No hace demasiado, gracias a la salida al mercado de Aisthesis de Jacques Rancière, rememorábamos la radicalidad de Elogiemos ahora a hombres famosos (1941), aquel irrepetible no-libro en el que Agee, dentro y a la vez fuera de la cultura generada durante la crisis y el New Deal, se alineaba con Whitman, Proust o Flaubert a la hora de trascender estéticamente la vida miserable de tres familias de algodoneros de Alabama. Fue aquel un libro excesivo, desordenado, acronológico, donde el reportaje fotográfico de Walker Evans se presentaba sin las leyendas que suelen calmar el vértigo de significados de cualquier instantánea y la pluma de Agee se perdía en un fraseo largo, sinuoso, que a veces devenía en un hipnótico y minucioso inventario de objetos y azares. Y es que, como recordaba el filósofo francés, más que la reunión de los detalles significativos de una realidad cualquiera -fin último del arte del reportaje-, Agee se proponía tantear la totalidad inagotable de cualquier instante, reuniendo las conexiones espacio-temporales que mudaban en vertiginosa toda existencia: era lo menos que podía hacer el voyeur, cantar un poema alimentado por las injusticias de las vidas sacrificadas.
Con la publicación de Algodoneros. Tres familias de arrendatarios se entiende mejor todo lo expuesto más arriba, pues este original, un informe de treinta mil palabras que se descubrió casi medio siglo después del temprano fallecimiento del escritor, es la base de Elogiemos ahora a hombres famosos y responde al encargo de la revista Fortune para que Evans y Agee reflejaran en el verano de 1936 cómo se vivía en la América profunda durante los años de recesión económica y espíritu regenerador (la revista del imperio de Henry Luce, basada en grandes reportajes fotográficos y en artículos sobrios, neutros y documentales, nunca llegaría a publicarlo en su legendaria sección «Vida y circunstancias»). Pero es una base muy particular, ya que si bien proporcionó la experiencia para el futuro ensayo literario de Elogiemos… -en el que, por ejemplo, las tres familias de aparceros ya portaban nombres ficticios-, es indudable que también ofreció a Agee la constatación de que el periodismo se le quedaba corto en su empeño por transmitir lo observado y vivido junto a los Burroughs, los Fields, los Tingle y su ejército de niños medio-vivos o ya muertos por malnutrición y enfermedad.
A este primer intento de narrar Alabama, el redactor de plantilla ya llegaba con la conciencia preparada, habiendo sabido separar -como aconsejara Simone Weill- las injusticias del sistema en el que uno está metido («Los sentimientos que me produce [la empresa en la que trabaja] van desde una suerte de aprecio exigente y masoquista sin entusiasmo ni fe, hasta náuseas, directamente, ante la visión de este símbolo $ y de este % y de estos tantos más o menos millones»), de las tragedias esenciales («Pero sospecho […] que la culpa es mía: detesto cualquier empleo en esta tierra, en tanto empleo y estorbo y semisuicidio»), y lo que le devuelve la mirada, el producto de la alianza de feudalismo y capitalismo estampada a fuego en la blancuzca carne de un puñado de almas a las que se les había robado toda virtualidad, afianza su sensación de cul-de-sac: la enorme responsabilidad de quien escribe sobre los desfavorecidos, los conflictos con la empresa que quiere vender y conmover, la imposibilidad de ceñirse a los formatos preestablecidos, a las fórmulas de una rutina periodística presa del compromiso de la descripción y de ligar los detalles a contextos y causas. Así, antes de que su estilo, en Elogiemos…, se compenetrara con el de Proust, Joyce o Woolf, el Agee de Algodoneros opta por el relato calladamente indignado, enriquecido por destellos de ironía contra todos aquellos (sociólogos, educadores, periodistas) que pretendían parchear con teorías apresuradas una situación irresoluble sin un cambio radical en las estructuras socio-económicas del país. En estas letanías de Agee, rotas por la mirada límpida y dignificante de Evans, se asientan esas pequeñas recolecciones de materiales, anécdotas turbadoras y constataciones deprimentes (sobre el dinero, el cobijo, la comida, la educación o el ocio) que más tarde en Elogiemos… hallarán la horma literaria definitiva: una manera con la que recortar estas vidas ultrajadas de un fondo infinito; también la que permite al testigo amortiguar la culpa y la mala conciencia de quien hace arte en nombre de otro, a partir de un descomunal holocausto.
No se debe creer por esto, sin embargo, que la prosa de Agee sea en Algodoneros descuidada o meramente funcional. La indignación moral y la ironía dan lustre subterráneo a sus constataciones, y el particular vuelo lírico del de Knoxville se deja sentir en no pocos momentos del reportaje. Inolvidables, por ejemplo, son sus apuntes sobre los negros, a los que dedica un apéndice al comprender que no habría cantidad de papel suficiente en el mundo para hacerles justicia: «Decir que es gente despreocupada es una sandez. Decir que se distinguen por su alegría de vivir tanto como los blancos […] por su apatía y tristeza en el vivir es sencillamente verdad. Que son ricos en emociones y garbo y casi sobrenaturalmente poderosos como seres es difícil de advertir. […] Aman con una elegancia lujuriosa y se desenamoran con una franqueza que muy pocos blancos de Occidente han logrado desde tiempos de San Pablo».
El escritor James Agee, en la época en que era redactor de la revista Fortune, elaboró durante el verano de 1936 un reportaje sobre tres familias de algodoneros en el sur profundo de Estados Unidos que vendría a suponer un auténtico informe sobre las condiciones laborales de los granjeros blancos pobres, por llamarlas de alguna manera: «Algodoneros» (Capitán Swing, fotografías de Walker Evans, traducción de Alicia Frieyro).
El libro es estremecedor y en el fondo cuenta lo que todos sabemos: que la sociedad capitalista estadounidense, y acaso cualquier otra del mismo tipo, está asentada sobre una injusticia social de tal calibre que penetra en el territorio de la deshumanización. Y es sabido que cuando se deshumaniza ya se puede convertir a la gente en salchichas o en pantallas para lámparas. El caso es que la revista Fortune archivó el texto al parecerle demasiado duro y no vio la luz hasta el pasado 2013, después de haber sido encontrado entre los papeles del legado del difunto James Agee.
El asunto es que un sistema, se llame o no democracia capitalista, que no esté basado en la justicia social, es decir, en una verdadera igualdad de oportunidades desde la línea de salida y en el mantenimiento de una condiciones dignas de vida, no es más que una jungla mejor o peor camuflada. En palabras de Agee: «Una civilización que por la razón que sea pone una vida humana en desventaja; o una civilización cuya existencia radica en poner vidas humanas en desventaja, no merece llamarse así ni seguir existiendo.».
El otro tema derivado tiene que ver con nuestra capacidad de tolerar esta forma de estar en el mundo, basada en la producción de desigualdades y dolor. Escribe en el prólogo Adam Haslett:
«¿Cómo abordar el sufrimiento y la injusticia? Hay tanto de ambos. Si nos movemos por el mundo con los oídos atentos y los ojos bien abiertos, percibiremos que están presentes por doquier. Necesitamos filtros para evitar que nos abrumen, un sistema jerárquico que relegue la experiencia del dolor de los otros a un nivel de abstracción soportable. Para cuando llegamos a adultos -si es que llegamos a serlo- la adaptación se ha producido sin que apenas nos hayamos dado cuenta. Tenemos amigos y familiares cuyo sufrimiento es ineludible. En las comunidades, físicas y virtuales, en las que vivimos, hay personas cuyos problemas percibimos y discutimos. Y luego está el dolor de los otros distantes, gente que vive en lugares en los que nunca hemos estado, y cuyo sufrimiento nos trasmiten los medios de comunicación, si es que se trasmite. Cuando nos alcanza, nos invade como una plaga, implicándonos no sabemos muy bien cómo. Y podemos reaccionar de dos maneras: o bien intentamos ignorarlo o bien lo tratamos como un `problema´, es decir, como una entidad más manejable, en definitiva.».
La Gran Depresión posterior al hundimiento de la Bolsa en 1929 ha ilustrado desde entonces la historia moderna de la explotación del hombre por el hombre, y se ha convertido en filón literario y cinematográfico, laboratorio de análisis social y económico, parte de la explicación del estallido de catástrofes como la Segunda Guerra Mundial, y referente obligado a la hora de estudiar las consecuencias de la crisis mundial que estalló en 2008, así como de las fórmulas para superarla.
Hacía muchas décadas, por ejemplo, que no se citaba ni se releía tanto Las uvas de la ira, del Nobel John Steinbeck, la más conocida de las novelas que reflejaron los avatares de las víctimas más vulnerables de aquel cataclismo (en ese caso, los granjeros expulsados de sus granjas tras las grandes tormentas de polvo), elevadas a la categoría de iconos por mitos pioneros de la canción protesta como Woody Guthrie.
De forma paralela, se rescatan obras que, sin estar ambientadas en los años treinta, reflejan que sigue sin erradicarse la explotación de la mano de obra que marcó esa época atroz. Una muestra clara de esta tendencia es la reciente publicación en España de Por cuatro duros. Como (no) apañárselas en Estados Unidos (editado por Capitán Swing), de Barbara Ehrenreich . Se trata de una incursión a finales del siglo XX –en plena burbuja de prosperidad – en el submundo del trabajo precarios y mal pagado, único disponibles para la población no cualificada. La conclusión -que un empleo o garantiza siempre una vida digna- sigue siendo válida 15 años después, no solo en el paraíso americano, sino mucho más lejos, como en España.
Otro ejemplo es Historias desde la cadena de montaje, de Ben Hamper (también en Capitán Swing), publicada en 1998 en EE UU, prologada por Michael Moore y que, con un estilo irónico y desenfadado, no trata exactamente de explotación laboral y de retribuciones de hambre, sino de la castrante alienación que provoca el duro y rutinario trabajo de las cadenas de montaje por las que Henry Ford ha pasado a la historia. En este caso, el escenario es una fábrica de camionetas y autobuses de General Motors.
He citado ya dos libros de Capitán Swing, y no serán los únicos, porque esta modesta editorial está empeñada en ilustrar los males del capitalismo con el rescate de obras emblemáticas y con frecuencia relegadas al olvido.
Así ocurre con Los filántropos en harapos, de Robert Tressell, un clásico de la literatura obrera publicado por vez primera hace justamente 100 años. Los benefactores a los que alude el título son los obreros, explotados con jornadas agotadoras y salarios de miseria, que financian en el fondo con su sudor a empresarios explotadores y políticos corruptos. Este mismo concepto permeaba también Por cuatro duros, donde Ehrenreich afirmaba que los trabajadores no cualificados “son los grandes filántropos de lasociedad norteamericana (…), pasan privaciones para que la inflación se mantenga baja y el precio de las acciones alto (…), [y se convierten en] benefactores y donantes anónimos”.
Volviendo a los siniestros años treinta del pasado siglo, citaré todavía un ensayo histórico, una novela y un largo reportaje periodístico. El primero, publicado en 2006 por la Universidad de Valladolid, es obra del profesor José Ramón Díez Espinosa y se titula: El desempleo de masas en la Gran Depresión. Palabras, imágenes y sonidos. Lástima que esta obra que debería ser un referente de obligada consulta haya quedado recluida al ámbito de las publicaciones académicas, porque, incluso por su estilo, resulta perfectamente accesible para el gran público. Ya desde su presentación, se resalta que “el desempleo representa sobre todo inseguridad material, hambre y frío, degradación personal y exclusión social, resignación o violencia”, y supone “un viaje perturbador desde el pesimismo al fatalismo”. Más actual no podría resultar esta caracterización.
La obra, ilustrada con impactantes fotografías de época, no se limita a la situación en Estados Unidos en aquella época, sino que se proyecta más allá, y especialmente hacia Europa. Además, y con la rotundidad que le permite apoyarse en las técnicas de la investigación histórica, con la recopilación de datos incontestables, llega desde lo general a lo particular e inmediato. Tanto como para buscar respuesta a “las preguntas de cada día, como ¿qué comer? o ¿dónde dormir?”, e incluir un extenso capítulo dedicado a los trastornos psicológicos que provoca el trauma de estar sin trabajo y sin perspectiva de conseguirlo.
La novela a la que me refería, ha sido ya glosada aquí. La escribió Woody Guthrie en 1947 y se perdió su rastro durante más de 60 años, hasta ser publicada en 2013 gracias al historiador Douglas Brinkley y el actor Johnny Depp. Una casa de tierra (Anagrama) describe la dura lucha por la vida de un matrimonio de aparceros en los años treinta, en las tierras más áridas del norte de Texas. El símbolo de esa lucha sin esperanza es el intento de sustituir su vieja y destartalada cabaña de madera por una sólida construcción de adobe, que identifican como su victoria sobre una naturaleza implacable y la esperanza de escapar de la explotación de los terratenientes.
Acabaré con otro libro editado también por Capitán Swing: Algonodoneros. Tres familias de arrendatarios, de James Agee, con espléndidas fotografías de la época de Walter Evans. Se trata de un largo reportaje periodístico, realizado en 1936 por encargo de la revista Fortune, que no llegó a publicarse, y al que se considera el germen de una de las obras mayores de su autor: Elogiemos ahora a hombres famosos. El manuscrito se perdió durante décadas y, rescatado por una hija de Agee, fue publicado en Estados Estados Unidos en 2012.
Como se señala en el prólogo de Adam Haslett, que considera que Age era capaz de “convertir en épico lo cotidiano”, se trataba de texto para ser predicado y contenía un mensaje perturbador: “Una civilización que por la razón que sea pone la vida en desventaja, o cuya existencia radica en poner vidas humanas en desventaja, no merece llamarse así ni seguir existiendo”.
Y quienes están dispuestos a sacar ventaja de ello son “seres humanos solo por definición, y tienen mucho más en común con el chinche, la tenia, el cáncer y los carroñeros del hondo mar”.
Algodoneros retrata sin florituras, con una sequedad casi documental doblemente efectiva porque su mensaje es imposible de rebatir, la dura lucha por la supervivencia de tres familias de arrendatarios de tierras dedicadas al cultivo de algodón en la Alabama de la Gran Depresión. Agee no buscó casos dramáticos, personajes de los que abusaban terratenientes sin escrúpulos, tragedias personales capaces de perturbar las malas conciencias, sino prototipos que reflejasen la realidad en su justo punto.
Aun así, fue demasiado para que Fortune lo recogiera en sus páginas. La existencia de las tres familias, endeudadas con frecuencia y siempre al límite, se centra en cuestiones básicas que dan título a los diferentes capítulos: Dinero, Cobijo, Comida, Ropa, Trabajo, Temporada de recolección, Educación, Salud y dos apéndices, Sobre los negros y Terratenientes, que casi resultaban obligados. En el primer caso, porque un tercio de los arrendatarios eran negros y, a los problemas comunes de su condición, se unían los derivados de la discriminación y el recelo– cuando no el odio- de la población blanca, incluso de quienes compartían su destino de víctimas. Este hecho diferencial, que habría podido alterar la esencia y el objetivo de su trabajo periodístico de campo, le llevó a no incluir en su investigación a una familia negra. Sin embargo, no podía dejar de señalar los elementos que situaban injustamente a esta minoría racial en una escala todavía inferior a la de los arrendatarios blancos.
En cuanto a los terratenientes, considera Agee que eran “la piedra angular de la estructura social y económica del Sur rural, un problema de una sutileza y complejidad casi inconcebibles”. Su objetivo era desacreditar viejas y engañosas etiquetas, como la del latifundista con látigo negro y pistola, o el aún más peregrinos de Caballero del Sur. Valga una frase para despejar cualquier duda: “El terrateniente no piensa en sus arrendatarios, sean blancos o negros, exactamente como pensaría en un ser humano o en sus mulos. Sólo piensa en ellos en tanto arrendatarios, y así los trata, y así exige que se comporten y que se relacionen”.
Sostiene Haslett que aquel reportaje maldito constituía “un ataque sin ambages contra un sistema de clases retrógrado, un ataque firmemente fundado en las vivencias particulares de quienes se encuentran en el escalón más bajo del sistema”. Aún más, que es un espejo en el que mirarse desde el presente, “cuando la mejora de la eficiencia y el aumento de la productividad laboral que tanto celebran los economistas se han convertido en mecanismo de trasferencia desde las clases pobre y media [los nuevos filántropos] a los dueños del capital”. Y cuando el sistema crediticio “ha establecido una impersonal variante financiero-capitalista de la trampa del endeudamiento que Agee describió” hace 78 años.
En 1936 el fotógrafo Walker Evans y el periodista James Agee viajaron a Alabama para sumergirse en la realidad de los algodoneros por encargo de la revista Fortune. A pesar de que los paliativos del presidente Roosevelt ya estaban en marcha (el New Deal), los estadounidenses seguían arrastrando la Gran Depresión. Más de un millón de familias, que dependían de las idas y venidas de las cosechas en campos arrendados y atados a préstamos con los propietarios de la tierra, desprendían el aire desesperado de los okies que John Steinbeck reflejó en Las uvas de la ira (1939).
Agee y Evans se centraron en tres (los Tingle, los Fields y los Burroughs), seleccionadas como representativas de la media (ni entre las mejores ni entre las peores), para plasmar sus supervivencias épicas. Y no solo. También para analizar las estructuras económicas y el “márketing aspiracional” que mantenía aquel sistema que condenaba a más de ocho millones de personas a encerronas existenciales, a llevar una vida “tan profundamente privada y dañada y atrofiada en el transcurso de ese esfuerzo que solo se la puede llamar vida por cortesía biológica”, escribió Agee. El reportaje jamás salió en Fortune por razones ignoradas, aunque proporcionó algunas de las imágenes más icónicas de Evans (el retrato del aparcero Floyd Burroughs, por ejemplo) y la fuerza motriz del libro Elogiemos ahora a hombres famosos, publicado en 1940 con mínima repercusión (tendrían que pasar dos décadas para que fuese reivindicado como un clásico).
El reportaje original se esfumó hasta que en 2003 la hija de James Agee recuperó la colección de manuscritos que su padre dejó en su casa de Greenwich Village para cederla a la Universidad de Tennessee. Allí se descubrió el texto sobre el viaje a Alabama y, en 2012, casi ocho décadas después, se publicó al fin en Estados Unidos Algodoneros. Tres familias de arrendatarios, que ahora sale en España de la mano de la pequeña editorial Capitán Swing. Junto a las 30.000 palabras originales del artículo se incluyen las fotografías de Walker Evans, la cámara que arropó de dignidad la pobreza campesina.
Pero, se pregunta Adam Haslett, autor de Union Atlantic, en la introducción del libro, “¿por qué habríamos de dedicar nuestro tiempo a leer, setenta años después, un artículo rechazado acerca de un mundo desaparecido?”. Una razón es su sabiduría periodística: Agee elude el sensacionalismo –de ahí que descarte a los más míseros de los míseros- y contextualiza las vidas cotidianas en un marco político, económico y sociológico. “El capitalismo de pacotilla de los terratenientes se sustenta en parte en los vestigios de la deferencia feudal que muestran los granjeros atados a sus tierras”, afirma Haslett. Otra es visionaria: merece ser leído como una lección para el presente. “No hace falta ser un experto para percibir de qué forma nuestro propio sistema crediticio, administrado ya no por terratenientes de pacotilla sino por bancos, agencias de calificación de riesgos y compañías de gestión de cobros, ha establecido una impersonal variante financiero-capitalista de la trampa de endeudamiento que Agee describió hace 77 años”, añade.
El texto es un zarpazo a la neutralidad periodística. Quizás John Houston entrevió la razón mejor que nadie: “Jim Agee era un Poeta de la Verdad; un hombre que no se preocupaba en absoluto por su apariencia, solamente por su integridad. Ésta la preservaba como algo más valioso que la vida. Llevaba su amor por la verdad hasta el extremo de la obsesión”. Agee, que fue guionista de La reina de África y que en 1958 ganaría un póstumo Pulitzer con Una muerte en familia, se sumerge (literalmente) en el entorno de los granjeros, analiza el sistema que lo sustenta y concluye: “Un ser humano cuya vida se nutre de una posición aventajada adquirida de la desventaja de otros seres humanos, y que prefiere que esto permanezca de este modo, es un ser humano solo por definición, y tiene mucho más en común con la chinche, la tenia, el cáncer y los carroñeros del hondo mar”. A veces es la poesía de Agee la que toma algunos párrafos al asalto, como en la descripción de Floyd Burroughs: “Como tantas personas que no saben leer ni escribir, maneja las palabras con torpe economía y belleza, como si fueran animales de granja abriendo un terreno escabroso”.
El artículo está estructurado como un informe, que desmenuza aspectos básicos (dinero, cobijo, comida, ropa, trabajo, temporada de recolección, educación, ocio y salud), y concluye con dos apéndices dedicados a los negros y a los terratenientes que, sin ser Simon Legree, el esclavista malvado de La cabaña del tío Tom, se guían por un marco de creencias que “justifican su posición y sus medios de vida”. Agee había decidido centrar el reportaje en los granjeros blancos para que la cuestión racial no contaminase lo demás pero tampoco les excluyó por completo, dado que uno de cada tres arrendatarios era negro. “Al negro lo odian por ser negro; lo odian porque creen que ninguna mujer blanca sin protección está a salvo a un kilómetros de distancia de él; lo odian porque trabajará por un jornal sobre el que un hombre blanco escupiría y porque aceptará un trato ante el que un hombre blanco mataría; naturalmente, lo odian más que nadie los blancos que por razones de fuerza mayor se hallan tan bajo en la escala social como él. Quizá huelga decir que trabaja por el jornal que le ofrecen porque tiene que vivir”.
Fundamentalmente, a James Agee (1909-19455) se le conoce por la novela Una muerte en la familia (publicada dos años después de su muerte, con la que conseguiría el Pulitzer en 1958), así como por el libro-reportaje Ahora hablemos de hombres famosos (1941), del que, con posterioridad, se haría una película. Pero también fue James Agee un notable poeta y un afamado crítico de cine e incluso incursionó en la escritura de guiones (La noche del cazador, La reina de África).
Algodoneros es el resultado del encargo que en 1936 Ralph Ingersoll, entonces editor jefe en Fortune, le hace a James Agee, con la intención de incluirlo en la sección de la revista titulada “Vida y circunstancias». Para tal cometido, a Agee le acompañará su amigo y fotógrafo Walker Evans.
Sobre el encargo, escribirá Agee en una carta el 18 de junio:
“Siento que esta crónica es una enorme responsabilidad; albergo muchas dudas sobre mi capacidad de sacarla adelante; dudo aún más que Fortune esté dispuesta a emplearla como yo (en teoría) creo que debe utilizarse”.
Y no eran en vano las tribulaciones de Agee, pues la verdad es que la crónica jamás llegó a publicarse. El texto de treinta mil palabras (y que servirá de origen para Ahora hablemos de hombres famosos) quedó olvidado en su casa de Greenwich Village y su hija lo rescató en 2003. Una tercera parte del manuscrito se publicó en la revista The Baffler, en el número 19, de marzo de 2012 y Melville House finalmente publicó el texto completo en 2013. Ahora aparece en su versión castellana, a cargo de la editorial madrileña Capitán Swing.
Algodoneros: tres familias de arrendatarios está dividida en ocho partes (Dinero, Cobijo, Comida, Ropa, Trabajo, Educación y Ocio) y cuenta con dos apéndices breves (Sobre los negros y Terratenientes). Se trata de una crónica poética, pero no por lírica o bella, sino porque es verdadera y honrada, y busca provocar la indignación del lector. Agee redacta un informe de sórdida hermosura, minucioso y detallista, del que surge, en el momento más inesperado, el giro poético y así, inopinadamente, una notoria metáfora ilumina la página sombría.
Para su informe, Agee escoge tres familias que quiere resulten representativas, y junto a ellas pasa un par de meses: la de Floyd Burroughs, la de Bud Fields (su suegro) y la de su cuñado (el hermanastro de su mujer), Frank Tingle. Todos ellos viven en un “promontorio de tierra roja llamado Mills Hill, en el condado de Hale, en el centro oeste de Alabama”. Estas tres familias forman parte del sesenta por ciento de familias que en los años treinta dependía exclusivamente del algodón («flor de sol», lo llama Agee). Son los así llamados arrendatarios, ciudadanos que no tienen tierras ni hogar en propiedad (en aquel entonces se calcula que había en esta situación un total de entre ocho y ocho millones y medio de personas) y viven en la conocida como «región algodonera», una zona de unos novecientos sesenta y cinco kilómetros de largo y cuatrocientos ochenta y dos kilómetros de ancho.
Nos cuenta Agee que los algodoneros -literalmente- se matan a trabajar (suele participar toda la familia en las labores del campo, incluidos los niños pequeños) y, a veces, no es ya que no ganen dinero, sino que lo pierden (por quedar endeudados). Trabajan de sol a sol, e incluso prosiguen, en algunos casos, a la luz de la luna. Al respecto de las condiciones en las que habitan, Agee da cuenta de su precariedad: no tienen retrete, apenas pueden servirse de una breve cocina económica, los algodoneros no suelen poseer casi muebles (los terratenientes no se los procuran) y las casas ofrecen una protección nimia contra el frío o la lluvia. En ellas, además, es infernal el olor a sudor, dice Agee. Y no cuentan con ningún sistema de refrigeración para conservar los alimentos.
Sobre sus hábitos alimenticios se ha de mencionar que los arrendatarios y sus familias (incluso niños de cuatro años) toman mucho café y comen poca carne. Incluyen en su dieta eventualmente algunas frutas (que consiguen por medio de trueques), pero prácticamente nunca toman leche entera, sino una especie de leche agria y maíz, mucho maíz.
Es notoria la falta de privacidad en la que viven y la sobrecogedora suciedad no solo de las paredes interiores, sino también de la ropa, las sábanas o la gente misma. De hecho, el señor Tingle, nos cuenta Agee, “presume, jocoso, de que hace más de cinco años que no compra una pastilla de jabón”. Agee cree que es una exageración, pero las fotografías de Walker Evans dan testimonio de que la higiene regular no se cuenta entre los hábitos más queridos de los algodoneros.
Su vestimenta se compone esencialmente de ropa práctica, prendas de faena, que solo cambian los domingos y que, en cualquier caso, confeccionan casi en su totalidad en casa con una máquina de coser (utilizan tela de saco de harina y fertilizante para las prendas, incluso para la lencería femenina). Suelen tener un sombrero (pero uno solo). Y resulta curioso el poco interés que los arrendatarios demuestran por el algodón que cultivan. Además, demuestran muy poco apego, nos dice Agee, a la tierra en la que viven.
Para ellos la educación es irrelevante, y muy pocos hijos de arrendatarios continúan sus estudios más allá de primaria. No pagan impuestos, tienen muy pocos periódicos o revistas (y para qué hablar de libros, cuya ausencia es palmaria) y no tienen radio ni teléfono, ni se sirven del sistema de correos (las cartas circulan de mano en mano). Tampoco suelen votar. Nos dice Agee que “la infiltración de todo lo que tiene que ver con el mundo exterior es lenta, verbal y llega distorsionada”.
En opinión de Agee, no son los arrendatarios gentes de emociones, y no tienen amigos, solo conocidos o familia y “hay muy poca comunicación entre las mujeres y los hombres”. Los juegos de los niños son rutinarios y poco excitantes: canicas, el látigo, el escondite, cosas así. Y los jóvenes se suelen casar casi por aburrimiento. Son llamativos, de hecho, sus gestos abatidos, sus expresiones serias, apocadas y un tanto tristes.
Los sábados viajan a Moundville, un pueblo a once kilómetros de distancia, de no más de quinientos habitantes. Cuenta el pueblo con mínimas diversiones: un salón ilegal donde venden wkisky de maiz, dos drugstores, el café de la señora Wiggins, una película que se proyecta de vez en cuando en la escuela… poco más. No suelen emborracharse ni apenas montar fiestas, pero cuando lo hacen, nos dice Agee, “beben acosados por un sentimiento de culpabilidad y, en consecuencia, con un placer ferozmente infantil”.
El domingo es día de reposo, y se hacen algunas visitas familiares o se acude a una reunión religiosa más o menos informal (pues no hay iglesias). La mortalidad infantil es elevadísima y todo el mundo coge fiebres y malaria y se emplean con bastante regularidad los “brebajes curalotodo”.
En los apéndices finales, nos cuenta Agee que uno de cada tres arrendatarios es negro, que al negro “lo odian por ser negro”, porque temen que ataque a las mujeres, porque se sabe que un negro “trabajará por un jornal sobre el que un hombre blanco escupiría y porque aceptará un trato ante el que un hombre blanco mataría”. En definitiva, que hay un racismo atroz y que el campesino negro está en una situación mucho peor que la del hombre blanco. Sin embargo, “son ricos en emociones y garbo y casi sobrenaturalmente poderosos como seres”, apunta Agee. Tienen un innato sentido de la belleza en cuanto a su vestimenta, están creando “posiblemente el arte lírico más distinguido de su época” y son receptivos al arte, opina Agee.
De los terratenientes, se nos dice que son provincianos e intolerantes, que creen justificados tanto su posición como sus medios de vida, que actúan por intuición y reflejos, y que tienen una capacidad endémica de sadismo. En resumen, que son el producto natural de una sociedad anclada en dos pilares: “una vertiginosa combinación de feudalismo y de capitalismo en sus últimas etapas”.
Viendo la situación en la que se encuentra el mundo en la actualidad, uno alberga serias dudas de que esa combinación fatal de vasallaje y capitalismo agónico de la que hablaba Agee haya desaparecido completamente. Y así lo expresa en el prólogo Adam Haslett, al apuntar que:
«no hace falta ser un experto para percibir de qué forma nuestro propio sistema crediticio (el norteamericano), administrado no ya por terratenientes de pacotilla sino por bancos, agencias de calificación de riesgos y compañías de getión de cobros, ha establecido una impersonal variante financiero-capitalista de la trampa del endeudamiento que Agee describió hace sesenta y siete años».
És una vida rara. Escuchar, mirar mucho, hablar solo, pensar, anotar, dormir cada noche en un lugar distinto, comer bastante feo siempre, leer diarios locales o ninguno, limitar mi mundo a mi asiento del coche y todo lo que le pasa por el costado: la Argentina”. Martín Caparrós descriu així el que fa aquell 2006: un retrat del seu país tot viatjant fins al més profund; són 30.000 quilòmetres en diverses tongades enllaçant històries per fer-ne una de sola, com tessel·les del gran mosaic del món, una novel·la sense ficció, peça cabdal del periodista. En el fons, Caparrós descriu l’essència de la crònica, que està en camí avui, és clar, de ser el gènere rei. Aquells atributs els podria haver subscrit Agustí Calvet, Gaziel. De fet es veuen a De París a Monastir. “Nos recibió un oficial muy joven, alto, imberbe, que hablaba el italiano y tenía la cabeza vendada, a causa de una herida reciente. En mi cartera de viaje acabo de encontrar su tarjeta, manchada por la impresion rojiza de su pulgar, humedecido de sangre todavía fresca. Acababa de llegar del frente, donde había sido herido en la misma mañana de hoy, y donde las fuerzas serbias, hambrientas, rendidas, sin municiones, y sin esperanza de auxilio, sucumbían más bien como mártires que como soldados”, descriu en el seu viatge d’octubre de 1915 al front del sur d’Europa aquest corresponsal de guerra exquisit renascut a les llibreries amb una selecció impagable de textos sobre el catalanisme polític (Tot s’ha perdut; RBA, 17,95 euros) i la correspondencia amb el seu editor i amic Josep Maria Cruzet (Abadia de Montserrat, 23 euros).
Amb menys combinació reflexió-fet viscut, però amb un punt més de periodisme d’investigació, hi ha el treball del mític Albert Londres, del qual, amb De diásporas y colonias, es vol recuperar l’obra periodística completa. Comencen amb un triumvirat de reportatges d’entre 1929 i 1931, els darrers abans de desaparèixer mentre investigava el tràfic d’armes a la Xina: un pelegrinatge per Europa de punta a punta per acabar a Palestina resseguint el destí errant dels jueus; un relat sobre els pescadors de perles del golf aràbic, tema tapadora per abordar el creixement de l’islamisme, i un dur passeig de quatre mesos per les colònies franceses a Àfrica és el primer fris del prometedor projecte.
Però no cal anar massa lluny per aplicar el gènere i explicar la complexitat del món. La revista Fortune va enviar, l’estiu de 1936, el redactor James Agee (que alhora enredà l’excel·lent fotògraf i amic Walker Evans perquè l’acompanyés) a Alabama per descriure sobre el terreny les misèrrimes condicions laborals dels grangers blancs pobres del sud profund. El viatge en cotxe es traduí en 30.000 paraules per a les quals Agee, poeta sensible, va suar sang: pel que va veure (malalties, condicions d’esclavatge gairebé, pagesos atrapats en una espiral de prèstecs asfixiants…) i per com traduir-ho per a una revista econòmica. Lògicament, Algodoneros, retrat a partir de tres famílies de parcers, no veié mai la llum i es perdé entre la paperassa de qui també fou guionista de La reina d’Àfrica. Ara és la primera vegada que es publica, tot comprovant que va ser l’excel·lent laboratori de l’obra magna del periodista sobre el tema: Elogiemos ahora a hombres famosos.
La ciutats són també focus de misèria: l’assagista Barbara Ehrenreich en va tenir prou amb 15 dies treballant de cambrera a Florida per veure que amb 5,15 dòlars de mitjana al dia (propines incloses i en temporada alta) no podria ni pagar el lloguer. El 1998 va preguntar-se en veu alta davant un editor de la revista Harper’s com es podia viure amb salaris tan baixos i que calia fer un reportatge de carrer, com els d’abans, per comprovar-ho. La resposta: que ho fes ella. Treballant, entre altres feines ben baixes i d’incògnit, de cambrera o venedora dels temibles magatzems (per les condicions laborals) Wal-Mart, la veritat és que no trigà gaire a veure que ingressos i despeses normals eren impossibles d’equilibrar així, cosa que explica el títol del llibre, Por cuatro duros, i el perquè el 29% de les famílies nord-americanes estan avui oficialment en la pobresa.
“No eres más que un gilipollas con diarrea bucal, y la única manera de que te publiquen toda esta basura es comiéndoles el culo a esos hijos de puta comunistas que no tienen nada mejor que hacer que estar sentados, drogarse y destrozar este país”, li eztiba un company de feina a Ben Hamper, treballador a la cadena de muntatge de la General Motors a Flint, Michigan, i que, en part per culpa del cineasta Michael Moore, va començar a escriure dels dobles torns, dels salaris, dels caps i dels companys de feina a la seva columna Impresiones de un cabeza de remache. Amb un humor negre i un estil dur cultivats en les experiències etíliques i de droga més properes a les maneres del gonzo Hunter S. Thompson, Hamper (que surt al documental Roger & Me) va tancar-se a escriure Historias desde la cadena de montaje. En definitiva: ser-hi per explicar-ho.
En 1941, James Agee y Walker Evans publicaron Ahora elogiemos a hombres famosos, un documento de 400 páginas sobre tres familias de agricultores arrendatarios en el condado de Hale, Alabama, en plena Gran Depresión. El orígen de ese maravilloso trabajo es un encargo previo para la revista Fortune, que los envió juntos a Alabama