I.
Hace unas semanas, Victor Lenore malhumoró a ciertos consumidores culturales con unas declaraciones incendiarias, en una entrevista concedida a propósito de su contribución al libro CT o la Cultura de la Transición. “Hay una tribu, la de los gafapastas, que impone los criterios culturales”, era el lapidario titular de aquel artículo, en donde Lenore hilaba una fina teoría sobre la antropología de la prensa de tendencias, para así aniquilar el elitismo de sus hacedores. Naturalmente, que su canon de la música popular española viniese encabezado por Camela lo entregaba a una ejecución inminente. Aun así, lo más llamativo de todo es que sus planteamientos engranan estupendamente con los textos del gran cool-hunter de nuestra crítica cultural y teórico del afterpop, Eloy Fernández Porta:
“Lo que yo creo es que las jerarquías siguen existiendo, que cada cual tiene que elaborar sus propios valores con toda su responsabilidad, a favor o en contra de estas diferencias jerárquicas, y que resolver el problema no está en simular que no existe algo que sí existe. No hay más que ver cuáles son las referencias culturales que uno utiliza cuando está ligando, cuando estás con una tía que te gusta. ¿Cómo haces tu autorretrato? Como consumidor de música, de arte, de literatura… ahí se comprueba si han desaparecido las jerarquías culturales, porque el autorretrato que uno se hace es una explicación pública que confirma su existencia.”
(EFP, en “La cultura de masas en el S. XXI: Manual de instrucciones. José Luis Pardo y Eloy Fernández Porta en conversación.”, por Roberto Valencia, Quimera, julio de 2010)
Ok. La cultura de masas sigue siendo tan elitista como en los tiempos de la Escuela de Frankfurt, y las jerarquías nunca llegaron a desaparecer. Sin embargo, la denuncia por la cual los —digámoslo así— “medios oficiales” escamotean a su audiencia aquellos productos culturales verdaderamente populares lleva en sus adentros un marchamo de clasismo igualmente incorregible. Pues a fin de cuentas, ¿quieren de verdad los oyentes de Camela verse reflejados en la escaleta de Radio 3? ¿Y no será posible que la falta de entendimiento entre el asistente al Sónar, y el entregado oyente en ferias de verano de Kiko Rivera DJ, sea bidireccional? ¿Le importan acaso al segundo las (a su juicio) veleidades que puedan enunciar Mondo Sonoro o Jenesaispop? Es más, ¿y si más allá de las menesterosas disquisiciones culturales, todo fuese un plan astutamente elaborado por el virus de la socialdemocracia, del nuevo laborismo británico y de la revolución conservadora, y que en verdad tales malentendidos viniesen gestándose desde hace más de medio siglo? Probablemente eso mismo es lo que defendería el flamante ensayista Owen Jones (Reino Unido, 1984) en su ensayo Chavs, La demonización de la clase obrera, que a finales de mes verá la luz en España de la mano de Capitán Swing.
II.
“Toda persona de clase media tiene un prejuicio
de clase latente que se despierta con cualquier cosa… La idea de que la clase trabajadora ha sido absurdamente mimada y completamente desmoralizada por subsidios, pensiones, educación gratuita, etc. […] aún goza de gran predicamento; únicamente se
ha visto algo sacudida, tal vez, por el reciente reconocimiento de que el desempleo existe.”
George Orwell, El camino a Wigan Pier, citado por Owen Jones en Chavs
III.
Chavs se despliega como un extraordinario análisis del discurso en donde Jones explica la cronología de la demonización de la clase obrera, hasta desembocar en la comprensión del ‘Chav’ —lo que en España viene siendo un “choni”, un “pokero”, o un “kani”, según coordenadas— como el monstruo de cuya acera hay que cambiarse, y lo hace consciente de que:
“Todos somos prisioneros de nuestra clase, pero eso no significa que tengamos que ser prisioneros de nuestros prejuicios de clase. Asimismo, [Chavs] no trata de idolatrar o glorificar a la clase trabajadora. Lo que propone es mostrar algunas realidades de la mayoría de la clase trabajadora que se han ocultado en favor de la caricatura chav.”
La sordidez de los ejemplos expuestos por Jones para demostrar esa demonización llega a ser inverosímil. Por citar quizá el más asombroso, la cadena de gimnasios GymBox llegó a anunciar una nueva modalidad de sus programas de entrenamiento: la lucha Chav. «No des a los gruñones y malhumorados chavs una ASBO [orden de arresto por comportamiento antisocial]; dales una patada», era su eslogan.
Jones acusa hábilmente al gobierno de Tony Blair como continuador fatal de las políticas thatcheristas, en su voluntad por desmantelar y desprestigiar a la clase trabajadora, escorándose en lemas del tipo “todos somos clase media”, y defendiendo la meritocracia como aquel sistema de los justos que, al fin, se había impuesto sobre Gran Bretaña. Todo falso, claro.
Robert H. Frank, profesor de economía, publicaba el pasado mes de agosto en las páginas del NYT un artículo cuyo elocuente titular era: “Suerte vs. destrezas: en búsqueda del secreto del éxito”. Precisamente, su objetivo no era otro que desmantelar las falacias de la meritocracia:
“Siempre supimos que era bueno ser astutos y trabajar duro, y que si nacías o crecías con aquellas destrezas, serías increíblemente afortunado, e igual daba que nacieras en Estados Unidos o Somalia. Pero las investigaciones de los sociólogos nos ayudan a comprender por qué mucha gente diestra nunca encuentra su éxito en el mercado. Los elementos azarosos en los flujos de información que promueven el éxito a veces son los factores más relevantes”.
Es por eso por lo que tal vez el pasaje más revelador del libro de Jones venga con el retrato familiar de Margaret Thatcher, y el mito de sus orígenes humildes: “su padre le había inculcado un profundo compromiso hacia lo que podría llamarse valores de la pequeña clase media: enriquecimiento e iniciativa personales, y una instintiva hostilidad ante la acción colectiva.”
¿Hemos leído bien? ¿Acaba de decir que los valores de las pequeñas clases medias son los que asociamos a las oligarquías falsamente liberales? ¿Y cómo hemos llegado hasta ahí?
Ahí reside el dato más escalofriante de Chavs. Cuando el ensayista habla de clases trabajadoras, no asocia a éstas con una cultura de clase obrera, sino que la categoría viene dada por sus niveles de renta y condiciones laborales. También es cierto que Jones es consciente de que el malentendido entre las presuntas clases medias y las clases trabajadoras es bidireccional, y que seguramente el chav se muestra orgulloso de su amenaza. Y ello a pesar de que no hay ninguna conciencia de clase en el chav, y quizá mejor sería referirse a él como lumpen, pues a lo que aspira no es a combatir a la patronal, no es a una política más justa; el chav aspira a rematar su cráneo con una gorra Burberry, y quizá incluso a reproducir la fantasía del estilo de vida consumista y ocioso. Por tanto, si la pequeña clase media cree en los valores liberales (mientras los auténticos barones saben que mejor partido sacarán en un sistema de puertas giratorias entre la empresa ¿libre? y el estado), y las clases bajas han perdido su conciencia de clase, la pregunta es rotunda. ¿Cómo y por qué se jodió la clase obrera?
IV.
“El gran catalizador para las modificaciones de Thatcher en la legislación laboral fue el paro», dice el exlíder laborista Neil Kinnock. «Algunos estúpidos burgueses, como los que escriben en los periódicos, dicen que cuatro millones de parados suponen una mano de obra enérgica y enfadada. No es cierto. Suponen al menos otros cuatro millones de personas muy asustadas. Y la gente amenazada con el paro no compromete su empleo emprendiendo diversas acciones de militancia sindical, simplemente no lo hace.”
Owen Jones, Chavs,
V.
Uno de los grandes interrogantes políticos de nuestro tiempo tiene que ver con las últimas elecciones generales en España. ¿Cómo es posible que casi once millones de personas regalasen su voto al equipo de Rajoy? Además del evidente voto de castigo, la campaña del PP y la de sus cabeceras democristianas venía espoleada por el mismo elogio a la meritocracia que denuncia Jones. Apoyo a emprendedores, heroísmo del pequeño empresario, facilidades al empleado por cuenta propia, reducción de impuestos… Todas esas promesas que el ensayista británico asociaba con los valores de las pequeñas clases medias, y que luego desaparecieron en una bomba de humo, con la excusa de siempre: ¡Ah, Europa! ¡Se siente!
No cabe duda de que en todo el mundo, el infausto retrato de Owen Jones es una realidad. Walmart llama a sus precarios trabajadores… ¡asociados! (Yanis Varoufakis, El minotauro global). Las empresas se libran de las cargas vinculadas al mantenimiento de sus plantillas, y ante sus nuevos empleados se hacen pasar bajo el membrete de… clientes. E incluso en 2012, la prensa de tendencias sigue bailándole el agua a Richard Florida, y acuña el ridículo concepto de… ¡yukkies! (Young Urban Kreative International). Nadie habla ya de clase trabajadora. La propaganda se ha ocupado de enterrar a la clase obrera en la caja fuerte de la historia.
Por supuesto, el origen de la fantasía de que “todos somos clase media” hallaría su núcleo verdadero en el “estímulo de la demanda agregada sin el aumento de los salarios reales” mediante el crédito fácil, “lo que destruyó así las tasas de afiliación sindical y la conciencia de clase” (Antoni Domènech). Con la burbuja del crédito, la clase obrera creyó ser cosa del pasado. Y no.
Por tanto, ahora que podemos aceptar sin reproches aquello que Tony Blair y sus herederos quisieron omitirnos, esto es que todos somos clase trabajadora, y que nunca dejamos de serlo, tal vez sea hora de volver a los orígenes. Con música choni o gafapasta en nuestros iPods; para el caso, tanto da.