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Viaje a la «demente» arquitectura soviética: las contradicciones del paraíso comunista del proletariado

Por ABC  ·  13.05.2022

«La propaganda tiene algo que ver con esta imagen tan falsa de que la arquitectura soviética es fea, tosca, impersonal y construida de hormigón», asegura a ABC Owen Hatherley, que acaba de publicar en España ‘Paisajes del comunismo’ (Capitán Swing), un apasionado viaje de 700 páginas por los edificios y monumentos más extraños, diversos e impresionantes de la Europa socialista, en la que el escritor y periodista inglés mezcla crítica arquitectónica, literatura de viajes y divulgación histórica.

Anticipándose a lo que pudieran pensar los ‘haters’, el autor –un marxista confeso fascinado por la estética del comunismo, de familia afiliada al partido comunista, pero hastiado del idealismo de sus padres–, comienza su recorrido poniéndose la venda antes de la herida: «¿Por qué nos preocupa resultar sospechosos de ser estalinistas (o nazis) cuando disfrutamos contemplando los edificios de Alexei Shchusev (o Albert Speer), mientras nadie asume que los entusiastas de la arquitectura clásica de Atenas, Roma o Washington DC admiren también a las sociedades esclavistas que la erigieron?».

Sacudidos ya los complejos de encima y puestas las cartas sobre la mesa, Hatherley trata de demostrar pronto la gran cantidad de contradicciones y sorpresas que esconden los paisajes urbanos de la URSS y las ciudades de Europa que estuvieron bajo su órbita desde 1921 hasta el final de la Guerra Fría. Unos paisajes que, según comprobó él mismo en los numerosos viajes que realizó entre 2009 y 2015 por todos esos países, no se construyeron solo de fríos y gigantescos bloques de hormigón, sino que son más complejos, variados y ricos de lo que pensamos.

Arquitectura e ideología

«Traté de encontrar una característica común a toda la arquitectura de influencia soviética, y lo más cercano que encontré fue la idea de que se trataba de lo que se conoce como una ‘arquitectura parlante’, es decir, que transmite mensajes, en este caso, políticos, nacionalistas e históricos. Edificios que es imposible entenderlos sin utilizar la ideología», explica el autor sobre esta obsesión por reflejar en los edificios los objetivos del comunismo y el socialismo.

A continuación pone varios ejemplos: «A veces podía ser extremadamente explícito. Los grandes bloques de viviendas extremadamente banales de los años 70 y 80, que comunicaban transmitían perfectamente la creencia en la igualdad de una forma bastante espectacular. El mejor ejemplo es, quizá, el Metro de Moscú, que se diseñó para contar literalmente a los usuarios la historia del socialismo y la URSS, los planes quinquenales de industrialización y la guerra contra la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial como si fuera un libro o una película, pero a través de vastos espacios, materiales suntuosos, mosaicos o esculturas».

A pesar de ello, no pudo meter en ese saco a un arquitectura que abarcó siete décadas y que se extendió, incluso, por países fuera de la órbita del comunismo como la España franquista, aunque fuera de manera fortuita, porque su variedad es inabarcable y no está hecha solo de hormigón. También hay mármol, oro, candelabros suntuosos, cúpulas espectaculares, arcos sorprendentes o estatuas de bronce que nada tenían que ver con la realidad que vivía una gran parte del proletariado en los paraísos comunistas.

«Los nuestros son para el pueblo»

La obra incluye una anécdota muy curiosa que explica cómo los soviéticos convivieron y solventaron todas esas contradicciones propias de la URSS, que se debatía entre la opulencia de unos pocos y la austeridad de la mayoría. A comienzos de la década de 1930, uno de sus arquitectos más importantes, Alexéi Dushkin, tuvo que presentar su proyecto para la construcción de la estación Kropotkinskaya del metro de Moscú al gran Lázar Kaganóvich. Al verlo, el futuro vicepresidente de la Unión Soviética criticó semejante derroche de lujo, comparándolo con el gran templo egipcio de Amón en Karnak. El joven y ambicioso responsable de su diseño negó la acusación con esta frase ya: «Sus palacios son para faraones, los nuestros son para el pueblo».

El propósito de Hatherley, sin embargo, no es ni idealizar ni denunciar todas esas contradicciones y excesos, sino mostrárselos al lector con una mirada que, en ocasiones, se muestra apasionada, compasiva y hasta cómica. De hecho, incluye aquellos como que los viajes los realizó su novia de entonces: «Muchas cosas han cambiado desde que salió este libro en 2017, incluso en mi propia vida. Tal vez valga la pena decepcionar a los lectores contándoles que Pyzik y yo dejamos de ser pareja a finales de 2015», informa ahora en la introducción de la edición española.

Pero debajo de todas estas anécdotas salen a la luz, también, muchas tragedias. La primera línea del citado metro de Moscú se construyó empleando a trabajadores sin ninguna experiencia, como agricultores de granjas colectivizadas y mineros, y prisioneros, en entornos que parecían una extensión de los terribles gulag, pues muchos obreros morían aplastados en derrumbamientos o ahogados en las inundaciones de las galerías.

«Un proyecto demente»

«Otro caso reseñable –comenta el autor– es el Palacio del Parlamento de Bucarest, en Rumania. Un proyecto demente que solo podría haberse construido en una dictadura como la de Ceaucescu. Un complejo levantado al dictado de sus gustos por los edificios neoclásicos que resultó demasiado grande y aislado para la ciudad. Fue ridículamente caro… una locura. Mientras lo construían para convertirlo en uno de los edificios más grandes del mundo, tanto que parte de él aún está sin terminar, la gente no podía calentar sus casas y tenía que leer a la luz de las velas, ya que Ceausescu pagó cada centavo de la deuda externa de Rumania. Así que ahí están las dos caras del comunismo».

¿Y qué dictador comunista estuvo más obsesionado con la proyección de su poder en la arquitectura? La respuesta es parecida: «Habría dicho Stalin, pero muchos estudios recientes sugieren que tenía ideas menos claras sobre la arquitectura de lo que la gente pensaba, por lo que diría, de nuevo, Ceausescu, por la manera que remodeló el centro de Bucarest con un coste humano tremendo. Podría decirse que es uno de los centros urbanos más surrealistas y tontos de Europa, sin ninguna razón lógica más que la glorificación nacional y la autoglorificación. Una versión muy extrema del ‘síndrome del hombre pequeño’».

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