Bombas fuera

Bombas Fuera – John Steinbeck

Bombas fuera

John Steinbeck, el notario del realismo social americano, de la gran depresión, al que se le adjudicara la etiqueta de novelista proletario por su interés en los problemas de las clases obreras desde un punto de vista profundamente socialista, algo impensable en la América profunda de mediados del siglo XX, también habría de dejar para la posteridad este curioso libro a modo de informe sobre las experiencias de las tripulaciones de los bombarderos durante la Segunda Guerra Mundial. Y es que no es posíble obviar la intervención de los intelectuales durante el gran conflicto en la lucha antifascista, ni su contribución a la propaganda dentro de la guerra. y John Steinbeck, como tantos otros, no sería una excepción. Bombas fuera es pues el relato pormenorizado de ‘la historia de un bombardero’, de quienes preparan la misión del mismo, su objetivo más allá del lanzamiento de las bombas y como el propio escritor lo ha dado en llamar la composición del’equipo más formidable del mundo’. Algunos han querido ver en Bombasfuera un relato belicista Simplemente la propia idiosincrasia del momento que le había tocado vivir le hacia merecedor de convertirse en narrador del momento.

José Luis García

 

Tengo miedo a volar por los aires

Todo imperio asegura su hegemonía sobre los pueblos subalternos gracias a la superioridad de su maquinaria bélica, la cual se legitima sobre la base de una teología de la injerencia militar y un código de honor del combatiente. El imperativo militar es aquello que determina las innovaciones tecnológicas y las prioridades geopolíticas de las naciones que se reparten el pastel del planeta. De hecho, se podría hacer un catálogo de las diversas formas de imperialismo tomando como matriz la conformación de sus ejércitos. Así, el imperialismo continental intra-europeo basado en la conquista y conversión cultural de países enteros se apoyó sobre la aparición de las armas de fuego, la creación de ejércitos regulares y el desarrollo de grandes cuadros de infantería; los tercios españoles, por ejemplo, fueron el pilar fundamental de la corona Habsburgo en virtud de su superioridad técnica (conjunción de arcabuces y picas largas), moral (la honra del combatiente cuerpo a cuerpo) y teológica (España como baluarte de la fe católica). Del mismo modo, el imperialismo intercontinental colonialista basado en la expropiación de los recursos ajenos (tanto naturales como humanos) fue posible gracias al incremento de la flota naval y la constante amenaza de bloqueo o saturación comercial; así, la Commowealth británica articuló su talasocracia mercantil mediante una red de puertos interconectados con la metrópoli a través de los cuales se exportaba, de acuerdo con el etnocentrismo del periodo victoriano, la civilización a los pueblos menos desarrollados del planeta.

Bombas fuera de John Steinbeck (1902-1968) es un ejemplo sobresaliente del agit-prop desplegado por el complejo think tank pro-bélico norteamericano, un relato en el que se describe con toda suerte de detalles la vida y milagros de los tripulantes de un B-17, un viaje de iniciación a lo más profundo de los cuerpos del estado, marcado por una disciplina de hierro, por el sentimiento de pertenencia al ejército y, ante todo, por el fetichismo del uniforme. “Que los cadetes son muy atractivos es fácil de demostrar. Sea cual sea su destino enseguida pasan a monopolizar el tiempo y los pensamientos de las jovencitas más agradables y agraciadas del lugar.” Además de reproducir el mito viril del ejército como comunidad de los iguales por su fortaleza física y moral, Bombas fuera vehicula un conjunto de valores asociados con la democracia liberal, el capitalismo corporativo y la industria cultural: la tripulación de la aeronave se define como un equipo de deportistas que juegan en “la Primera División del deporte más duro en el que hemos participado jamás, con la supervivencia y el futuro de la nación por bandera”; de acuerdo con un modelo organizativo “verdaderamente democrático”; basado sobre un modelo corporativo de división del trabajo colectivo en competencias individuales. La 2ª Guerra Mundial se interpreta, en este sentido, como una pugna competitiva por el incremento producción; una guerra que no se juega en el frente, sino en el complejo industrial-militar de retaguardia; aquello en lo que USA es el rey.

La obsesión de Washington por el desarrollo de la aviación y las técnicas de destrucción aérea se remonta a la escalada de la inversión en armamento previo al estallido de la 1ª Guerra Mundial (una obsesión reflejada por H. G. Wells en The War in the Air, donde se describe una destrucción posible de Manhattan a manos de un ejército de zeppelines alemanes), pero no fue hasta el ataque sorpresa de Pearl Harbor, del que sólo se salvaron los portaviones que estaban fuera del puerto, cuando el alto mando estadounidense privilegió el ejército del aire sobre el resto. Así, la campaña del Pacífico fue una guerra por el control del espacio aéreo y la posesión de pistas de aterrizaje que terminó con el lanzamiento de la bomba atómica: el control del aire permitió aniquilar al adversario desde la seguridad y la distancia que otorga el estar sentado tras los mandos de control de la propia aeronave.

Ernesto Castro

 

Un ¿incorrecto? elogio de los bombardeos

Cuando John Steinbeck publicó las notas que conforman el libro Bombas fuera, Ernest Hemingway dijo que se cortaría un brazo antes de escribir algo como eso. No lo imagino pacifista a Hemingway. Todo lo contrario. Con su yate se dedicó a la caza, infructuosa, de submarinos en el Caribe, y todo indica que el único que encontró, lo encontró su alter ego en “Islas en el golfo”. O sea que alguna otra cosa habría de por medio.

Sí, la lectura hoy de Bombas fuera me retrotrajo a cuando yo era pibe y leía un vieja colección de En Guardia, para la defensa de las Américas, una revista editada durante la Segunda Guerra por EEUU. Defensa de las Américas que luego cuajó en la academia del canal de Panamá, donde se formaron casi todos los dictadores latinoamericanos.

Pero, aparte de eso, recuerdo con qué emoción, yo, pibe, miraba las fotos de las Fortalezas Volantes, sus bombas cayendo hacia los horrendos alemanes, y los escuadrones de cazas con facciones de tiburón pintadas en la trompa, que combatían a los horrendos japoneses. Hoy la categoría de horrendo se me hizo más democrática y extensiva, por eso puedo imaginar con qué asombro puede leer un lector actual la entusiasta defensa de los bombarderos y sus tripulaciones que hace Steinbeck.

Miles de bombarderos, más que miles de bombas, y otros miles de tripulantes muertos; sin contar lo que estaban donde caían las bombas.Si uno se despoja de esos prejuicios que llamamos principios, cosas tales como la corrección política, con Bombas fuera puede entender cómo se vivió esa guerra, y cómo muy pocos se mantuvieron al margen. ¿Había espacio para estar al margen?

RAÚL ARGEMÍ

 

Bombas fuera. Historia de un bombardero.

A principios de los años cuarenta del siglo XX, las Fuerzas Aéreas le encargaron este libro a John Steinbeck, un autor que había  narrado como nadie los duros años de la Gran Depresión en libros como Las uvas de la ira o De ratones y hombres. Que un pacifista como Steinbeck se aviniera a escribir un libro como este sólo se entiende si tenemos en cuenta que se consideraba, ante todo y sobre todo, un patriota, y que el fascismo que asolaba la Europa de aquel entonces hacía peligrar una democracia en la que creía firmemente.

El objetivo del libro era claro: animar a los norteamericanos a aprobar la nueva arma de guerra que era el bombardero, y de paso tranquilizar a las familias sobre lo que suponía para sus hijos formar parte de la tripulación de un avión de esas características.

Steinbeck recorrió junto a un fotógrafo las bases de entrenamiento para documentarse, y el resultado es este trabajo, mitad reportaje mitad ensayo, salpicado con algunas fotos de la época.

El autor hace hincapié en el carácter especial de las tripulaciones de los bombarderos, recalcando que se elegía a los mejores de entre los mejores, y resaltando por encima de todo lo demás la idea de equipo por encima de las individualidades. Un avión de esa índole solo podía funcionar con total precisión si la tripulación era un equipo homogéneo y bien avenido, cuyos miembros eran igual de importantes.

A través de una serie de personajes sin voz, Steinbeck va formando a un equipo completo, que se encontrará al final a bordo de la misma nave para llevar a cabo sus misiones: el oficial de bombardeo, el artillero, el navegante, el piloto, el jefe de mecánicos y el operador de radio. Dedica un capítulo a cada uno de ellos, explicando en qué consiste su formación, qué requisitos debe cumplir y qué prácticas debe realizar. Sea cual sea el puesto en cuestión, Steinbeck logra transmitir la relevancia del cargo, sin menospreciar a ninguno de los componentes del que será el equipo final.

Como propaganda del Gobierno, el libro no tiene desperdicio. Se dirige del mismo modo a los licenciados universitarios que a los granjeros de la América profunda, y para todos ellos existía una oportunidad en el seno de las Fuerzas Aéreas. Steinbeck no sólo consigue despertar el patriotismo de sus lectores, también el orgullo de formar parte de una élite.

Este trabajo, magníficamente presentado por la Editorial Capitán Swing, recupera un documento histórico que la pluma de Steinbeck convierte en algo mucho más valioso que un simple informe militar.

Pilar Alonso Márquez

 

Bombas fuera. Historia de un bombardero.

Al grito de «¡Tora, tora, tora!», rayando el alba del domingo 7 de diciembre de 1941, y sin viento de Poniente, cientos de aviones japoneses, con los temibles cazas Zero a la cabeza, bombarderos, torpederos y todo tipo de navíos se lanzaron a tumba abierta sobre la Flota Norteamericana anclada en Pearl Harbor, en Hawai. ¡Mayday, mayday, mayday! es lo único que se escucha en todo el archipiélago. La sorpresa y las añagazas diplomáticas dieron la victoria a los nipones, pero la victoria a la postre sería pírrica. Los grandes portaaviones estadounidenses estaban en alta mar, y el ataque sería decisivo para involucrar a los Estados Unidos en la II Guerra Mundial y para poner en marcha la mas gigantesca e imparable maquinaria militar jamás vista por el género humano.

Altísima traición

Los yanquis se lo tomaron como una alta, altísima traición de los japoneses y su respuesta comenzó segundos después de la que el primer torpedo japo hundiera el primer navío norteamericano. Aquel país que entonces iba a la deriva, trastabillando en pos del New Deal, desolado aún por la tragedia nacional de la Gran Depresión se levantó como un coloso, en llamas, pero como un coloso, desde Massachussets a California, de Oregón a la Florida. Tom Joad y los hombres y mujeres desheredados de «Las uvas de la ira» de John Steinbeck por fin habían encontrado su destino. Y el propio Steinbeck una vez más se iba a dedicar a contarlo en el que sin duda es uno de los más extraños libros que le ha dado ser escrito a un novelista de éxito y más bien izquierdista. Pero la patria estaba en peligro y todos debían acudir a salvarla.

A John Steinbeck, igual que sucediera con los documentales propagandísticos de John Ford, el Ejército le encargó que contara la vida y milagros de la tripulación de un bombardero, las llamadas fortalezas volantes con las que el país de las barras y estrellas iba a hacer de un buen ataque la mejor de las defensas, llevando la guerra y su sufrimiento a territorio enemigo. Steinbeck no lo dudó. Y cumplió como un patriota. Porque esto es «¡Bombas fuera! Historia de un bombardero», además de un magnífico documento y una extraordinaria narración a caballo entre la novela y el periodismo. El talento del escritor Steinbeck apechuga con el empeño y su grandeza literaria hace que el lector pueda digerir y hasta saborear este excitante pastel patriótico. La perfecta traducción, que sigue al pie de la letra y al pie del cañón las palabras marciales de Steinbeck le da todo el valor y nos traslada el ambiente bélico de esos días.

Vestido de caqui

Steinbeck se vistió de caqui prácticamente en el sentido literal de la palabra y acompañó a una tripulación de esos mortíferos aviones desde su llegada al campo de instrucción hasta que parten en pos de su primera misión. Las palabras del Nobel de 1962 van muy lejos. Primero pide a los padres que se sientan orgullosos de sus hijos que van a volar, recomienda a los futuros aviadores que no quieran ser mártires camino del Valhalla sino de la victoria y de la supervivencia, y traza un mapa del poder humano e industrial de los Estados Unidos.

La tripulación de un bombardero no pertenece a la misma mitología que los héroes de Hemingway. Aquí se trata de hacer equipo, algo que no es difícil en esta sana muchachada, apunta el novelista, que ha crecido haciendo deporte. El escritor se congratula también de que en los Estados Unidos se permita el uso de las armas, porque así los artilleros de la aeronave no errarán sus disparos. Quien ha disparado su escopeta de caza sobre una ardilla en movimiento sabe que hay que apuntar unos centímetros por delante de donde se encuentra el animal. ¿Y quién se encargará de la mecánica?. No es difícil, sugiere John Steinbeck, en todas las granjas de América hay un tractor o un viejo Ford T que los muchachotes de Montana, Nevada o las dos Dakotas saben montar y desmontar hasta el último tornillo y la última bujía. Además, qué suerte que todos nuestro chicarrones sepan conducir y montar a caballo, sin duda eso les hará más fácil pilotar un avión, aunque antes deban enfrentarse a las pruebaas de tiro impartidas por los mejores campeones de tiro al plato del país, antes de rellenar los test de actitud y aptitud (no cultural) a los que les someterán los más prestigiosos psicólogos de la nación. Luego, con su correspondiente chapa de identificación al cuello, los jóvenes norteamericanos comenzarán su exigente instrucción.

Se trata de un equipo, sí, pero John Steinbeck los pone nombre. Bill, un trompetista de Idaho es el oficial bombardero. Al, un muchacho del Medio Oeste se convertirá en artillero y en lugar de «perseguir sioux o apaches, o búfalos y antílopes, sus nuevos objetivos son Zeros, Stukas o Messerschmitts». Allan, ingeniero, será el navegante, quería ser piloto pero «comprendió» la importancia del nauta del avión. El honor de ponerse a los mandos será para Joe, de Carolina del Sur. Y del cuidado de los motores se encargará el californiano Abner. Y que nadie olvide, destaca Steinbeck, que «nuestro pueblo lleva los motores en el corazón». Finalmente, las comunicaciones tampoco serán un problema cono todos los radioaficionados que hay repartidos por todos los rincones del país. Como Harry, que verá cómo su hobby se convertirá en un arma.

Listos ya todos, solo falta mandar cartas a la familia a y a la novia orgullosa antes de auparse al Flying Fortress B-17 E. Los muchachos suben las escalerillas de su «Baby», que así han bautizado a su avión. Ya están camino de los frentes de Europa o del Pacífico. Quizá alguno de ellos culmine su carrera en la tripulación del Enola Gay rumbo a Hiroshima.

Manuel de la Fuente

John Steinbeck soltó las bombas

La editorial Capitán Swing recupera un texto de propaganda del Nobel a favor de la carrera armamentística de EEUU en 1942

Cuesta creerlo, pero 20 años antes de que John Steinbeck (1902 -1968) recibiera el Premio Nobel y tres años después de escribir Las uvas de la ira, publicó el bochornoso libro que las Fuerzas Armadas de EEUU le habían encargado para ensalzar la carrera armamentística que conduciría al país a la entrada de la II Guerra Mundial, y en el que llega a tocar la cumbre del patrioterismo más barato: “Debemos congratularnos de que ciertas autoridades civiles timoratas y determinados clubes de damas no hayan conseguido erradicar del país la tradición de la posesión y uso de armas de fuego, esa profunda y casi instintiva tradición de los norteamericanos. Porque un rifle o una ametralladora no se aprenden a disparar de verdad en pocas semanas”.

Así es como el mismo autor que se preocupó y se empeñó en exaltar los valores de la justicia y la dignidad, al retratar el camino de una familia campesina hacia mejores condiciones laborales en California, tras el desastre económico de 1929, se presta a engrasar la perfecta máquina de matar, con un increíble ejercicio propagandístico, en el que es alistado para alabar el crecimiento y refuerzo de una división militar que hasta ese momento curiosamente a las puertas de la conocida provocación de la marina imperial japonesa en Pearl Harbor (Hawái) no se había desarrollado.

“Al atacarnos destruyeron a los mejores de sus aliados, a saber, nuestra atonía, nuestro egoísmo y nuestra falta de unidad”, razona el autor de De ratones y hombres. La mejor arma de Steinbeck es, sin pudor, acusar a las nuevas generaciones que salían del crash: “Una anarquía de pensamiento y acción se había asentado en los jóvenes del país. Quizá podría haberse hallado un antídoto contra tan venenosa ociosidad y deriva”, escribe en la introducción al libro cínicamente para llamar al alistamiento masivo de los jóvenes.

A esa juventud vaga la ensalza a renglón seguido, para demostrar que da gusto vivir en un país de obreros, nacidos para aplicar sus conocimientos a la guerra a pesar de sus travesuras adolescentes: “Los muchachos y jóvenes de pueblos y granjas llevan la maquinaria en el alma. Dos generaciones de jóvenes han volcado sus Ford modificados, los han mantenido funcionando con saliva y alambre cuando hacía ya tiempo que estaban para el desguace [] los chicos de granja que han mantenido a los viejos tractores latiendo sobre la tierra mucho después de habérseles dado por desahuciados”. Esa generación perdida de carreras de coches y campesinos debía atender a la responsabilidad de defender a su país. A la guerra, en la nueva fortaleza aérea.

Bombas fuera. Historia de un bombardero (Capitán Swing) debía demostrar, tal y como le pidió personalmente el presidente Roosevelt, que “los grandes bombarderos pasaban a ser la mejor de nuestras armas”. Se refería a la creación del B-17 Flying Fortress y el B-24 Liberator. El primero fue el precedente de los B-29, que soltaron las bombas nucleares sobre Hiroshi-ma y Nagasaki, los mismos que formaron parte de las casi 2.700.000 toneladas de bombas que los ataques aéreos aliados arrojaron en sus campañas. Los mismos que dejaron, sólo en Alemania, 300.000 muertos y 780.000 heridos civiles. “Ahora sabemos que nuestra costa no puede ser atacada por flotas invasoras, siempre y cuando contemos con un vasto número de bombarderos de largo alcance con los que detectar al enemigo en el mar y destruirlo antes de que pueda arribar a nuestras orillas”. Una vez más, la historia del miedo paliada con millones de kilos de arsenal.

En resumidas cuentas, John Steinbeck cree que el equipo humano que forma parte del bombardero es una “organización verdaderamente democrática”; que los aviones son bautizados por sus tripulaciones como Little, Eva y Elsie, porque “obedece a ese rasgo tan típico del norteamericano de establecer una suerte de relación de afecto con su máquina, de dotarla de vida”; sobre esos nuevos seres, los soldados, antes simples golfillos de barrio, explica detalladamente cómo sufren una extraordinaria transformación en el campo de adiestramiento: “Sus cuerpos se están enderezando, la cabeza se les ve más alta, se detecta cierto brío en la marcha”; y su éxito más allá de las fuerzas aéreas está garantizado porque “en tanto que jóvenes sanos, todos gozarán de un gran éxito entre las chicas”.

¿Las características de estos soldados? “Gracias a su agudo sentido de la coordinación, el tiempo y el ritmo, serán en su mayoría buenos bailarines y les gustará bailar []. Serán atractivos aunque no necesariamente guapos”. Total, basta con que sepan que “pertenecen a una selección privilegiada”, la que mata y muere por la “supervivencia y el futuro de la nación entera como bandera”.

Peio H. Riaño

Intelectuales en pie de guerra

Aunque la reflexión (y la intervención) de los intelectuales sobre el hecho bélico puede rastrearse desde los albores de la Historia, su contribución experta en los conflictos armados es un elemento de modernidad que coincide con la formalización de los profesionales de la cultura y del hecho bélico como fenómenos de masas. La presencia destacada de los intelectuales en su frente específico de lucha -lapropaganda de guerra- podría datarse sin demasiadas dificultades en torno a 1914, y respondería a dos elementos de modernidad íntimamente relacionados: por un lado, la construcción de una opinión pública transnacional que consideraba a los escritores, los académicos y los artistas como oráculos más o menos respetados de las creencias y valores de las sociedades contemporáneas; y por otro, la creciente interpenetración entre desarrollo económico. Estado y conflicto bélico, que confirió al fenómeno de la guerra su rasgo característico de hecho total, en el que se borraban los límites convencionales entre frente y retaguardia, y donde la propaganda se convertía en un frente más de combate, que debía ser cubierto por intelectuales prestigiosos e influyentes, especialistas en el modelado de la conciencia colectiva.

Bien es cierto que la «tribu» intelectual, cuya presentación en sociedad tuvo lugar en el deletéreo ambiente finisecular que coincidió con el affaire Dreyfus, no se comportó ante la Gran Guerra como un batallón disciplinado. Personalidades tan diversas como Stefan Zweig, Bertrand Russell, Karl Kraus, Henri Barbusse, Vladimir Mayakovsky o Maxim Gorki no se opusieron en principio al conflicto, aunque luego vieran con disgusto sus consecuencias. Lo que prevaleció en un primer momento fue el élan patriótico que condujo, por ejemplo, a Anatole France a querer enrolarse en el Ejército con setenta años, a los artistas rusos de vanguardia a diseñar carteles patrióticos, o a pensadores socialistas comojules Guesdey Karl Kautsky a hacer una defensa cerrada de la «unión sagrada», acogiéndose al mito jacobino de la «patria en peligro». Muchos académicos y escritores, como los franceses Herriot, Barthou, Bergson o Maeterlinck, fueron lanzados en misión a los países neutrales. La llamada a las armas deshizo los escrúpulos personales y profesionales al calor de la polémica ideológica. Arnold Toynbee elaboró varios opúsculos de denuncia de pretendidas atrocidades germanas que luego lamentó haber escrito. El historiador robespierrista Albert Mathiez alcanzó inmerecida fama por sus alegatos antigermánicos, mientras que su colega Ernest Lavisse ponía en solfa, al igual que hizo H. G. Wells, la actitud pacifista de un Romain Rolland que desde fines de 1914 quiso situarse Au-dessus de la mélée. G. K. Chesterton denunció elocuentemente el «barbarismo de Berlín» y sus sueños de dominio mundial. Algo que Charles Maurras llevaba haciendo desde 1905.

Valores absolutos

El pacifismo que exhibió el grupo de Bloomsbury hizo fortuna durante la posguerra, cuando gran parte de la intelectualidad continental se inclinó públicamente por el antibelicismo (una seña de identidad de la generación literaria de los años veinte) y el europeísmo. Pero otros escritores y artistas se sintieron atraídos por los valores absolutos del nacionalismo o el comunismo, y se convirtieron en propagandistas de los regímenes totalitarios. Una marea de asociacionismo, manifiestos y congresos dio alas a este compromiso ideológico que Julien Benda denunció en 1927 en La trahison des clercs, donde reprochó a los intelectuales el haber abandonado el mundo del pensamiento desinteresado y los valores intemporales y abstractos para inmiscuirse Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial tras el ataque a Pearl Harbor. Un año después, Steinbeck empezó a escribir «Bombas fuera». Arriba, un grupo de soldados escucha el mensaje radiofónico en el que Roosevelt declara la guerra a Japón en pasiones políticas dictadas por la raza, la nación, la clase o el partido. El combate antihitleriano fue el estímulo político de gran parte de la intelectualidad progresista francesa, que se organizó desde 1934 en el Comité de Vigilancia de los Intelectuales Antifascistas bajo el liderazgo del etnólogo socialista Paul Rivet (que luego militaría en la red de resistencia antinazi Groupe du Musée de l’Homme), del filósofo y escritor radical Émile-Auguste Chartier (Alain) y del físico filocomunista Paul Langevin. Esta mixtura de militancia y romanticismo se percibió con toda claridad en la movilización intelectual antifascista en favor de la República durante la Guerra de España, quizás la última «causa pura» para muchos, y la culminación de este proceso de mun-dialización del compromiso político de los escritores de la izquierda.

Bloques irreconciliables

El estallido de la Segunda Guerra Mundial sorprendió a la intelectualidad europea dividida en los tres bloques irreconciliables: los de la democracia, el filonazismo y un estalinismo que entonces se presentaba en la escena internacional con ropajes pacifistas. En Francia, para dirigir el imprescindible combate de las ideas, las autoridades confiaron la dirección de la propaganda de guerra al escritor y diplomático Jean Giraudoux, que dirigió el Commissariat General a L’Information, encargado, con poco éxito, de definir al enemigo, condicionar la actitud de los neutrales y divulgarlos objetivos de la guerra. En Gran Bretaña, el Foreign Publicity Directorate, constituido en septiembre de 1939 como parte del Ministerio de Información encargado de la propaganda en el Imperio y el extranjero (especialmente Estados Unidos), quedó en 1940 bajo la dirección del historiador y periodista Edward Hallett Carr, quien lanzó una eficaz campaña de denigración del Nuevo Orden nazi. El escritor alemán exiliado Thomas Mann desempeñó un papel destacado en esta misión: elaboró panfletos que fueron distribuidos en la neutral Suecia, y difundió entre 1940 y 1945 un total de 58 breves discursos de tono europeísta, humanista, pacifista y antifascista (primero leídos por un locutor y luego grabados por él mismo) desde California a través de la emisión de onda larga de la BBC, la única que podía ser captada por los receptores populares de su país de origen.

A dos bandas

El compromiso democrático de Mann contrastó con la ambigüedad de Jean-Paul Sartre, quien, tras la débácle de 1940, participó con Simone de Beauvoiry Maurice Merleau-Ponty en la fundación de grupo clandestino Socialisme et Liberté, pero tras buscar en vano el apoyo político de André Gide y André Malraux, pasó a escribir ensayos y obras teatrales que no fueron censuradas por el ocupante alemán, e incluso alternó las contribuciones en revistas literarias colaboracionistas y periódicos clandestinos como Combat.

En Estados Unidos, la propaganda de guerra tuvo un tono marcadamente antielitista, y trató de enmascarar las tendencias imperialistas con la retórica de la defensa de la libertad y la democracia. El Writers’ War Board, organizado dos días después de Pearl Harbor por el escritor de novelas policiacas Rex Stout (que luego lideró una Sociedad para la Prevención de la Tercera Guerra Mundial), fue una organización privada de enlace entre los escritores y la Administración Roosevelt que tuvo como objetivo inicial promoverla venta de bonos de guerra, y que canalizó los subsidios a los intelectuales a través de la Oficina de Información de Guerra. Los resultados fueron más que discretos, ya que los autores no observaban las consignas oficiales, porque consideraban que su trabajo creativo era netamente superior a la propaganda gubernamental.

Pero la actividad intelectual de estos años no se limitó al compromiso bélico: durante los veranos de 1942 a 1944, figuras europeas y americanas de las artes y las ciencias, muchas de ellas de origen judío, como Hannah Arendt, Gustave Cohén, Claude Lévi-Strauss o Marc Chagall, se reunieron en Massachusetts, en las llamadas «sesiones de Pontigny en América», para debatir sobre el futuro de la civilización humana en un mundo cada vez más incierto y precario.

Eduardo González Calleja

Bombas fuera

En el apogeo del esfuerzo bélico estadounidense, la aviación norteamericana encargó a John Steinbeck que escribiera Bombs Away, un informe esencial en tiempo de guerra y un relato verídico de sus experiencias con las tripulaciones de bombarderos durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora, por primera vez desde su