Donald Trump está a menos de mes y medio de abandonar la Casa Blanca. Si hay un asunto en el que nadie le echará de menos será en la lucha contra la pandemia. Su capacidad para negar la realidad, su insistencia en restar autoridad a los científicos más dotados de su Administración y sus recomendaciones de tratamientos efectivos no respaldados por la ciencia ofrecen un balance penoso. Pero sería un error pensar que Trump ha sido un ejemplo de incompetencia sin precedentes en la historia de su país. Sólo los que no conocen lo que hizo Woodrow Wilson en Estados Unidos durante la epidemia de gripe de 1918 pueden creer algo así.Publicidad
En realidad, habría que decir lo que no hizo. Esa pandemia a la que se llamó la ‘gripe española’ tuvo su primer brote importante en un campamento militar de Kansas. Los soldados alojados en instalaciones militares en las condiciones de hacinamiento habituales en estos lugares extendieron la enfermedad cuando fueron enviados a Europa para combatir en la Primera Guerra Mundial. La guerra era el objetivo supremo. Todo lo demás era secundario.
En el libro ‘La gran gripe. La pandemia más mortal de la historia’ –publicado por Capitán Swing–, John Barry destaca que el presidente Wilson no hizo ninguna declaración pública sobre la enfermedad. Estaba informado sobre su evolución en el país, que tuvo consecuencias terribles en las dos oleadas de ese año. “El virus afectaba ya a todo el país: se había establecido en el Atlántico, en el Golfo, en el Pacífico, en los Grandes Lagos. No había estallado de modo repentino, en forma de epidemia, pero había sembrado las semillas. Y las semillas empezaron a brotar en llamaradas”, escribe Barry sobre la situación de septiembre en 1918.
“La vida de la ciudad se ha detenido”, dijo un médico de Filadelfia ese mes después de ver las calles desiertas al volver a casa desde el hospital. Centenares de miles de personas habían caído enfermas.
A Wilson sólo le importaba la guerra. Las necesidades del Ejército estaban por encima de cualquier otra consideración. Ni siquiera cuando la guerra estaba en sus últimos meses cambiaron las prioridades. Existía un agudo déficit de enfermeras en todo el país. Daba igual. Era más importante destinarlas a centros militares. Era esencial detener el movimiento de tropas, porque estaba sirviendo para propagar la enfermedad. Se denegó. “Los militares no iban a prestar ayuda a los civiles. Lo único que hicieron fue acaparar más recursos civiles”. Los soldados continuaron ocupando los campamentos y luego fueron enviados en barcos a Europa.
Algunos de esos buques eran auténticos ataúdes flotantes. “El barco iba atestado”, escribió el coronel Gibson sobre el buque Leviathan. “Las condiciones eran tales que la gripe podía crecer y multiplicarse con extraordinaria rapidez. El número de enfermos aumentaba rápidamente. Se informó a Washington de la situación, pero la necesidad de que llegaran más hombres para los ejércitos aliados era tan grande que teníamos que ir a toda costa”.
Los cadáveres se apilaban en la cubierta del Leviathan y eran arrojados al mar tras una breve oración.
Publicado en 2005, el libro de Barry es en cierto modo la obra de referencia sobre la gripe de 1918. Durante décadas, esa pandemia dejó un legado sorprendentemente menor en la opinión pública de Europa y EEUU, absorbida por el terrible impacto de la Primera Guerra Mundial. Hace unos meses, se publicó en España ‘El jinete pálido’, de Laura Spinney, un libro excelente, posterior al de Barry, que da una perspectiva global a los hechos ocurridos en esa época.
La obra de Barry está más centrada en EEUU y sobre todo en el gigantesco esfuerzo que hicieron los grandes científicos de la época por enfrentarse a la enfermedad en una carrera contra el tiempo. Partían casi de cero. Ni siquiera sabían con seguridad cuál era el agente infeccioso. Los médicos no contaban con ningún tratamiento viable. Como en las pandemias del pasado, sólo las mascarillas y la distancia social parecían ser las medidas más útiles, además de atender a los enfermos con la esperanza de que su cuerpo sobreviviera a la enfermedad. Obstáculos políticos y sociales impedían dar la mejor respuesta posible. Las ciudades que se confiaron ante la segunda ola pagaron un durísimo precio.
Algunas sabían lo que estaba pasando, pero cometieron errores evidentes. La maquinaria política de Filadelfia necesitaba recaudar millones de dólares en la campaña de “bonos de la libertad” con la que financiar los gastos de la guerra. Para conseguirlos, era imprescindible realizar un desfile patriótico el 28 de septiembre. En ese momento, ya había 1.400 marineros del astillero de la Armada hospitalizados. Muchos médicos pidieron al Ayuntamiento que suspendiera la marcha y a los periódicos que advirtieran de los riesgos. No les escucharon.
El director del Departamento de Salud Pública de Filadelfia, Wilmer Krusen, se negó a cancelar el desfile militar. “Varios cientos de miles de personas se congregaron en la calle por la que discurría, apretándose unos contra otros para ver mejor, los que estaban en las filas de atrás gritando sobre los hombros de los de delante o diciendo palabras de ánimo cerca del rostro de aquellos jóvenes valientes”.
Dos días después, Krusen comunicó la noticia que los médicos ya sabían: “La epidemia está ya entre la población civil”.
Barry describe el origen de la pandemia y lo sitúa a 300 kilómetros del campamento militar de Funston donde se produjo el primer brote conocido, una explicación que no comparten todos los científicos. El punto de inicio que el autor señala es el condado de Haskell, en Indiana, en el que un médico avisó al Servicio Público de Salud de EEUU de que había surgido un brote especialmente virulento de gripe de mucha más gravedad que la gripe común. Fue “el primer documento que sugería que un nuevo virus se estaba adaptando de forma violenta al ser humano”.
El autor considera que se puede trazar de forma directa la aparición de la enfermedad en Haskell a la extensión posterior de la pandemia. Muchos jóvenes residentes en ese pequeño condado –hoy tiene 4.000 habitantes– se trasladaron después al campamento de Funston para ser reclutados. El siguiente punto de llegada fue el puerto francés de Brest al que arribaban las tropas norteamericanas.
Al igual que ahora, la pandemia evolucionó por oleadas. Fue la segunda la que se comportó de forma especialmente letal en Europa y EEUU. Obviamente, el virus no tenía conciencia de sí mismo, pero lo que es cierto es que terminó adaptándose con más facilidad al ser humano y desarrolló así toda su capacidad de matar. En Estados Unidos, fallecieron 675.000 personas. En todo el mundo, entre 50 y 100 millones.
Barry no ahorra detalles al describir los errores del Gobierno al primar el transporte de tropas sobre cualquier consideración. Incluso el general que dirigía el departamento sanitario del Ejército terminó por reclamar sin éxito que se detuvieran. “Para luchar, hay que ser brutal y despiadado”, había dicho Wilson. Sus propios compatriotas sufrieron las consecuencias. Hubo casos en que mandos militares medios intentaron impedir traslados masivos. En septiembre, un capitán de la policía militar canceló la llegada de un reemplazo militar a un campamento. Su razón era que la enfermedad hacía imposible organizar el entrenamiento necesario para las tropas que debían ir a Europa. Lo cierto es que su decisión, por el motivo que fuera, salvó miles de vidas.
Los medios de comunicación de EEUU no salen tampoco muy bien parados en el libro. No era una época en que el periodismo tuviera mucha credibilidad y eso no podía ser bueno en mitad de una pandemia. La mayoría de los periódicos se limitaba a dar por buena la versión de las autoridades de que todo estaba bajo control. “Asustaban a la gente porque quitaban importancia al problema”. Lo que contaban “no coincidía con lo que la gente veía, tocaba, olía y soportaba”.
El problema no era el alarmismo, sino lo contrario. “El miedo es nuestro primer enemigo”, tituló uno de los periódicos de mayor tirada del país. El Arizona Daily Star pedía a sus lectores que no se dejaran arrastrar por lo que llamó la “histeria española”. La realidad es que la gripe mataba mucho más que el miedo y que la gente pronto descubrió que lo que les estaban contando no era cierto.
Barry describe lo que la ciencia podía hacer al respecto ante la pandemia. Y no era mucho. Eso no impidió a los científicos intentar en sus laboratorios todas las formas posibles de identificar al patógeno o encontrar una cura. Habían entrado en el siglo XX convencidos de que la ciencia tenía ya respuestas para la mayoría de los enigmas. 1918 fue una terrible cura de humildad para todos. “Los médicos no saben de esta gripe más de lo que sabían los médicos de Florencia sobre la Peste Negra del siglo XIV”, dijo Victor Vaughan, uno de los médicos e investigadores más influyentes de su tiempo.
Ante esta ignorancia, forzada por las circunstancias, es obvio que las pandemias son las que marcan el ritmo de la vida de una sociedad. Los seres humanos sólo pueden reaccionar si deciden hacerlo. “Si hay una lección que nos dejó la pandemia de 1918 es que los gobiernos tienen que decir la verdad cuando hay una crisis”. Esta frase de Barry vale para todas las pandemias, incluida la que vivimos ahora.
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