La consagración de H. D. Thoureau como clásico del naturalismo coincide con una avalancha de libros en su estela. La llamada de lo salvaje llega a las librerías
El domingo seis de agosto de 1972, tras la misa de doce, un amplio sector de la oligarquía local toma el aperitivo en la terraza del bar Equiza. De repente, un Renault Cuatro Latas, que se había detenido ante el semáforo, reemprende la marcha, quizá de forma demasiado brusca, y el perro muerto que lleva arrastrando, sujeto por una cuerda alrededor del cuello, se parte en dos, dejando como presente, ante el atónito personal, el cuerpo casi putrefacto y la elegante cabeza de una hembra de Border Collie. Yo era el conductor y propietario del coche. El perro, fallecido por atropello la semana pasada, lo había encontrado en una cuneta y me dirigía al monte para dejarlo en un yermo, al alcance del ávido pico de las aves necrófagas.
La huida de la ciudad (Barcelona) al campo (Jaca) se produjo en 1968. Hubo un pretexto, un difuso trabajo en un centro de investigación del CSIC, pero las razones, las dos razones, fueron otras; de una de ellas no vamos a hablar para no ingresar prematuramente en presidio, de la otra decir que así cumplía el deseo, incubado desde mi más tierna infancia, de vivir en el campo, de gozar del contacto con la naturaleza, ese edén tan preciado del que no podía disponer en la ciudad hostil y contaminada. En mi nuevo destino confeccioné una lista patrón de la avifauna pirenaica y me entregué, en cuerpo y alma, al diseño de unas pautas de protección de las grandes aves rapaces, pautas que incluían de modo urgente el suministro de alimento; de ahí el episodio del perro.
Henry David Thoreau (1817–1862) fue un escritor estadounidense, naturalista, agrimensor y fabricante de lápices, que quiso experimentar en propia carne qué era la vida en la naturaleza; durante dos años, dos meses y dos días vivió en los bosques, en una cabaña que construyó junto al lago Walden, no lejos de su familia y de sus amigos. El relato de esta aventura constituye el libro Walden; or, Life on the Woods (1854), la descripción de cómo el asceta Thoreau se adapta e interpreta los bienes que la naturaleza le procura, reivindicando ese estado de libertad frente a la servidumbre de la sociedad industrial; una concepción romántica y espiritual de carácter premonitorio, ya que ciento cincuenta años después esa forma de vida iba a conformar el sueño de amplias capas de la sociedad urbana.
En España los movimientos conservacionistas, naturalistas en general, se consolidan en los años setenta y tienen un vertiginoso desarrollo en las décadas siguientes hasta que, aproximadamente, a partir de 2010 comienzan a decaer. Quizá la carga política, a veces de virulento regionalismo, que los acompaña, diluye el sentimiento proteccionista en las aguas del independentismo y/o la indignación, hallando esas emociones un mejor acomodo en movimientos más ideologizados. Sin embargo la ciudad, como fuente inagotable de impulsos, supone un potente caldo de cultivo para la germinación de actitudes, si no militantes y gregarias como el inicial ecologismo, sí proclives a la huida, temporal o definitiva, del foco teórico de insalubridad con que se caracteriza tópicamente lo urbano. Ejecutivos de alto poder adquisitivo, parejas de confortable nivel sociocultural, marginales recientes aún jóvenes que pudieron disfrutar en su momento de la buena vida, son algunos de los candidatos a ocupar el espacio llamado naturaleza, eso sí de modo diverso.
Dan O’Brien (Ohio, 1947) es biólogo y escritor; lo deja todo y se instala en un rancho de Dakota del Sur donde constituye una institución privada que se dedica a la proteción de los bisontes, publicando, a la vez, uno de los paradigmas de la nature writing, la novela Los búfalos de Broken Heart. Sue Hubbell (Michigan, 1935) es bióloga y bibliotecaria en una importante universidad; bajo la influencia de la lectura de Thoreau se instala, en compañía de su marido, en una solitaria y destartalada granja en las montañas del Medio Oeste, y allí, en absoluta soledad (su marido, al poco tiempo, vuelve a la civilización) reconstruye su estructura vital con la ayuda de la contemplación de la fauna y flora que la rodea; el libro fruto de esa beneficiosa estancia es merecedor de que Le Clézio le dedique este comentario: “A menudo he soñado con un libro en el que cupiera toda la Naturaleza (…) Creo que Un año en los bosques de Sue Hubbell es ese libro”. Doug Peacock (Michigan, 1942) fue Boina Verde en Vietnam y, a su regreso, no logró insertarse en la sociedad civil, por lo que se retiró a una de las zonas más apartadas de los Estados Unidos, los enclaves donde aún habitan los osos grizzly, los mayores depredadores del continente americano y, con ellos como única compañía en la inmensa soledad de las montañas del Oeste, logró abandonar el alcohol y las pesadillas de la guerra, y escribir esa prodigiosa narración que es Mis años Grizzly.
Pero un infectante virus, surgido del mismo invernadero que el ecologismo, amenaza con acabar con la vuelta a la naturaleza, con su disfrute e incluso con su estudio; estoy hablando del animalismo, esa religión auspiciada por las empresas productoras de alimentos, medicinas, cosméticos y demás sofocantes complementos de la vida artificial de artificiales gatos, perros y peces multicolores, que sustituye al naturalismo, a velocidad inusitada, en las preferencias ternuristas pequeño burguesas. Ya no queremos salir al monte a contemplar el abejaruco, preferimos llevar a nuestro gato al gabinete de acupuntura; pronto resultarán incomprensibles las palabras del gran Gary Snyder (San Francisco, 1930): “Lo salvaje, tantas veces despachado como caótico y brutal por los pensadores civilizados, responde en realidad a un orden imparcial, implacable y hermoso, a la vez que libre”.
Autor del artículo: Francisco Ferrer Lerín
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