10º Aniversario
¡El capitán cumple diez años!
descúbrelo

‘Vida de Ali’, así se escribe una biografía

Por La Marea  ·  30.12.2022

Jonathan Eig esquiva el peligro de santificar al legendario boxeador y activista. Su biografía no autorizada de Muhammad Ali es un trabajo descomunal y modélico (periodísticamente hablando) en el que señala las luces y las sombras del mito.

Muhammad Ali conoció en 1962 a Malcolm X, quien se convertiría en su amigo íntimo y mentor espiritual hasta el abrupto fin de su relación. AP / CAPITÁN SWING

Atrás quedaron los años en los que un biógrafo podía ponerle literatura a la vida de sus protagonistas. Eso ya no se puede hacer (¡aleluya!). ¿Quién se atrevería hoy a inventar escenas costumbristas para darle color al relato histórico? A nadie se le ocurriría, es un suponer, narrar la vida de un juez y fantasear sobre cómo afloran sus cavilaciones profesionales: mientras está «sentado en el borde de la cama, un pie descalzo y el otro aún con calcetín». Inconcebible. Una biografía es una cosa muy seria, hoy lo sabemos. Todo lo que aparezca en ella tiene que estar apoyado en testimonios directos, en fuentes solventes, en documentos consultables. Todo tiene que estar consignado metódicamente. En ese sentido, la biografía de Muhammad Ali que ha escrito Jonathan Eig es un monumento.

En Vida de Ali (editada por Capitán Swing), Eig recurre al procedimiento honesto y tranquilizador de decir de dónde sale cada frase, cada descripción, cada juicio de valor. El libro cuenta con miles de notas a pie de página que remiten a libros, artículos, vídeos de YouTube, memorandos desclasificados del FBI y, lo que es más importante, centenares de entrevistas realizadas por el propio autor a quienes vivieron cerca de ese torbellino llamado Muhammad Ali. Para ilustrar su método de trabajo basta una anécdota: según le contó Rahaman Ali, hermano del boxeador, de niños vivían en una casa unifamiliar en Louisville que estaba muy cerca de otra de similares características, en el barrio del West End. ¿Pero cuánto es cerca? Pues exactamente dos metros, señala Eig. La nota a pie de página indica la procedencia del dato: «Distancia medida por el autor el 19 de octubre de 2016». Y así todo.

La tarea, ya de por sí ardua, se antoja ciclópea cuando se aplica a alguien tan verborreico y contradictorio como Muhammad Ali, «una persona increíblemente confundida», en palabras de Ferdie Pacheco, su médico. Se refería, sobre todo, a las consignas radicales recibidas por parte de la Nación del Islam y a cómo estas afectaron a su carrera y a sus relaciones personales, pero no sólo. Ali fue siempre un hombre tan genial como desconcertante. Incluso haciendo alarde de su célebre fanfarronería, podía ser dulce, amable, gracioso, encantador. Pero también podía ser terriblemente cruel.

En el ring, y gracias a su superioridad técnica, en ocasiones castigó más de lo necesario a rivales que lo habían insultado, como Ernie Terrell o Floyd Patterson. Era una refinada y sangrienta forma de venganza contra quienes, por ejemplo, seguían llamándole Cassius Clay después de su conversión religiosa. Pero él mismo fue un maestro del insulto, que repartió siempre con holgura entre sus contrincantes antes de los combates. Su favorito era «Tío Tom» aplicado a todos los negros, a su juicio dóciles, que abogaban por la integración con la población blanca. Y fuera del cuadrilátero podía ser igual de despiadado.

Malcolm X, por ejemplo, lo quiso como a un hermano para repudiarlo enérgicamente, más tarde, siguiendo la línea oficial marcada por la Nación del Islam. El pecado de Malcolm X fue cuestionar la versión extravagante de la religión musulmana que preconizaba su jefe, Elijah Muhammad, autoproclamado mensajero de Alá y apóstol de una teología que hablaba de la visita del mismísimo Dios a Norteamérica (corporeizado en la figura del fundador de la organización, Wallace Fard Muhammad) y hasta de una nave nodriza que, según contaba, orbita la Tierra y que va cargada con bombas destinadas a destruir a los «demonios de ojos azules», o sea, a las personas blancas. Pero lo que alejó definitivamente a Malcolm X de la Nación del Islam fue conocer la hipocresía de su líder, cuyos continuos líos de faldas entraban en franca contradicción con el puritanismo que exigía a sus fieles desde el púlpito. Entonces se le puso la cruz. Fue asesinado en 1965. Muhammad Ali ni pestañeó. Sólo décadas más tarde confesaría su arrepentimiento por haberle dado la espalda.

De villano a héroe

«No creo que le hagamos ningún favor a Ali tratándolo como a un santo. (…) Fue un ser humano y, como tal, era profundamente imperfecto», decía Jonathan Eig en una entrevista en la radio pública estadounidense. A su juicio, su imponente trabajo sólo tendría sentido enfocado así. Sobre todo teniendo en cuenta que ya se han escrito biografías magníficas sobre Ali (entre las que hay que destacar Rey del mundo, de David Remnick, una obra maestra en su género) y que la parte hagiográfica es más o menos conocida por todo el mundo.

Ali fue el mejor boxeador de todos los tiempos, pero nadie puede dejar una huella en la historia exclusivamente por sus logros deportivos. También fue el bocazas más maravilloso del siglo XX, el grito más audible de eso que hoy llamamos Sur Global. Hoy es adorado en todo el mundo pero no hay que olvidar que en su juventud fue la persona más odiada de América. «No tengo que ser lo que vosotros queráis que sea» era una frase que sonaba como una bofetada en un país profundamente disociado entre su percepción patriótica («la tierra del hombre libre y el hogar del valiente») y la sangrante realidad social.

«Proclamó cada vez que tuvo la oportunidad que no sería domesticado. Lucharía, se alzaría, lo diría, lo haría, directamente, en todas las ocasiones. Sería el campeón rebelde mundial de los pesos pesados», escribe Eig. Fue abucheado en todos los combates en los que participó hasta 1967, y le encantaba esa reacción del público. Ese año, sin embargo, algo se rompió definitivamente. «‘No tengo nada en contra del Viet Cong’ llegaría a ser su cita más memorable en una vida repleta de citas memorables». Se negó a participar en la guerra, le retiraron el título mundial y le prohibieron boxear. «Su rechazo a aceptar el reclutamiento había atraído tanta atención y provocado tanta ira que todo lo que rodeaba a la existencia de Ali ofendía a la mayoría de estadounidenses blancos: el color de su piel, su lengua larga, su religión y, ahora, su falta de patriotismo».

«La gente no entiende al campeón, pero un día de estos se convertirá en el héroe más grande de Estados Unidos», profetizó Stepin Fetchit, un cómico que formaba parte de su numeroso séquito. «Es como una de esas obras donde el villano del primer acto resulta ser el héroe, en el último acto». Y así fue. Ali tenía razón, aunque hubiera llegado a ella por pura intuición. Estaba muy lejos de ser un hombre cultivado, no tenía una formación política sólida. De hecho, le costaba bastante leer. Su influencia, en cualquier caso, fue enorme. Un ejemplo: «Huey Newton, cofundador de los Panteras Negras, afirmaría que, pese a no tener ningún interés en Dios ni en Alá, los discursos de Malcolm X y Muhammad Ali fueron cruciales en el proceso de creación de su conciencia política».

En el momento más álgido de esa crisis nacional (Vietnam, Papeles del Pentágono, Watergate) se produjo su regreso al cuadrilátero, uno de esos comebacks redentores que tanto gustan a los americanos: sus peleas con Joe Frazier y George Foreman, la recuperación del título mundial, la cruel y postrera enfermedad… Como decía Fetchit, una verdadera obra de teatro. Y así la cuenta Jonathan Eig, porque el rigor no está reñido con el entretenimiento.

Superada la moda del Nuevo Periodismo (que no era periodismo sino literatura, excelente literatura) parece que las aguas vuelven poco a poco a su cauce. El género de la biografía comme il faut se ha ido asentando a lo largo de los años con autores sagaces que han aprendido del trabajo (afanoso y discreto) de sus antecesores. Por ejemplo, contaba John Gavin, artífice de la sobrecogedora Deep in a dream: La larga noche de Chet Baker, que se había inspirado en el trabajo que Patricia Morrisroe había hecho sobre Robert Mapplethorpe. Y lo superaba, ciertamente. Hoy, quien quiera escribir una biografía debería ir un paso más allá y observar de cerca la obra de Jonathan Eig. Así es como se hace.

Ver artículo original