá que es pro-ruso”.

En cualquier caso, la búsqueda de los seres humanos bajo los regímenes que sufren y apoyan, encarnan y temen a partes iguales, no deja de ser siempre el intento de conquistar ese territorio que no pertenece a los bandos consabidos, carne de los “teletipos” y de la vida en blanco y negro para los que siempre, como buenos sartreanos a fin de cuentas, el infierno son los otros.

“Diario de Rusia” recoge la textura de un mundo en el que, por debajo de un georgiano con un mostacho, la gente tenía familia, amaba y construía un futuro incomprensible en Occidente que se vino abajo en Berlín, exactamente el 9 de noviembre de 1989.

Iván de la Nuez

 

Viaje a la URSS de Capa y Steinbeck

Robert Capa era un tipo que robaba sin piedad los libros que se cruzaban en su camino, capaz de pasarse horas en el cuarto de baño, incluso cuando compartía habitación, y que se ponía muy nervioso, a pesar de su experiencia, con todo lo relacionado con su material de trabajo. Además, era un políglota autodidacta y experimental. “Capa habla todos los idiomas menos el ruso. Habla cada idioma con acento que corresponde a otro. Habla español con acento húngaro, francés con acento español, alemán con acento francés e inglés con un acento que nunca ha sido identificado. Después de un mes aprendió algunas palabras de ruso con un acento que, en general, se podía considerar uzbeko”. Así describe John Steinbeck a su compañero de viajes, con el que formó una de las parejas más extraordinarias de la literatura y la fotografía, capaz de saquear toda la bebida del cuerpo de prensa extranjero en el Moscú de la posguerra pero también de resumir el siglo XX en una niña que se mueve entre escombros en las piedras de Stalingrado.

En 1948, cuando el Telón de Acero ya había caído sobre Europa —Churchill pronunció su famoso discurso que marca el comienzo de la Guerra Fría el 5 de marzo de 1946 en Misuri—, Steinbeck y Capa decidieron visitar la URSS todavía devastada por las consecuencias de la Gran Guerra Patria y en plena dictadura estalinista.

Capa era ya un mito de la fotografía bélica. Sus imágenes de la Guerra Civil española y del conflicto mundial le habían convertido en uno de los reporteros más famosos de su tiempo. Apátrida, herido profundamente desde la muerte de Gerda Taro en Brunete en 1937, Capa siempre buscaba el movimiento, un nuevo viaje. John Steinbeck era ya uno de los escritores más importantes de EE UU, aunque no ganaría el Nobel hasta 1962. Obras como De ratones y hombres y Las uvas de la ira —con la que recibió el Pulitzer en 1940— le habían convertido en el narrador fundamental de la Gran Depresión que arrancó en 1929, aunque también le habían granjeado acusaciones de izquierdismo de la derecha estadounidense.

Durante la Segunda Guerra Mundial, escribió filmes de propaganda y fue enviado especial del New York Herald Tribune, al que convenció para que le mandasen a retratar la URSS. El resultado, que Capitán Swing acaba de publicar en castellano en una cuidada traducción de María Pérez Martín, es un libro magnífico, como relato de viajes, como disquisición sobre el periodismo, por su humor y la inteligencia de las descripciones, que combinan la prosa de Steinbeck con la mirada única de Capa —aunque es una pena que la impresión de las fotos deje mucho que desear—. En sus tiempos fue acusado de tener una visión demasiado clemente de la Unión Soviética y es cierto que el libro ofrece un vacío fundamental: la ausencia en sus páginas de la represión estalinista, del terror, aunque en un viaje tan controlado por las autoridades era casi imposible que viesen o intuyesen lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, la vida cotidiana de los ciudadanos corrientes emerge de sus páginas magistralmente.

En solo unos párrafos y apenas una imagen, Steinbeck y Capa resumen la Segunda Guerra Mundial, cuando describen a una niña descalza y sucia que se movía en busca de basuras entre las ruinas de Stalingrado —la batalla decisiva del conflicto, el punto de inflexión para la derrota de los nazis, que arrasó la ciudad tras meses de combates—. “Cuando levantó su cara, vi uno de los rostros más bellos que he visto en mi vida. En alguna parte del terror del combate, algo se había quebrado y ella se había retirado al confort del olvido. (…) Nos preguntamos cuántos podría haber como ella, mentes que ya no podían tolerar seguir viviendo en el siglo XX, que se habían retirado a las antiguas colinas del pasado humano, a la vieja selva del placer y del dolor y de la supervivencia. Era un rostro con el que soñar durante mucho tiempo”, escribe el novelista.

Stalingrado es una de las paradas de un periplo que empieza en Moscú y que también les lleva a Ucrania y a Georgia, a aeropuertos en los que pasan horas, a granjas colectivas, a celebraciones de campesinos, todo ello relatado con un humor delicioso: “Pero apareció un griego. En tiempos de tensión siempre aparece un griego, en cualquier parte del mundo”; “Habíamos comprado una navaja en Francia que tenía una hoja para todas las situaciones físicas del mundo y para algunas de las espirituales. Con ella se podía reparar el reloj o el canal de Panamá”. Sin embargo, al igual que su principal defecto es su ignorancia de la represión, la principal virtud del libro es lo que convierte a Capa y Steinbeck en dos de los creadores más humanos del siglo XX: su capacidad para describir a las personas, para contar cómo la historia se construye con seres humanos corrientes, como la niña de los escombros en Stalingrado.

Guillermo Altares

 

La URSS que Steinbeck no vio

Steinbeck y Capa viajaron a la URSS en 1947. «Diario de Rusia» refleja sus impresiones. También su falta de espíritu crítico hacia Stalin y su régimen de terror

Por César Antonio Molina

Cuando después de casi cuarenta días por la Unión Soviética, Steinbeck y Capa la abandonaron, en el mes de septiembre de 1947, las autoridades estalinistas le confiscaron al fotógrafo gran parte de los carretes, tras ser revelados e inspeccionados. La Oficina de Extranjería exigía esta investigación como paso previo al visado de salida del país. Capa, según lo describe Steinbeck, era un tipo maniático, nervioso y compulsivo, y ese día agónico lo sobrellevó paseando de un lado a otro de su habitación, pensando que destruirían todo el material e incluso temiendo ser detenido. Gritaba que no abandonaría el país sin sus negativos. Daba patadas a lodo lo que encontraba a su paso. «Ni siquiera solicitaron mis notas. No habría habido mucha diferencia si lo hubieran hecho, nadie habría podido leerlas. Incluso yo tengo problemas para hacerlo», escribe el autor de Las uvas de la ira.

Capa no cumplió sus bravuconadas y salieron del hotel camino del aeropuerto de Kiev. Era todavía de noche y ambos desconocían el destino que le habían dado al trabajo fotográfico. Sentados en el aeropuerto bajo un retrato de Stalin, el escritor a duras penas contenía la ira de su compañero de viaje. Pasado algún tiempo, llegó un mensajero y puso una caja de cartón en las manas de Robert. Estaba atada y lacrada con pequeños sellos de plomo que no podían ser arrancados hasta que hubieran abandonado el aeropuerto, Capa la agitó y le dijo a John que solo pesaba la mitad de lo que debería. Muchas de las fotos que hizo le fueron confiscadas, aunque el reportaje fotográfico se salvó.

Steinbeck y Capa eran dos personas de izquierdas que visitan el paraíso comunista soviético con la intención de hablar con sus gentes no de política. Sino de su vida cotidiana. Pronto comprobarían, sobre todo el escritor -el narrador de esta historia-, las dificultades que encontrarían para llevar a cabo su labor. Steínbeck no critica, sino que únicamente describe todo cuanto les va aconteciendo, y el lector deduce las carencias de libertad con las que viven los ciudadanos. campesinos, granjeros o proletarios.

La gente rusa era agradable pero silenciosa; cómo no iba a serlo, estando Steinbeck y Capa acompañados de un intérprete, comisario puesto a disposición de los visitantes por el propio Estado soviético. El Premio Pulitzer y Nobel de Literatura acaba su relato de la siguiente manera: «No satisfará ni a la izquierda eclesial ni a la derecha reaccionaria. La primera dirá que es anti-ruso, y la segunda dirá que es pro-ruso. Seguramente será superficial, pero ¿de qué otra forma podría ser? No tenemos conclusiones que sacar salvo que los rusos son como cualquier otro pueblo del mundo. Seguramente los haya malos. Pero con mucho la mayoría son muy buenos».

Cuarenta millones de muertos

Viaje fallido desde un principio. Steinbeck era un gran escritor, pero en absoluto un intelectual. Lo desconocía todo de Rusia y estas páginas abundan en su ignorancia. Se nota a las claras que no había leído nada de la literatura rusa (ni siquiera a los grandes), y sabía aún menos de arte o cine. Por otra parte, ¿cómo evitar la política? ¿Cómo se puede ir a un país donde han muerto más de veinte millones de personas en la guerra y otros tantos en los campos de concentración o gulags, y no enterarse ni hacer la más mínima referencia a ello? ¿Cómo se puede escribir un libro sobre la Unión Soviética sin decir casi ni una sola palabra realmente crítica sobre un asesino como Stalin?

Si comparamos este libro con el de Berlín nos entra ira y vergüenza, Capa y Steinbeck en los grandes hoteles fumando y emborrachándose las más de las veces, asistiendo a fiestas, bailes y peleas, gastándose entre ellos bromas que a un lector honorable le harán poca gracia.

Moscú, Kiev, Stalingrado; Rusia, Ucrania, Georgia: son las ciudades y las repúblicas que visitaron. ¿En realidad de qué se habla en este libro? De pocas cosas interesantes: de la reconstrucción de la posguerra; del orgullo por haber derrotado al fascismo: de las cosechas, de las obras escolares, de los trabajos en las empresas; de los prisioneros alemanes, de la burocracia imposible con la que se van topando. Y de los encuentros con los escritores serviles al régimen,

«No pudimos contestan»

Evita Steinbeck hablar de política e insiste en el entendimiento mutuo entre ciudadanos soviéticos y norteamericanos. Cree percibir en la población rusa una profunda preocupación ante la posibilidad de un gran conflicto bélico entre su país y EE.UU. La propaganda soviética hacía creer a sus ciudadanos que el Estado totalitario era el mejor y que había que apoyarlo, mientras los gobiernos democráticos estaban vigilados constantemente para evitar las corrupciones y los abusos del poder,

Steinbeck es tolerante con el régimen soviético, pero nadie puede dudar de su defensa de la democracia: «Explicamos nuestra teoría sobre el Gobierno, en el que todas las partes tienen otra parte que las controla. Intentamos explicar nuestro miedo a las dictaduras, nuestro miedo a los líderes con demasiado poder, de modo que nuestro Gobierno está diseñado para impedir que al¬guien tenga demasiado poder o, si lo tiene, que lo conserve. Aceptamos que esto hace que nuestro país funcione más lentamente, pero desde luego logra que funcione de manera más segura».

El novelista y periodista defiende también la libertad de prensa frente al control estatal. Quizá una de las preguntas más complejas que le hacen es la relativa a por qué el Gobierno norteamericano tiene como amigos a otros gobiernos reaccionarios, como los de Franco, Trujillo, Turquía o la monarquía corrupta de Grecia. «No pudimos contestar a estas preguntas», admite Steinbeck.

Viviendo en un cruel Estado totalitario que, además, usurpó la libertad a toda la Europa Central, el novelista se siente interesado en: ¿cómo viste la gente? ¿cómo hace el amor y cómo muere? ¿de qué habla? Cuestiones realmente poco trascendentes. ¿Estos asuntos eran los que les interesaban a los lectores del New York Herald Tribune?

En todas partes

Los comentarios sobre Stalin, a pesar de la asepsia que procura mantener, son de este calibre: «Nada en la URSS escapa a la mirada de escayola, bronce, óleo o bordado del ojo de Stalin. Su estatua se levanta al frente de todos los edificios públicos. Su busto está delante de todos los aeropuertos, estaciones de ferrocarril, de autobús, en todas las aulas, y a menudo su retrato está detrás de su busto. En los parques está sentado en un banco de yeso discutiendo problemas con Lenin. Los estudiantes, en los colegios bordan su retrato con aguja e hilo. Las tiendas venden millones y millones de caras suyas, y todas las casas tienen al menos un retrato. Seguramente el pintado, el modelado, el fundido, el forjado y el bordado de Stalin es una de las grandes industrias de la URSS. Está en todas partes, lo ve todo».

Steinbeck reconoce que la presencia del dictador (palabra que nunca pronuncia) molestaría al sentimiento de los americanos, «con su miedo y su odio al poder investido en un hombre y a la perpetuación del poder, esto es algo terrorífico y de mal gusto». ¿Qué motivos ve el Premio Nobel para el culto a la personalidad? Que Stalin era un sucedáneo de los zares; que los rusos estaban acostumbrados a los iconos: o que, simplemente, era amado por su pueblo, que necesitaba tenerlo siempre presente. Curiosas justificaciones. Además, el narrador cree la ingenuidad de que todo este montaje se lleva a cabo a espaldas del didictador, a quien no le gusta nada verse tan omnipresente.

La segunda cita de Stalin se hace cuando se encuentran en Georgia. En Tiflis está probablemente la imagen de Stalin más grande y espectacular de la URSS: «Es una cosa gigantesca que parece medir cientos de metros de altura, y está contorneada de neón, que, aunque ahora está roto, se dice que cuando funciona se ve desde cuarenta y dos kilómetros».

Santuario nacional

La tercera referencia a Josef Stalin se produce cuando visitan la ciudad natal del politico, Gori, a unos setenta kilómetros de Tiflis Steinbeck comenta que el lugar se ha convertido en un santuario nacional. La casa donde nació Stalin es un museo. Una residencia diminuta de una sola planta, construida de revoco y escombros; dos habitaciones con un pequeño porche que recorre la fachada; y, aun así, la familia de Stalin era tan pobre que solo habitaba la mitad del domicilio, un cuarto. Steinbeck enumera el mobiliario y los pobres utensilios de la vida cotidiana, así como otros objetos: fotografías, cuadros, el retrato policial de cuando fue arrestado. un mapa de sus viajes y de las prisiones en las que estuvo encarcelado y de las ciudades de Siberia donde permaneció detenido; libros, papeles, documentos manuscritos.

Al referirse a un retrato de juventu, el narrador, que parece emocionado, afirma que Stalin tenía una mirada fiera y salvaje. Steinbeck ve natural que reciba tantos honores en vida, que nadie lo contradiga, que las únicas citas que se hagan en los discursos sean suyas, que nadie reconozca sus equivocaciones. La cuarta y última mención al dictador se refiere de nuevo, únicamente, a la gigantesca iconografía, sin más.

También visitan Capa y Steinbeck el museo de Lenin. El escritor. abrumado por la cantidad de objetos del lider que allí se conservan, comenta irónicamente que no debe de haber vida más documentada en la Historia: «Lenin no debió de tirar nada». Resalta la desaparición de cualquier referencia a Trotsky y se da cuenta de que la iconografía de Stalin es superior a la de Lenin. Steinbeck no hace el más mínimo comentario crítico del revolucionario, aunque sí echa en falta en la museografía un toque de humor: «No hay pruebas de que en toda su vida tuviera un pensamiento ligero o humorístico, un momento de risa entregada o una tarde de diversión. No puede haber duda alguna de que esas cosas existieron, pero históricamente quizá no se permite que las tenga». De nuevo Steinbeck desconoce el tiempo, el lugar. la geografía y la Historia. Comentarios como este son casi insultantes.

Arquitecto del alma Este viaje por la URSS carece de crítica, de agudeza, de conocimientos: es permanentemente autoindulgente y tiene la desfachatez de criticar a los expertos cronistas y corresponsales. Para Steinbeck. el pueblo ruso admira a Stalin y lo necesita. Lo salvó de los nazis, reconstruyó el país, lo puso en marcha: lo demás se puede justificar.

De su compañero Capa destaca el conocimiento de idiomas que tiene, excepto del ruso: «Habla español con acento húngaro, francés con acento español, alemán con acento francés e inglés con un acento que nunca ha sido identificado». Las fotos de Capa son totalmente didácticas y puramente documentales.

Es curioso que el mundo cultural ruso conozca mejor la literatura estadounidense que Steinbeck la rusa. El norteamericano es crítico con el papel que el escritor tiene asignado en los países comunistas. Ironiza un poco con la idea de Stalin de que el creador es el arquitecto del alma: «En América el escritor no es considerado el arquitecto de nada y solo Se le empieza a tolerar un poco después de Que ha muerto y ha sido cuidadosamente ignorado durante unos veinticinco años». No lo diría por él, autor de éxito, Pulitzer en 1940 y Nobel en 1962.

No hace la más mínima referencia a las persecuciones y los asesinatos de autores por el régimen de Lenin y Stalin. Yo no voy a sacar la lista aquí. pero muchos de los nombres están en la mente de todos.

Vodka o cerveza

El paseo por la destruida Stalingrado es de los momentos más emotivos del libro y el mejor escrito, mientras que el paseo por el Kremlin le lleva a decir, con razón, que es el lugar más lúgubre del mundo.

Capa no solo hace su fotorreportaje, sino que también escribe «Una Queja legitima». Justifica su interés por llevar a cabo el viaje: quería conocer el lugar de donde procedían los aviones de morro chato que bombardeaban a los sublevados durante la Guerra Civil española. E ironiza sobre su compañero de viaje, un hombre muy tímido que, tras cierta cantidad de vodka o cerveza, sabe expresar sus ideas con fluidez y tiene muchas opiniones firmes sobre todo.

Diario de Rusia solo nos vale como pincelada antropológica. Steinbeck realmente no se enteró de nada y solo contó aquel lío que las autoridades querían que contase. A veces recobraba la cordura y de ahí algunos pasajes menos vergonzosos.

 

Diario de Rusia

¿Qué debe tener un buen libro de viajes para atraer nuestra atención? Existen tantas respuestas como tipos de lectores, pero me atrevo a asegurar que, descripciones de museos y ciudades monumentales aparte, lo que nos incita a una gran mayoría no son sin duda las aburridas chácharas sobre lugares que nos será fácil localizar a través de cualquier biblioteca. La anécdota cotidiana, la aventura de aquella noche en la que alguien se quedó encerrado en un lugar remoto o aquellos acontecimientos cotidianos que no buscan lo fantástico sino que nos da una idea de nuestras reacciones ante esas vivencias sea probablemente lo que nos motiva a escuchar, leer con fruición un libro de viajes, en el caso que nos ocupa.

Cuando el narrador es conciente de rebajar su nivel literario en pos de la historia y así no mancillar la esencia natural del medio tanto como evitar el tono subjetivo de la vivencia, y además se deja acompañar por un cámara con una personalidad tan dispar como profesional, aumenta el ritmo y la intensidad del relato. El interés por el país al que se refiere este documento de viajes se incrementa en gran parte porque no tropezamos con asuntos políticos ni discrepancias históricas o alusiones a fechas que nos pudieran hacen perder ese fantástico baile de personajes de carne y hueso descritos por este par de observadores natos.

Viajar es un lujo mientras el protagonista no asume enterrar el ego nacionalista y la impresión de que allende las fronteras integrarse es cuestión de abandonar la comparación o con volver corriendo a la falsa seguridad del hogar. La certeza y el valor de Steinbeck se traducen en un relato de viajeros de raza, cercano y ligero en su narrativa, sobre una época de posguerra en la que las leyendas urbanas sobre el equipo contrario se sucedían una detrás de otra.  El autor, no obstante, nos abre los ojos ante su actitud templada y falta de prejuicios. Es significativo que sea Rusia el lugar elegido, pero podría haberse tratado de cualquier otro paraje elegido a dedo en un mapamundi. Cuando finalizamos la lectura de «Diario de Rusia, 1948» nos plantearemos -a pesar de la diferencia de época, parajes y costumbres-, la humanidad innata que nos dejan tanto sus imágenes como la palabra escrita que eleva el estilo periodístico a cierto tono costumbrista.

No negaré que narradores de viajes los hay, y en cantidades en las que la calidad es patente; pero difícilmente nos toparemos con dos personajes que ya de por sí crean un clima que suma un doble interés al relato.

«Diario de Rusia, 1948» transmite las vivencias, manías, anécdotas en un lapso de tiempo de un mes de John Steinbeck y Robert Capa, y nos envuelve el tono informal que el autor deja surgir con deliberada intención, y de ahí la frescura de este maremágnum de imágenes -visuales y mentales- narradas y descritas por Steinbeck y apenas una pequeñísima aportación de Capa en el género escrito, casi al final de la obra; es evidente que el fuerte de éste corresponsal de guerra húngaro conocido bajo el seudónimo de Robert Capa era la fotografía.

Es ahora, tras leer los comentarios de Steinbeck sobre el desasosiego de su compañero de viaje (no deja de ser curioso que Capa sufriera ante la imposibilidad de lograr la foto tanto como un escritor ante el peor de los males, que es la hoja en blanco) cuando a través de la imaginación conseguimos disfrutar con agrado de los parajes y del alegre carácter de la mayor parte de estas buenas gentes que a pesar de haber sufrido el drama de una complicada guerra les recibieron con los brazos abiertos, sin excepción.

Muy recomendable.

Saray Schaetzler

 

Sin héroes no hay paraíso

No les recordaremos por ninguno de estos reportajes. Tanto Manuel Chaves Nogales (1897-1944) como John Steinbeck (1902-1968) viajaron a Rusia para borrar los prejuicios, que desdibujaban a miles de kilómetros la mayor revolución social de la Historia, y regresaron con miles de anotaciones en sus libretas que revelaban su incapacidad para superar los suyos propios. El primero,por la gravedad con la que defiende un régimen insostenible; el otro, por el agudo cinismo con el que embadurna el viaje. Pero de los prejuicios de los genios se aprovecha todo.

El redactor jefe del Heraldo de Madrid descubre en sus primeros paseos por Moscú “un pueblo mal vestido”, que cubre su cuerpo con lo que buenamente puede. Adivina la miseria del hacinamiento y el cansancio de las familias, aunque su impresión le dice que “no hay nadie que se quede sin comer en Moscú”. Le cuesta verlo, pero reconoce el aire dramático en la vida en el régimen comunista. Aun así apunta a la supresión del lujo como causa de la tristeza del moscovita. El desarraigo de la gente arrastrada por la necesidad

es, a sus ojos, más una cuestión de moda.

El Junkers que lleva a Manuel Chaves Nogales hasta Moscú sobrevuela 10.000 kilómetros sobre territorio ruso desde Berlín. Antes ha hecho escala en París, Zurich y Berlín, donde da rienda suelta a los instintos más zafios e imprudentes de uno de los mitos intocables de la historia del periodismo de este país.

 

Catálogo de prejuicios

Bárbaro ante el Louvre, Chaves Nogales cree que lo mejor que se podría hacer con él sería prenderle fuego y destruir de una vez por todas el arte, “una de las grandes supersticiones”; racista ante chinos (“Estos amarillos, donde quiera que estén, dan siempre un triste espectáculo de senectud, son demasiado viejos”), negros (“Hay tal cantidad de negros en París, que cualquiera otra ciudad que no fuese ésta, no los soportaría”) y judíos (“Los que arremeten contra el viejo imperialismo no son nunca alemanes: judíos, negros, esclavos… Me falta ver al alemán”); y necio homófobo (“La mujer, por su parte, al mismo tiempo que el hombre, se entrega a idéntica aberración”).

Moverá su tan cacareado adn “celtíbero” y “latino” por Europa en 26 crónicas, aparecidas en su periódico entre el 6 de agosto y el 5 de noviembre, de 1928. En Rusia estuvo un mes y estos reportajes son el germen del libro La vueltana Europa en avión, publicado en 1929, que ahora recupera Libros del Asteroide.

El ojo que todo lo veía con nitidez tardaría unos años en mejorar, cuando escribe Bajo el signo de la esvástica (recientemente publicado por Almuzara) y el maravilloso El maestro Juan Martínez que estaba allí (Libros del Asteroide también).En su primer viaje al extranjero repite que no ve hambre, pero relata cómo un golfillo espera agazapado en una plaza a que las palomas se posen a por migajas para agarrar una y comérsela.

El trabajo es un privilegio en Rusia. Por eso el trabajador, por el hecho de serlo, es parte de una casta aristocrática con “todos los derechos de la ciudadanía”. A pesar de la dictadura del proletariado, “el obrero de la fábrica vive peor en Moscú que en Berlín, Londres o Nueva York”. Y tras hacer un crudo retrato de una sociedad varada, justifica que de la obra revolucionaria el viajero no ve más que las “fallas”, “el tren que no llega”, “el taxi caro”, “la ausencia de confort”… Son molestias personales del turista, no un país exhausto.

 

Un Capa “desconsolado”

El relato de John Steinbeck no es tan contenido. Llega a un país en el que 30 años de revolución han “acabado con la risa de todos”, así que decide darle burbuja a las páginas de Diario de Rusia (rescatado por la editorial Capitán Swing). El escritor viaja a Moscú, Kiev y Stalingrado a finales de julio de 1947 y regresa a EEUU a mediados de septiembre. No va solo, se lleva, bajo los auspicios del New York Herald Tribune, al mejor fotógrafo de todos los tiempos: Robert Capa (1913-1954), que en ese momento, “desconsolado”, se encontraba sin nada que hacer, meses antes de fundar con Seymour, Cartier-Bresson y Rodger la agencia Magnum.

Ha pasado una Guerra Mundial, el país está preparándose para celebrar 30 años de revolución obrera y el premio Nobel de Literatura de 1962 advierte que lo más destacable de su reportaje es que los rusos son como cualquier otro pueblo del mundo: “Descubrimos, como habíamos sospechado, que la gente rusa es gente, y, como sucede con otra gente, es muy agradable”.

El autor de Las uvas de la ira, que ya había practicado el género periodístico con fotógrafo en un publirreportaje a favor de la carrera armamentística estadounidense en Bombas fuera (Capitán Swing), monta en este caso un libro de anécdotas en el que practica una acertada combinación de estilo llano con astutos dardos humorísticos. Chaves Nogales no se caracterizó por este tipo

de banderillas, prefiere un sobrio dinamismo en los adjetivos para reconstruir “el mecanismo ideológico” de los ciudadanos.

Steinbeck visita pueblos y ciudades, evita el ensayo político, baña en picardía la carne del relato y atiza la incapacidad administrativa rusa, la rumorología con la que visten dos pueblos irreconciliables al otro y la condición de Capa,que lo utiliza para desengrasar tanta tristura: “Con dos cuartos de baño, Capa es un compañero encantador, inteligente y bienhumorado. Con un único baño, es un…”.

 

Una bañera vieja

En otro momento describe el estado de una sociedad congelada en la decrepitud del lujo y las inversiones del pasado, gracias a Capa: “Era una bañera vieja, probablemente prerrevolucionaria, y su esmalte se había desgastado en el fondo, dejando una superficie parecida a una lija. Capa, que es una criatura delicada, descubrió que empezaba a sangrar después de bañarse, y decidió hacerlo en adelante con los calzones puestos”.

Entre un reportaje y otro han pasado 20 años, los acontecimientos han puesto patas arriba a la Historia, pero Rusia sigue en el mismo punto en el que Chaves se la encontró cuando la visita Steinbeck. ¿O peor? El periodista sevillano, en un ataque de ingenuidad total, señala que los soviets tienen la mejor policía del mundo: “Es tan buena, está tan maravillosamente organizada, que ni siquiera se advierte su existencia”. Explica que nadie le ha molestado para pedirle la documentación ni le han puesto en dificultades.

Steinbeck y Capa no tuvieron tantas facilidades, llegaron en un momento en el que el sistema estaba completamente pervertido por los burós gubernamentales.“Y otra vez un policía muy educado se acercó y leyó nuestro permiso, y también se fue a una cabina mientras nosotros esperábamos”.Nadie estaba dispuesto a jugarse el cuello por no consultar a un superior.

El primer reportaje inaugura el periodismo moderno subido a un avión de una España que quiere escapar sin motor de la censura de la dictadura de Primo de Rivera. El segundo se preocupa por cuidar el talento y el estilo, la expresión breve, precisa y eficaz. Los dos trataron de resolver lo más difícil del mundo, la simple observación y aceptación de lo que ocurre. Aunque fallaran,Steinbeck dejó una frase para la lápida del periodismo:“Siempre deformamos nuestras percepciones según lo que esperábamos, queríamos o temíamos”.

Peio H. Riaño

 

Literatura rusa, abierto por vacaciones

Tolstói no está reñido con el tinto de verano, ni Gorki con la crema de protección solar. Buceamos entre las novedades literarias y, además, pedimos recomendaciones a los galardonados con el premio ‘La literatura rusa en España’. Hagan sitio en sus maletas, mochilas o bolsas playeras.

1.- ‘Maldito sea Dostoievksi’ de Atiq Rahimi (Trad. de Elena García-Aranda). Siruela.

“Apenas Rasul levanta el hacha para dejarla caer sobre la cabeza de la anciana, la historia de ‘Crimen y castigo’ le viene a la mente”. Así arranca la última novela del Premio Goncourt 2008, recomendación de Marta Rebón. El crimen de Raskólnikov en San Petersburgo trasladado al Afganistán contemporáneo. Como el personaje de Dostoievski, Rasul mata a una anciana a golpe de hacha por el daño que ha provocado a su novia Sufia y para quedarse también con un dinero con el que ayudar a su familia. Pronto hará acto de presencia el arrepentimiento y, en su voluntad de entregarse y ser juzgado, nos adentraremos en la brutalidad y corrupción de la capital afgana diez años después de la intervención militar extranjera.

2.- ‘Diario de Rusia’ de John Steinbeck, con fotografías de Robert Capa (Trad. de María Pérez). Capitán Swing.

Este libro se publicó en 1948, es decir, tres años después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Descontento con el periodismo de la época, Steinbeck expresa en el libro su interés por conocer a los ciudadanos de a pie de la Unión Soviética, evitando los tópicos y las grandes ciudades. Lejos de ser una crónica objetiva, ‘Diario de Rusia’ se convierte en una colección de peripecias de dos reporteros convertidos en protagonistas. Al no saber lo que les esperaba, su premisa fue muy clara: “Si podíamos llegar a la gente rusa, estaría bien y sería una buena historia. Y si no, también tendríamos una historia, la historia de no ser capaces de hacerlo”. Porque, como era de esperar, estos dos artistas en tierra extranjera tuvieron que sortear toda una carrera de obstáculos burocráticos. “Esto es exactamente lo que nos sucedió”, explica Steinbeck en su introducción. “No es la Historia rusa; es simplemente una historia rusa”. Incluye setenta imágenes del fotógrafo Robert Capa, cofundador de la Agencia Magnum.

3.- ‘Todo fluye’ de Vasili Grossman (trad. de Marta Rebón). Galaxia Gutenberg.

El testamento literario del autor de ‘Vida y destino’ es la primera recomendación de Víctor Gallego. Narra la historia del retorno de Iván Grigórievich después de treinta años en los campos de trabajo siberianos. A su vuelta a los lugares donde transcurrió su juventud, se cruzará con todos aquellos que en su momento aceptaron sin rechistar el nuevo régimen o que bien no corrieron la misma suerte de quienes fueron delatados. Exorcismo del autor en los años finales de su vida sobre capítulos negros de la Rusia soviética, como la condena a la hambruna de los kulaks, la conjura contra los médicos judíos o las purgas estalinistas. Además, no se arredra en acometer contra el gran mito del comunismo, Lenin.

4.- ‘Diarios’ de Lev Tolstói (Trad. y ed. de Selma Ancira). Acantilado.

“El hombre utiliza su razón para preguntarse: ¿con qué fin y por qué?, y aplica estas preguntas a su propia vida y a la vida del mundo. Y la razón le demuestra que no hay respuesta”. Las inagotables preguntas de Tolstói abarrotan sus diarios personales: todo un abanico de pensamientos y detalles de su vida, que van de las lecturas a las dudas como autor, de las peleas con su mujer a la simple afirmación de estar vivo. Firma la traducción de esta obra en dos volúmenes, recomendación de Víctor Gallego, el último Premio Nacional de Traducción, Selma Ancira.

5.- ‘Infancia’ y ‘Por el mundo’ de Maksim Gorki (Trad. de Enrique Moya). Automática.

Fernando Otero opta, más que por una obra, por un autor “que ahora parece regresar con decisión al panorama literario español: Gorki”. La editorial Automática ha decidido presentarse en sociedad con la trilogía autobiográfica del autor de ‘Los bajos fondos’, que da cuenta de todas sus experiencia vitales, ecos que resonarán en toda su producción literaria…

6.- ‘Narraciones (1892-1924)’ de Maksim Gorki (Trad. de Fernando Otero y José I. López). Alba.

El propio Otero también contribuye a este ‘revival’ de Gorki con la traducción de una selección de su narrativa corta. Del niño que recibe palizas de su familia casi mortales y vive en la más absoluta miseria leemos, ya como escritor, historias que reflejan una humanidad cruel, descarnada, que, por haber sido vividas en primera persona, mantienen una rendija abierta a la bondad y la comprensión.

7.- ‘La vuelta a Europa en avión’ de Manuel Chaves Nogales. Libros del Asteroide.

Marta Rebón también nos recomienda este libro, que lleva por subtítulo ‘Un pequeño burgués en la Rusia roja’. Y es que buena parte de este libro, a cargo de una de las mejores plumas periodísticas de la España de la primera mitad del siglo XX, está consagrada a la Unión Soviética, con motivo de su accidentado viaje en avión por Europa y Asia. El entonces redactor jefe del ‘Heraldo de Madrid’ emprendió su viaje en 1928 desde la capital española para poner rumbo a Bakú, con múltiples paradas, entre otras, Moscú y Leningrado. No es la única obra del periodista español con Rusia como telón de fondo. La editorial Libros del Asteroide, en su recuperación del autor, también ha publicado ‘El maestro Juan Martínez que estaba allí’, sobre las peripecias del bailarín de flamenco Juan Martínez y su partenaire Sole cuando se vieron atrapados en la revolución de 1917. En la recámara quedan ‘Lo que ha quedado del imperio de los zares’ y ‘La bolchevique enamorada’ que esperemos también aparezcan en las excelentes ediciones de esta editorial barcelonesa.

8.- ‘Abundancia roja, sueño y utopía en la URSS’ de Francis Spufford. (Trad. de Catalina Martínez). Turner.

La economía planificada como cuento de hadas. Francis Spufford quedó finalista del premio George Orwell con esta novela-ensayo sobre la conquista de la realidad por parte de la utopía soviética de Jruschov. Moscú quería eclipsar a Nueva York y el Lada al Porsche. Sputnik, Aeroflot, champán soviético… El sueño seudocapitalista de alcanzar la abundancia en la dicotomía Rusia real frente a Rusia imaginada: “En los ‘skazki’ rusos Rusia siempre es Rusia y al mismo tiempo no lo es. Un espacio que nunca se solapa a la perfección con el país que lleva el mismo nombre, e igual de lejos. Y es que los cuentos, en la época en que las gentes los contaban y Afanásiev los recogía, proporcionaban lo que le faltaba al país real”. De fondo, las palabras de Jruschov de 1959: “los sueños que narraban los cuentos populares y que parecían pura fantasía, se han traducido en realidad merced a las manos del hombre”. Y los cuentos, cuentos son.

9.- ‘El prisionero del Cáucaso’ de Vladímir Makanin (Trad. de Olga Korobenko). Acantilado.

Yulia Dovrobolskaya nos recomienda al ganador del Premio Gran libro en 2008 por ‘Asan’, la historia del encargado ruso de un almacén de material militar en Chechenia. Con este nuevo título en español, y en concreto en el relato que da título al conjunto, Makanin vuelve al Cáucaso, una temática aún candente en el imaginario ruso: las cicatrices abiertas en la montañosa frontera con Asia. Recogiendo el testigo de Pushkin, Lérmontov o Tolstói, Makanin narra la fascinación de un soldado ruso por su joven prisionero checheno: “Lo más probable es que ninguno de los dos soldados supiera que la belleza iba a salvar el mundo pero ambos, más o menos, sabían lo que era la belleza”. Para completar este fresco de la Rusia contemporánea, Makanin aborda el fin de la era soviética con el desmantelamiento de un gulag siberiano, la historia de un matrimonio arribista que busca su espacio en la nueva sociedad capitalista y las desventuras de un personaje alérgico a los éxitos del prójimo.

10.- ‘Lealtades enmarañadas’ de Joshua Rubenstein. (Trad. de Esther Gómez). Siglo XXI.

A la espera de la próxima edición completa de ‘Gente, años, vida’, las memorias del controvertido Iliá Ehrenburg, se traduce la biografía más completa hasta la fecha de este testigo privilegiado del siglo XX. El libro explora las paradojas personales e intelectuales del periodista más famoso, junto con Vasili Grossman, durante el frente de la Segunda Guerra Mundial. El París de los artistas, la Guerra Civil española, la cuestión judía, las condiciones de la intelectualidad durante el comunismo y la lucha por una paz duradera constituyen sólo algunos de los capítulos de una vida excesiva.

Ferrán Mateo

 

Dos reporteros en el país de los soviets

John Steinbeck y Robert Capa plasmaron sus impresiones de la URSS en un libro que ahora se recupera

Robert Capa acumuló deudas de juego formidables. Se dice que puso Magnum a la agencia de fotos que fundó porque le gustaba celebrar sus triunfos con una botella ‘magnum’ de champán. El escritor John Steinbeck tampoco era un tipo ejemplar. Según el retrato malévolo que hizo Capa de él, Steinbeck estaba aquejado de una «sed considerable». De hecho, el autor de ‘Las uvas de la ira’ hilvanaba frases con fluidez solo cuando había mojado convenientemente el gaznate, si hemos de creer al fotógrafo. Ambos formaron una extraña pareja. Con el ánimo bajo, se encontraban una vez sentados a la mesa del bar del Hotel Bedford de Nueva York tomando dos ‘Suissesses’. Curtidos en el periodismo y asqueados por las aburridas noticias que escupían los teletipos, no se les ocurrió mejor idea que viajar a la Unión Soviética. Corría el año 1947 y todo el mundo hablaba de Stalin, del Soviet Supremo y de los misiles teledirigidos. Pero, como decía, Steinbeck había cosas que nadie sabía de los rusos. ¿Qué comían? ¿Cómo hacían el amor y cómo morían? Eran asuntos que interesaban a los americanos. Para cubrir esa laguna, hicieron las maletas con el fin de relatar todas las vicisitudes de su periplo, en el que visitaron Moscú, Kiev, Stalingrado y las estepas y granjas ucranianas, entre otros muchos lugares. «Trabajaríamos juntos, evitaríamos la política y los temas más amplios. Nos mantendríamos lejos del Kremlin», se propuso Steinbeck.

Las crónicas que Steinbeck escribió y las fotos que Capa hizo se publicaron en el ‘New York Herald Tribune’ y en 1948 aparecieron reunidas en un libro bajo el título ‘Diario de Rusia’, que ahora la editorial Capitán Swing se encarga de rescatar.

Capa regresó con unos cuatro mil negativos y Steinbeck con varios cientos de páginas con apuntes. Se habían topado con campos y ciudades devastados por la guerra, hombres y niños lisiados, mano de obra barata y gentes animadas por un espíritu heroico que se afanaban en la reconstrucción del país.

Crónica de viajes

Para la derecha más intransigente de EE UU aquel libro poco menos que era un sacrilegio. Ni el fotógrafo ni el escritor se ensañaron con los demonios bolcheviques. Y para la izquierda más ortodoxa el libro no cantaba las excelencias de la patria del proletariado.

Sin proponérselo, Capa y Steinbeck firmaron una magnífica crónica de la literatura de viajes, un relato honesto y trufado de humor. No pudieron ver todo lo que quisieron –al fin y al cabo la visita no escapó a la vigilancia del régimen–, pero la prosa del autor de ‘Al este del Edén’ es un ejemplo de elegancia y perspicacia. No faltaron voces que recriminaron al dúo que no testimoniara las purgas, deportaciones y atrocidades perpetradas por Stalin contra la disidencia y todo aquel que sacara los pies del tiesto. Sin embargo, está crítica se revela un poco ingenua. ¿Cómo iba el régimen soviético a dejar contemplar sus vergüenzas a un escritor y fotógrafo reputados y prestigiosos? Por aquellas fechas no había noticias del gulag. El libro está escrito en la Guerra Fría, poco después de que Churchill anunciara al mundo que entre Occidente y la URSS se interponía un telón de acero. Los dos reporteros se percataron enseguida de que si los norteamericanos sufrían una «moscovitis» aguda, una afección que les llevaba a tragarse cualquier patraña y tergiversar los hechos que acontecía en la URSS, los rusos no les iban a la zaga en su «washingtonitis» patológica. Con estos antecedentes, ni a Capa ni a Steinbeck les extrañó que en vísperas del viaje un afamado hombre de negocios les dijera: «¿Así que van a Moscú? Cojan unas cuantas bombas y suéltenlas encima de esos rojos hijos de puta».

Fotógrafo y escritor se dieron de bruces contra la burocracia, aguardaron colas interminables, se sorprendieron del aire uniformado que gastaban los hombres y de la manía de bailar solas de las mujeres: había pocos varones a causa de la mortandad de la guerra y los pocos que había eran demasiado tímidos.

La aventura por Rusia sirvió para que los famosos viajeros se conocieran mutuamente. Steinbeck descubrió que su compañero de fatigas era un ladrón redomado de libros y Capa se sorprendía del ensimismamiento mañanero del escritor, del que solo le sacaba la contemplación de «una muchacha bonita en una fiesta». «Este nuevo personaje es capaz de coger el teléfono y pronunciar palabras como vodka o cerveza».

De filocomunista a defensor de la guerra de Vietnam

Steinbeck nunca cayó demasiado bien a sus compatriotas. No fueron pocos los que le retiraron el saludo cuando publicó ‘Las uvas de la ira’, una denuncia de las penurias de los agricultores estadounidenses en la Gran Depresión. Le consideraron un traidor a su país y hasta se organizaron actos para quemar sus libros. Demasiado rojo y transgresor para la época. Sin embargo, este ganador del Nobel y el Pulitzer fue atemperando sus ímpetus izquierdistas hasta el punto de que llegó a apoyar la guerra de Vietnam y la política del presidente Lyndon Johnson. De ser considerado un filocomunista por la derecha pasó a ser odiado por el progresismo en los años sesenta. A él nunca le agradó la etiqueta de izquierdista. No en vano él se definía como un patriota. Razones para adscribirse a la izquierda no le faltaban: tuvo unos comienzos difíciles y trabajó como jornalero y albañil.

Antonio Paniagua

 

Una obra clásica de la crónica y la literatura de viajes

Poco después de la caída del Telón de Acero, el ganador del Premio Pulitzer, John Steinbeck, y el famoso fotógrado de guerra Robert Capa se aventuran en un viaje hacia la Unión Soviética con el objetivo de escribir un reportaje para el «New York Herald Tribune». En un viaje totalmente único, no solamente tuvieron oportunidad de visitar las grandes ciudades rusas si no que además conocieron la situación de Ucrania y el Cáucaso.

Steinbeck (1902) nace en Salinas, California, y desarrollará la mayoría de sus grandes obras en las tierras más desgarradas de los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX. Ingresó en la Universidad de Stanford en 1919, aunque la abandonaría para intentar establecerse en Nueva York para vivir únicamente de la literatura. Al principio sufrió una gran serie de fracasos y se vio obligado a regresar a California. Una vez allí, sus obras conseguirán la fama merecida y «Tortilla Flat» y especialmente «Las uvas de la ira» lo consagrarán como uno de los más prometedores autores de su época. A estas novelas les seguirían «La perla», «De ratones y hombres», «Al este del Edén»… Recibió el Premio Nobel en 1962 y fallece el 20 de diciembre de 1968.

Robert Capa, nació en Budapest en 1913, con el verdadero nombre de Andrei Friedman. Mítico fotógrado y corresponsal de guerra, conoció la fama por su magnífica labor cubriendo la Guerra Civil Española y la II Guerra Mundial. Fundador de la primera agencia cooperativa de fotógrafos independientes junto a Rodger entre otros, fallece en 1954, mientras cubre la guerra de Indochina, destrozado por la explosión de una mina.

En este libro se nos presentan paisajes desolados y arrasados por la guerra. Pueblos aislados con las comunicaciones cortadas y familias rotas por el dolor, cuya vida normal es imposible de reanudarse con la normalidad anterior. Pero a pesar de eso, la fuerza de voluntad del pueblo soviético comienza la reconstrucción con lentitud pero seriedad y a pesar de la separación cultural abrieron sus destrozados hogares a los dos periodistas. Un retrato único de los primeros años de posguerra, acompañado por las inmejorables fotografías del posiblemente más famoso fotógrafo de la historia.

Este no es un libro político, lo cual es de agradecer. Con un texto exquisito, esta crónica alargada del sufrimiento de un pueblo tras la tragedia, este libro debería ser imprescindible para cualquier periodista o aficionado a la historia.

 

Rusia descrita por Steinbeck y retratada por Capa

Lo cierto es que Capitán Swing se está erigiendo en una de las editoriales de referencia para todo lector inquieto. Acaba de sorprendernos -una vez más- con un libro fantástico y nunca suficientemente mentado: ‘Diario de Rusia’. A la pluma, el gran John Steinbeck; al objetivo, el sublime Robert Capa.

En 1946, el también Nobel de Literatura Wiston Churchill anunció que entre la Unión Soviética (¿recuerdan aquel entrañable término, ‘la URSS’?)  y occidente había caído un ‘telón de acero’. Recién caído ese espeso muro que aisló a Rusia y sus países acólitos del resto del mundo, el autor de ‘Las uvas de la ira’ recibió el encargo de embarcarse hacia tierra soviéticas para servir de notario lírico de cuanto por esas frías estepas y rojos empedrados ocurría. Steinbeck y Capa aceptan el desafío y pespuntan no la historia de Rusia, sino una historia de Rusia, la que ellos vivieron, vieron, olieron.

Para el viaje, del cual más de uno dudó del regreso, llevaron dieciséis maletas (Capa cargaba con más de cuatro mil  negativos, productos químicos y varias cámaras, así como múltiples lámparas de flash), controlados a la perfección por el régimen estalinista.

Se agradece la naturalidad con la que se transcriben los intereses, las curiosidades, los modos de vida de los campesinos rusos.  Pero el interés es mutuo. Capa y Steinbeck destejen prejuicios, pero los rusos también. Y acampan ambos, ellos, los otros, en territorio común, humano, libre de guerras y cercos fríos. Un traductor oficial los acompañaba. El escritor no sabía ruso. El fotógrafo, tampoco. A pesar de que conocía numerosos idiomas, cada uno de los cuales hablaba con acento disperso y ajeno.

Viajan como dos anónimos, tratan de pasar todo lo inadvertido que la situación les permite, y se amoldan a lo que se les ofrezca: “esparcieron heno fresco para nosotros y pusieron una alfombra por encima, y nosotros nos echamos a dormir (…) El heno del pequeño establo era dulce. Los conejos que había en una jaula junto a la pared hacían ruiditos y mordisqueaban algo en la oscuridad”.

‘Diario de Rusia’ es un fascinante libro de viajes, con una prosa íntima, capaz de hacer que el lector se sitúa en esas escenas familiares de las que fueron disfrutando escritor y fotógrafo. Al fin y al cabo, los rusos no resultaban tan pérfidos como quisieron hacernos creer.

Esther Peñas

 

Desde Rusia con amor

En 1947 John Steinbeck y Robert Capa viajaron a la URSS. «Viaje a Rusia», ahora recuperado, recoge sus impresiones

Ninguno de los dos era ya un pipiolo en busca de fama y di¬nero (aunque sabido es que a los artistas nunca les sobra), ni tan siquiera un plumilla y un fotero necesitados de primicias, exclusivas y un puñado de pavos frescos, o la palmadita en la espalda del redactor jefe. Nada de eso. Ese día de marzo de 1947, en el bar del neoyorquino Ho¬tel Bedford, aquellos dos hombres ya se habían fogueado en la vida y el periodismo, y sabían lo que era que una bala te pasase cerca de la oreja.

Echándose un trago al coleto (cosas del periodismo preinternáutico), john Steinbeck y Robert Capa bromeaban con Willy, el camarero, un hombre sabio como los camareros de entonces, y estaban más aburridos y desorientados que un esquimal en un safari. Steinbeck era un puñetero rojo, un demócrata de la cabeza a los pies, un tipo duro que había escrito muchos de los mejores relatos sobre la Gran Depresión, como «Las uvas de la ira» y su Tom Joad, uno de los grandes héroes populares de todos los tiempos.

Rojeras, sí, el tal Steinbeck, lo que no impidió que participara en numerosas historias propagandísticas durante la Segunda Guerra Mundial y que incluso realizara uno de los reportajes patrióticos más formidables, demagógicos y sacados de madre jamás escritos, «Bombas fuera», recuento de sus experiencias con las tripulaciones de los bombarderos que surcaban el Pacífico en busca de los malísimos japos.

Tan solo diez años antes de aquellos pelotazos, el fotógrafo Robert Capa andaba por España, o por lo que iba quedando de ella, poniendo su cámara al servicio de la República Española, y convirtiéndose en uno de los grandísimos reporteros de guerra nunca vistos. Trago va trago viene, los dos colegas tuvieron una ocurrencia: marcharse a la Rusia de aquellos días, masacrada por la guerra, con el ánimo de contar la verdad, no esas verdades que cualquier tipo en un despacho de Washington se saca la manga con un poco de a imaginación y un teletipo.

Ellos no querían meterse en política, lo que querían era mostrar el lado humano de los soviéticos y poner fin a tantas suspicacias y malentendidos que atiborraban los graneros de Iowa y las plantaciones del Mississippi. Querían ver a los rusos en su salsa, dándole al vodka, en sus bautizos, bodas y comuniones, en el tajo, en la siega, en las fiestas y al pie de los iconos, cicatrizando sus horribles heridas. Y poco les importaba que el padrecito Stalin lo contemplara todo desde sus omnipresentes peanas de bronce o escayola. Pusieron pues rumbo a la Madre Rusia triunfadora en la Gran Guerra Patriótica contra los nazis.

Capa llevaba película como para rodar hasta la eternidad y Steinbeck su cuaderno, y entrambos alguna botella de whisky que se encargarían de robar a sus colegas en Rusia. El resultado de aquel verano de turismo periodístico fue «Viaje a Rusia», que publicaron en 1948. Para los derechistas americanos, era casi una provocación prosoviética (Steinbeck y Capa mostraron que los rusos no tenían cuernos, ni olían a azufre), y para la obtusa izquierda america¬na, una nimiedad que no reflejaba las venturas de la dictadura del proletariado. El libro lo recupera ahora Capitán Swing en magnífica edición y con los testimonios impagables de Steinbeck con el boli y Capa con la cámara. Amor, humor, anécdotas, chis¬tes (al parecer Capa tenía entre otras raras costumbres encerrarse en el baño con periódicos rusos, que por supues¬to no entendía), detalles, pinceladas, impresiones, puntadas con hilo, para dibujar un cuadro de aquella Rusia que de pura sencillez y trazo firme te conmueve el corazón, como dicen que antiguamente hacían algunos periodistas.

MANUEL DE LA FUENTE

Diario de Rusia

Justo después de que el Telón de Acero cayera sobre Europa del Este, el ganador del Pulitzer John Steinbeck y el famoso fotógrafo de guerra Robert Capa se aventuraron en la Unión Soviética con el fin de escribir un reportaje para el New York Herald Tribune. Esta oportunidad única llevó a los famosos viajeros no solo a Moscú y Stalingrado