Atlas de islas remotas

Atlas de islas remotas

Atlas donde la imaginación vuela

“Cuando era un niño, tenía pasión por los mapas. Miraba horas y horas Sudamérica, África, Australia, y me hundía en ensoñaciones sobre las glorias de la exploración. En aquellos tiempos había muchos espacios en blanco en la tierra, y cuando daba con uno, lo encontraba particularmente atractivo. Ponía mi dedo sobre el lugar y decía: Atlas donde la imaginación vuela

Las UTE del sector editorial

“¿Qué tipo de proyecto hace que una editorial quiera o necesite compartir un libro con otra? Sin duda, un proyecto literario ambicioso”, señala el editor de Periférica Julián Rodríguez Trabajar juntos es estimulante, y hacerlo de manera esporádica evita conflictos que tal vez se darían en una convivencia prolongada Son tres proyectos gemelares pero en Las UTE del sector editorial

50 islas en las que perderse (o no)

El mundo se ha vuelto global y, para algunos poco leídos, esta circunstancia supone que los viajes han perdido su sentido. En realidad, siempre ha existido una disociación entre desplazamiento en el espacio, esa voluntad cinética que ha caracterizado a nuestra especie durante cientos de miles de años, y el hecho cultural que denominamos viaje. Mientras el primero es una condición de supervivencia –siempre han transitado de un sitio a otro refugiados, emigrantes, desplazados y perseguidos–, el segundo constituye una representación del movimiento dentro de determinada cultura. No hay que olvidar que todas pretenden ser la forma dominante de humanidad. Los vecinos siempre son menos: civilizados, urbanos, ricos o guapos. El viaje constituye así una figuración a la que estamos condenados.

Hasta la época ilustrada, a nadie en el mundo occidental y en su sano juicio se le ocurrió que viajar era en sí mismo algo interesante o deseable. Carecía del halo romántico posterior. Nadie se iba de casa y abandonaba el cariño de los suyos por una manía ambulatoria. Los ilustrados franceses (Raynal, nada menos) inventaron que las colonias ultramarinas eran malas para Europa, no por la protección del «buen salvaje» ni mala conciencia, sino porque creyeron que en la abrumadora distancia de la civilización los europeos perdían su moral y costumbres, hasta llegar a ser peores que caníbales y antropófagos. Argumentos no les faltaron. El fascinante itinerario que Judith Schalansky propone en este volumen ofrece abundantes pruebas.

La autora parte de una honestidad esencial. No esconde nada, no sublima nada. Hay paraísos e infiernos en cada página. En sus propias palabras, bucea en su biblioteca, «impulsada por el deseo de encontrar mi propia isla en mapas antiguos y raros, y en las crónicas de los primeros descubridores de lugares remotos. No encontré ningún escenario idílico que calmara mi agitada existencia; todo lo contrario, en ocasiones deseé no haber descubierto algunos de estos lugares inquietantes y desolados, donde solo abundaban hechos terribles y completamente desdichados».

Una fogata durante quince años

No existe ficción, pues según indica no ha inventado nada, todo fue narrado por otros. La contienda de la veracidad no le interesa. Que cada cual vea, pero para hacerlo hay que llegar hasta estas cincuenta islas, situadas en los cinco océanos. Comienza con el Ártico y las islas Soledad, del Oso y Rodolfo. En la primera de ellas, en verano no se pasa de cero grados y lo único «vivo» que queda es el retrato de Lenin de la antigua estación polar soviética. En la del Oso se dedican a estudiar pájaros y en Rodolfo un explorador austrohúngaro que llegó en 1874 dejó para el futuro este gran mensaje: «Último punto alcanzable en dirección norte. Hasta aquí y no más allá».

Sobre el Atlántico, algunas islas remotas forman parte de la memoria penal del mundo. En la caboverdiana isla Brava esperan todos los días que los sepulte un volcán, mientras Santa Elena tuvo un regimiento británico que se ocupó de que el tirano Napoléon no resucitara de nuevo. Al sur, Bouvet es una isla noruega deshabitada que costó 75 años encontrar.

En la isla francesa de San Pablo, sobre el Índico, naufragó en 1871 el navío británico «Megaera». Estaba habitada por dos franceses, llamados «el gobernador», de unos treinta años y algo tullido, y «el súbdito», cinco años menor, alpinista nato: «El súbdito no deja de referirse al otro habitante de la isla como un hombre bueno, muy muy bueno; mientras que el gobernador describe a su subordinado como un hombre malísimo, malo, requetemalo». De Diego García nos cuenta que los británicos echaron a los habitantes nativos para erigir una base militar y en Tromelin unos náufragos mantuvieron viva una fogata quince años, con la esperanza de que los encontraran.

La esposa de un ballenero

El Pacífico, monarca de los océanos, lo es también de las islas remotas, hasta un total de 27. Entre ellas, la chilena de Juan Fernández, llamada por los españoles «Más a tierra», donde nació Robinson Crusoe. O la australiana Macquarie, cuyos pájaros mataron a picotazos al cadete curioso Henry Eld un siglo antes de Hitchcock. En Norfolk estuvo la peor prisión británica en el mejor lugar del mundo. A los presos les daban al mediodía gachas de patatas y maíz, cecina y agua de un cubo; por las tardes les golpeaban hasta que se desmayaban del dolor. En Pukapuka las convenciones sexuales no operaban. Para asombro de Robert Dean Frisbie, natural de Cleveland, la virginidad carecía de valor.

En Galápagos llegó a reinar una timadora austriaca y en Kiribati se tatúan todo el cuerpo a fin de prepararse para el tránsito al más allá. Sin tatuajes, no hay paraíso. En Pingelap los habitantes viven en gris, pues no distinguen los colores. La mexicana isla Socorro, descubierta por Hernando de Grijalva en 1533, está habitada por 250 habitantes. Su nombre antiguo era «Anublada». Imaginamos la causa. En cambio, nos quedamos sin saber por qué una de las Marianas pasó de llamarse «San Ignacio» a «Pagana». De la Antártida, mejor no hablar. ¿O sí? En Decepción habitó Marie Betsy Rasmussen, la primera y única mujer que soportó aquello. Era la esposa de un capitán ballenero. Sería por eso.

Cincuenta islas a las que nunca fuiste y a las que nunca irás

Esta es la historia de dos jóvenes y 50 islas remotas a las que nunca irás. Una historia sobre una niña alemana que desconfiaba de las líneas que dibujan los mapas políticos y que soñaba con las cartografías. Una joven que creció y descubrió la cartografía de una isla sin escala ni leyenda entre las páginas de un libro de final del s. XVIII. Un mapa “mudo y anónimo” que le ayudó a comprender que “las islas no son más que pequeños continentes” y que los continentes “no son nada más que islas muy grandes”. Fascinada por la idea de esos pedazos de tierra que acaban “en un rectángulo en un lado del mapa, ignorados y atrapados en un marco”, Judith Shchalansky, la primera protagonista de esta historia, decidió editar, relatar y recopilar en un libro la magia de cincuenta islas alejadas de todos los sentidos. De la gente, de los aeropuertos y de los folletos turísticos. Lo llamó Atlas de Islas Remotas y lo editó en alemán en 2009.

Tres años después, Isabel G. Gamero, una periodista que se siente algo “aislada” haciendo un curso de alemán para extranjeros en Viena, visita las librerías de segunda mano que hay por la zona universitaria para completar los tiempos que pasa sentada en el parque Freud tomando café. En una de ellas topa con el libro de Schalansky atraída por su subtítulo: 50 islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré. Compra sin saber muy bien por qué y acaba atrapada en una lectura de cincuenta historias, “todas ellas verídicas y ocurridas en una isla muy lejana”. Un viaje a “un lugar remoto y desconocido que sirvió para darme cuenta de que sus protagonistas se encontraban mucho más aislados que yo”. Entusiasmada, vuelve a Madrid y persuade a Daniel, editor de Capitán Swing, para traducirlo. Lo consigue y el resultado es una edición (mano a mano entre Capitán Swing y Nørdica Libros) que es un regalo para los viajeros de sofá y para cualquier mortal que todavía tenga ganas de ser algo ensoñador.

Un viaje a 50 rincones del mundo (desde el Océano Glaciar Ártico al Antártico) para comprobar que “el paraíso es una isla, y el infierno también”. Acompañados por mapas a todo color, conocemos islas inalcanzables en las que “la vida solo es pacífica en contadas ocasiones” y en las que los tiranos ganan terreno a las utopías igualitarias. Sucesos terribles (com en Pitcairn, donde la mitad de sus varones fueron acusados de haber violado a mujeres y niños durante décadas) y catástrofes ecológicas (Isla de Pascua) conviven con acontecimientos llamados a la leyenda (en Clipperton un farero mexicano se coronó a si mismo Rey de la isla).

Desde la periferia del territorio

“La sola idea de viajar me llena de asco”, escribió Fernando Pessoa, y agregó: “ya he visto todo lo que no he visto jamás. Ya he visto todo lo que no he visto aún” (En: Denken mit Fernando Pessoa. Sätze, Reflektionen, Verse und Prosastücke, über Leben und Traum, Seele und Herz, Vernunft und Absurdes, Ästhethisches und Mystisches. Zúrich: Diogenes Verlag, 2009. Mi traducción.) Quizás algo similar (un rechazo deliberado a los viajes, que sólo permitirían ver “todo lo que se ha visto ya”; es decir, lo que nunca se ha visto) le suceda a la joven escritora alemana Judith Schalansky (Greifswald, 1980), quien, en el frontispicio de su Atlas de islas remotas, asegura que éste trata acerca de “cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré”.

Lo que dice Schalansky no es completamente cierto, sin embargo, ya que la presencia física es sólo una de las maneras de visitar una isla, que puede ser frecuentada también en los textos y en los mapas: si (de alguna manera) la literatura es un cierto tipo de viaje, Schalansky (y, con ella, su lector) sí ha “estado”, sí ha ido a las islas de las que habla en su libro (todas ellas distantes a miles de kilómetros de la tierra firme y escasamente visitadas) porque ha leído sobre ellas, se ha documentado y las ha dibujado, apropiándoselas: también, porque ha sido testigo de la creación de comunidades utópicas como las de la isla de Floreana y la de Tristán de Acuña, del papel cumplido por islas como la Rodolfo y la de Pedro I en la siempre dramática exploración de los polos, de la malograda expedición de la Académie des sciences en 1874 cuya finalidad era contemplar un fenómeno astronómico desde la isla de Campbell, del ensayo nuclear francés en la isla de Fangataufa, del juicio realizado a los descendientes de los marinos de la Bounty por violación.

La tradición popular ha querido ver en los Viajes extraordinarios de Julio Verne una sustitución simbólica de los que su autor no habría llevado a cabo (en realidad, Verne no viajó ni más ni menos que el resto de los miembros de su clase social de pertenencia en la Francia de su tiempo; posiblemente, incluso más); del autor de La vuelta al mundo en ochenta días se dice que se lo inventaba “todo”, pero sus obras suelen estar profusamente documentadas, aunque escritas para que el equilibrio entre invención y documentación recaiga del lado de la primera: en nuestros tiempos, son sólo documentación (a menudo, documentación de un futuro que no llegó nunca y del que los libros de Verne son ruina). En realidad, los lectores de la época de Verne preferían creer que su autor inventaba; los de nuestros tiempos (más habituados a la idea del autor como curador, moderador o antólogo) prefieren las historias reales a las inventadas, posiblemente debido a una hipertrofia del texto autobiográfico y a un entusiasmo incomprensible por lo que llamamos “la realidad”.

Atlas de islas remotas es, en ese sentido, un texto moderno. No importa el carácter poético de muchos de los que lo componen: las historias que cuenta Schalansky aquí (la del desplazamiento de los nativos de la isla Diego Garcia por parte de las autoridades locales de Reino Unido, la del episodio de canibalismo de la isla St. Paul, la de la famosa isla de los ciegos al color, la de la economía social de los habitantes de Tikopia) son ciertas y parecen venir a indicar que la profusión de información y la aceleración de su circulación en virtud de las nuevas tecnologías, que han llevado a un empequeñecimiento figurativo de las distancias y a la ficción de que nada está ya “lejos”, han llevado también a que en nuestros tiempos sólo se pueda producir literatura desde y para la periferia del territorio que conforma nuestra cultura, como si las islas fueran el reservorio de una literatura que aún no ha sido bastardeada por el imperativo de haber sucedido realmente para tener algún valor.

Leí Atlas de islas remotas hace unos tres o cuatro años, tras su publicación en Alemania en 2009; al releerlo ahora, mi impresión no es tanto la de estar releyendo un libro como revisitando un paisaje; un territorio que también es parte del muy interesante proyecto artístico multidisciplinario de Judith Schalansky cuyo antecedente directo es Fraktur mon amour, el compendio tipográfico con el que la autora (que también es diseñadora) se dio a conocer en 2006 y El cuello de la jirafa, su novela publicada en español por Random House Mondadori en 2013.

 

Islas donde huir (o enviar a Wert)

 

Existe el Paraíso, pero está en este mundo. Como también el Infierno. Ambos pueden estar contenidos en las islas: esos espacios en los que históricamente se han proyectado ideas de regeneración, de nuevo comienzo, de experimentar con la Utopía en un ámbito donde, por fin, sea posible la felicidad: las islas, decía Paul Morand, son el reducto de las almas aristocráticas. Claro que también pueden ser teatro del mal, del alejamiento, del exilio forzoso de enemigos y rivales: Primo de Rivera —nuestro dictator antecessor— confinó a Unamuno en la desértica Fuerteventura; Napoleón se pudrió en Santa Elena; el despiadado capitán Flint abandonó en La isla del tesoro a Ben Gunn por no haber hallado el escondrijo del botín pirata. Y el Creador, que todo lo puede, condenó a Crusoe a vivir en una isla desierta para castigar su desobediencia e iniciarlo en las virtudes morales del capitalismo, de modo que el mismísimo Dios se halla en el origen del muy fecundo subgénero de la robinsonada. En todo caso, las islas son también conceptos poéticos lindantes con la metafísica: “una isla es una porción de tierra rodeada de Deseo por todas partes”, asegura Sánchez Robayna. Las islas, por tanto, constituyen territorios simbólicos donde todo es posible y en los que la vida se condensa, como ocurre en la novela o en el cine, de ahí su enorme atracción. Islas, por otra parte, las hay de muchas clases: fantasiosas, como las que pueden encontrarse en la Guía de lugares imaginarios, de Manguel y Guadalupi (Alianza), o en la recientísima Historia de las tierras y los lugares legendarios, de Umberto Eco (Lumen). Pero también están —y quizás son mucho más literarias— las islas reales y remotas, como las que pueblan cada página del estupendo Atlas de las islas remotas,de Judith Schalansky, un libro coeditado por dos hermanos y buenos editores independientes: Diego (Nórdica) y Daniel Moreno (Capitán Swing). Islas habitadas o desiertas esparcidas por los océanos (la capital de una se llama “Edimburgo de los Siete Mares”); islas paradisiacas —como Pukapuka—, o condenadas, como Clipperton, donde el farero (Victoriano Álvarez, dicen que se llamaba) se volvió loco y violó a sus mujeres hasta que fue asesinado por ellas a martillazos. Islas de desolación, como Napuka, llamada “de la Decepción” porque no fue capaz de ofrecer nada a los exhaustos marinos de Magallanes. Drama y comedia, enfermedad y crimen, escenario de experimentos utópicos (Tristán de Acuña) o letal campo de tiro nuclear (Fangataufa). Cincuenta islas para huir del mundo o para enviar a descansar al inefable señor Wert (con pasaje pagado). Todas primorosamente cartografiadas y literariamente comentadas en uno de los libros más atractivos de la temporada (23,95 euros). Pena que en él no figure Redonda, la única isla en cuyo ilusorio Gobierno ocupo un cargo (por designación).

La extra

La noticia de que este año los funcionarios recuperarán la paga extra —una inyección al consumo de 5000 millones de eurillos—, que les arrebató este gobierno al que tanto queremos y tanto nos quiere, ha puesto a todos los que venden cosas a cruzar los dedos y a esperar, como Danae, la jupiterina lluvia de oro. También a los editores y a los libreros, que saben que con que una pequeñísima parte de esos milloncejos se gastasen en libros el sector podría darse con un canto en los dientes. Percibo el clima expectante porque las novedades se multiplican y me sepultan, y porque los libros de regalo proliferan con un entusiasmo como de época de vacas gordas. Hasta el asiento de mi ya ajado sillón de orejas está ocupado por una pesada e inestable pila de libros de gran formato —lo que los bibliotecarios anglófonos llaman oversized—, de modo que me veo obligado a escribir de pie, como hacía el pobre Hemingway en su Smith Corona # 3, cuando no estaba masacrando animales en la sabana de Serengeti. Son tantas las novedades que, si se mantiene el ritmo prenavideño, todavía podríamos escalar aún más en el ranking mundial de libros por millón de habitantes, en el que ya ocupamos la segunda posición, con 1692 títulos, sólo por debajo de los británicos (2459 por millón de habitantes), y muy por delante de franceses (1321), alemanes (1115) y estadounidenses (1080), según los datos del informe anual de la International Publishers Association. Esa enorme y, en mi opinión, desproporcionada cantidad de novedades y reediciones también tiene su parte buena: la abundancia de oferta, es decir, la bibliodiversidad. Lástima que la edición española no se encuentre tan arriba en el palmarés en lo que se refiere a su valor de mercado, donde tiene que conformarse con el puesto número 8 (2890 millones de dólares, por debajo de Italia). De modo que, para estas Navidades, enorme oferta y competencia feroz. Tanto que todos parecen afinar su mercadotecnia con objeto de obtener una parte mollar del botín de la extra. Incluso hay algún librero malpensado que ya empieza a pensar que en esa línea todo vale. “Ahí tienes, por ejemplo”, —me dice— “lo del noviazgo libresco del año: la novia, exministra y finalista del último show planetario; el novio, conspicuo editor y aristócrata in pectore (por ese orden); y la madrina o celestina, una de las más astutas agentes del mundo mundial”. Conste que a mí la pareja me cae la mar de bien, pero no me extrañaría que, a este paso, el trío acabara saliendo en Sálvame Deluxe. Algo que, por cierto, dispararía las ventas de El buen hijo, que es, sintomáticamente, el título que la dama ha puesto a su primera novela.

 

Salamanca

Acudí a Salamanca a celebrar el vigésimo cumpleaños de la Biblioteca Pública Casa de las Conchas, una más entre las muchas de su clase que ha sabido trascender su función de depositaria de la memoria impresa para convertirse en centro cultural multiuso perfectamente integrado en la comunidad a la que sirve. Impresiona ver el gran número de actividades programadas con imaginación y exiguo presupuesto, así como el trasiego silencioso de gente que tan pronto ojea revistas y lee libros en los dos soportes, como busca material audiovisual para llevarse a casa el fin de semana, acude a un club de lectura o recaba información en Internet. Si alguna vez han estado verdaderamente vivas las bibliotecas de este país es precisamente ahora, a pesar de los aberrantes recortes que se les ha impuesto desde Cultura, a cuyo actual titular, por cierto, también se le podría aplicar la irritada segunda interrogativa de la (primera) Catilinaria: “¿Cuánto tiempo todavía se burlará de nosotros esa locura tuya?”. Completé mi estancia en Salamanca con una visita a la diminuta exposición La imprenta del convento de San Esteban, que recoge —en menos de 10 metros cuadrados— una interesante muestra de la actividad de la imprenta fundada allí en 1584 por fray Domingo Báñez, que se trajo a los hermanos Renaut, procedentes de Francia, para hacer libros con tipos móviles. Luego, cuando bajé al claustro, me senté en el confesionario de Santa Teresa con la esperanza de que los muros me revelaran al oído sus pecados. Lo hicieron, créanme, pero no encontré entre ellos nada reseñable.

 

Mapas para escapar de las fronteras de una dictadura

 

Nada es más liberador que la soledad elegida”. Uno de los personajes de Judith Schalansky anota esto en su cuaderno, antes de dormir en el único cuarto de la estación meteorológica de la isla Ámsterdam que no tiene pósteres eróticos en sus paredes. Su nombre es Alfred van Cleef y ha llegado por deseo propio a este lugar solitario en medio de una gran nada azul. La isla pertenece a Francia y a él le recuerda el lugar en el que nació. Van Cleef es un soñador, un médico y un soldado profesional. Ninguna mujer ha pasado más de dos días seguidos en la isla. “Por la noche los trabajadores se reúnen en la pequeña sala de cine de la estación y ven películas en su enorme colección de cine porno”. Van Cleef se queda fuera, prefiere el silencio y la noche estrellada. Prefiere elegir su soledad, aislarse.

No sabemos si ese marinero que se recrea en su decisión de estar solo en un atolón perdido del mundo, es farsa o realidad, porque el proyecto literario de esta escritora alemana de 33 años es inteligente, cáustico, divertido… y muy tramposo. Nada es lo que parece, si lo que preocupa es descubrir la verdad, entre los relatos que ilustran el medio centenar de islas que Schalansky ha seleccionado para emprender un viaje más poético, que geográfico. Su título: Atlas de islas remotas. Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré (publicado en coedición por Nórdica y Capitán Swing, editoriales hermanadas).

Ella, nuestra escritora, también vivió durante su infancia en una isla de la que no podía escapar, encerrada en las fronteras políticas de la RDA, deseando conocer las lindes geográficas de lugares extraños y recónditos. “La única posibilidad que me quedaba era emprender mi propio viaje en la biblioteca, impulsada por el deseo de encontrar mi propia isla en mapas antiguos y raros”, explica la autora al recordar aquellos años. Tuvimos las primeras noticias de Shalansky hace unos meses, con la aparición de El cuello de la jirafa (Mondadori), en la que una cruda y mordaz profesora de biología trata de aceptar y adaptarse al cierre de su escuela por falta de alumnos.

 

Schalansky se mueve de la biblioteca a la escuela en ambas novelas –si es que podemos incluir el Atlas en este género- y siempre bajo la órbita de un país castrador, cuya población quiere abrirse al mundo. En las dos, también, camina hacia otras sociedades y países con las fórmulas y recursos de la literatura de investigación y divulgación. En una, ilustraciones de libros de texto de biología, en el otro, las imágenes de los islotes.

La cultura, a fin de cuentas, es cultivar. Ciencia y literatura, realidad y ficción. La mentira es parte de la verdad y la escritora recurre a los utensilios de la ciencia para confundir con la apariencia de lo objetivo. El resultado es uno de los juegos de espejos más imaginativos al que mirar.

La recreación de la historia de estos lugares es tan mítica y literal como la vida de sus aventureros, sus descubridores, los que sueñan. Shalansky buscaba el lugar perfecto, lejos del ruido y las prisas, un espacio único para recuperar la tranquilidad, “encontrarse a uno mismo y poder concentrarse, por fin, en lo que verdaderamente importa”. Que es… viajar desde la imaginación. Lo que verdaderamente importa es descubrir, y puede ser en una sala cartográfica de la Biblioteca Estatal de Berlín. Ese es el punto de origen y retorno del trayecto del viaje de esta escritora.

 

Cuenta que, en esta biblioteca, caminaba alrededor de un globo terráqueo del tamaño de un hombre, que leía los nombres de los minúsculos pedazos de tierra, dispersos sobre la inmensidad de los océanos, que “su lejanía y mi desconocimiento” fueron una invitación para comenzar la investigación. En su fascinación por hallar cachitos remotos y olvidados, los mapas políticos desaparecieron y en su lugar se revelaron los mapas geográficos. Las fronteras físicas y emocionales de su país natal se esfumaron mientras trazaba un plan de viaje contra la Historia y la barbarie humana. “Los mapas resultan mucho más informativos cuando no segmentan la tierra en distintas naciones, sino que superan e ignoran las fronteras creadas por los humanos”, dice.

Un viaje por un mundo sin represión, con la nostalgia de aventuras reducido a la guía de un dedo que recorre los perfiles de mar y tierra. Si existe un lugar perfecto no está en este mundo, sino en el que cada uno sea capaz de recrear para proyectar su escapada. De hecho, la propia escritora recrea un paraíso y un infierno, desmonta la imagen de la Arcadia feliz, tumbando esperanzas y mezcla el dulce sueño con un mojón de desdicha.

“Me sentía como ante una de esas pinturas del Juicio Final que cautivan la mirada del espectador con sus tortuosas representaciones del infierno, repletas de bestias aterradoras y de descripciones minuciosamente detalladas de crueles técnicas de tortura”. ¿A qué se refiere? Misteriosas muertes de niños, costumbres que pueden ser tomadas como prácticas deleznables, crímenes horrendos, asesinatos, canibalismo, acontecimientos inevitables en los estados de excepción que crean las islas.

 

Fruto de una imaginación alimentada por la realidad. “Preguntarse por la veracidad de estos relatos no es pertinente, ya que no se le puede dar una respuesta definitiva”, y no lo es porque asegura que no ha inventado ni un solo hecho de estas páginas, que los ha encontrado en narraciones de otros y las hizo suyas. “Como los marinos con una tierra recién descubierta”.

Un mapa puede con un telón de acero, con el muro más alto, con el que no permite ver más allá. Un mapa anima y despierta a encontrar la soledad elegida, a cabotar por los errores y los aciertos. Un mapa es el Teatro del mundo -Theatrum orbis terrarum su denominación original-, y qué no puede ocurrir en un escenario. “Los cartógrafos deberían reivindicar su oficio como un verdadero arte poético y los atlas como un género literario de belleza máxima”, explica. El propio Italo Calvino debió ser uno de ellos en otra vida, antes de pensar en sus Ciudades invisibles.

Las islas de Schalansky, con sus cuentos y su geografía, son fantasmas flotantes en medio de la soledad, destino final y ansiado del aventurero.

 

 

 

 

Atlas de islas remotas

Visualmente deslumbrante y con un diseño único, este libro recopila cincuenta islas alejadas en todos los sentidos de tierra firme, de la gente, los aeropuertos y los folletos turísticos. Su autora utilizó acontecimientos históricos e informes científicos como punto de partida