Cómo hacer bien el mal

Harry Houdini: el arte de escapar sin mirar atrás

Tal y como entendemos el ilusionismo hoy día, la hosca figura de Harry Houdini, su impertinente actitud hacia su público, sus aliados y sus enemigos se manifiestan como la antítesis de la amabilidad cómplice de la mayoría de los magos actuales. Posiblemente, se deba a que Houdini se veía a sí mismo inmerso en una obcecada lucha por desvelar la verdad de la magia escénica, una lucha sin tregua ni espacio para cucamonas, que quizás sobre el papel de la teoría teatral suene contraproducente, pero que conociendo las peculiaridades de la enigmática figura, adquiere todo el sentido del mundo.

Pero la fascinación por el mago, pese a sus claroscuros, no cesa. Recién cumplido el pasado 24 de marzo el 140 aniversario de su nacimiento, se agolpan en las baldas de nuestras librerías una serie de novedades que recopilan o glosan sus textos, ensayísticos o de ficción, acerca de su profesión o sus abundantes demonios personales. De todos ellos se extrae una nota común; Harry Houdini era tremendamente celoso de su prestigio profesional, arremetía contra cualquiera que tuviera la osadía de autoproclamarse el mejor mago del mundo.

Un ejemplo: en la cima de su carrera profesional contaba con la ayuda del temido Will Goldston, ingeniero fabricante de los trucos escénicos más importantes de la época, categoría que le daba conocimientos insólitos y muy envidiados sobre cómo funcionaban las bambalinas del ilusionismo de principios del siglo XX. Goldston desvelaba algunos de los secretos de magos muy populares por entonces en libros y publicaciones diversas, incluido un almanaque anual en el que quería publicar el secreto de cuatro juegos muy específicos de uno de los mayores rivales de Houdini, David Devant.

Pero el secreto era aparentemente inexpugnable. Cuando le contó sus desvelos al escapista, este le tranquilizó, afirmando que “toda cerradura puede ser abierta”, y acudió al teatro a ver el espectáculo de su enemigo. A la mañana siguiente, Goldston recibió un paquete anónimo en el que se especificaban con diagramas muy detallados cómo Devant lograba sus maravillas sobre el escenario.

El escapista y su doble

Superdotado para la observación pero también rencoroso hasta la asfixia con aquellos a los que su personalidad maniática y obsesiva no toleraba, Houdini ha acabado personificando a la magia clásica de escenario, pese a no ser un ilusionista al uso, y haber consagrado su fama a una modalidad de la magia, el escapismo, donde la habilidad, los reflejos y el arrojo circense tienen tanta importancia como el secreto anecdótico que enmascara la maravilla. Con una personalidad rebosante de matices y aristas, a su ego desbordado podemos achacar una doble personalidad que desde el patio de butacas parece lógico adjudicar a todo ilusionista debido a la naturaleza de cualquier truco, por sencillo que sea: el engaño.

Esa doble personalidad llegaba a extremos tan significativos como cuando, ya en la cúspide de su carrera, siendo el artista de music-hall mejor pagado del mundo, compró en París un par de trucos de Robert Houdin: un autómata en trapecio que nunca llegó a usar llamado Antonio Diavolo y una caja de cristal donde iban apareciendo una serie de monedas marcadas por el público, y que durante años llegaría a usar como número de apertura de su espectáculo.

Al observador casual le podrá parecer lógico este homenaje al pasado de la magia por parte de Houdini, cuyo nombre artístico (el real era Erik Weisz, testigo de su origen húngaro) es un guiño a Jean Eugène Robert-Houdin, considerado padre de la magia moderna y a quien Houdini idolatró en su juventud. Pero Houdini, en su madurez, invertiría tiempo y esfuerzo en desacreditar públicamente a Robert-Houdin, llegando incluso a publicar en 1908 el libro Desenmascarando a Robert-Houdin, a quien acusó de robar sus trucos a otros magos menos conocidos.

El discípulo superó en fama y fortuna al maestro, está claro, pero… ¿cómo es explicable esa última reverencia adquiriendo y sumando a su espectáculo uno de sus juegos más populares? Un biógrafo de Houdini, citado por Jim Steinmeter en su magnífica historia de la magia Hiding the Elephant, lo resume así: “Es como un cazador primitivo engullendo a un lobo al que acaba de dar caza para ingerir su poder”. Esa doble fachada forma parte de la personalidad tan contradictoria como, en el fondo coherente, de Houdini.

La extraña pareja: Arthur Conan Doyle y Harry el escéptico

Nada de todo ello es más irónico y desconcertante, sin embargo, que su profunda amistad con Sir Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes y autor del texto que encabeza el recopilatorio de escritos de Houdini publicado por Capitán Swing Cómo hacer bien el mal. Durante la mayor parte de su carrera, y obteniendo con ello tanta fama como por sus increíbles escapadas de tanques de acero rebosantes de agua, Houdini fue azote de espiritistas y mediums que usaban trucos clásicos del ilusionismo para desplumar a los miembros más crédulos de la alta sociedad.

Houdini, escéptico pero, sobre todo, vanidoso e incansable refutador de la idea de que pudiera existir algo inexplicable sobre un escenario, se dedicaba a desbaratar sus métodos de forma teatrera y excesiva. Aunque intentó contactar con su madre fallecida a través de los médiums más famosos de la época, también ofrecía recompensas a quien pudiera demostrar poderes sobrenaturales sin asomo de dudas, al estilo de que lo que ha hecho durante décadas el rey de los escépticos, James Randi.

Conan Doyle era, por el contrario, un firme creyente en los poderes psíquicos y la vida más allá de la muerte, y llegó a defender la idea de que las inexplicables proezas escapistas de Houdini podrían haberse debido a poderes ultraterrenos que habría ocultado al resto de los espiritistas con fines publicitarios.

Posiblemente esas declaraciones de Doyle fueran una venganza contra el mago servida en plato frío, por haber dejado que esa bifurcación en sus ideas estropeara una buena amistad entre dos de las mentes más brillantes de su tiempo, pero que da buena cuenta de la contradictoria personalidad de Houdini. Ese fue un vano intento de desvirtuar la leyenda del mago años después de su repentina e inesperada muerte. Ésta le llegó con solo 52 años, el 31 de octubre de 1926 (eso es Halloween, conspiracionistas de lo sobrenatural), a causa de una peritonitis derivada de una ruptura de apéndice. Culpable: un estudiante llamado Gordon Whitehead, que descargó en su abdomen una tremenda batería de golpes.

En una charla distendida en los camerinos del Princess Theatre de Montreal, Whitehead preguntó al mago si era cierto que no le dolían los puñetazos en el estómago. Incapaz por orgullo y por mantener una imagen de hombre irrompible de retroceder un paso o fingir temor, Houdini le dio permiso para golpearle y comprobarlo por sí mismo, pero no tuvo tiempo para recibir adecuadamente los golpes, ya que se había roto un tobillo unos días antes.

Los contundentes puñetazos que recibió sin rechistar acabaron con él, en un resumen irónico y muy humano de los claroscuros de quien fue una de las personalidades esenciales para entender el mundo del espectáculo moderno: vanidoso, contradictorio, siempre dispuesto a lo que fuera por algo de publicidad y con un eterno as oculto que aquel día se perdió en algún bolsillo secreto.

Y la magia se convirtió, en sus manos, en el marketing moderno

Con la magia pasa un poco como con las películas de terror. Hay un cierto placer en exponerte a que te lo hagan pasar mal, a sentir que no entiendes de qué carajo va la historia y que tus sentidos te engañan. Y en el fondo esa es también la misma base sobre la que descansa la publicidad, piedra filosofal de nuestra cultura de consumo. En el escapismo, en la conciencia flotante. El crimen perfecto, el anuncio perfecto, el juego de manos perfecto. Todos tienen en común que se dirigen a los centros receptores de nuestra capacidad de asombro, a nuestra ansia perpetua del “más difícil todavía”. Harry Houdini, el gran ilusionista, tenía esto más que claro, y dedicó toda su vida a estudiar a magos y mangantes; sus técnicas, trucos y estafas. También a perfeccionar no sólo sus espectaculares números de magia, sino -sobre todo- la manera de comunicarlos, la forma de trabajar su imagen pública y cómo el público le veía. Ese, en realidad, fue su truco maestro.

El año pasado, la editorial Capitán Swing publicaba “Cómo hacer bien el Mal”, una recopilación de textos en los cuales el ilusionista trataba todos estos asuntos dejando claro que la suya era una personalidad contradictoria, conflictiva y magnífica. En el libro uno puede encontrar un poco de todo, desde beefs con otros magos a la manera de un rapero del gueto, hasta comentarios sobre la cortesía en el escenario o la mejor manera de comer fuego sin morir abrasado por dentro. Los estilos son variados, desde el comentario farruco hasta la floritura académica, y nos dejan entrever parte del humano muchas veces oculto tras el mito. Un hombre sin estudios que lucha por ser docto, un matón de la calle que busca la excelencia social. Un hombre del renacimiento que se hizo a sí mismo; fue mago, escritor, bibliófilo y actor pero acabó muriendo por una fanfarronada: fue retado a aguantar un puñetazo de un boxeador en el estómago. Y no lo aguantó.

A pesar de su tonta muerte, y de ser un excelente vendedor, Houdini era un hombre muy exigente consigo mismo. Sus trucos realmente desafiaban los límites de lo humanamente posible. Además era ambicioso: como presidente de la Asociación Americana de Magos, buscaba elevar la categoría profesional de su gremio, y su reconocimiento dentro de la sociedad. De igual manera, exigía mucho a sus colegas de profesión. De hecho, una vez ya se hubo situado como el escapista larger than life que todos conocemos, pasó los últimos años de su vida dedicado a desenmascarar a farsantes y mercachifles de lo oculto, y a tratar de evitar que cualquiera copiase los trucos del vecino sin permiso. No era sólo una cuestión de orgullo, también de pasta. Como muchos prohombres americanos de la época (Edison, por ejemplo, todo un pajarraco), fue uno de los grandes defensores de los derechos de autor en las artes y la tecnología.

Su conocimiento enciclopédico del trabajo de sus compañeros de profesión y su desprecio hacia los engañabobos quedan más que patentes en su libro “Traficantes de Milagros y sus Métodos”, que acaba de publicar Nórdica Libros en una bonita edición ilustrada por Iban Barrenetxea. El libro no deja de ser un repaso exhaustivo del trabajo de tragasables y pisafuegos, de comeácidos y escupelavas, una especie de “quién es quién” del noble oficio de alucinar al personal, desde tiempos remotos. De paso, Houdini se encarga de desmontar muchos mitos y explicar que en general todo lo que hacían estos superhumanos en realidad tiene una explicación científica y muchas veces muy poco espectacular. Escribe de manera que resulte entretenido, y que en el fondo, aunque le leamos con cierta mueca de decepción, no dejemos de divertirnos con nuestra infinita y algo boba propensión al flipe. Porque magos hubo, hay y habrá, aunque ninguno le llegue a la suela del zapato (de tacón) al gran Houdini y a su ambiciosa y espectacular manera de entender la vida.

“Cómo Hacer Bien El Mal” según Houdini

 

De un tiempo a esta parte, la figura del escapista se ha visto completamente revalorizada por la literatura post-moderna. Echémosle la culpa a Michael Chabon, que con “Las Asombrosas Aventuras de Kavalier y Clay” se marcó el epítome del escapista como personaje en huida literal y metafórica, como sublimación de un impostor que ya llevaba décadas siendo lugar común del mundo de la novela. En un momento como este, no es de extrañar que la llegada a nuestro país de un libro como “Cómo Hacer Bien El Mal” de Harry Houdini parezca no sólo algo más que natural, sino plenamente necesario. De la mano de los siempre acertados Capitán Swing, este tomo viene prologado por sendos textos del mismísimo Arthur Conan Doyle, quien no necesita presentación alguna,  y Teller, asistente de Penn Jillette además de mago y cómico. Palabras mayores, vamos.

Pero es que lo que hay dentro de “Cómo Hacer Bien El Mal” se merece ser prologado por todo lo alto. Publicado originalmente en 1906, este libro es una master class sobre la subversión: partiendo de diversas entrevistas con delincuentes de diferente pelaje y con policías que las han visto de todos los colores, Houdini construye un texto en el que la finalidad absoluta es dejar al descubierto los métodos más infalibles para cometer un crimen y salir de rositas, sin necesidad alguna de pagar por ello. “Cómo Hacer Bien El Mal” se complementa con otros textos del mismo autor en los que expone sus propios métodos de escapismo: no duda ni un segundo en enseñar las tripas de trucos más icónicos, a la vez que se muestra despiadado a la hora de exponer los trucos de algunos de sus competidores más encarnizados. En general, y pese a haber sido escrito hace un siglo, Houdini compone un manual perfecto para el escapista post-modero.

 

El enigma Houdini

Eric Weiss llevaba ya 80 años reposando apaciblemente en el cementerio de Machpelah, en Queens (Nueva York), junto a su querida madre, cuando la publicación de un libro levantó una considerable polvareda sobre las verdaderas circunstancias de su muerte, achacada oficialmente a una peritonitis, y las de su vida, consagrada, según todas las crónicas de su época y las de quienes le siguieron glosando muchas décadas después de su fallecimiento, al ilusionismo.

El libro en cuestión aseguraba que el ilustre caballero había sido víctima de un complot destinado a taparle la boca de forma irreversible, y que si alguien tenía tan negras intenciones era porque él había hecho méritos para ganarse una colección de enemigos por sus coqueteos con el espionaje y su determinación de desenmascarar a quienes estafaban a los incautos fingiendo ser capaces de contactar con los espíritus.

Puede que a estas alturas del relato ya esté claro quién era en realidad Eric Weiss, pero, por si hay alguna duda, este es el título del libro que publicaron en 2006 William Kalush y Larry Sloman: ‘La vida secreta de Houdini’. Porque así es como Eric Weiss, el hijo de un rabino húngaro trasplantado en Wisconsin, pasó a la posteridad: como Harry Houdini, el ilusionista más famoso de la historia y, como ven, un verdadero enigma casi 87 años después de su muerte.

Nuevos interrogantes

Más que dar respuestas, la obra de Kalush y Sloman abría nuevos interrogantes, al asegurar que el mago había contado con el apoyo del MI-5 para convertirse en una estrella mundial (a cambio, claro, de trabajar para ellos), que no era el marido fiel que las crónicas y los biógrafos oficiales pintaban y que de peritonitis nada: envenenamiento urdido por un lobi espiritista con la complicidad de un médico.

La historia del complot convenció a parte de los descendientes de Houdini, que en 2007 solicitaron que se exhumaran los restos del mago para someterlos a la autopsia que no se le hizo en su momento. La oposición de otros miembros del clan, sin embargo, mantiene frenada la exhumación, y los huesos de Houdini siguen en su lugar. A no ser que, como el Cid, fuera capaz de agrandar su leyenda una vez muerto, que, a la vista de lo que llegó a hacer en vida, todo podría ser.

El caso es que difícilmente se podrá tener la certeza absoluta de cómo vivió y cómo murió, y eso, sin duda, multiplica su magnetismo y la curiosidad por conocer al hombre de carne y hueso que había detrás de la estrella de la ilusión. Y a eso contribuye un nuevo libro que ha llegado a las librerías recientemente: ‘Cómo hacer bien el mal’, una recopilación de textos, algunos escritos por él y otros sobre él, que tal vez no proporcione las claves de lo que hacía, pero sí de por qué lo hacía.

“No, estimado lector, no es mi propósito contarle cómo abro cerrojos, cómo escapo de una celda en cuyo interior he sido encerrado, tras haber sido desnudado por completo y maniatado con pesados grilletes (…) ni cómo descerrajo cualquier esposa reglamentaria que pueda fabricarse. No todavía. Puede que algún día lo cuente, y entonces lo sabrá. Por el momento, prefiero que todos aquellos que me vean saquen sus propias conclusiones”, proclama él mismo desde el artículo que da nombre al conjunto.

Así que el estimado lector no encontrará en las 250 páginas del libro publicado por Capitán Swing trampillas, falsos techos y orificios para esconder ganzúas, pero sí mucho sentido del honor y aún más del espectáculo. Y el retrato de una época en la que los charlatanes intentaban sacarse un jornal vendiendo crecepelos, tragando vidrio, dejándose picar por serpientes venenosas, vomitando aguas de colores o convirtiendo la deformidad en show. Una época en la que por hacerse ricos y famosos algunos maltrataban su cuerpo hasta extremos inimaginables, con una alarmante falta de respeto por su integridad y por la de los demás. En los más de 100 años que han pasado desde entonces las cosas han dado un giro, aunque de 360 grados.

Dos versiones de su nacimiento

Pero vayamos a los orígenes. El enigma Houdini empieza en la cuna. Las semblanzas del mago relatan un nacimiento en Budapest, el 24 de marzo de 1874, y un traslado con sus padres y sus seis hermanos, cuando apenas tenía 4 años, a la localidad de Appleton (Wisconsin), donde su padre, rabino, debía hacerse cargo de una nueva congregación. Al abordar su vida en ‘Cómo hacer bien el mal’, en cambio, Houdini se proclama “estadounidense de nacimiento”, y fecha su llegada al mundo un 6 de abril de 1873, sin mucha más explicación. De hecho, dedica menos de una cincuentena de líneas a despachar su paso por la vida, que se resume en cómo el niño que se escapó de casa porque no quería ser mecánico (su madre lo había colocado de aprendiz en un taller con tan solo 9 años) se convirtió en el Rey de las Esposas y Escapista de Cárceles, y, con ese rimbombante título, en el ilusionista más famoso de todos los tiempos.

Lejos de casa, habiendo descubierto “a edad temprana la vertiente más oscura de la vida”, se unió a un pequeño circo en el que hizo de todo: de ventrílocuo, de payaso, de contorsionista y de lo que se terciara. Aquella fue su particular universidad de la vida. De allí sacó, sin duda, las tablas que después le resultarían fundamentales para triunfar.

Porque él mismo lo deja claro en otro de los textos que firma en el libro, titulado ‘Cómo dirigirse al público’: “Si quiere usted tener éxito, hágase a la idea de que su forma de abordar al público será el aspecto más importante de su actuación”. No la complejidad de la fuga, no el grosor de las cuerdas, no la profundidad del tanque en el que le sumerjan boca abajo y enfundado en una camisa de fuerza: su habilidad para vender el número.

Y ahí sí que no le ganaba nadie. Podía haberse escapado de un cesto de mimbre que artesanos holandeses habían tejido a su alrededor cuando visitó ese país, del furgón en el que los condenados al gulag eran trasladados a Siberia, de una muerte segura al ser arrojado a la gélida bahía de San Francisco con las manos esposadas a la espalda y una bola de 34 kilos atada a su cuerpo: nada de eso habría tenido la trascendencia que tuvo entonces y que le ha convertido en leyenda si no hubiera contado con la complicidad de la prensa, que llevaba hasta el último rincón del mundo sus hazañas. Allí donde Houdini hacía algo grande, ya fuera saltar de un avión a otro en Australia o llenar un teatro de niños pobres y encargar 500 pares de botas para calzarles, como hizo en Escocia, siempre había al menos un periodista para dejar constancia en letras de molde de lo ocurrido.

Fabricante de marca

Houdini “era un ‘showman’, un fabricante de marca”, sentencia el mago Teller, del dúo Penn & Teller, en el prólogo del libro. Si de algo sabía más que nadie, era de márketing. Esa habilidad destaca también Arthur Conan Doyle en quien un día fue buen amigo y acabó siendo oponente por culpa de sus posturas radicalmente enfrentadas sobre el espiritismo. Si Houdini consagró media vida a dejar a los asistentes a sus espectáculos boquiabiertos por lo inexplicable de sus números, consagró la otra media a cerrar la boca a quienes pretendían sacar dinero al prójimo presentándose como médiums.

Para Conan Doyle, que creía firmemente en la existencia de los espíritus y la posibilidad de invocarlos, la beligerancia de Houdini con los espiritistas, en cuyos espectáculos se colaba para destripar los trucos que empleaban, no era más que otro ardid para estar siempre en la primera línea, para tener proyección pública. “Se trataba de un asunto que despertaba un vivo interés en la gente y él sabía que podía constituir una fuente ilimitada de publicidad”, explica el padre de Sherlock Holmes en el artículo ‘El enigma de Houdini’, también incluido en el libro de Capitán Swing.

Teller, en cambio, apunta a una motivación mucho más loable. “Los ilusionistas engañan a su público. Pero solo durante un ratito, solo en el teatro. Caído el telón (…) uno se siente maravillado, no estafado. Esta distinción constituía un valor moral para Houdini”, expone. De ahí su afán por desenmascarar a quienes pretenden aprovecharse de los incautos, que es también, según su propia declaración, el motivo por el que se lanzó a escribir ese ‘Cómo hacer bien el mal’ en el que recoge el resultado de las entrevistas mantenidas con policías y delincuentes: “Salvaguardar al público contra las prácticas de las clases criminales”, al tiempo que le proporciona “una lectura entretenida e instructiva”.

Las trampas de los delincuentes

Ladrones y magos comparten a menudo herramientas y habilidades, pero con un fin y, sobre todo, un final muy diferente. Por el texto de Houdini desfilan grandes maletas con sofisticados mecanismos que atrapan los maletines descuidados en los andenes, sofás cuyo interior ha sido preparado para alojar al caco que desvalijará la casa del inocente que acepte cobijar el mueble y timadores que se aprovechan de la avaricia ajena para dar el golpe. “Si los hombres no se empeñasen en querer conseguir algo sin dar nada a cambio tal vez fueran capaces de conservar lo que sí tienen”, sentencia Houdini, a quien también maravilla “cómo los pillos se toman más molestias en perpetrar sus robos que los hombres honrados en ganarse el pan”. Por todo ello, llega a una conclusión inapelable: “Se puede decir que no sale a cuenta llevar una vida deshonesta, y a aquellos que lean este libro, aunque les informe de ‘Cómo hacer bien el mal’, solo les puedo decir una cosa, en tres palabras: NO LO HAGAN”. Contundencia en mayúsculas porque solo hay un rey del escapismo: él.

La relación de Houdini con la literatura no se limitó a su truncada amistad con Conan Doyle. Como explica Teller, “reverenciaba la erudición y le atormentaba su escasa formación académica”, ya que solo pudo ir a la escuela hasta sexto curso, puesto que desde muy niño tuvo que contribuir a la economía familiar con trabajos como limpiador de botas o vendedor de periódicos. Compensó esas carencias convirtiendo su casa en una biblioteca, algo de lo que le alardeaba en cuanto tenía ocasión. Invirtió tanto dinero en libros que, cuando murió, en 1926, su colección se valoró en medio millón de dólares de la época, más de seis millones de dólares de hoy (4,6 millones de euros).

Lo que no pudo comprar fue el talento como escritor, pero ahí le sonrió la fortuna: en 1924, la revista ‘Weird Tales’ apostó por incrementar las ventas incluyendo en sus páginas firmas famosas, así que llegó a un acuerdo con Houdini para publicar algunos cuentos con su nombre. Debutó con un negro de lujo: Lovecraft, que puso sus atmósferas opresivas al servicio del mago en un relato, ‘Bajo las pirámides’, incluido en la selección de Capitán Swing. Hasta 1939, su nombre figuró como único autor de esa historia.

Poderes paranormales

No consta que ese engaño le molestara tanto como los que él atribuía a personajes como Margery Crandon, una mujer que había convencido incluso a algunos miembros de un comité de la Scientific American de que tenía poderes como vidente, y que contaba con el apoyo incondicional de Conan Doyle, quien reprochaba a Houdini que estaba tan obcecado con su campaña antiespiritista que no era capaz de darse cuenta de que ella sí era una médium de verdad. Tampoco de que sus propias hazañas, las de Houdini, no eran atribuibles solo al entrenamiento y la destreza, sino que había algo más. Algo paranormal.

“Ni mi propia esposa conoce el secreto de algunas de mis proezas”, había confesado el mago a la esposa del escritor. “No se trata de un truco, sino de un don”, había asegurado un ilusionista chino al ver una de sus actuaciones. Houdini era un médium, concluía Doyle, y su negativa a aceptar la existencia de esa dimensión paralela un día le pasaría factura, advertía.

Y, de algún modo, así fue. En octubre de 1926, Houdini recibió la visita de dos estudiantes, tras una actuación. Les aseguró que su abdomen estaba preparado para aguantar los golpes más fuertes, y les retó a pegarle. Los puñetazos de uno de ellos fueron tan terribles que le doblaron. Pero él no estaba dispuesto a aceptar esa derrota y, desafiando a un dolor que llevaba días atormentándole, quiso seguir con su vida como si nada hubiera pasado. Murió una semana más tarde. Los golpes habían provocado una rotura del apéndice que, al no ser tratada, había derivado en peritonitis. Todo muy terrenal. Si no fuera por un detalle: el especialista en apéndice del hospital donde fue ingresado dos días antes de su muerte se apellidaba Crandon, como la médium. Era su marido.

También la fecha en que pasó a mejor vida merece una mención: era 31 de octubre, la noche de las brujas. Desde entonces, y pese a que Houdini debe de revolverse en su tumba, espiritistas de todo el mundo se reúnen cada 31 de octubre a invocarle. No consta que jamás haya vuelto a aparecer. Salvo en las librerías.

 

 

Escapismos y misterios

 

Harry Houdini convirtió en espectáculo lo que sería la enfermedad degenerativa del siglo XX: la necesidad de huir de todos los sitios a cualquier parte, de abandonar todos los nidos, de hacer del escapismo una estructura del carácter. Hombre complejo o complejísimo, de todas formas. Capitán Swing publica una serie de escritos del artista -especie de ilustrado autodidacta- bajo el título “Cómo hacer bien el mal” (traducción de Alicia Frieyro) y con prólogos del mago Teller y de Sir Arthur Conan Doyle en su vertiente espiritista.

Para decirlo cuanto antes, Houdini hizo cosas que después nadie se ha atrevido siquiera a intentar, como ser lanzado con grilletes al East River en un cajón, ser congelado en el interior de un bloque de hielo o ser enterrado, por no hablar de que puso a prueba las prisiones de máxima seguridad de Estados Unidos, sin que ninguna se le resistiera, o de su afición a saltar del ala de un avión a la de otro con las manos esposadas.

Por otro lado, el Rey de las Esposas y Escapista de Cárceles era enemigo acérrimo del espiritismo, al que consideraba una estafa en todas y cada una de sus manifestaciones. Su obsesión por desenmascarar a los farsantes fracasó, sin embargo, con la famosa médium Margery Crandon (que también fue sometida a examen por la Scientific American) y acabó enfrentándole a Conan Doyle, su amigo hasta entonces. Y Conan Doyle siempre mantuvo que el don concedido a Houdini estaba relacionado con fuerzas psíquicas que desbordaban la conciencia del artista y que le sumían en la confusión a la hora de explicar la manera en que se libraba de sus encierros. El autor de Sherlock Holmes creía que el talento de Houdini se relacionaba con el fenómeno de la desmaterialización, consistente en lo que dice la propia palabra, más o menos.

Fuera como fuese, Houdini era un tipo especial, enigmático y contradictorio. Su obsesión por el conocimiento erudito -producto de una educación académica truncada a los seis años de edad- le llevó a reunir una biblioteca valorada en medio millón de dólares de la época, posteriormente legada a la Biblioteca del Congreso de Washington. Sus persecuciones contra el espiritismo no le impidieron entregar a su mujer un código que demostraría la veracidad o no de su comunicación con ella desde el otro mundo. Era un hombre recto y generoso, digamos, pero estaba fascinado por el mal en cualquiera de sus versiones (aunque no distinguía tanto entre mal y bien como entre legal e ilegal). Era fanfarrón, sociópata, vanidoso, a la vez que solidario y caritativo en extremo. Y murió probablemente de una forma estúpida, retando a un campeón universitario de boxeo a golpearle en  el estómago, lo que le produjo una peritonitis mortal.

Bien, en el libro se encuentra un poco de todo: delirios sangrientos en Egipto, consejos a magos presentes y futuros, disertaciones sobre la cortesía en el escenario, cómo tragar sables o comer piedras, la cuestión de si el crimen resulta lucrativo, supersticiones de los ladrones, la eficacia de las mujeres en el crimen, etc. Está bien escrito, seguramente a dos manos entre el propio Houdini y algún otro más florido, y resulta francamente entretenido. Y, al fondo, el misterio.

 

«Soy el más grande. Soy Harry Houdini»

 

Se hacía llamar ‘El Gran Auto-Liberador, Rey Mundial de las Esposas y Escapista de Prisiones’, pero ha llegado hasta nuestros días como ‘El gran Houdini’. Nadie a día de hoy sabe cómo lo hacía y, en su momento, se llegó a hablar de desmaterialización y poderes psíquicos, y no de trucos. Todo un enigma.

Nacido en Wisconsin en 1874, Eric Weiss, como se llamaba realmente, decía que una voz en su interior le dictaba lo que debía hacer y cuándo hacerlo y que, si en alguna ocasión la desoía, podría llegar a morir. Más allá de eso, jamás reveló nada a nadie, ni siquiera a su esposa.

Viajara a donde viajara, superó toda clase de retos. En Holanda pidió a los cesteros locales que confeccionaran una cesta alrededor de su cuerpo. Y salió de ella. En Moscú lo encerraron en el furgón donde se transportaba a los condenados a Siberia, pero se fugó. En California, lo enterraron a un metro y 80 centímetros de profundidad y salió ileso. Y el 2 de diciembre de 1906 saltó del puente Old Belle Isle de Detroit atado con varias esposas, y se soltó debajo de un agua helada que habría paralizado a cualquiera, tal y como hizo en la Bahía de San Francisco al ser arrojado con las manos atadas a la espalda por grilletes y una bola de 34 kilos amarrada a su cuerpo. Y no fueron esas sus únicas hazañas.

«Toda su vida fue una larga sucesión de tales proezas y, cuando digo que entre ellas se encontraba saltar de un aeroplano a otro, con las manos esposadas, a una altura de tres mil pies, podemos hacernos una idea de hasta qué extremos era capaz de llegar», contaba su amigo y observador de sus hazañas, el escritor Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes.

Y siempre había prensa para hacerse eco, porque el ‘gran Houdini’ era un agente publicitario extraordinario. «No se detenía ante nada cuando veía la posibilidad de hacerse propaganda. Incluso cuando iba a dejar flores en las tumbas organizaba de antemano la presencia de fotógrafos», escribía Conan Doyle.

Sus flaquezas

Amén de su encarnizada campaña contra el espiritismo, que más de una vez le costó tener mala prensa, a Houdini le perdía su vanidad infantil, que dicen que resultaba más graciosa que ofensiva. A su hermano, de hecho, le presentaba con la siguiente frase: «Éste es el hermano del gran Houdini». Para qué decir más.

Él, que reverenciaba la erudición, ya que su padre era rabino, estaba atormentado por su escasa formación, porque asistió a la escuela solo hasta sexto curso. Por ello invirtió gran parte de su fortuna en libros.

«Su colección atestaba su casa desde el sótano hasta el ático. Contrató a un bibliotecario y en una ocasión presumió ante un corresponsal de vivir en una biblioteca», cuenta el mago Teller.

Tras su muerte por una rotura del apéndice tras un experimento en el que demostraba la dureza de los músculos de su abdomen gran parte de su colección pasó a engrosar la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.

Houdini también aspiraba a ser escritor y llegó a publicar algún libro y artículos periodísticos en los que daba consejos a sus compañeros de profesión o contaba los métodos usados por algunos delincuentes, a los que tenía acceso porque ante él todos hablaban y así era capaz de obtener más información que la Policía.

De entre las historias recopiladas en ‘Cómo hacer bien el mal’, libro de Houdini que se editó por vez primera en 1906 y que ahora se publica en España, destaca un ingenioso truco para robar en las joyerías.

«Uno de los ladrones de diamantes más inteligentes y sin escrúpulos del que he oído hablar jamás perfeccionó un ardid para robar a la luz el día gemas sin engarzar que durante un tiempo tuvo en jaque a detectives de Londres y París», escribía Houdini.

En él, una dama que podría hacerse pasar por la esposa de un banquero entraba en una joyería y pedía que le mostraran diamantes. Mientras los examinaba, una segunda dama se acercaba al mismo mostrador, momento en que desaparecía una de las joyas. Entonces se avisaba a la Policía y, tras registrar a todo el mundo, nada.

El truco: una de las damas ocultaba la piedra preciosa en un chicle y lo pegaba bajo el mostrador. Ahí permanecía hasta que, tras la infructuosa búsqueda, un tercer miembro de la banda entraba en la tienda y se lo llevaba tranquilamente.

Este y otros trucos son los que Houdini fue averiguando en sus entrevistas con gente de «un mundo cuyo bien más preciado es la evasión con éxito de las leyes», decía.

Al final, y de algún modo, esos delincuentes se sentían conectados al gran escapista, aunque las rejas a estos sí les detuvieran.

 

Houdini, escapista, ilusionista y maestro de estafadores

 

“No, estimado lector, no es mi propósito contarle cómo abro cerrojos, cómo escapo de una celda en cuyo interior he sido encerrado, tras haber sido desnudado por completo y maniatado con pesados grilletes. No es mi intención contarle en este libro cómo escapo del baúl o de la caja fuertemente atada y claveteada en la que he sido confinado, ni cómo descerrajo cualquier esposa reglamentaria que pueda fabricarse. No todavía. Puede que algún día lo cuente, y entonces lo sabrá. Por el momento, prefiero que todos aquellos que me vean saquen sus propias conclusiones”. Publicado originalmente en 1906, Cómo hacer bien el mal no es por tanto un tratado donde Harry Houdini (1874-1926) enseña los bolsillos de su chaqueta al público y revela los trucos que lo convirtieron en el mago más famoso del mundo. Pero en él demuestra ser un escritor tan astuto como ilusionista.

Fruto de entrevistas con delincuentes y agentes de policía, de recortes de periódico y de sus propias lecturas, este libro publicado por Capitán Swing es una recopilación de textos en los que, el autodenominado “Gran Auto-Liberador, Rey Mundial de las Esposas y Escapista de Prisiones”, deja en evidencia los métodos utilizados por pillos, carteristas, estafadores y otros profesionales de lo ajeno a la hora de cometer sus crímenes. Como los buenos magos, los buenos ladrones deben conseguir que su víctima mire a la luna y no al dedo que la señala, porque ése es el que tiene que trabajar sin ser visto. La labia hace milagros, o mejor: hace creer en milagros.

Algunas notas biográficas de Houdini ofrecen pistas sobre la escuela donde aprendió a ser tan ágil con las manos como con la palabra. Cuando tenía nueve años entró como aprendiz de un mecánico, poco después se escapó de casa, se unió a un circo “y pronto aprendí a ofrecer espectáculos de marionetas de cachiporra, ejercer de ventrílocuo y hacer de payaso en los bares. También echaba una mano en la orquesta, a saber, tocaba los platillos. De esta forma adquirí la experiencia que posiblemente me preparó para adentrarme en el mundo del Rey de las Esposas y Escapista de Cárceles, título que me he ganado justamente”.

 

Contra los malos

El ladrón y el mago son tan buenos moviendo las manos como reventando cerraduras, no digamos ya escapando de cárceles. Los hay que usan artilugios trucados dignos de un espectáculo de magia: sofisticadas maletas que sirven para robar otras maletas mientras se espera al tren en un andén, brazos falsos, baúles y hasta sofás manipulados para que en su interior quepa un adolescente o una mujer menuda, que serán los encargados de desplumar a los incautos en su propia casa.

Houdini reconoce que escribió Cómo hacer bien el mal para “salvaguardar al público contra las prácticas de las clases criminales, desvelando sus diferentes trucos y explicando los diestros métodos de los que se valen para defraudar”. No busquen paralelismos, por clases criminales se refiere a las marginales no a las poderosas con cuentas en Suiza. Esas sí que tienen bien ensayado el truco: con chasquear los dedos y hacer desaparecer montañas de monedas, tamaño tío Gilito. El mago confía en que su experiencia  valga, además, para colocarse “en una posición en la que sea menos propenso a convertirse en víctima”.

Por el camino, eso sí, Houdini se permite el lujo de desvelar algunos de sus secretos con cuerdas, cadenas y demás instrumental, si bien adelanta que “se puede decir que NO SALE A CUENTA LLEVAR UNA VIDA DESHONESTA, y para aquellos que lean este libro, aunque les informe sobre Cómo hacer bien el mal, sólo les puedo decir una cosa, en tres palabras: NO LO HAGAN”. Las mayúsculas son suyas.

Los buenos magos, buena promoción

 

Además del rey de los magos, Houdini fue también el rey del márketing y del autobombo un siglo antes de que los virales nos robaran las mañanas procrastinando. Era una showman y un fabricante de marca. Pecó de vanidoso y atacó sin piedad a imitadores y estafadores, especialmente a los que practicaban el espiritismo, como los médiums y videntes. Fue un rey autodidacta que cultivó su intelecto e invirtió gran parte de su fortuna en una espléndida biblioteca.

En la parte central del libro, Houdini da consejos a magos. Lo básico es tener buenos modales y altas dosis de persuasión. Como experto publicitario que era, consideraba que el éxito de la actuación no dependía tanto de la ejecución del truco, sino de “cómo se comunica”. Cómo abordar al público es lo más importante y si los magos no suelen alcanzar el estrellato, escribe Houdini, es porque “creen que todo lo que tienen que hacer es disponer sus artilugios sobre la mesa y saltar de un truco al siguiente”.

“El experimento y los artilugios son secundarios”, suelta. Lo que tenga que decir, dígalo con convencimiento, como si creyera en su propio milagros, aconseja. Si encima se aporta un poco de humor a la representación, mucho mejor.

Houdini el escritor

Lo que sigue es un viaje en el tiempo, una vuelta a la época en que las ciudades eran un hervidero de personajes fascinantes, de falsos hombres-elefante y charlatanes vendedores de crecepelo, antes de que la magia y el misterio fueran barridos por completo de la faz de la tierra, dejándonos como estamos. Algo aburridos.

Muchos de los artículos de Houdini parecen estar planteados al lector como un relato de misterio, como un desafío en el que él juega el papel detective que debe resolver un robo, con esa mezcla de gélida profesionalidad y teatralidad en la puesta en escena típica de los sabuesos de la literatura. En alguna ocasión el propio Houdini llega de disfrazarse con bigote y peluca falsos para ello, algo en lo que Sherlock Holmes le llevaba ventaja. La conexión del mago con Conan Doyle fue por tanto también literaria, no se limitó a su amistad ni al texto que padre de Holmes escribió sobre él (El enigma de Houdini, también incluido en el volumen que se publica ahora).

Lo que les separó fue la manera de enfrentarse a lo paranormal. El paciente, y más bien crédulo, Doyle estaba convencido de que los poderes de Houdini tenían “naturaleza psíquica” y que eran “un don de dios”, e incluso de que la muerte del mago había sido una especie de venganza de “otras fuerzas que escapan al control humano” ante los esfuerzos de Houdini por desacreditarlas.

No en vano ya le venían avisando desde hacía un tiempo con diferentes señales. Para Doyle, la “profecía” terminó por cumplirse y Harry Houdini, que aprovechaba cada oportunidad que tenía para “ridiculizar algo que yo considera una causa sagrada”, murió envuelto en el mismo misterio con el que trabajó durante su vida.

El arte de escapar

La conexión de Houdini con Lovecraft nació de un encargo del fundador de la revista Weird Tales en 1924, que intuyó con olfato que incluir al popular mago en su publicación podía relanzarla y atraer a los lectores. Entre otras colaboraciones, el acuerdo con Houdini incluía la publicación de algunas historias bajo su nombre aunque escritas por otros. Lovecraft fue el negro, y de la mezcla de una supuesta experiencia vivida por Houdini en El Cairo y la imaginación alucinada del escritor de Providence nació el relato Bajo las pirámides, que abre de manera magistral esta edición de Cómo hacer bien el mal.

En él, un Houdini fascinado con los misterios de Egipto, un país “oscura cuna de civilización” y “manantial de horrores y maravillas innombrables”, es secuestrado, atado e introducido en lo que parece ser un templo en la meseta de Guiza, con el objetivo de demostrar que podía salir de semejante laberinto con vida.

El mago se enfrenta allí a un “espeluznante suplicio”, marca de la casa Lovecraft: construcciones ciclópeas, espacios mohosos, anormalidades malignas, “nauseabundos vacíos inferiores” y otras experiencias de horror cósmico y amorfa hechicería, que describe como “el éxtasis de las pesadillas y el súmmum de la crueldad extrema”. Ni que decir tiene que, en su relato, consiguió escapar de ahí abajo.

 

 

 

Cómo hacer bien el mal

Publicado por primera vez en 1906, Cómo hacer bien el mal es una clase magistral sobre la subversión impartida por uno de los personajes más reconocidos y misteriosos del siglo XX. En la obra, Houdini recoge, a partir de entrevistas a delincuentes y agentes de policía, sus hallazgos en lo referente a los métodos más infalibles para cometer un crimen