La jubilación inaugura una etapa de violencia simbólica, primero atenuada, y a medida que corre el calendario, a menudo insoportable. Mientras la sociedad mantea los valores de la juventud –si es blanca, atlética e influyente, a más altura–, los viejos son expulsados por vía disciplinaria del presente. Un estudio de la facultad de Psicología de la Universidad de Kent revela que “el 100% de los mayores de 65 años afirman haber sufrido algún tipo de discriminación por su edad”, adelantando por la izquierda a las denuncias por sexismo y racismo.
Ahí va un rápido repaso a los estigmas que pasan la apisonadora sobre su autoestima. Los viejos no son productivos ni reproductivos. Coleccionan radicales libres y mutaciones en el ADN. Pagan rentas antiguas por pisos codiciados por los fondos de inversión. No suben al tren de la alta velocidad digital. Su sexualidad no existe (o provoca aversión). Incluso son un “riesgo financiero” para la economía global porque “viven demasiado”, en boca de la –sexagenaria, ojo– Christine Lagarde, directora del Fondo Monetario Internacional.
La actriz Geraldine Chaplin (73 años) expresó con rabia el sentimiento: “Quien inventó la vejez era un canalla; lo odio, ¡coño!”. Antes, la escritora Susan Sontag lo dibujó como “el equivalente a estar usando mal el presente”. Y antes aún, concretamente en 1970, Simone de Beauvoir, la pionera en intentar “quebrar la conspiración del silencio” sobre los mayores, consignó en el libro ‘La vejez’ que “parece una especie de secreto vergonzoso del cual es indecente hablar”.
Sorprende la magnitud del abuso, porque si la fortuna nos permite seguir respirando, todos pasaremos por el tubo (Beauvoir, convencida de que, también aquí, funciona la lógica de la lucha de clases, anota que los ricos se saltan el trago amargo). Sea como sea, según el Instituto Nacional de Estadística, los mayores de 65 años suman 8.657.705. Son el 18,4% de la población de España. ¿Todo ese gentío no tiene derecho al espacio público, a levantar la voz, a poner su adoquín en el pavimento social, a disfrutar de sexo del bueno, a tener unos ingresos decentes y gastarlos como le venga en gana?
Mientras no se impugna el imaginario totalitario, los viejos sienten “ira y vergüenza”, explica la psicóloga Anna Freixas, profesora jubilada de la Universidad de Córdoba que ha entrevistado a más de 700 mujeres mayores de 50 para su libro ‘Sin reglas. Erótica y libertad femenina en la madurez’ (2018).
“Ira” por la expulsión del círculo de influencia, por la vigilancia de los otros, por cierta clase médica que emplea con ellos diminutivos (“enséñeme el culete que le pincho el Urbason”) o se dirige al acompañante cuando la hipertensión es suya. Y “vergüenza” con respecto al propio cuerpo (“son invisibles y, a la vez, hipervisibles”, señala Freixas). Pero no les queda otra que sepultar el pesar y corear que lo último que quieren es “molestar”. “Los jóvenes [productivos] definen el espacio y los viejos se resignan a ser colocados en él”, se quejaba Beauvoir.
No es algo nuevo, pues. En ‘De senectute’ (44 a.C.), Cicerón daba la clave para vadear el agujero negro: “La vejez es honorable si ella misma se defiende, mantiene su derecho, no es dependiente de nadie y gobierna lo suyo hasta el último aliento”. Pero puede que haya llegado el momento de plantar cara.
¿Por qué? Porque las mujeres trabajan y no quieren asumir en exclusiva los cuidados, porque la política levanta muros de contención a la inmigración –cuyo dudoso honor es el del crecimiento demográfico y la atención a los mayores– y porque la generación del ‘baby boom’, más ilustrada y menos dispuesta a tragarse sapos, está desembarcando en la vejez. “Somos nosotros, los mayores, los que debemos ocupar el espacio público y exigir aquello que nos reconcilie con nuestro cuerpo”, agita el panorama la psicóloga Freixas (71 años).
Hasta que no salgan ellos solos de los cuarteles de invierno, hay que afilar las cizallas para cortar unos cuantos grilletes (sociales) que impiden su emancipación. A continuación, un repaso.
¿MATERIAL FRÁGIL?
La sociedad interpreta el envejecimiento como un problema médico. Se asocia normalidad con autonomía y patología con dependencia, lo que provoca el desempoderamiento gradual del viejo. Por esa grieta, fiuuu, se cuela la industria, ofreciendo una batería de productos para parchear presuntos fallos de sistema, de modo que los mayores de 65 presentan las cifras más altas de la tabla de gasto farmacéutico medio por persona: 264,8 euros (299,18 euros en el caso de las mujeres). Bajo esa lupa, son una carga para la Seguridad Social.
Pero los gerontólogos Kazushi Okamoto y Yuko Tanaka demostraron en el 2014 que los mayores que no se sienten útiles a la sociedad “tienen dos veces más posibilidades de morir en los siguientes seis años”. Al ser desplazados de su espacio de valoración (solo son materia frágil), “aumenta su sentimiento de indefensión e incompetencia, que suelen asociarse a síntomas depresivos”, cuando eso le ocurre al parado de larga duración y al empleado precarizado.
Para los que gozan de una pensión decente –el 37% cobra 639 euros o menos al mes–, la concesión es la promoción de la “cultura antiedad”. Cremas antiarrugas, yogures que mueven el tránsito intestinal, fijadores para astillar bocatas con los nietos, audífonos para que “no se lo repitan todo”… El mensaje es: haga lo posible por no ser viejo o, al menos, por no parecerlo. “¡Eso no es resistencia cultural!», bramó Margaret Gullete, crítica estadounidense del edadismo, que así definió “la discriminación por edad” Robert Butler, el primer director del National Institute on Aging de Estados Unidos.
Beauvoir compartía la perspectiva. ‘Pensarse viejo es pensarse otro al que uno es’, apuntó, aludiendo al desencaje entre el “ser” y el
“deber ser” que pauta el guion de los que vienen detrás. Así se explica que una nonagenaria diga: “Cuando me veo reflejada en el escaparate, pienso: ‘¿Quién es esa vieja de ahí?'”. O que un caballero de 85 plante su reticencia a viajar con el Imserso “porque todos son viejos”.
FUERA DE ÓRBITA
Luego está el ritmo de la ciudad, pensada para “hombres que van en coche”, resume Francesc Muñoz, profesor de Geografía Urbana de la UAB. Para los viejos, aún teniendo el chasis en condiciones, Barcelona, Madrid o Bilbao resultan hostiles:
Hostilidad número 1: la mutación del entorno, impulsada por la renovación urbana y el turismo, disuelve sus referentes. “Se sienten como si hubieran migrado sin moverse”, traza el símil Muñoz. Y eso les ocurre “dentro del inmueble” –en el 1º-1ª viven unos estudiantes de Erasmus, y en el 5º-3ª, una familia del Punjab– como “fuera de él” –el bar donde tomaban el cortado es una tienda de crocs y el colmado, una heladería italiana–. “Nada coincide con sus recuerdos –explica Muñoz– y cada vez tienen menos herramientas para responder”.
Hostilidad número 2: el trazado urbano está pensado en su olvido, empezando por la regulación de los semáforos de las avenidas que “les obligan a cruzar de manera miserable”, y pasando por la escasez de bancos y de espacios verdes (que habrá que habilitar sí o sí porque el cambio climático traerá “oleadas de calor que multiplicarán las afecciones respiratorias”, hoy tercera causa de mortalidad entre este sector de la población).
Hostilidad número 3: la brecha digital. “No es que no puedan aprender a usar las nuevas tecnologías –el 35% utiliza internet–, es que están basadas en productos que no tienen permanencia”. Acostumbrados a que el conocimiento servía para toda la vida –”lo que les procuraba respeto e identidad”–, ahora ven que cuando consolidan uno, ya no les vale.
Y hostilidad número 4: los valores contemporáneos de flexibilidad, movilidad y ubicuidad se dan de patadas con los de tranquilidad, experiencia y tiempo muerto que les son propios. “Eso es algo difícil de revertir porque el lobi que invita a consumir cosas no va en esa dirección”, remata Muñoz. Son un ‘target’ irrelevante.
Las instituciones, por su lado, están obligadas a remediar ese desajuste más allá de instalar unas elípticas en una plaza o poner una cancha de petanca en un solar. “Hay que ampliar el espacio en el imaginario colectivo para dar cabida a los valores que representa la vejez”, dice Muñoz. Y añade: “Ellos tienen un tiempo libre que el resto no tenemos, y la nueva generación, que llegará educada, será una mina que no podemos desaprovechar”. A su juicio, los viejos pueden ser ‘green trainers’ –encargados de registrar el consumo eléctrico de los bloques–, tutelar los caminos escolares o gestionar equipamientos municipales como bibliotecas, escuelas, mercados y centros de salud.
En ese sentido, el ayuntamiento de Ada Colau, que pone en el centro de su política los cuidados, lo tiene como objetivo prioritario. “Queremos una ciudad intergeneracional”, subraya Laia Ortiz, teniente de alcalde de Drets Socials, que explora la creación de un nuevo tejido urbano más inclusivo, con pruebas piloto de supermanzanas sociales que podrían llegar a ser 225, mientras promueve redes comunitarias para combatir la soledad (‘Radars’ y ‘Baixem al carrer’, por ejemplo) y agita conciencias con campañas como ‘Sóc gran, i què?’
Ver artículo original